Los otros muertos

Carlos Manfroni
Victoria E. Villarruel

Fragmento

Índice
  • Cubierta
  • Portada
  • Introducción. Una dialéctica perversa y la deuda con la Historia
  • Primera parte. Hacer el mal sin mirar a quién
    • 1. Había un niño en la calle
    • 2. El día siguiente
    • 3. La batería
    • 4. El sueño de los ángeles
    • 5. La sangre de tu hermano
    • 6. Cuarentena
    • 7. Paranoia
    • 8. Las tinieblas
    • 9. La paradoja
    • 10. Némesis
    • 11. La soledad
    • 12. Despertar un día más
    • 13. Domingo sangriento
  • Segunda parte. Lista de atentados terroristas y sus víctimas en los setenta
    • Índice de abreviaturas
  • Créditos

Introducción

Una dialéctica perversa y la deuda con la Historia

Cuando hablamos de la década del setenta en la Argentina, inevitablemente asociamos ese tiempo con el dolor y con la lucha fratricida. Pero hay un dolor aceptado, reconocido, políticamente correcto, y otro que no se llora, que no se recuerda, al que no se le rinde homenaje.

Las víctimas del terrorismo en la Argentina quedaron olvidadas para la Historia. El padecimiento de estas personas fue menospreciado por no haber sido ocasionado por agentes gubernamentales. Quien debió protegerlas, no lo hizo.

En primer lugar, se tejió una estrategia jurídica encaminada a evitar que los crímenes cometidos por miembros de organizaciones como Montoneros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Fuerzas Armadas Revolucionarias, Fuerzas Armadas Peronistas y otras, fueran declarados delitos de lesa humanidad; por tanto, pasaron a ser prescriptibles. El argumento que se sostuvo fue que aquellas acciones no habían sido ejecutadas por funcionarios públicos ni bajo el amparo del gobierno, una condición que no figura en instrumento alguno del Derecho internacional. Esto ya es, de por sí, suficientemente grave; por un lado, porque los tribunales argentinos decían apoyarse, precisamente, en el Derecho internacional, con lo cual hicieron decir a la ley supraestatal algo que no dice, algo que inventaron con la clara intención de beneficiar a los amigos y aliados de la administración de los Kirchner en la Argentina —cuando no a algunos de sus propios miembros—. Además, por otro lado, esto es grave porque, frente a una confrontación sangrienta que cubrió de luto a miles de familias de ambos lados de la contienda, la aplicación de una regla elaborada para una sola de las partes y que no se aplica a la otra representa una injustificable falta de equidad y provoca la pérdida de medidas y límites en la represalia judicial, ya que la mejor garantía de razonabilidad consiste en saber que la regla que el juez emplea para un caso puede recaer, indistintamente, sobre cualquier persona, amiga o enemiga del poder.

Pero aun si se considera el horror de semejante desnaturalización del derecho, el cinismo de ese ardid con apariencia legal que contribuyó a aumentar la injerencia del poder político sobre la justicia, aquello no fue lo peor. Lo más grave, lo que completó el ciclo de esta gran burla a la sociedad argentina, lo que consolidó la impunidad absoluta del terrorismo, lo que llevó el agravio a las víctimas a un nivel superlativo, fue el deslizamiento de aquella maniobra jurídica al plano moral. De tal manera, la falacia empleada en la justicia a fin de que los ex guerrilleros resultaran jurídicamente impunes, se utilizó en la cultura de la comunicación para que también aparecieran como moralmente irreprochables. Es como si el hecho de aceptar que los jueces hayan considerado prescriptos los crímenes de los terroristas hubiera significado también la prescripción de la perversión de sus actos en el juicio moral de la comunidad.

¿Acaso la prescripción de un delito cambia moralmente al criminal? ¿La impunidad que los miembros de Montoneros, ERP y otras organizaciones obtuvieron en la justicia convierte a sus acciones del pasado en moralmente buenas y a sus víctimas en una materia despreciable, insignificante, públicamente impresentable? Aunque esto parezca un disparate, pone de manifiesto las consecuencias que ha tenido la corrupción del lenguaje en la cultura argentina.

De otra manera, no se explicaría que los autores de aquellos crímenes aparezcan hoy como jueces del resto de la sociedad, pidiendo cuentas sobre lo que cada quién ha hecho en el pasado, cuando a ellos se les está regalando el olvido; censurando las omisiones, cuando no pueden poner a la luz sus propias acciones; pontificando sobre la moral, cuando ni siquiera han confesado públicamente sus delitos. Escriben sobre sus aventuras y dictan conferencias sin recibir jamás una pregunta ni una respuesta incómoda, son buscados como referentes en la cultura y en los negocios, cobran indemnizaciones y pensiones pagadas con el patrimonio de todos y hasta presentan los libros de los magistrados que deberían haber ordenado indagar sobre sus crímenes. Y, en los casos en los que los agresores resultaron muertos, sus nombres figuran grabados en el Muro de la Memoria, expuestos para el reconocimiento público, junto con las víctimas de procedimientos ilegales. Es decir que no hay distinción alguna entre las personas que fueron víctimas de violaciones a los derechos humanos y las que cayeron mientras estaban llevando a cabo un ataque, por su propia iniciativa, contra una instalación civil o militar.

Los fundamentos de semejante paradoja, los cimientos de este verdadero “reino del revés”, los motivos inmediatos de esta sinrazón yacen en el estado de ignorancia culpable de una sociedad que supone —o decide cómodamente aceptar— que los guerrilleros únicamente se defendían de una dictadura que los masacraba.

La narración de historias reales —con nombres, circunstancias y testimonios— que aquí se presenta, demuestra que el terrorismo atacó, en una medida no asumida por la opinión pública, a la población civil, de acuerdo con lo expresado en los Convenios de Ginebra y otros instrumentos internacionales. Desde 1949 y para todo el mundo ha quedado establecido que la población civil está integrada por “las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluidos los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas puestas fuera de combate por enfermedad, herida, detención o por cualquier otra causa...”.1 Esta disposición ha sido redactada expresamente para conflictos armados no internacionales; es decir, los que se producen en el interior de un único territorio político.

Este libro se propone, entonces, contribuir a impulsar una discusión necesaria y sincera sobre una época que representó un intenso dolor para miles de argentinos; algunos por haber sufrido abusos por parte de fuerzas gubernamentales y otros por haber sido blanco de una agresión terrorista.

Nos hemos centrado en las víctimas del terrorismo por diversos motivos. Primero, porque respecto de las víctimas de violaciones a los derechos humanos por parte de agentes gubernamentales ya existe muchísima literatura, escrita a lo largo de estos treinta años —en algunos casos, como el Nunca más, producida con fondos públicos—. Segundo, porque la posición de los autores de este libro respecto de los métodos empleados en la década del setenta para la represión al terrorismo ya fue manifestada en diversas publicaciones, conferencias y entrevistas.2 Tercero, porque no existen víctimas de segunda categoría, de forma tal que sea necesario respetar una jerarquía y, por el hecho de haber desarrollado un estudio detallado sobre las víctimas del terrorismo y contado sus historias, debemos abocarnos —para compensar esa transgresión— a las víctimas de acciones gubernamentales (sobre todo cuando jamás se exige a la inversa una correspondencia semejante).

En este sentido, la presente obra llega para llenar un vacío, para romper el silencio que impera en un área sobre la cual se ha escrito muy poco y es mucho más lo que se ignora que lo que se conoce. Existen, sí, obras muy completas sobre determinados atentados resonantes —en general, porque las víctimas eran personas públicas, como en el caso del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci—.3 Pero lo que no existe es el relato de las historias escalofriantes de miles de víctimas civiles no tan conocidas —o desconocidas por completo— que sufrieron la locura de la agresión terrorista. Y la verdad es que, entre 1969 y 1979, los medios de prensa registran 4.380 bombas colocadas por organizaciones clandestinas en distintos lugares; a eso hay que sumar tiroteos en la vía pública, copamientos de edificios, desvíos de aeronaves y tantos otros hechos que afectaron a sectores indiscriminados de la población. Todo ello, sin contar que existen miles de atentados y víctimas no registradas por la prensa.

Nuestro enfoque sobre las víctimas procedentes de la población civil no significa que las víctimas de las fuerzas armadas o de seguridad no deban ser recordadas. En primer lugar, ellas están incluidas en esta obra cuando no hubieran estado participando de las hostilidades o hubiesen sido sorprendidas en una situación de indefensión al momento de los hechos, de acuerdo con el concepto de los convenios de Ginebra.

No son combatientes, por ejemplo, los miembros del personal sanitario y religioso que forman parte de una fuerza armada. Por eso, cuando el 17 de mayo de 1976, en el monte tucumano, fue emboscada por el ERP la ambulancia que llevaba al soldado médico Juan Ángel Toledo Pimentel, al suboficial Alberto Lai y al soldado Carlos Cajal, esa acción convirtió a los militares atacados en víctimas del terrorismo: la operación fue realizada contra un bien protegido por el Derecho internacional humanitario, como son los hospitales, las universidades y los templos religiosos. De hecho, tampoco es combatiente el propio personal destinado a la guerra cuando se encuentra en situación de descanso, sea en el hogar, en la vía pública o en cualquier otro lugar.

En segundo lugar, los muertos y heridos en confrontaciones armadas no han sido incluidos a fin de evitar discusiones sobre las particularidades de tales confrontaciones. Esto no significa que esos muertos y heridos no merezcan un homenaje cuando su integridad física hubiera sido lesionada en un combate llano y abierto con los grupos clandestinos; pero ello demandaría una investigación adicional que escapa a los tiempos y espacios del desarrollo de este libro.

A su vez, hay que decir que la noción de “víctima” no fue utilizada por nosotros arbitrariamente, sino que hemos tomado el concepto adoptado por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos,4 que entiende por víctima a

toda persona que haya sufrido daños, individual o colectivamente, incluidas lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdidas económicas o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que constituyan una violación manifiesta de las normas internacionales de derechos humanos o una violación grave del derecho internacional humanitario.

Establecido ese parámetro, las víctimas superan el número de 17.000, en orden a los registros del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV). Sin embargo, por motivos de espacio, en el padrón que figura en la segunda sección de esta obra, únicamente hemos consignado los datos de los muertos, heridos y secuestrados. Y no hemos incluido en todos los casos —como podríamos haberlo hecho, de acuerdo con el mismo documento de las Naciones Unidas— “a la familia inmediata o las personas a cargo de la víctima directa y a las personas que hayan sufrido daños al intervenir para prestar asistencia a víctimas en peligro o para impedir la victimización”.

Las historias que se narran en la primera parte de este trabajo resultan representativas de las víctimas de diferentes sectores de la sociedad: obreros, comerciantes, empleados, empresarios, gremialistas, militares, políticos, estudiantes, niños… El pueblo argentino podrá así conocer el sufrimiento de miles de ciudadanos inocentes que, en plena democracia, no logran una reivindicación de sus derechos humanos, desconocidos desde hace más de treinta años, ni son tomados en cuenta en los análisis de la historia de los setenta. Finalmente, ellos también son desaparecidos.

* * *

Cuando, en marzo de 2007, el CELTYV se hizo presente en el Comité Internacional de la Cruz Roja en Ginebra, a fin de intercambiar ideas sobre el estatus de las víctimas del terrorismo en la Argentina, el representante de la Cruz Roja para América latina, Michel Masson, reconoció que nunca había oído hablar de esas víctimas. Así nació la necesidad de darles visibilidad, no sólo por medio de la difusión de sus historias, sino principalmente mediante la confección de un listado que permitiera conocer sus nombres, las agresiones sufridas, las circunstancias de tiempo y lugar y, toda vez que fuera posible, los autores.

Las víctimas del terrorismo de la Argentina, como las del resto del mundo, deberían poder gozar de sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación. A la verdad, a fin de saber quiénes fueron los agresores y por qué lo hicieron y, por vía de un recurso rápido y sencillo garantizado por el Estado, poder conocer más detalles acerca de los hechos y sus implicancias.

La verdad es también un derecho colectivo, ya que la sociedad debe tener la posibilidad de saber lo que realmente ocurrió en determinada época de su historia, así como las circunstancias en las que muchos de los más aberrantes delitos llegaron a cometerse.5

En la órbita individual, la víctima logra satisfacción con el desarrollo de un juicio y, en la órbita colectiva, la sociedad lo consigue mediante la difusión de los hechos por parte del poder público, de los medios de comunicación y de las instituciones académicas, sea en libros, museos, programas de televisión pero, principalmente, merced a la creación de comisiones de la verdad.

Las víctimas del terrorismo tienen derecho a impedir, por las vías legales, que los delitos que las afectaron permanezcan impunes; tienen derecho a la reparación pecuniaria que les permita mejorar sus condiciones de vida —casi siempre arruinadas por la desaparición de un miembro de la familia— y acceder a la atención médica y psicológica de la que se les ha privado hasta ahora. Y tienen derecho, finalmente, al reconocimiento moral de la sociedad, que es algo muy importante, tanto en la valoración de esas víctimas como para la comunidad misma.

Esta obra, entonces, también abre un terreno como aporte a las nuevas generaciones, a las que el poder público no les garantizó el conocimiento completo de lo sucedido en el pasado reciente —cuando no transmitió el relato de tales hechos de manera deliberadamente deformada—.

Durante la tarea de difusión que hace el CELTYV en colegios secundarios, los alumnos suelen sorprenderse por la gran cantidad de atentados que ocurrieron en la década del setenta, así como por el escaso nivel de información que existe sobre ellos. Estos jóvenes sienten que, por ser menores, les ocultan una parte de la historia que da contexto a ese pasado e, incluso, a nuestro presente.

Por tal motivo, en 2008, el CELTYV inició una investigación histórica que permitiera conocer información cuantitativa de las víctimas del terrorismo. A tal fin, con la cooperación de un equipo de voluntarios, se llevó adelante un plan para conocer y documentar cuántas personas habían sido afectadas, cuáles eran sus nombres, qué agresiones sufrieron, quiénes fueron los atacantes, entre otros datos que las autoridades nunca se molestaron en obtener. Se utilizó exclusivamente información pública, al alcance de cualquier ciudadano y recogida en los diarios de la época. Se eligieron cuatro diarios nacionales: La Nación, Clarín, Crónica y La Prensa, los cuales fueron consultados y fotografiados en las hemerotecas públicas. El período seleccionado fue el comprendido entre el 1º de enero de 1969 y el 31 de diciembre de 1979, por ser la etapa más cruenta de los ataques terroristas y en la que presumiblemente se podían identificar con mayor facilidad a las organizaciones responsables de los crímenes. Así fue como se fotografiaron más de 16.000 ediciones de diarios, de las cuales se extrajo material que después se depuró, se analizó noticia por noticia y se organizó en una planilla. Ese material, a su vez, se complementó con libros publicados a lo largo de estos treinta años, en los cuales ex miembros de las organizaciones armadas relataron hechos y detalles de sus propios ataques, atentados y crímenes. Todo eso se cruzó con información de las revistas que constituían órganos de prensa de aquellas organizaciones, como Estrella Roja —del ERP— o Evita Montonera —de Montoneros—.

En los casos en los que los diarios revelan, por ejemplo, el secuestro de una aeronave de pasajeros sin dar los nombres de las víctimas, éstas figuran en la lista que se ha elaborado como NN; de igual modo cuando se publica el número de heridos de un atentado sin detallar su identidad. En tales casos, es aun mayor la obligación del poder público de indagar quiénes sufrieron tales atentados. Al respecto, cabe destacarse que el trabajo realizado confirió al CELTYV el triste privilegio de ser la única ONG en el mundo que confeccionó su propia lista de víctimas del terrorismo sin ayuda alguna del poder gubernamental.

Debe destacarse, de cualquier modo, que los atentados y las víctimas fueron muchos más que los publicados por los referidos diarios. Los medios no siempre llegaban a conocer todos los actos de terrorismo, debido a la enorme cantidad de atentados que se cometieron en algunos de esos años; además, hay muchos hechos que son revelados exclusivamente por diarios del interior, en el lugar puntual en donde se produjeron. Pero aun con las cifras de las que disponemos, puede obtenerse una idea muy clara de la dimensión de la agresión. Nuestro estudio ha registrado 1.094 víctimas mortales producidas en el período de once años. En España, el total de víctimas provocadas por la ETA, la organización terrorista vasca, a lo largo de toda la historia de ese grupo clandestino —es decir, en un período de cuarenta años que va desde 1961, año de su primer atentado, hasta octubre de 2011, cuando su cúpula anunció el cese de la lucha armada—, es de 843. En la cuarta parte del tiempo, Montoneros y el ERP, principalmente, produjeron 251 víctimas más que la ETA.

En la investigación desarrollada por CELTYV no están incluidas aquellas personas que fallecieron días, meses o años después de los atentados, a consecuencia de las lesiones psicológicas o físicas producidas por el hecho. Tampoco se ha incluido a los heridos que generaron enfermedades derivadas de las lesiones o del trauma sufrido. Esa información no surge de las fuentes consultadas y, por tal motivo, se refuerza la necesidad de una comisión de la verdad que reciba las denuncias y testimonios de todos aquellos que fueron afectados.

Diego Moreno era hijo de Julio César Moreno, uno de los dos custodios de la familia Klein, que fue asesinado el 27 de septiembre de 1979 por Montoneros. Diego tenía sólo un año cuando su padre fue asesinado; nunca pudo conocerlo, no guardaba recuerdos de él y vivió toda su vida anhelando su presencia. El 27 de septiembre de 2012, en un nuevo aniversario del asesinato de su padre, Diego ingirió ácido muriático, agonizó por unos días y falleció el 5 de octubre de ese mismo año. Tal vez, la profunda depresión que padeció desde temprana edad hubiera podido mitigarse si el gobierno argentino hubiera reconocido los derechos humanos de su familia. Si bien Diego es una víctima del terrorismo, no se lo ha incluido en este primer relevamiento de casos; pero como él, ha habido varios hijos e incluso nietos que padecen las secuelas de los atentados, que se transmiten de generación en generación y se profundizan y arraigan, ante el desinterés del poder público por asistir y reconocer a este grupo de personas.

En una nota para el diario La Nación, de Buenos Aires, el historiador, lingüista y filósofo búlgaro Tzvetan Todorov, a propósito de la omisión de la que adolece la historia en relación con las víctimas del terrorismo, escribió:

La cuestión que me preocupa no tiene que ver con la evaluación de las dos ideologías que se enfrentaron y siguen teniendo sus partidarios; es la de la comprensión histórica. Pues una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo sociedad.6

La sociedad argentina todavía está en deuda con la Historia.

CARLOS MANFRONI y VICTORIA VILLARRUEL,

enero de 2014

1. Convenio de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra (Convenio IV), artículo 3 (“Conflictos no internacionales”), inciso 1. Aprobado el 12 de agosto de 1949.

2. Puede verse, por caso, el capítulo VII (“El otro”) de Manfroni, Carlos, Montoneros: Soldados de Massera, Buenos Aires, Sudamericana, 2012; y también la entrevista a Victoria Villarruel, “Sobre el silencio y el dolor de los inocentes, no tenemos futuro”, La Nación Revista, 25-04-2010.

3. Reato, Ceferino, Operación Traviata, Buenos Aires, Sudamericana, 2009. -

4. Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones”, resolución 60/147, aprobada el 16 de diciembre de 2005.

5. Comisión Intenacional de Derechos Humanos (CIDE), OEA, Informe Nº 25/98, Chile, “Alfonso René Chanfreau Orayce y otros”, 7 de abril de 1998.

6. Todorov, Tzvetan: “Los riesgos de una memoria incompleta”, La Nación, 8-12-2010.

Primera parte

Hacer el mal sin mirar a quién

Había un niño en la calle

“…Y los militares mataban gente joven, un poco más grandes que ustedes, en los setenta.” La maestra no encontraba las palabras adecuadas para explicar el tema del que la directora le había pedido que hablara, en medio del bullicio de los chicos de aquella escuelita perdida de Lanús este. El barullo sólo se interrumpía cada tanto porque, a pesar de su dispersión frecuente, los alumnos no podían dejar de sorprenderse de que se les hablara de sangre y de muerte en su edad más tierna. En realidad, la ternura de su edad tenía muchos callos endurecidos por los problemas abrumadores, a veces insoportables, de sus familias —no siempre completas, más bien generalmente recompuestas, como en un rompecabezas—.

El recreo merecía ser más largo o, al menos, eso creían ellos y lo prolongaban imponiendo el hecho consumado frente a sus roncas maestras. ¡En cambio ahora, esto de los setenta, de secuestros, de torturas, de sangre…! Ya les habían hablado de Cabral, soldado heroico, que recibió un lanzazo por la espalda mientras salvaba a San Martín, el gran capitán. Pero era distinto, estaba muy lejos y era diferente; era parte de la escasa historia indiscutida de la Argentina; estaba en Billiken, la revista infantil que servía de ayuda a los colegiales en aquel tiempo. Esto otro les chocaba; había algo de este relato que se parecía al ruido que ellos hacían… Pero el bullicio lo tenían que hacer ellos. El ruido era de ellos.

—¡A mi tío Juan lo mataron en 1977, señorita! —gritó Tiago de repente, en medio de las miradas de asombro de sus compañeros.

—¡Ah! ¿Cómo fue eso, Tiago? —preguntó la maestra, curiosa y entusiasmada por escuchar una historia real que la sustrajera un momento de la monotonía de su propio relato y de la necesidad misma de sostenerlo.

—¡Tenía tres años; lo mataron los montoneros, señorita, esos hijos de puta!

El rostro de perplejidad de la maestra contrastaba ahora con un murmullo en el que se mezclaban expresiones de asombro y algunas risitas de los compañeros de Tiago. El asombro era por la muerte de un niño de tres años. Las risitas se debían a la palabrota con la que Tiago había calificado a los asesinos.

Tiago Alejo Barrios no era un niño que acostumbrara decir malas palabras. Era, más bien, el modelo de alumno aplicado, con 9,50 de promedio y, a la vez, muy amigable en el aula.

¡Un tío de tres años! ¡Muerto hace más de treinta! Esto también sonaba raro. Siempre parecen extrañas ciertas situaciones que se generan en esas familias numerosas, en las que un tío resulta menor que el sobrino. Pero al menos ambos viven y crecen juntos. Se hacen adultos juntos, y las escasas diferencias de edad se emparejan, se borran con el tiempo. Porque casi todo se borra con el tiempo. En este caso, no. Juan, el tío de Tiago, quedó congelado en sus tres años, cuando todavía no había tenido ni la oportunidad de pisar la escuela primaria; cuando ni siquiera llegaba a ser uno de los tantos chicos que estaban ahí, haciendo ruido, aunque cada vez menos, según iban dándose cuenta de la pose tiesa, contracturada, de la maestra, igual que una liebre encandilada que de un momento a otro puede salir corriendo en cualquier dirección. Y eso era, precisamente, lo que la maestra quería hacer: salir corriendo en cualquier dirección, escapar de lo que estaba escuchando, sin tener que dar una respuesta —o confesar una ausencia de respuesta—.

—Tiago, vení afuera un momento —dijo finalmente la maestra. Salió del aula y avanzó unos metros por el corredor semicubierto de la escuela, un tramo suficiente para que los demás no escucharan. Tiago se levantó de su asiento y fue apurado tras ella.

—Tiago, no podés hablar aquí de eso.

—No quise decir una mala palabra, señorita, pero me salió, les tengo mucha bronca a esos asesinos —se disculpó Tiago. Sus compañeros también creyeron que la maestra lo sacaba del aula por su palabrota.

—No estoy hablándote de la mala palabra, Tiago. No podés nombrar a gente que hayan matado los montoneros —explicó la maestra, con alguna violencia interior por lo que creía que tenía que decir.

—Pero es que era el hermano de mi papá… y lo mataron…

—Te creo, Tiago, pero no podés decirlo aquí. Entrá de nuevo a la clase —concluyó la maestra, más asustada que el niño.

* * *

Clotildo Barrios es un hombre de trabajo. Toda la vida fue un hombre de trabajo. Nació en la provincia de Corrientes y lo adoptaron el mismo día en que nació. Ya desde entonces comenzó a pelearse con la vida. A los siete años empezó la escuela pero no la pudo terminar. En la zona de Corrientes donde él vivía, había una sola escuela rural y no siempre Clotildo podía llegar. Tenía que trabajar, que ayudar… Siempre ayudó. Su cara refleja una mezcla de bondad y rapidez mental al mismo tiempo, una combinación que en las grandes ciudades puede parecer extraña, pero no en el interior, donde los hombres tienen que madrugar a la vida.

A los dieciséis años, Clotildo se fue al Chaco a trabajar como bracero, juntando leña en los montes y haciendo carbón.

—¿Es duro ese trabajo? —le preguntan a veces.

—¡Muy duro! —confirma Clotildo, con la acentuación exacta de quien está seguro de sí mismo. Sin lamentos, sin rencor.

Un familiar le preguntó un día si quería ir a vivir a Buenos Aires y ahí nomás Clotildo partió otra vez. Llegó a Buenos Aires en julio de 1971. Estuvo unos meses buscando trabajo y, finalmente, encontró un empleo en una metalúrgica de Monte Chingolo, así que tuvo que radicarse cerca de la fábrica.

Yolanda es de Famaillá, Tucumán. Como tanta gente del interior, su familia se trasladó a Buenos Aires porque en su provincia no había trabajo para ella. Apenas llegaron, se fueron directamente a Monte Chingolo, en la zona de Lanús este.

Es fácil adivinar, a esta altura, que allí se conocieron Clotildo y Yolanda. Se casaron. Vivían en la intersección de las calles Tucumán y Yapeyú, a dos cuadras del Batallón 601 “Viejo Bueno”, el mismo que en 1975 fue atacado por la compañía más grande de guerrilleros que jamás se haya desplegado contra un cuartel en la Argentina. Fue el famoso ataque del Ejército Revolucionario del Pueblo, liderado por Mario Roberto Santucho, en vísperas de la Navidad, durante el gobierno de Isabelita, la viuda de Perón.

“A las cinco o seis de la tarde ya había guerrilleros por los alrededores; y cuando empezó el copamiento, estuvimos tirados debajo de la cama, con el nene y con Yolanda. Los vecinos hicieron lo mismo”, cuenta Clotildo, a quien la vida puso dos veces bajo el fuego de la guerrilla.

“Había un bosque de eucaliptos y se escondían allí o en la casa de los vecinos; nosotros teníamos una casilla de madera, así que las balas pasaban… El susto nos duró toda la fiesta”, continúa la narración, con la serenidad que da el tiempo transcurrido y la amarguísima experiencia de haber pasado por algo mucho peor más adelante.

“Nadie les daba apoyo a los guerrilleros. Yo trabajé en una fábrica, viajaba en tren, en colectivo, salía de Avellaneda, andaba mucho por la calle. Y la calle estaba complicada. Coparon el tren varias veces, hacían pintadas; cortaban el recorrido del tren a mitad del viaje y obligaban a la gente a bajarse y seguir caminando a su casa”, asegura Clotildo.

Sin embargo, el propio Clotildo recuerda que algunas pocas personas eran reclutadas en su barrio. Les dejaban un regalo y, si lo aceptaban, se tomaba eso como un compromiso de adhesión a la organización. “En la empresa nos decían que no aceptáramos regalos, porque yo trabajé en una empresa chiquita y teníamos mucha llegada con los dueños.”

Clotildo no tenía militancia política, no entendía por qué existía ese tipo de enfrentamientos ni qué querían lograr. “Yo lo único que sabía era levantarme a las cinco de la mañana e ir a trabajar para hacerme una casita, porque vivía en una casilla”, suele contar a quien le pregunta.

A las 5.15, Clotildo tomaba el colectivo, trabajaba hasta las tres de la tarde y después se quedaba haciendo horas extras hasta las cinco. Pero su día no terminaba en la metalúrgica. Cuando salía, tomaba medio turno en una compañía de limpieza de oficinas, hasta las nueve o diez de la noche.

El único premio a tanto esfuerzo de ese joven matrimonio era por entonces su bebé. Juan Eduardo nació el 10 de septiembre de 1974, el mismo mes y año en el que Perón ganó las elecciones presidenciales por una mayoría del 60 %. El mismo en el que los montoneros mataron a José Ignacio Rucci, el sindicalista en quien más confiaba el presidente electo.

Durante el día, el hijo de Clotildo y Yolanda quedaba solo con la mamá. Yolanda se dedicaba a él con la pasión del hijo primerizo y con la gozosa exclusividad de tenerlo para ella todas las horas del día. Juan Eduardo sólo se encontraba, a veces, con el nene de al lado de su casa. No tenía amiguitos y todavía no iba a la escuela.

“Eran días muy lindos —recuerda Yolanda—, pero después del 6 de diciembre de 1977…” Queda muda; los ojos congelados pero no fríos; sus pupilas, con una tristeza que llega hasta el alma. Hasta el alma de ella y de quien la mire.

Aquel 6 de diciembre, la madre salió con su hijito a pagar unos impuestos. Eran pobres, muy pobres, pero tenían la dignidad de pagar, de cumplir, de no exigir sin haber dado hasta lo último de sí. Habrán hecho una de esas colas interminables, con las que los gobiernos maltratan una y otra vez a las personas comunes que los sostienen. El nene pidió un heladito y los dos cruzaron al quiosco a comprarlo. Era un quiosco adelantado para su época, uno de esos locales a los que hoy le dicen “maxiquiosco”.

Juan llevó su helado a la boca. La madre pagó y se disponía a cruzar nuevamente la calle, cuando escuchó las explosiones típicas de un tiroteo. El objetivo era el agente de policía que hacía guardia frente al banco. Los disparos procedían de un automóvil blanco y una mujer tiró con una escopeta hasta que el policía cayó, gravemente herido. Entonces, la mujer quiso completar su hazaña: bajó del auto, lo roció con nafta y lo prendió fuego, cuando todavía estaba con vida. Subió nuevamente al coche blanco y siguió disparando para cubrir la huida.

Juan había estado mirando sin saber qué ocurría, tomando con su manito la de su mamá. Dijo “¡ay!” y cayó. Yolanda tenía su jean Oxford perforado por una bala.

El dueño del quiosco los llevó de inmediato al hospital municipal.

* * *

Mientras apretaba el calor, que se hace más intenso en una fábrica donde se funde el metal, una ambulancia del hospital de Lanús entró en la empresa donde trabajaba Clotildo la tarde del 6 de diciembre. Él la vio llegar, porque estaba en un descanso. Las fundiciones de acero requieren algunos períodos de reposo para los operarios, porque una exposición continua a esa temperatura resultaría irresistible. Pero no miró de lejos por mucho tiempo. El encargado de la metalúrgica lo llamó enseguida.

—¡Barrios!

Clotildo se acercó y el capataz le puso la mano sobre uno de sus hombros. De inmediato, el empleado comprendió que no se atrevían a comunicarle algo terrible. Fueron los médicos quienes lo llamaron entonces. Ellos están más acostumbrados a dar las noticias que nadie quiere escuchar, a absorber el sufrimiento de la gente; sobre todo en los hospitales de las zonas pobres, donde las estadísticas de salud empeoran todos los índices. Pero en este caso, no se trataba de una de esas enfermedades que suelen sobrevenir a la pobreza. Menos, todavía, de estadísticas. Cualquiera podría haber estado allí. Los atentados no eran exclusivos de las zonas pobres. En ese aspecto, la guerrilla supo hacer un reparto igualitario y llevó la muerte a todas partes.

—¿Vos sos Barrios? —preguntó el médico.

—¿Qué pasó? —inquirió ya muy ansioso Clotildo.

—Hubo un tiroteo y tu hijo recibió un balazo.

—¿Cómo está?

—Mirá, no te vamos a mentir. Está muy grave. Es muy difícil que se salve.

Clotildo fue corriendo al hospital y, cuando llegó, Yolanda estaba en medio de un ataque de nervios. No podía hablar. “Igual que ahora”, remarca su esposo.

El matrimonio permaneció mucho tiempo en el hospital, aunque los profesionales les habían informado enseguida que Juan Eduardo había muerto. Uno de los proyectiles le había perforado el abdomen, con orificio de entrada y de salida. Hacía poco tiempo que le habían festejado su tercer cumpleaños. Sí, su tercer cumpleaños. El único que pudieron celebrar con una fiesta… una fiestita.

“Nos dio una mano la familia para hacer una tortita, comprar los gorritos —cuenta el papá—. Él siempre quería cositas..., alguna golosina. Le gustaba que le comprara ropa, zapatillas… Para ese cumpleaños le había comprado una camisa a cuadros. Le prometía los regalos para el día del cobro de la quincena y él estaba pendiente de ese día.”

El velatorio se llevó a cabo en la casa de la hermana de Yolanda, una pequeña vivienda en cuyo living se instaló la capilla ardiente. No se acercaron funcionarios, salvo algunos efectivos de la Comisaría 6ª de Monte Chingolo.

El matrimonio Barrios no regresó a su casa por tres meses. Una vez o dos a la semana, Yolanda visitaba a su hermana y pasaba el día con ella, para no quedarse sola. No querían volver y la familia de Yolanda tampoco quería dejarla en ese estado.

Clotildo conserva una foto de Juan Eduardo, con el flequillito y la camisa a cuadros. Es la única fotografía de su hijito, porque ellos no tenían una cámara y aprovecharon a tomarle una foto una vez que les prestaron una. Al verla, cuenta, con una sonrisa triste:

Era un nene muy inteligente. Se acordaba los días que yo llegaba temprano, y cuando me veía caminando a dos o tres cuadras, ya salía corriendo a mi encuentro; corría y el flequillito se le levantaba. Después de ese día, cuando llegaba quería encontrarme con mi bebé… ¿y cómo hacía? ¡Era muy duro y sigue siendo muy duro…!

A los dos o tres días de la muerte de Juan, los dueños de la fábrica en la que trabajaba Clotildo le alcanzaron un diario y le dijeron: “Acá están los autores del atentado, de la muerte de tu hijo”.

El diario relataba un comunicado de Montoneros, una agrupación a la que por entonces se aludía como “la organización que pasó a la clandestinidad” o “que fue declarada ilegal en segundo término” (la primera fue el ERP).

El comunicado reivindicaba el asesinato del cabo primero Herculiano Ojeda, el mismo que estaba en la puerta del banco y al que prendieron fuego, después de herirlo con disparos de escopeta. También nombraba el asesinato del niño Juan Eduardo Barrios, que no figuraba en el parte montonero. “Lógico ¿quién se va a adjudicar el asesinato de un niño?”, pregunta retóricamente Clotildo, con rigurosa lógica.

El padre siguió averiguando acerca del atentado. Aún hoy continúa esa búsqueda. Habló con el dueño del quiosco, que no había podido ver todo. Habló con el dueño de la cochería que prestó el servicio fúnebre y él le dijo que una de las personas que había sido herida junto con Juan Eduardo era un tal Carlitos, que vivía a la vuelta del lugar del crimen. Unos pocos segundos demoró Clotildo en llegar hasta su casa y pedir que atestiguara para una investigación.

—Por favor, no me menciones, porque esta gente que está gobernando es la misma que me hirió y la que mató a tu hijo —le respondió Carlitos, ya avanzado el gobierno de los Kirchner—. En aquella oportunidad me perdonaron la vida, pero no lo van a hacer de nuevo —exageró el testigo.

La mujer que habría matado al cabo primero Ojeda y a Juancito habría sido, según los dichos de Clotildo, Estela Inés Oesterheld, una de las hijas de Héctor Gemán Oesterheld, el autor de la famosa historieta El Eternauta, cuya figura fue utilizada para caracterizar a Néstor Kirchner después de su muerte. Una nota del diario La Nación del viernes 23 de diciembre de 1977 ratifica los hechos que recuerda Clotildo.

Un día, Clotildo vio y escuchó por televisión, en el programa de Mariano Grondona, que nombraban a su hijo Juan Eduardo entre las víctimas del terrorismo. “Era la doctora Victoria Villarruel, la presidente del CELTYV. Me puse a llorar, porque creí que nunca más nadie se acordaría de mi hijo. Pero me equivoqué; había gente que se estaba ocupando.”

Esto dijo Clotildo Barrios en una exposición a la que fue invitado, durante el IX Congreso Internacional de Estrés Post-Traumático, que se organizó en Buenos Aires entre el 25 y el 27 de junio de 2008.

Barrios se había enterado de un acto que estaba anunciado en Plaza San Martín, en el barrio porteño de Retiro, en homenaje a las víctimas del terrorismo; acudió allí, se quedó entre la gente, escuchando los discursos, con la rara sensación que tiene un paciente cuando el médico remueve su herida para curarlo. Al finalizar, pudo ver a la presidente de la ONG, se abrió paso entre la multitud y se acercó a saludarla. Así surgieron otras invitaciones a Clotildo Barios, para que hable de eso políticamente incorrecto, de la muerte de su hijo, de su dolor, de sus consecuencias. De eso que casi nadie quiere escuchar. Y así es como llegó a aquel congreso de psicoterapia, para explicar ante médicos, psicólogos, psiquiatras y representantes de laboratorios, los detalles del sufrimiento suyo y de su mujer, ocultos durante años.

Resulta paradójico que su testimonio valga mucho para la medicina y nada para los jueces, en un país en el que la que está más enferma es la justicia.

—Cuando escucho ciertas cosas en los medios, quisiera gritar que yo también soy víctima, pero no lo puedo decir —se explayó Clotildo frente a los profesionales, interesados en su estado actual.

—¿Por qué no lo podés decir? —se atrevió alguien a preguntar desde el auditorio.

—Porque no tengo cabida en ningún lado.

* * *

Después de la muerte de Juan Eduardo, sus papás tuvieron otros dos hijos: Christian David y Marcelo. Varios años después llegó Débora. Ella es la menor, pero tomó la muerte de su hermano como un mandato de sangre. “Cuando vos no puedas estar más en esto, voy a seguirlo yo”, le dijo a su padre.

Débora Barrios tiene una compañera de colegio que tiene un tío desaparecido. Igual que Débora a su hermano, nunca llegó a conocerlo. Se llevan bien y se visitan con frecuencia. La cizaña no suelen sembrarla las víctimas, aunque a veces las alcance en el cultivo de su juventud.

Marcelo, por su parte, no habla mucho de la muerte de su hermano. David, en cambio, pregunta todo el tiempo, quiere saber todo, pero fundamentalmente quiere saber por qué nunca mencionan a Juan cuando hablan de los derechos humanos.

“¿Qué respuesta puedo darle. No soy yo quien debe dar esa respuesta”, acota Clotildo.

David es el padre de Tiago Alejo, el niño que había empezado a contar a su maestra y a sus compañeros la corta historia de Juan Eduardo, cuando fue abruptamente interrumpido y sacado de clase. Su mamá, la esposa de David, concurrió al colegio al día siguiente, porque temía que Tiago fuera tomado como un chico rebelde, y pidió hablar con la directora.

“Conozco algo del tema, pero no estamos autorizados a hablar sobre eso en clase; sólo podemos hablar de lo que nos autoriza el Ministerio de Educación”, le respondió burocráticamente la directora.

La asesina del pequeño Juan Eduardo y del cabo primero Ojeda tiene una placa en su homenaje en el Muro de la Memoria. Juan Eduardo no la tiene. ¿Qué memoria será esta que homenajea a los asesinos y excluye a los niños asesinados?

“Cuando empezaron a hacer un monumento a las víctimas, yo tenía esperanzas de que se acordaran de Juan”, dice Clotildo.

Yolanda ha quedado desde entonces en un estado de obnubilación; su rostro casi no tiene gestos, salvo las lágrimas que se deslizan por sus mejillas curtidas, desde unos ojos que prácticamente no se mueven, lo mismo que sus labios. No dice palabra. El shock la acompañó hasta nuestros días y, probablemente, la seguirá hasta su muerte. En ese sentido, la prensa oficial —y una parte no despreciable de la otra— parecen una caricatura macabra y, por cierto, menos sincera, de aquel silencio profundo.

Después de todo, nadie habla.

Juan Eduardo Barrios

Entre 1969 y 1979, 29 niños murieron y 79 resultaron heridos a consecuencia directa de atentados terroristas en la Argentina.

Julio Ernesto Salazar, de catorce años, murió en Villa Diego, provincia de Santa Fe, el 14 de agosto de 1972, tras haber levando un objeto que había sido arrojado cerca de su casa. Lo llevó a su vivienda y el artefacto explotó al instante. El niño murió en el acto y su padre recibió heridas gravísimas, a causa de las cuales falleció pocos días después. Su madre y sus hermanos también sufrieron heridas muy serias. Los terroristas habían arrojado el explosivo allí porque metros más adelante había un control policial y temieron ser descubiertos.

Gladys Medina tenía catorce años cuando murió por una bomba colocada en la puerta de la peluquería que estaba al lado de su hogar, el 2 de septiembre de 1975, en la ciudad de Buenos Aires. La destinataria era nada menos que la presidente de la Nación, la señora María Estela Martínez de Perón, que se atendía allí. La bomba parece haber sido una advertencia, pero estalló a las 4.30 de la madrugada, cuando todos dormían. El padre de Gladys no murió porque ese día estaba internado, pero la niña y su madre fallecieron carbonizadas.

Claudio Yanotti, de nueve años, y su hermano Pedro Yanotti, de diecisiete, quedaron gravemente heridos durante el ataque a su domicilio, perpetrado el 21 de octubre de 1975 por un grupo terrorista del Ejército de Liberación 22 de Agosto. El padre de los menores, Roberto Eduardo Yanotti, era agente de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. La casa era una prefabricada de madera y chapas de zinc, y allí vivía el agente junto a su esposa, sus dos hijos y su hermano. Los terroristas arrojaron granadas contra el frente de la vivienda, que quedó destruida, y después entraron a disparar sucesivas ráfagas de proyectiles que mataron a Roberto Yanotti e hirieron a su esposa y a su hermano.

Además, entre 1969 y 1979, hubo 34 niños secuestrados, incluyendo algunos extranjeros.

Antonio Carlos Duarte, un adolescente brasileño de dieciséis años, que estaba en la Argentina por un programa de intercambio cultural del Rotary Club y pertenecía a un hogar muy humilde de su país, fue secuestrado por un comando conjunto de las FAR y las FAP, a fin de obtener el pago de un rescate. El rescate lo pagó, finalmente, el Rotary Club.

En suma, el total de víctimas menores de edad durante el período citado fue de 142, entre muertos, heridos y secuestrados.

La estadística no incluye a aquellos niños que fueron privados ilegítimamente de su libertad cuando grupos terroristas irrumpían en un colegio, entraban en las aulas y los aterrorizaban con una arenga política amenazante. Tampoco incluye los casos de aviones que fueron desviados o retenidos en la pista, con niños a bordo.

El día siguiente

“El peor día fue el siguiente. Cuando me levantaba, lo primero que hacía era llamar a mi mamá. ¡Y cuando la llamé… ahí caí!”

¿Dónde cae una nena de diez años cuando se despierta y se encuentra en la vida sin sus padres? En ningún lugar, porque la depresión es demasiado profunda, el pozo es demasiado hondo, como en los sueños, y la niña cae y cae, pero no llega... Queda demasiada vida hacia abajo para ser vivida sin el amor esencial, inicial, inagotable, soberano de los padres, a una edad en la que el amor basta por sí solo pero únicamente el amor es bastante. El amor de los padres tiene algo de la Navidad, lleno de luz y de alegría aunque el niño duerma en un establo.

Oscar Walter Ledesma era fotógrafo profesional y tenía también un negocio de óptica y fotografía en la localidad de Granadero Baigorria, cerca de la ciudad de Rosario. Era buen fotógrafo. La gente honesta hace bien su trabajo. Lo llamaban para cubrir acontecimientos sociales —casamientos, cumpleaños— y también hacía retratos. Revelaba él mismo los rollos de celuloide. En aquella época no existían las cámaras digitales y los clientes, jóvenes y viejos, acudían ansiosos a la óptica para retirar sus impresiones en cartulina y ver cómo habían resultado las treinta y seis tomas. Treinta y seis fotografías era la capacidad máxima de los rollos tradicionales, que todavía se venden en muchos lugares; cuando se agotaban, la gente los llevaba a revelar y encargaba copias para la madre, para la abuela, para el hermano, para el primo… El cliente acostumbraba a dar un vistazo a las fotos en el mostrador, antes de retirarlas —porque generalmente no aguantaba a llegar a su casa para verlas— y, si no eran muy buenas, pedía consejo allí mismo. El dueño del local siempre compartía su conocimiento con el cliente. Todo era más sociable y la gente se quería más. Costaba imaginar el odio en aquella sociedad casi pueblerina, parroquial, distendida y amena en sus conversaciones de vereda, en el almacén, en los encuentros casuales, en el fútbol de potrero…

A Oscar, por supuesto, le gustaba el fútbol. Era hincha de Rosario Central, el equipo “canalla”, como se conoce popularmente al clásico contrincante de Newell’s Old Boys, el otro viejo cuadro de fútbol rosarino. No podía ser de otro modo: Oscar vivía a tres cuadras del Gigante de Arroyito, el estadio de Rosario Central.

Había nacido en Córdoba pero era rosarino por adopción. Igual que su equipo, que fue fundado en 1889 por los ingleses que construyeron y manejaron el ferrocarril, con el nombre de Central Argentine Railway Athletic Club. En Rosario conoció a Irene Dib, una santiagueña que emigró a las grandes ciudades en busca de mejores oportunidades —la misma historia de mucha gente del noroeste argentino—. Los dos eran trabajadores, pero cuando se casaron, Irene se dedicó a las tareas de la casa y ayudó a Oscar en su negocio. Fue también allí, en la ciudad más populosa de la provincia de Santa Fe, donde nació Andrea, su hija mimada y malcriada.

Pasaban sus vacaciones en Mar del Plata. “Con los jubilados”, agrega ella, porque veraneaban en marzo, cuando el costo del alojamiento es más económico y también, se supone, cuando los negocios de fotografía no debían estar tan requeridos como en época de vacaciones, en la que todos estaban apurados por ver sus fotos en traje de baño.

Oscar tenía otro hijo, Ernesto, de una unión anterior; pero Ernesto, mucho mayor que Andrea, se había enrolado en el Ejército y había partido temprano del hogar. Por eso, y ella misma lo cuenta, Andrea fue tratada como hija única. Era ella quien iba a pescar con su papá y pasaba días con él, generalmente en la laguna de Junín, durmiendo en carpa, como Oscar lo había hecho desde su juventud.

“Papá iba a pescar; yo iba a jugar”, aclara Andrea, quien además recuerda a su mamá como “la perfecta ama de casa, que bordaba, cocinaba, zurcía, tejía”, dice con nostalgia.

Irene también preparaba comidas especiales para Oscar, que tenía problemas digestivos. “Pero comidas ricas”, apunta Andrea. La familia es una escuela de solidaridad; solidaridad de la auténtica, silenciosa, desinteresada, sin revoluciones ni proselitismo.

Pero lo que más agradaba a Andreíta, hasta sus diez años, era el fútbol; una vez más, no por el deporte en sí mismo.

“Fútbol para los grandes, paty gigante en la casa de la abuela; para mí, el fútbol era ir de picnic”, cuenta de una manera que hace imposible no imaginar a aquella niña feliz, como son los niños cuando ven contentos a sus padres, a pesar de toda limitación, de las privaciones.

“El 12 de septiembre del 76 hubo un partido bravo; debe haber sido bravo, digo yo, porque no me llevaron”, medita todavía Andrea con pesar. Ella no recuerda de qué partido se trataba. Los registros de la época en Internet indican que ese día competían Rosario Central y Unión de Santa Fe. Como siempre sucede, la vecindad de los rivales exacerba la confrontación.

Andrea quedó en la casa de su abuela, trepando a los árboles de mandarina que poblaban profusamente el patio enorme de la mamá de su mamá. Jugaba como un mono, se colgaba, exploraba la copa, se lanzaba al piso, trataba de alcanzar otro… Era un ejercicio frecuente de su infancia, que ese día hasta le hacía olvidar, de a ratos, la bronca de no haber ido a la cancha. Pero cuando Oscar regresó del estadio, pasó por allí a recoger a su familia y Andrea retomó el enojo contenido por haberse perdido el espectáculo, por haber sido excluida de un supuesto acontecimiento peligroso, que los chicos nunca consideran de ese modo. Los niños no creen en el peligro; su imaginación permanece protegida de las prevenciones y temores de los adultos, de manera que la infancia está siempre rozando la felicidad primigenia. Cuando los adultos lo permiten, claro está.

Encima, ahora se sumaba la retirada obligada de la casa de su abuela. La bronca de Andreíta no podía ser mayor. Protestó, gritó, se encerró en el baño y se negaba a salir.

Media hora más tarde, Oscar e Irene volvían en su auto a casa y conversaban distendidos mientras Andrea iba sentada en el asiento trasero, callada, masticando todavía su berrinche. Pasaron casi distraídamente junto a un colectivo de la policía, que iba completo con el personal de la fuerza. Los agentes venían de cubrir, precisamente, la seguridad del partido que acababa de disputarse. Andrea se asomó por la luneta y observó un auto pequeño que circulaba unos metros más atrás, con dos personas que iban adentro “como escondidas”. De repente, sólo vio una lluvia blanca y pensó: “Alguien está tirando harina”.

Años más tarde, mientras miraba un programa de Víctor Sueiro, el showman que se dedicó a escribir sobre los ángeles, Andrea asoció esa imagen a su ángel de la guarda. Porque fue sólo una imagen. Las explosiones no suelen escucharlas quienes están cerca, aunque con un poco de distancia se oiga un estruendo ensordecedor.

El asiento de atrás del automóvil se veía destrozado. Andrea llevaba una pollerita escosesa, como usan las colegialas, pero la tela estaba cubierta de vidrios rotos. Un chorro de sangre bajaba por su carita. Se asomó hacia delante, tocó a su mamá y después a su papá. No le contestaron. Bajó del auto, pasó adelante y subió a la falda de su madre. No reaccionaban. Andrea supuso que estaban desmayados y bajó. Un muchachito medio rubión, como ella lo describe, permanecía parado contra una pared, mirando todo. Le pidió ayuda y él la llevó hasta la casa de una vecina, unos metros más allá. “Una señora de anteojos”, recuerda todavía, una señora que le dio una toalla, le lavó la cara y le puso hielo en la frente. Y después, la imagen de ella misma viajando sola en el asiento de atrás de un patrullero, la habitación del hospital, más fría que el frío mismo sin los padres.

Andrea no fue al velatorio, no pudo. Los diarios ya daban cuenta del atentado de Montoneros: nueve policías muertos y dos civiles. Un artefacto explosivo ubicado en un Citroën 2CV fue activado a distancia, en la intersección de las calles Junín y Rawson, de Rosario.

A los treinta y seis años, Andrea todavía tiene una cicatriz en la frente y una esquirla adentro. ¿Hace falta decir que las esquirlas más dolorosas las tiene alojadas en el alma?

“Cuando desperté al día siguiente, pegué el grito: ‘¡Mamá!’; y apareció mi abuela. Y ya está. Ahí empezó otra vida”, resume Andrea, en una síntesis tan gráfica como escalofriante. En el colegio le dieron licencia por una semana; sus compañeros la visitaron, le llevaron regalos… “¡Una triste celebridad!”, reconoce con dolor.

“Si yo no hubiera tenido aquel berrinche, si no me hubiese encerrado en el baño de mi abuela gritando que no quería volver a casa, esa diferencia de tiempo a lo mejor cambiaba la historia.”

¡Andrea, pobrecita! ¿Dónde estaban los que iban a cambiar la historia? ¡Al dolor inconmensurable de la orfandad se suma el sentimiento de culpa! ¿Dónde se esconden, hasta hoy, los verdaderos culpables? ¿Qué madres, qué abuelas los protegen de la mirada de la gente, del escrutinio de sus víctimas?

Un día, Andrea estaba con su abuela en la casa de una vecina que era modista y, cuando volvieron, tras pasar la puerta cancel de hierro, encontraron en el piso del zaguán un sobre blanco. Su abuela lo levantó, lo leyó y lo guardó. Contenía una nota con una extraña explicación, que la nieta pudo leer también, después y a escondidas. Según la carta, el encargado de desviar el tránsito la noche del atentado se había distraído un momento por algo que pasaba cerca de donde estaba el artefacto explosivo… Pedía disculpas y agregaba una arenga: “¡Venceremos!”.

¿Venceremos? ¡Qué disculpa tan extraña!

“De golpe, el día pasa a ser noche. Tenía una familia, una mamá, un papá. No hubo más cumpleaños, navidades, día de la madre, casamientos…”, relata hoy Andrea. He aquí la victoria de los vencedores.

“Si había privaciones, mi abuela no las hizo notar”, rememora la nieta con cariño. Una abuela como muchas —o, quizás, como pocas—; sin prensa, sin cámaras, eso seguro, pero consciente de su deber y de su propia dignidad, de la necesidad de un decoro adusto frente a la niña protegida. Una abuela de lágrimas contenidas, sabe Dios cuántas veces, por generosidad; porque quien está lleno de luz es generoso aun en su ocaso. Sólo el duelo ensombrecía el hogar. Sólo el duelo, y nada menos. Un duelo sobrio, sin estentóreas declaraciones o pedidos de venganza, pero tampoco alegrías sobreactuadas.

Seis años después, el cáncer se llevó también a la abuela de Andrea y ella pasó a vivir con un tío en Rosario; y después con otros tíos en Córdoba, y más tarde deambuló por Buenos Aires, volvió a Córdoba… El negocio de su papá se cerró y robaron sus cosas.

Ya no va a Rosario, sólo la atraviesa de paso, aunque admite que es una hermosa ciudad. Pero ella no puede disfrutarla.

“¿Por qué nadie quiere reconocer mi dolor? Yo me puedo sentar al lado de las Madres de Plaza de Mayo, llorando su mismo dolor, porque yo perdí a mi mamá; yo entiendo lo que puede sentir una madre que nunca más vio a su hijo; debe ser terrible.”

Pasaron ya veintisiete años. Andrea no habla casi con nadie de su tragedia. Sus propios hijos lo supieron por Google. Tal vez hereda la digna reserva de su abuela. Pero también la sospecha de que no será comprendida, frente a una propaganda avasalladora. Pese a eso, supo llegar hasta Victoria Villarruel para que el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas la ayude a saber quiénes fueron los que mataron a sus padres.

“Y quién se atrevió a venir hasta mi puerta con una disculpa en un papel”, agrega.

Cuando anunciaron “con bombos y platillos” el Museo de la Memoria, Andrea tuvo un impulso de llevar allí la foto de sus padres. No lo hizo. Dejó, en cambio, una presentación en la Secretaría de Derechos Humanos para conseguir un espacio en esa memoria tan promocionada. Le respondieron que no correspondía, porque su caso no reunía las condiciones.

Si es cierto que las condiciones las imponen los vencedores ¿habrán realmente vencido quienes “olvidaron” desviar el tránsito?

La tentación de escribir y rescribir la historia ha sido un objetivo recurrente en la Argentina. Es una especie de crimen de lesa humanidad sobre los mismos muertos: por un lado, se manifiesta la voluntad de que un sector del género humano no exista, como se procura con aquellas acciones sanguinarias, y a la vez, en estos otros casos, de que jamás haya existido. Se trata del intento ensoberbecido de controlar el tiempo, de hacer que no haya ocurrido lo que ocurrió. Nunca con el arrepentimiento de los culpables, sino con la voluntad de sojuzgar a los inocentes y de mantener en la indiferencia a los prescindentes. Pero el tiempo pasa inexorable y siempre viene el día siguiente.

Oscar Walter Ledesma y su esposa, Irene Dib.

Las bombas colocadas contra personas físicas en los períodos analizados fueron, en total, 1.600; y 2.780 contra personas jurídicas. Esto da un total de 4.380 atentados con explosivos.

El 16 de mayo de 1975, estalló un artefacto frente al local del diario La Voz Serrana de Córdoba y provocó daños de consideración.

Otro caso fue la bomba colocada a José Zito, delegado gremial de la UOM. El hecho ocurrió el 11 de septiembre de 1974 en San Justo, provincia de Buenos Aires, y dejó un herido, además de graves daños materiales.

También atentaron contra el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Victorio Calabró, mediante una bomba que explotó a destiempo bajo el palco que él iba a ocupar. Esto ocurrió el 9 de enero de 1976, en la localidad de Villa Adelina.

Ricardo Leiva, ex secretario del Juzgado Federal de Formosa, sufrió un atentado con explosivos frente a su vivienda, el 22 de enero de 1976.

Éstas son apenas unas muestras de los miles de atentados cometidos por las organizaciones armadas clandestinas, entre 1969 y 1979.

La batería

Marcelo era un adolescente que, como casi todos, estaba interesado en la música. En general, decir que un adolescente está interesado en la música es algo que suena demasiado formal. A un adolescente le gusta la música, le apasiona la música o hasta se fanatiza con la música o, más bien, con algún tipo de música. Sin embargo, Marcelo tenía verdadero interés por la música, además de gustarle de alma.

Casi todos los domingos, iba a comer con sus padres y sus hermanas —Nora, de dieciocho años, dos más que él, y Silvia, de once— al restaurante Claudio, que estaba detrás del Teatro San Martín, sobre la calle Sarmiento, entre Paraná y Montevideo, bien en el centro de Buenos Aires. Compartir la mesa en familia era muy importante para Mario, su papá, aunque no siempre organizaran el almuerzo en la casa. Seguramente, el buen deseo de aliviar a su esposa de las tareas cotidianas y de ayudar a que todos se concentraran en la conversación impulsaba a Mario a reemplazar el menú casero por una comida puertas afuera, cómoda para todos.

Mario y su mujer, Ángela, se habían conocido por presentación de una tía de Marcelo que se llamaba Lidia y era hermana de Ángela. Cuando se encontraron por primera vez, Mario envió a quien después sería su novia a tomar sopa, porque era cuatro años más joven que él.

Antes de encaminarse hacia el restaurante, pasaban a buscar por sus casas a todos los abuelos: Marcos y Sara, los padres de Mario, y también a los padres de Ángela, Natán y otra Sara.

A Mario le encantaba comer. Cuando estaba de novio, su futuro suegro, Natán, lo había criticado por su delgadez y le dio unos frascos de aceite de hígado de bacalao, un clásico tónico de otros tiempos, que Mario siguió tomando por su cuenta, deseoso como estaba de complacer al papá de su novia, como solían hacer los pretendientes en aquella época.

Desde la mesa donde comía la familia se veía, en la vereda de enfrente, la Antigua Casa Núñez, un local de venta de instrumentos musicales situado en Sarmiento 1573 y fundado en 1870 —para los parámetros de la Argentina, la Casa Núñez es verdaderamente antigua—. Tenía muchos instrumentos exhibidos en la vidriera. Entre ellos, se destacaba una batería; o, al menos, se destacaba para Marcelo. En realidad, la batería no era siempre la misma, sino que cambiaba el modelo cada vez que el negocio volvía a diseñar la vidriera, en general, semanalmente. Por eso, cada domingo, Marcelo cruzaba con su papá a ver la nueva batería. Y no sólo el hijo la observaba con interés. “Papá la miraba y la miraba y no me decía nada”, recuerda Marcelo con ternura.

A Mario le gustaba la música. No tocaba ningún instrumento pero había inculcado en sus hijos el gusto por el ritmo y la melodía.

Un día, el padre llegó a la casa con un órgano electrónico para Nora, su hija mayor, y una guitarra eléctrica para Silvia; pero para Marcelo, las manos estaban vacías. Aunque Marcelo quería mucho a su papá, o tal vez precisamente por eso, no podía disimular su enojo. ¡Durante meses había estado mirando la batería en la vidriera y su padre estaba con él! ¡Tenía más interés en la música que cualquiera de sus hermanas! ¡Y ahora, su papá caía en casa con semejantes regalos, que no eran una baratija, y a él ni siquiera unos platillos!

Marcelo buscó inmediatamente un trabajo con el que pudiera ganar dinero un chico de dieciséis años. Empezó a animar fiestas como disk jockey y cada peso que recibía lo guardaba con un único objetivo.

Comenzó con un viejo y famoso tocadiscos Wincofon. Las luces para el baile las preparaba con cajas de cartón y portalámparas, una técnica que después mejoró con cajas de madera, acrílicos y reflectores. Llegó a contar cuatrocientas cincuenta fiestas animadas por él, fundamentalmente en el Club Hacoaj. Por cierto, mucho antes de llegar a este nivel, comenzó a armar la batería. No necesitaba comprar todo junto; podía ir adquiriendo las piezas por separado. Así lo fue haciendo. Pero era muy difícil llegar a juntar plata para el bombo de pie, la parte más cara del conjunto. Cuando Marcelo reunió todas las demás piezas, su papá se apuró y le compró el bombo. Llegó una noche a la casa con un paquete que muy difícilmente podía disimular el contenido. Para su hijo fue una alegría doble: su padre no lo había abandonado, pero a la vez le había dado una lección.

“Esto me marcó para toda la vida —reconoce Marcelo— y supe que si quería algo, tenía que luchar por eso. De la misma forma —continúa—, cuando llegaba el cumpleaños de una de mis hermanas y yo quería hacerle un regalo, papá me llevaba a la fábrica a trabajar dos o tres horas y, con eso, yo compraba algo.”

* * *

Mario Alpern y su hermano Jorge se dedicaron a la electrónica desde muy jóvenes. Mario había comenzado su actividad en una habitación de cuatro por cuatro en la que reparaba aparatos de televisión. Con el tiempo, llegó a tener cuatrocientos cincuenta empleados en su propia empresa. Ahora fabricaban estabilizadores, reguladores de voltaje, usados para televisores y todo tipo de maquinarias.

A Marcelo le gustaba la electrónica, los circuitos impresos… Su vocación frustrada fue la ingeniería electrónica. Frustrada, explica él mismo, porque su papá le dijo que, como ingeniero electrónico, siempre iba a ser un empleado de alguna empresa y Marcelo desistió, aunque nunca perdió su interés por la música, incluso en torno del trabajo en la fábrica de su papá. Y Alpern padre escuchaba mucho sus sugerencias.

—¿Qué inventarías? —le preguntó un día.

—Un parlante que no esté conectado con cables al tocadiscos —respondió enseguida Marcelo.

Lo hicieron. Fabricaron parlantes que se conectaban, igual que el pasadiscos, a la red eléctrica de 220 voltios, cada uno por su lado.

En otra oportunidad, Marcelo dijo que le gustaría “ver la música”. Así fue como desarrollaron paneles con luces audiorítmicas, que se encendían, apagaban y rotaban las tonalidades en consonancia con los acordes.

Mario tenía devoción por el trabajo y por su familia. Se levantaba a las cinco y media de la mañana y salía a las 6.15. Acompañaba a pie a Nora, su hija mayor, a la parada del colectivo y después seguía caminando con su hijo a retirar el auto de un garaje donde lo guardaba todas las noches, a cuatro cuadras de su casa, en una zona tranquila del barrio de La Paternal. Dejaba a Marcelo en el colegio, que estaba en Flores, y seguía hasta la empresa, en el barrio de Pompeya. Volvía a las diez de la noche y muchas veces trabajaba incluso los fines de semana, salvo ese tiempo que dedicaba a su familia, durante los almuerzos del domingo. Las vacaciones, todos juntos. No era precisamente una vida fácil ni de lujos. De todos modos, el kilometraje diario de Mario y el trabajo arduo no lo convencían de abandonar su saco y su corbata.

“Siempre iba con saco y corbata, siempre; pero no traje, sólo saco y corbata, sport”, remarca Marcelo, con la satisfacción que normalmente proporciona el recuerdo de alguna característica pintoresca de los padres.

Además de la fábrica, Mario había montado un negocio de materiales de construcción en la ciudad de Morón, provincia de Buenos Aires. Era maestro mayor de obras; la arena, la cal y el cemento representaban la materia prima de su especialidad técnica, aunque la mayor parte del tiempo la dedicara a la electrónica.

Mario Alpern había nacido en Brasil. Sus padres, Marcos y Sara, eran argentinos pero, en determinado momento, en busca de lo que parecían mejores caminos, se radicaron en territorio brasileño. Volvieron cuando su hijo tenía cinco meses, después de pasar por el Uruguay. Mario nunca pudo conocer el lugar donde nació, porque las leyes de ese país le imponían el servicio militar allí, a pesar de su naturalización como ciudadano argentino, y lo sujetaban a una pena por no haberlo hecho a su tiempo.

A poco de regresar, el padre de Mario murió en un accidente. Mario debió hacerse duro desde muy pequeño.

Parece que el apellido originario de la familia había sido Ailper pero, lo mismo que en tantos otros casos, algún empleado de Migraciones, en la generación anterior, lo había cambiado por su propio descuido.

“Las raíces de mi familia son judías, pese a que papá no era tan religioso; un poco más mi mamá, por mis abuelos maternos”, cuenta Marcelo.

El origen judío de Mario había sido centro de insultos y protestas de una parte del personal de su fábrica, que en más de una oportunidad desparramó panfletos con leyendas como “Judíos explotadores”, “Mientras los judíos veranean, nosotros trabajamos”, “Somos explotados”, “Para hacer justicia, llamaremos al llanero solitario”. “Todo esto lo vi, no me lo contaron”, testimonia Marcelo, quien cada tanto daba una vuelta por el establecimiento de su papá.

En cuanto al llanero, parece que no era ni tan llano ni tan solitario; porque jamás hubo un insulto o una amenaza cara a cara contra el dueño, a pesar de que en la empresa había grupos de Montoneros y del ERP que influían permanentemente sobre el personal, muchas veces mediante amenazas. Así lo cuenta Marcelo:

Otra de las cosas que recuerdo fueron las amenazas; hubo amenazas a mi papá, a la secretaria, al capataz y hasta al hijo del capataz, que en ese momento tenía tres años. No era que el capataz perteneciera a un determinado bando dentro de la fábrica; el capataz representaba a la fábrica, mi viejo era la fábrica. Estaban contra el sistema, estaban contra la fábrica, y por eso, estaban contra mi viejo, contra la secretaria…

Las amenazas corrían siempre mediante notas y panfletos. Nunca hubo un llamado al domicilio particular de los Alpern. O, tal vez, el padre no lo dejó trascender a la familia.

Mario Alpern no tenía una orientación política definida. Alguna vez, su hijo lo escuchó hablar mal de Onganía y también, en ocasiones, de Perón, y solía criticar el asesinato de Aramburu como una actitud cobarde; pero, en general, la política no era un tema habitual en su conversación.

“Su centro era el trabajo y la familia”, destaca Marcelo.

Pero en cierta época, sucedió que la empresa estuvo cerca de la quiebra y Alpern incorporó a un socio de los Estados Unidos, llamado Ezra Nasser, para recibir capital y poder mantener activa la fábrica. Este hecho sirvió de argumento a los grupos de Montoneros y del ERP para que hablaran de “imperialismo yanqui” y dijeran que la fábrica estaba en manos de una corporación multinacional. Así comienzan a tejerse las abstracciones y las declamaciones que después se agigantan y provocan consecuencias imprevisibles. Es decir, imprevistas por los que contribuyen inicialmente con su imprudencia y su ligereza a inflar esos globos de aire; pero no imprevisibles para quienes precisamente se sienten dueños de las consecuencias.

El 15 de junio de 1976, Mario, Marcelo y Nora salieron caminando como todas las mañanas. Apenas pasadas las seis, dejaron a Nora en la parada del colectivo que la llevaba al colegio Carlos Pellegrini, y avanzaron por las pocas cuadras que debían caminar hasta la cochera. De repente, Marcelo vio un Peugeot celeste que circulaba con cuatro personas adentro y el techo abierto. En aquel tiempo, Peugeot era la única marca nacional que vendía automóviles con una ventana corrediza en el techo. A Marcelo le llamó la atención, porque hacía mucho frío, y se lo comentó a su padre:

—Papá, mirá a esos locos con el techo abierto.

No había terminado de decir eso cuando tres personas se bajaron del auto y gritaron: “¡Policía Federal! ¡Contra la pared!”.

“Mi papá no dijo absolutamente nada. Nos pusimos contra la pared y dispararon contra él. Le dispararon en la nuca, lo vi sangrar… Quedó con los ojos abiertos, tirado en el piso.” Los terroristas habían usado Ithacas y pistolas calibre 45.

Marcelo gritó vanamente: “¡Fueron los de la fábrica!”. Corrió hasta su casa y, desde ahí, llamó por teléfono a su tío Jorge, el hermano y socio de Mario. Inmediatamente, volvió donde estaba su papá y vio que ya había llegado la policía. A sus cuarenta y dos años, Mario Alpern yacía sobre una vereda, con su camino trunco, con su hijo adolescente que lo miraba lleno de horror, de desesperación, de una tristeza inconmensurable.

Al día siguiente, Montoneros se adjudicó el atentado mediante panfletos en el entorno de la fábrica. Mario había estado preocupado por las amenazas pero, en el fondo, no creía que se fueran a cumplir, a pesar de tanta sangre que corría en los setenta. Casi nadie cree que va a ser alcanzado por la fatalidad. Aunque la muerte es el hecho indefectible del ser humano, nada nos resulta más ajeno.

“Mi papá decía que a los que amenazaban los iba a correr con los bomberos; no llevaba armas ni custodia. Él no traía los problemas del trabajo a casa, pero en los últimos cuatro meses, se lo veía raro, más triste y amargado.”

El velatorio se hizo a cajón cerrado, de acuerdo con la tradición judía, y Mario fue enterrado en el cementerio de La Tablada. Muchos trabajadores de la empresa, a los que Mario había ayudado a construir sus viviendas, se acercaron para saludar a la familia.

Un mes después del asesinato, cuatro personas bajaron de un auto y persiguieron a Marcelo, quien tras una carrera de una cuadra, se metió en su casa. Eran las doce de la noche. Improbablemente fueran delincuentes comunes en aquella época, cuando los ladrones tenían miedo de salir a la calle, porque las consecuencias para ellos podían ser fatales si se topaban con algún grupo de una fuerza de seguridad.

Sin dejar pasar ni un solo día, Marcelo se mudó con su madre y sus hermanas a la casa de su abuela materna, que ya había muerto.

Ángela, la mamá de Marcelo, que “había sido ama de casa toda su vida” —como lo destaca su hijo—, tuvo que salir a trabajar y hacerse cargo de la situación, ya que la empresa pasó a manos del socio americano. La ausencia de Mario, la escasa capacidad de su hermano Jorge —según Marcelo— y una cláusula leonina en el contrato impidieron que se le restituyera al señor Nasser el dinero que había invertido.

Ángela trabajó con su hermana Lidia —precisamente, la que le había presentado a Mario—, con quien pudo montar un pequeño negocio de ropa de niños, que ellas mismas confeccionaban. Marcelo, por su lado, consiguió trabajo con otro tío Jorge, hermano de su mamá, que tenía una cadena de sastrerías. Empezó como cadete, atendiendo las necesidades de seis locales del centro de Buenos Aires. Más tarde, pasó a ser administrativo y a manejar las cobranzas del negocio, que eran muchas y complejas, porque se vendía la ropa en cuotas y a sola firma.

Ese empleo, la buena educación que le había dejado su padre y una beca de la Universidad de Belgrano que le concedió inmediatamente el rector, Avelino Porto, le permitieron pagar sus estudios y graduarse de arquitecto.

“Ni ingeniero electrónico, como me hubiese gustado, ni ingeniero civil, como quería papá: ¡arquitecto!”, remarca Marcelo. “Fue un padre excelente —agrega—. Lamentablemente, no pude tenerlo. Me hubiese encantado que viera que todo el esfuerzo que él hizo valió la pena”, se lamenta todavía hoy al recordarlo. Y asegura que no sólo el día después es duro; “sigue siendo durísimo a los cuarenta y a los cincuenta…”.

La hermana mayor de Marcelo, Nora, se recibió de abogada y después de escribana. La menor, Silvia, que en el momento del crimen tenía diez años, es ahora guía de turismo. “Todo eso es mérito de mamá, pero también le resultó muy difícil”, admite con dolor.

Según Marcelo, casi nadie se acercó para darles apoyo en aquel momento; sólo la familia y algunos miembros de la comunidad judía. “Recuerdo ahora a un señor Adolfo Mogilevsky, que murió hace poco”, dice, a modo de reconocimiento. Marcelo se refiere nada menos que al preparador físico del club Atlanta, que murió en agosto de 2012 a los 96 años y fue renombrado en el periodismo como “el maestro de los preparadores físicos”, después de haber pasado por Racing, San Lorenzo, River Plate, Chacarita, Banfield y la Selección nacional. El respaldo moral de este hombre, que participó de la organización deportiva del Club Macabi y de la Hebraica Argentina, debió haber sido muy valorado por la familia en su momento, además de haber suscitado quizás otros apoyos.

La desazón por la durísima experiencia vivida por los Alpern con la muerte del padre y, después de ella, con las privaciones y la soledad, revive hoy ante la injusticia de la indiferencia hacia las víctimas del terrorismo. Peor aun, a causa de la inversión de la escala de valoración de la Historia.

Algo me ha ayudado hacer terapia; pero es muy, muy difícil en los momentos actuales, cuando uno escucha reivindicaciones de una sola parte de la historia y no la totalidad de los hechos, y ve que, de repente, aquellos que tenían en sus manos la violencia como ideal, hoy están en el gobierno, hoy son señores, están bien vistos. Esas cosas a mí me duelen muchísimo más…

Marcelo, como tantas otras víctimas directas e indirectas del terrorismo, todavía no ha podido asimilar el grado de maldad que puede alcanzar el pensamiento, cuando más allá del crimen, más allá del delito, más allá del pecado, una corriente cultural importante de la sociedad otorga un premio macabro, depravado, a los victimarios. El delito, las malas acciones, la maldad en sí, ¿en qué sociedad están ausentes? Pero la conversión del crimen en arquetipo del bien es propio únicamente de una nación que se encuentra en una etapa muy avanzada de decadencia.

La batería lleva el ritmo de un conjunto. Más allá de los encantos de la melodía, del carisma de los cantantes y del entusiasmo del público, de algún modo representa la métrica de los compases, la disciplina del esfuerzo y un trabajo constante y sistemático que no siempre se ve, pero que es el que sostiene a todos, para que el resto de la orquesta no caiga en la anarquía.

Mario Alpern

Ciento cuarenta y cinco empresarios fueron víctimas del terrorismo entre 1969 y 1979. Hubo doce muertos, cinco heridos y 128 secuestrados. Estas cifras surgen de fuentes periodísticas que no siempre aclaraban cuál era la función de la víctima dentro de la empresa.

Podemos mencionar el caso del empresario de origen portugués Antonio Do Santos Larangueira, dedicado al rubro pesquero en la ciudad de Mar del Plata. El 14 de diciembre de 1974, cuando se retiraba de su domicilio en automóvil, fue atacado a tiros desde otro auto y murió instantáneamente. El señor Do Santos Larangueira ya había sufrido varios atentados contra su vivienda. El ERP, por medio de su revista Estrella Roja, se adjudicó el asesinato.

Gregorio Manoukian, un empresario propietario de una cadena de supermercados, fue introducido en un auto cuando salía de su casa en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires, el 7 de junio de 1974. Pocos metros más adelante lo arrojaron desde el vehículo, herido con un disparo. Su esposa lo trasladó a un hospital, donde falleció.

El 18 de agosto de 1973, un incidente similar tuvo como víctima al empresario Eduardo Mirskin, en la localidad de Vicente López, provincia de Buenos aires. El señor Mirskin había sido secuestrado y los terroristas fueron encontrados con él a bordo de un auto, ya herido de bala en el tórax. Se produjo entonces un tiroteo con los delincuentes, que pertenecían a Montoneros.

El 16 de marzo de 1975, se descubrió una “cárcel del pueblo” donde habían mantenido secuestrados a dos empresarios. Uno de ellos estaba ligado a Bunge y Born y pertenecía al ramo agrícola: Alfonso Margueritte, secuestrado en Morón, provincia de Buenos Aires. El otro, Ángel Baraldo, propietario de la empresa que llevaba su nombre, dedicada a la importación de armas y que había sido secuestrado en Avellaneda. Ambos habían sido liberados tras el pago de una gran suma de dinero.

El sueño de los ángeles

María de los Ángeles dormía, precisamente, como un ángel. “Cómo un ángel”… ¿cómo habrá surgido esa comparación tan popular? ¿Acaso duermen los ángeles? ¡Si no tienen cuerpo! ¿O será que únicamente podemos imaginar que la gente es buena y pura cuando duerme? Debe ser eso. La magnanimidad de los ángeles y la aparente bondad del que duerme.

A ella le gustó siempre dormir a la mañana, lo admite con gusto. Y ese 14 de abril eran todavía las seis. El otoño ya había empezado a hacer sentir el frío sobre Buenos Aires y, más allá de la avenida General Paz, es sabido, la temperatura es frecuentemente dos o tres grados menor que en capital. La localidad de Morón, al oeste, está a poco más de veinte kilómetros del centro porteño. La hora y la temperatura invitaban a continuar el sueño. Sueño abrigado, bajo las frazadas, con el calor del esposo al lado.

Abrigado, pero no tan tranquilo, a pesar de las apariencias. Hacía seis días que a María de los Ángeles le habían robado su automóvil, un cero kilómetro que estaba sin patentar, siquiera. Era el quinto robo que había tenido que soportar en su casa, de la que quería mudarse porque suponía, con razón, que ya estaba “marcada” por los delincuentes. Hasta ese momento, sin embargo, nunca les habían robado con ellos ahí, en la casa; pero aquella última vez, durante una ausencia transitoria, entraron rápido en la casa, encontraron enseguida las llaves del auto y se lo llevaron. “¡Tiene que ser gente conocida!”, pensaba Ángeles. El matrimonio volvía de una fiesta de casamiento y, al llegar, ella advirtió enseguida la falta del auto, porque lo había dejado en el jardín. La puerta de entrada estaba abierta y adentro, todo desordenado, dado vuelta, con ese rastro inconfundible de cólera que dejan los ladrones sobre los muebles, aun las veces que se consideran exitosos por haberse apropiado del trabajo de meses o de años de una familia. Por eso, Ángeles no había dormido bien esa noche; pero ahora lo intentaba. Quería recuperar el descanso perdido.

Jorge también dormía. No faltaba mucho, de todos modos, para la hora en la que tenía que despertarse. Era miércoles y le gustaba llegar a su trabajo puntualmente, y si era posible, antes del horario de entrada. Los fines de semana también se levantaba temprano. Iba a la panadería a comprar facturas para su mujer y, muchas veces, le llevaba el desayuno a la cama. Ángeles suele contar que ella había estado malcriada por su mamá y agrega, en broma, que el desayuno en la cama había sido condición sine qua non del casamiento con Jorge, con “Georgie”, como le dice, en referencia cariñosa a sus genes.

Ricardo Jorge Kenny era hijo de un irlandés y de una inglesa. Padres rigurosos, separados. Era una familia muy desunida la de él. Georgie había encontrado en los papás de María de los Ángeles y sus seis hijos —es decir, los cinco hermanos de su esposa— un verdadero hogar. Allí conoció, como recuerda su mujer, lo que era un festejo de Navidad, un cumpleaños, una familia hospitalaria.

María de los Ángeles Iglesias y Georgie Kenny se habían puesto de novios muy jóvenes. Ella tenía catorce años y concurría asiduamente al Club Huracán, de San Justo, porque los médicos le habían indicado que hiciera natación por algunos problemas en su columna. Georgie era habitué del mismo club, que está en la calle Arieta, a una cuadra de la plaza de San Justo. Fueron amigos varios años, “amigovios”, posiblemente, y después se pusieron oficialmente de novios. En todas las etapas, el papá de Ángeles no la dejaba salir si no lo hacía con Georgie. Fue un período largo. Se casaron cuando ella tenía veinticinco años. Georgie era ya como un hijo más para su familia.

Bien mirado, todo lo que Georgie había obtenido, lo había hecho desde muy joven, poco a poco y con esfuerzo. Así fue como empezó en la empresa Chrysler, de cadete, y llegó a ser gerente. Pero nunca cambió su personalidad ni sus ideas con los ascensos. Al contrario, defendía mucho la posición de los obreros y, cuando consideraba que alguien debía ganar un sueldo mayor o estar en un mejor puesto, peleaba con quien fuera hasta obtenerlo.

Por sobre todo, Georgie era extremadamente sociable, dentro y fuera de la empresa. “Nunca podíamos tener privacidad —cuenta Ángeles—. Íbamos a comer al mejor lugar, y de pronto: ‘¡Hola, Kenny!’, ‘¡Cómo andás, Kenny!’. Íbamos al peor lugar y lo mismo: ‘¡Qué hacés, Kenny!’, ‘¡Hola!’.” La mujer imita los saludos de compañeros, colegas y conocidos.

En esa época —1976— todavía se acostumbraba bastante llamar a la gente por su apellido. Y está claro que el apellido de Georgie se prestaba para eso, con su fonética de apodo, de los nicknames ingleses o americanos, como Tony, Johnny, Tomy, Charly, Willy… así suena también Kenny. Porque en realidad, también “Kenny” es en inglés una forma familiar de Kenneth.

En cualquier caso, “Kenny” pegaba con la simpatía de su portador. Era justamente esa simpatía y esa bonhomía la que hacía que la casa de los Kenny estuviera siempre llena de amigos. “Mi casa era la casa de todo desgraciado que andaba suelto —recuerda Ángeles—. Alguien no tenía donde pasar Navidad: ¡A la casa de Kenny! Alguien no tenía dónde ir a jugar a las cartas: ¡A la casa de Kenny! Y era así. Mi casa era la casa del pueblo”, dice como conclusión de sus ejemplos.

Debido a ese carácter hospitalario, después de volver de la panadería con las facturas para el desayuno de su esposa, Georgie iba al supermercado y elegía los vinos y los whiskies que a la noche disfrutaría con sus amigos.

María de los Ángeles retribuía todo con amor. “Soy una persona como mi mamá, de otra época; yo hacía todo en casa, lo atendía, trabajaba para atenderlo —cuenta con visible cariño—. Me gustaba recibirlo, con Patricio ya acostado, bien vestida, servirle su copa, su picada, su cena, lo que él quisiera; lo atendía mucho.”

Patricio —nombre por antonomasia de los irlandeses— es, por cierto, el hijo del matrimonio Kenny. El papá lo quería con locura, pero no podía disfrutarlo mucho, porque sus responsabilidades laborales lo obligaban a llegar a casa cuando Patricio ya dormía. Además, debido a su perfecto inglés, Georgie era el gerente al que la compañía Chrysler más enviaba al exterior. En la casa paterna de Georgie sólo se hablaba en inglés y, en los setenta, el dominio de un inglés nativo era una ventaja comparativa mucho más valorada que en nuestros días.

Así y todo, Georgie no acostumbraba llegar a su casa excesivamente tarde, pero Ángeles criaba a su hijito con mucha disciplina: estaba todo el día con él y, a las ocho de la noche, como ella misma lo cuenta, “su baño, su comida, su pijama, a jugar dos minutos y a su habitación”. Sin embargo, por temprano que se acostara, a las seis de la mañana, Patricio también dormía. Un niño pequeño tiene que descansar muchas horas, sobre todo, mientras tiene la suerte de poder hacerlo.

Todos dormían, entonces, hasta que golpearon la puerta.

María de los Ángeles, sin despertarse totalmente, comenzó las conjeturas. En esos días, estaba montando un negocio propio y pasaba a buscarla un decorador, amigo de su marido. Pero a esa hora… imposible. Pensó en una amiga. “¡Tampoco!”, se respondió enseguida. “Deben venir con novedades del auto que me robaron”, dijo en voz alta; pero el sueño pudo más y dio media vuelta en la cama para continuar durmiendo.

Georgie, en cambio, sin tejer tantas hipótesis, se levantó y fue a ver quién llamaba a su puerta a esa hora. No abrió, sino que corrió un poco la cortina de un ventanal que estaba al lado de la entrada y miró hacia afuera, como siempre lo hacía antes de atender a quien llegara. Quien golpeó conocía bien esa costumbre suya.

María de los Ángeles escuchó algo así como una explosión o, al menos, eso le pareció, entredormida como estaba.

“¿Qué es esto?”, se preguntó. Salió de la habitación, caminó dos metros y vio a su esposo cayendo. “¡Parecía desmayado!”, dice Ángeles. Todavía no había advertido que habían vaciado el cargador de una ametralladora sobre él; hasta que descubrió la mancha de sangre que corría por el piso.

Los vecinos vieron cómo tres personas escapaban corriendo desde el jardín de los Kenny y subían a un automóvil; un automóvil que, “casualmente o no”, como lo cuenta Ángeles, había sido robado a un conocido de su marido.

“¡Georgie, ¿qué te hicieron?!”. La mujer lo tomó en sus brazos y lo levantó un poco. Él la miró, estiró el brazo y la mano como señalando la habitación de Patricio, alcanzó a decir “Pa…” y eso fue lo último.

La mujer lo dejó en el suelo; sacó el teléfono que estaba al lado y mientras llamaba a la niñera de Patricio para pedirle que cuidara que su hijito no saliera de la habitación, entraba a su dormitorio para enchufar el teléfono y llamar a la policía. “Dios puso la mano sobre mí en ese momento —aseguró Ángeles— porque no sé cómo tuve la serenidad para manejar todo eso.”

La policía llegó enseguida, porque la comisaría de Morón estaba a ocho cuadras de la casa. Ángeles llamó también a un amigo que vivía cerca de allí. “Mataron a Georgie; por favor, vení, no sé qué hacer.”

El personal policial pudo comprobar que todavía Kenny tenía latidos. Estaba el auto de Georgie, el que le había dado la empresa, y Ángeles propuso llevarlo rápidamente a una clínica cercana a la casa, que ella conocía mucho porque había trabajado allí hasta que se casó. “Aunque ya no era empleada del sanatorio, había vivido ahí adentro, me querían muchísimo; bastaba con que dijera: ‘Soy María de los Ángeles’ y se me abrían las puertas.”

—No, señora; nosotros tenemos auto, pero son los últimos latidos. —dijo el oficial de policía que estaba en la casa. Lo llevaron igual.

—Ya no hay nada que hacer; pusimos todo pero… —las palabras del médico terminaron con el último hilo de esperanza de la esposa. Desde allí, llevaron a Georgie a la morgue, para realizar la autopsia.

“El lugar donde velamos a Georgie era muy grande, pero ya no cabían más personas y las coronas de flores cubrían la cuadra, a ambos lados”, cuenta Ángeles como reafirmando cuánta gente quería a su marido.

El cortejo fúnebre partió desde Ramos Mejía hacia San Justo, porque los obreros de Chrysler pidieron que se detuviera en la planta para despedir a Ricardo Jorge Kenny. Mientras la caravana avanzaba, ya cerca de la empresa, un automóvil pasó a contramano a un lado de la fila y, desde adentro, gritaron: “¡Lloren, lloren, que van a seguir muchos más!”. Y al poco tiempo, asesinaron a otros dos gerentes de Chrysler. Otros renunciaron antes de que los mataran.

La empresa Chrysler ocupaba en ese momento el edificio donde hoy funciona la Universidad de La Matanza. La construcción tiene una escalinata y columnas adelante y allí estaban todos los obreros de la fábrica aplaudiendo a Kenny. Y siguieron al cortejo, aplaudiendo y aplaudiendo, hasta llegar al cementerio de San Justo.

Mientras los asesinos de Kenny, que no eran otros que Montoneros, “los líderes de la revolución de los trabajadores”, se burlaban de su víctima y de la familia en el propio entierro, los obreros aplaudían y lloraban a su ex jefe.

“Allí estaba también el padre Marconi, el cura que nos casó, que quería muchísimo a Georgie y casi no podía hablar por el llanto”, sigue Ángeles.

En realidad, la familia había recibido muestras de afecto incluso desde lejos: una amiga que vivía a ciento veinte kilómetros, llegó al velatorio porque se enteró por medio de la radio; parientes de María de los Ángeles en España —ella misma era española— que habían recibido la información también por los medios europeos, lo mismo que otros en Italia… Nadie podía creerlo.

Quien sí lo había creído posible era la víctima, Ricardo Jorge Kenny —la víctima directa, porque toda la familia fue víctima, los amigos, la comunidad de la empresa—. Y es que a Georgie no le faltaron alertas. Él jugaba al golf en el Club Hurlingham. Un día, personal del club se acercó a la casa de los Kenny y fue atendido por María de los Ángeles. La visita era para resarcir a la familia por el costo de los palos de golf de Georgie. Habían puesto bombas en los lockers de los jugadores y destrozaron todos los palos. “Querían que los americanos se fueran del club”, aclara Ángeles.

Cuando Kenny salía de la empresa, solía caminar un rato por la plaza de San Justo. Un día, Ángeles pasó por allí, porque ella estaba montando su negocio más o menos cerca del lugar, y lo vio apoyado sobre una pared, con los brazos cruzados. Lo vio mal, preocupado; bajó del auto y le dijo:

—¿Qué te pasa, Georgie?

—Fui a ver una casa; creo que va a ser para alquilar.

La perspectiva de alquilar una casa, cuando tenían la propia, indicaba la necesidad de desaparecer rápidamente del lugar donde vivían.

—¡Pero Georgie, no estés así; vamos a casa!

—No, no; dejame, andá vos, que yo tengo que ir a hacer unos llamados.

“No sé con quién habrá hablado —confiesa Ángeles— pero yo volví a casa y me puse a llorar; y lloré todo el fin de semana. Mi marido me vio tan mal que llevó al nene a lo de mi mamá.”

Hacía poco habían matado a un supervisor. Ángeles no recuerda si era de Ford o de General Motors, pero era alguien muy joven, como Georgie. Kenny tenía conciencia de que, en cualquier momento, podía ser él el blanco. De hecho, hasta hubo un intento previo. Un día, se despertó con fiebre muy alta y no fue a trabajar, algo excepcional en él; pero sí tenía que retirar unos papeles en un negocio de lavadero de automóviles que tenía, de modo que su esposa se ofreció a hacer ese trámite. Cuando Ángeles volvía por el Camino de Cintura, después de una curva en la que hay una iglesia a la que todos llaman “La Redonda” —la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, de San Justo—, avistó la parrilla Jury, donde en ese tiempo Kenny iba a comer con sus compañeros. Pero también había allí un grupo de gendarmes, con sus uniformes de fajina camuflados.

Al llegar a su casa, Ángeles contó a su esposo el episodio. Georgie empalideció; tomó el teléfono y llamó a alguien —no se sabe a quién— para pedir información. Habían detenido a un sospechoso en el lugar, que llegó allí preguntando por un gerente de Chrysler con una coupé negra. El único gerente de Chrysler que tenía un auto con las características que describía el informante era él, que además iba siempre a comer ahí.

No hacía mucho tiempo, además, Montoneros había asesinado al ex ministro radical Arturo Mor Roig, en el restaurante Rincón de Italia, también en San Justo.

Kenny pidió a su esposa que se fuera con Patricio unos días al campo de la madrina del hijo, pero ella se negó. Se negó a abandonar su casa y a su esposo. Tiempo después tuvo que dejar todo, porque ni siquiera con la muerte de Georgie los asesinos quedaron satisfechos.

La noche del 23 de diciembre, después del homicidio, Ángeles llegó a su casa tarde y, pasando las doce, sonó el teléfono. No le llamó la atención el horario, ya que era víspera de Nochebuena y podía ser que se tratara de la comunicación de algún familiar o amigo. Preguntaron por ella, y cuando respondió que era ella quien hablaba, escuchó: “Bueno, cuidate, porque fuimos por los ejecutivos y seguimos por los hijos y las mujeres”.

Los terroristas popularizaron tristemente en la Argentina esas fatídicas expresiones de “fuimos por…” y “vamos por…”. Peor todavía, instalaron su significado en el terreno de la política: eliminar a todos aquellos que el capricho ideológico sitúa en el campo adversario y apoderarse de su propio espacio, hasta del aire que respira.

Pero una viuda con un niño de cinco años, víctima de los propios asesinos que la llamaban, no debía considerarse un adversario. ¿Hasta dónde llegaba el delirio?

Ángeles quedó “congelada”, según sus propias palabras. Llamó a un amigo que vivía a tres cuadras de su casa y que trabajaba también en Chrysler. “Te tenés que ir”, le dijo el amigo. Ella habló también con su padre. Era Nochebuena. El 6 de enero, día de Reyes, Ángeles partió con su hijo hacia España. Permaneció dos meses allí y regresó para que Patricio iniciara el ciclo primario en el Colegio San José, de Morón, donde lo había anotado el padre. Fue lo último que había hecho Georgie Kenny.

“Mi papá, con todo lo que nos extrañaba, se enojó mucho cuando volví, porque los asesinatos siguieron; continuaron por tres años más, hasta 1979 —recuerda Ángeles—. ‘Tendrías que haberte quedado a vivir en España’, me decía.” El papá de Ángeles, José Iglesias, murió poco después. No pudo resistir la desaparición de su yerno, a quien quería como a un hijo.

No pasó mucho tiempo hasta que María de los Ángeles estuviera a punto de dar la razón a su padre. Fue cuando Patricio no regresó del colegio. Preguntó, por supuesto, al dueño del micro escolar que lo llevaba, pero no sabía qué podía haber ocurrido para que Patricio no saliera a la hora indicada. Preguntó en el colegio, en su propio negocio, en la casa de su madre; nada. Se movilizó la policía de San Justo, la brigada… María de los Ángeles gritaba a voz en cuello. Ya era demasiado… Sonó el teléfono. Desde el colegio avisaron que Patricio había aparecido. Ángeles corrió hasta allí con su hermana y, cuando llegó, su cara estaba tan desencajada que, con sólo verla, su hijito rompió en llanto.

Patricio había estado llorando antes porque no quería quedarse en la escuela. La mamá de uno de los chicos del curso, conmovida, lo invitó a tomar el té y a jugar a su casa, pero finalmente no lo llevó. Patricio se quedó con la ilusión de ir a merendar a la casa de un compañero, subió al auto de otro, a quien lo había ido a buscar el tío, y así llegó hasta otra casa; pero el compañerito no era tan amigo. Antes, no existía la relación estrecha que hay hoy entre todos los alumnos de un mismo curso, sino que sólo algunos eran verdaderos amigos. Por eso, la madre no sabía qué hacer con Patricio ni cómo avisar a Ángeles, hasta que lo llevó nuevamente al colegio.

La vida de los que sufren una desgracia como la de la familia Kenny nunca sigue igual. Los inconvenientes se magnifican y, en este caso, no era para menos. Cualquiera se hubiera desesperado en una circunstancia así pero, para una madre que sufrió el asesinato de su marido y amenazas contra ella y su hijo, los minutos deben haber resultado eternos.

No, la vida no vuelve a ser la misma.

“Yo no podía soportar que la gente bromeara a mi lado. No toleraba la risa; no podía entender cómo alguien podía reír junto a mí”, confiesa Ángeles. Cuando atendía su negocio, cada tanto se escondía a llorar, y las clientas, casi todas conocidas, lo notaban. Porque Ángeles debió empezar a trabajar a poco del asesinato, ya que el dinero que le dio la empresa se terminó muy rápidamente. Le mantuvieron la obra social, le pusieron un automóvil con chofer a disposición y le repusieron el coche que le habían robado. Pero ella tenía que mantener su casa, el colegio, los gastos de lo que quedaba de la familia. Por eso, puso en marcha el negocio de venta de ropa, al que había llamado Balbina —como una hermana de su mamá, que vivía en España— y que quedaba también en la calle Arieta, a media cuadra del club donde ella y Georgie se conocieron. Todo parecía girar en torno del mismo sitio, que se veía mucho más triste por la nostalgia de una vida que había sido muy feliz.

Hoy, Patricio es ya un adulto, por supuesto. Casi no recuerda cosas del padre, salvo que era muy alegre y cariñoso.

“A mí me hubiera gustado que vaya gente presa por el asesinato de papá, pero cuando lo digo, muchos me dicen ‘militar’, ‘dictador’, ‘facho’…”

¡Facho! ¡Lo llaman facho por sus muertos! Kenny no tenía intereses ni afinidades políticas en absoluto. ¡Lo llaman facho por la sola condición de víctima de los montoneros!

Algo enfermó mucho a la sociedad argentina para que se llegara a esta instancia. Algo que no necesariamente la vuelve cómplice de semejante agravio, pero que sí la compromete en su silencio, en su temor a oponerse al lenguaje políticamente correcto.

Poco después de haber contado estas cosas para este libro, María de los Ángeles murió. Su vida inquieta y angustiada la había impulsado a fumar demasiado. Los ángeles que la protegen desde su propio nombre velan su descanso. Todos llegaremos; es cuestión de tiempo. Sólo que algunos se habían atrevido, hace casi cuarenta años años, a tomar el tiempo en sus propias manos. Y no eran precisamente ángeles.

Ricardo Jorge Kenny

Atentados contra personas físicas

Año

Muertos

Heridos

Secuestrados

Total anual

1969

36

98

1

135

1970

28

146

80

254

1971

56

336

16

408

1972

53

129

64

246

1973

107

421

323

851

1974

148

256

115

519

1975

240

397

121

758

1976

283

428

25

736

1977

112

110

9

231

1978

21

28

3

52

1979

10

19

1

30

Total general

1.094

2.368

758

4.220

La sangre de tu hermano

La historia del brigadier Arturo Longinotti no es un caso aislado que pueda conmover a quien lo conozca por sus particularidades excepcionales, aunque sí es una historia de extremo dolor. Pero así y todo, el asesinato de Longinotti no deja de ser un crimen como muchos otros, dirigidos a los militares y sus familias durante los setenta. Si emociona al lector, si sorprende a quien lo escucha —como podría sorprenderlo cualquier otra de esas historias reales—, esto sucede porque, al mismo tiempo que la sociedad conocía las noticias de la muerte, la crueldad de cada caso fue tan intensa, en sus circunstancias, en sus detalles, que cada una de ellas parece excepcional.

Así es la violencia. La violencia y la crueldad programadas demandan un ejercicio mental previo, que es la abstracción. El grupo atacante prescinde de la persona, busca aniquilar a un conjunto al que le ha asignado arbitrariamente particularidades malignas; intenta suprimirlo del universo de lo existente. Pero cuando el homicidio finalmente se lleva a cabo sobre una persona de carne y hueso, la abstracción queda expuesta en todo su horror, pero también en su error, en su iniquidad, en su desproporción… La sangre restituye al homicida, como un espejo, la imagen de su propia crueldad; la certeza de que ha matado a alguien que, como él, tiene una madre, un padre, tal vez una esposa, hijos, hermanos… “¡Caín! ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo.”7 Por eso mismo, es difícil imaginar qué pasa por la mente de quien vuelve a matar, una y otra vez. Posiblemente, el grupo al que pertenece el asesino lo devuelve mediante un trabajo psíquico a la abstracción inicial, a la ideología que logra colocar a las personas en conjuntos vacíos y a la mente del criminal en un agujero negro que absorbe cualquier sentimiento de compasión, de identificación con la humanidad del otro.

En octubre de 1975, gobernaba todavía María Estela Martínez, viuda de Juan Domingo Perón, cuya presidencia había heredado casi en el pleno sentido de la palabra. El viejo líder la había llevado a la vicepresidencia en las elecciones de septiembre de 1973, cuando la fórmula Perón-Perón ganó por algo así como el sesenta por ciento de los votos en la Argentina.

Las organizaciones guerrilleras, que nunca dejaron las armas, encontraron en la debilidad del gobierno de Isabel —el sobrenombre político adoptado por la mujer de Perón— el mejor incentivo para reanudar sus ataques. Ellos perseguían su propia elección, más allá de la ingenuidad que atribuían a un pueblo al que tenían que servir de vanguardia, a pesar de sí mismo, como los Iluminados de Baviera, los “Illuminati”. Y uno de los blancos de su promovida revolución eran los militares; no uno determinado, ni siquiera un grupo al que pudieran imputar un hecho del cual vengarse, sino cualquiera. Era más fácil así y, después de todo, esto es precisamente lo que constituye la matriz del terrorismo en todo el mundo: cualquier víctima representa al conjunto. Pero sobre todo, esto era lo más fácil… La ideología, siempre o casi siempre, sublima una frustración personal, una limitación, una debilidad inaceptada frente a un objetivo que se ve inalcanzable.

* * *

Arturo Leopoldo Vicente Longinotti había hecho su carrera en el sector de Comunicaciones de la Fuerza Aérea, donde ingresó después de haber cursado el liceo militar. Cuando se retiró del arma, gobernaba un general en la Argentina; pero en 1975, hacía tres años y medio que él ya estaba gozando de su jubilación, del modo en que lo hace la gente de trabajo: en la deliciosamente modesta calma del hogar. Y allí pasaba sus días, en la calle Pedro Goyena al 1900, de Castelar, al oeste de la ciudad de Buenos Aires, una zona de clase media donde se mezclan viviendas austeras con algunas casas lindas, aunque nunca despampanantes. Muy lejos del estereotipo de barrio que puede imaginarse para los “defensores de la oligarquía”, el calificativo que la izquierda del momento empleaba para los militares. Por eso, Longinotti se permitía salir a tomar mate a la vereda, apoyado sobre un pilar del jardín. Allí recordaba, seguramente, sus largos años de madrugones, una costumbre que conservaba desde muy joven, desde que entró en el liceo a los doce años, becado; porque el país que los revolucionarios atacaban daba oportunidades de igualdad social.

Arturo Longinotti realmente disfrutaba de su familia. En primer lugar, de su mujer, Alicia Esther Strupler, con quien se había conocido en el barrio de Belgrano, en la esquina de la Farmacia Salvatori, en Juramento y 11 de Septiembre. En aquella época —en términos históricos, no tan lejana—, el territorio y la vecindad eran todavía un motivo de encuentro entre los jóvenes. Su hijo Arturo —que llevaba el mismo nombre, Arturo— en ese momento estudiaba comercialización en la UADE, con veinticuatro años; y su hija —Alicia, como la mamá—, de diecinueve, había terminado el secundario el año anterior.

Como toda chica que concluye esa hermosa etapa, Alicia hija quería reencontrarse con sus compañeras, así que el sábado 25 de octubre, las amigas se verían en la casa de una de ellas, por la tarde. Antes de eso, compartió con su familia un asado, algo que nunca faltaba los fines de semana. La casa de su amiga quedaba a varias cuadras de la suya, al otro lado de la larguísima vía ferroviaria que divide en dos a todas las localidades del oeste del Gran Buenos Aires; así que para ir hasta allí, lo mejor era pedir el auto de la familia.

Alicia arrancó su corto viaje y cruzó de Castelar norte a Castelar sur; se encontró con sus ex compañeras y estuvo charlando con ellas un par de horas, desde las cinco de la tarde. Mientras tanto, su mamá quedó en el living leyendo; su papá, tomando mate amargo en la cocina, y su hermano, mirando televisión.

Cuando Alicia se cansó de escuchar y repetir recuerdos del colegio, seguramente mil veces contados, emprendió el regreso, volvió a cruzar la barrera y siguió por la calle que bordea la vía, hacia su casa. Al llegar a la esquina, donde está la capilla Dulce Nombre de María —con su colegio al lado—, vio una camioneta que cerraba el paso del tránsito. Eran de las que usaba el entonces conocido Comando Radioeléctrico, una división de la Policía Federal que se utilizaba en emergencias.

—Señorita, no puede pasar —le dijo uno de los hombres de la policía.

—¿Cómo que no puedo pasar? ¡Ésa es mi casa! —le respondió Alicia, y pasó.

El agente de policía habrá sentido estrujarse su estómago cuando la niña le dijo “ésa es mi casa”. Probablemente, una y mil veces habrá imaginado a sus hijos con la misma cara de sorpresa que tenía Alicia, en un tiempo en el que la familia de cualquiera que vistiera un uniforme no podía tener paz. Habrá adivinado el grito, el llanto desgarrador que se desprendería en unos segundos de esa chica, con aire algo atrevido y algo desconcertado, que se abrió paso hacia el escuadrón de policía que rodeaba su casa.

Cuando la niña recorrió la corta y eterna distancia que la separaba del umbral de entrada, vio allí a su mamá, parada, con la cara desencajada, repitiendo en tono piadoso la censura previa del policía:

—¡No, no entres!

Un río de sangre corría desde la puerta, cruzaba la vereda y llegaba hasta el poste de alumbrado que sujetaba la luz de mercurio, al borde de la calle.

—Tu papá está en la cocina. A Arturito se lo acaban de llevar a la Clínica Modelo de Morón”, aclaró la madre, sin terminar de decir la verdad completa que ya anunciaba su cara.

Los vecinos entraban y salían. Las paredes de la casa presentaban orificios en todos lados, vidrios rotos, la puerta rota… Así, rompiendo la puerta, es como habían entrado y comenzado a disparar hacia el militar y hacia cualquiera que se cruzara.

Arturo hijo, protector igual que su papá, gritó enseguida a su madre: “¡Tirate al piso!”. La mamá se arrojó detrás de un sillón y las balas pasaron por sobre ella. No ocurrió lo mismo con sus dos hombres más queridos en el mundo. Su marido fue acribillado de inmediato y su hijo trató de repeler el ataque con una pistola de su padre, pero fue gravemente herido en el abdomen.

Alicita permanecía fuera de la casa cuando llegó la ambulancia de la morgue. Taparon al ex brigadier con diarios y se lo llevaron. Ésa es la última imagen que le quedó de su padre.

“¡Se lo llevaron tapado con papel de diario!”, dice hoy Alicia, con una mezcla de dolor, masticado por décadas, y desconcierto ante un país inexplicable. Recuerda también a su vecina italiana, que vivía al lado de su casa y que fue quien cargó a su hermano en su automóvil y lo llevó a la clínica de Morón. La vecina volvió a ese sanatorio con Alicia, mientras a la madre, que hacía mucho que no gozaba de una buena salud, la atendían los médicos.

En la clínica estaba ya la novia del hermano, que esperaba en la puerta del quirófano donde operaban a Arturo. Del quirófano llevaron a Arturo a terapia intensiva, inconsciente. Fue entonces cuando llegó otro vecino y le avisó a Alicia que a su papá lo iban a velar en la VII Brigada Aérea de Morón, y la condujo hasta la casa de un camarada del padre, en Ituzaingo, que fue quien se ocupó de los arreglos para el sepelio.

“Yo estaba desconcertada —confiesa Alicia—; pensaba sobre todo en mamá.”

Llegó también una amiga de su madre, de toda la vida, que vivía en Belgrano, donde Longinotti la había conocido. Entre la amiga, la vecina italiana y la hermana de la madre, que también estaba allí, hicieron los arreglos para que el brigadier fuera vestido con su uniforme, que ellas mismas plancharon.

“Cuando llegué a la brigada —sigue Alicia—, se me aflojaron las piernas y no me podía acercar a papá. No me podía acercar porque acababa de asumir quién estaba allí. Hasta ese momento, el torbellino, el lío, es como que había tapado la realidad, pero estaba ahí, muerto ahí… ¿Cómo me acerco?”

El féretro del brigadier había sido colocado en una de las grandes salas del casino de oficiales, que daba a una calle interna de la base aérea. Alicia se quedó un momento frente a él, a la distancia, retrocedió y se sentó dos minutos.

“¡No, eso no estaba pasando!”, dice todavía hoy.

La madre, en tanto, estaba sentada, callada, tiesa… Iban llegando compañeros de Arturo Longinotti a presentar sus saludos. La hija recuerda que, en cierto momento, se acercó el jefe de la base de Morón, el brigadier Orlando Capellini, quien dos meses más tarde se sublevó contra el gobierno de Isabel, en un intento que resultó frustrado. Noventa días después, se produjo del golpe efectivo del 24 de marzo, protagonizado por otros militares de un sector radicalmente diferente de las fuerzas armadas.

Para quienes creen en la incidencia de los sentimientos y relaciones personales en el curso de la historia, quizá vale preguntarse si habrá influido poco o mucho sobre el brigadier sublevado y sus compañeros de la base aérea de Morón la imagen de un compañero muerto, asesinado, cuando hacía más de tres años que no vestía su uniforme de combate y sin haber participado nunca de actividades represivas.

Pero la realidad eran estas mujeres, allí, tiesas, enmudecidas por la tragedia, esperando para llevar el cuerpo al cementerio de Chacarita, con la policía abriendo paso por las calles. La realidad era ese joven, luchando con sus veinticuatro años entre la vida y la muerte en una clínica de Morón, hasta que el 31 de octubre, seis días después del ataque, no pudo más y siguió a su papá querido. La realidad era Alicita y sus diecinueve años, con un “desgarro inenarrable”, como ella misma lo expresa, tratando a su vez de sostener a su mamá. Fragmentos de una realidad que la historia no toma en cuenta, porque nos acostumbramos a creer que la historia sólo está hecha de grandes acontecimientos colectivos.

“Mi papá siempre había cuidado de mamá; ella no sabía lo que era ir a un banco a pagar una cuenta, no porque no pudiera hacerlo, sino porque papá siempre la preservó, la cuidó, evitó llevarle problemas, sobre todo desde que mamá empezó a sufrir con su salud”, explica Alicia, mientras deja entrever el drama de aquellos meses.

Después de la muerte de Arturito, madre e hija se fueron unos días en diciembre a la costa, para tratar de mitigar el dolor. “Tengo esa imagen de mamá, al lado del agua; nos pusimos a juntar caracolitos, pero mamá estaba callada, con mucha tristeza y yo la escuchaba llorar, llorar, llorar muchísimo, escondida”, dice Alicia, y la angustia asoma por sus ojos. “Después de eso —prosigue—, mamá se fue un mes a Córdoba con su hermana y yo me quedé con mi prima; no la pasé bien, pero alguien se tenía que quedar.”

Cuando su mamá volvió de Córdoba, Alicia la vio mal. Al día siguiente, comenzó con taquicardia y llamaron al médico. Era un sábado, por la noche. El domingo, la ambulancia trasladó a la señora de Longinotti al Hospital Aeronáutico. “Quedate tranquila que no pasa nada”, le dijo a la hija.

”‘Ahora, lo único que falta es que…’, y lo pensé; es decir, sabía que se moría, sentí el gesto, el sacudón, y me dije: ‘¡Mamá! ¡Se me va mamá!’. Llegamos al hospital; ya estaba esperándola mi tía; mamá hizo un primer paro cardíaco y, mientras la llevaban, empezó a llamar a papá: ‘Arturo, Arturo…’. ‘¡No por favor!’, me dije; pero hizo otro paro cardíaco, y otro…”

Ese domingo, 8 de febrero de 1976, a poco más de tres meses de la muerte de su papá y de su hermano, Alicia perdió también a su mamá. “No la vi; no me dejaron verla. Mi tía consideró que ya era demasiado para mí. Ella le puso un rosario que mamá había empezado a usar cuando murió papá… tenía cuarenta y siete años…”

Recuerda a su padre, a su madre y a su hermano, a quien podría tener con ella todavía. “Me hace falta, me hace falta…”, repite.

La muerte de un familiar es siempre algo terrible. Los que quedan se apoyan mutuamente en el recuerdo y en la esperanza, pero también se fortalecen en el cariño con el que se cuidan, inmersos en el dolor. ¿Qué sucede cuando desaparecen todos menos uno? Es lo que ocurre muchas veces en las grandes catástrofes naturales, en las guerras o en las persecuciones colectivas. Es lo que sucedió también al otro lado de la confrontación, es cierto. Pero la diferencia es que para miles de víctimas, como Alicia, no existe siquiera la memoria distante del reconocimiento público. Su tragedia ha sido borrada de la historia; no existe, no existe para los demás, sólo para ella. Alicia fue dejada nuevamente sola.

Mientras Alicia cuenta esto, hay agitación en el gobierno de los Kirchner. Manifestaciones multitudinarias por los avasallamientos a la prensa, por los avances sobre la justicia. Pero todavía no ha sido contradicho el ejercicio casi generalizado de olvidar voluntariamente una parte de la historia.

Alicia habla de su indignación y de su impotencia. “Hay una suerte de práctica cruel de remover y remover; y resulta que los muchachos son las grandes víctimas y nosotros, absolutamente descartables… Hay un claro objetivo de provocación y de anularnos, como sea”, asegura con firmeza.

Héctor Ricardo Leis, ex montonero y hoy escritor, en una autocrítica profunda y honesta, reclama la verdad completa y habla de la dialéctica entre la memoria y el olvido en la Argentina, donde lo que recuerda una parte es olvidado por la otra y “las memorias históricas se tornan más instrumentales y menos verdaderas”, con grave riesgo para el futuro de la comunidad, según sus propias palabras.8 Las víctimas de la guerrilla y el terrorismo también están desaparecidas.

En los setenta, Juan Manuel Abal Medina fue nombrado, por decisión de Juan Domingo Perón, secretario general del Partido Justicialista. Él no formó parte de Montoneros, pero su hermano, Fernando, muerto durante un tiroteo, había sido uno de los fundadores de esa organización y coautor del asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. Perón supuso que su designación tranquilizaría a la juventud peronista.

Los montoneros coreaban estribillos recordando permanentemente a Abal Medina la sangre de su hermano; para exaltarlo, mientras idolatraban a Perón (“Abal/ Medina/ La sangre de tu hermano es fusil en la Argentina”), o para denostarlo, cuando confrontaron con él (“Abal/ Medina/ La sangre de tu hermano es negocio que camina”). Ellos manejaban la sangre de los hermanos de otros. Todavía algunos lo siguen haciendo.

Brigadier Arturo Longinotti

Entre 1969 y 1979, murieron 653 efectivos de las fuerzas armadas y fuerzas de seguridad, 1.069 resultaron heridos de distinta gravedad y 34 fueron secuestrados. Esto suma un total de 1.756 víctimas, sin incluir a los que murieron en combate.

Por su resonancia y la jerarquía de la víctima, son recordados más fácilmente casos como el del general Pedro Eugenio Aramburu, secuestrado y asesinado a sangre fría; el general de brigada Cesario Cardozo, destrozado por una bomba que una compañera de su hija colocó bajo su cama; el capitán Humberto Viola, ejecutado frente a su familia en un atentado en el que también mataron a su pequeña hija e hirieron a la otra. Sin embargo, hay muchos más que no son recordados.

El coronel Héctor Alberto Iribarren fue asesinado el 4 de abril de 1973, cuando abandonaba su domicilio en Cerro de las Rosas, provincia de Córdoba. Fue acribillado a balazos dentro de su auto, sin tener la más mínima oportunidad de defenderse.

Otro caso similar es el del coronel Jorge Oscar Grassi, asesinado el 25 de septiembre de 1974, en Córdoba, durante el gobierno democrático.

En la revista Estrella Roja del ERP, se publicó que “el Comité Central del Partido Revolucionario de los Trabajadores, dirección político-militar del Ejército Revolucionario del Pueblo, tomó la grave determinación… de responder con una ejecución de oficiales indiscriminada”. La criminal decisión fue consecuencia del fracaso al copamiento del Regimiento 17 de Catamarca.

Entre los 1.069 heridos que el terrorismo produjo durante este período, figuran cuatro miembros de la Policía Federal que, el 22 de agosto de 1973, fueron salvajemente atacados en esta capital. Ese día, el sargento Juan Carlos Regueira y los agentes Roberto Airola, Carlos Díaz y Moreno, estaban en el interior de un patrullero cuando fueron atacados mediante el lanzamiento de objetos incendiarios en el interior del vehículo. Dos de ellos sufrieron quemaduras gravísimas y, el resto, más leves.

Uno de los 34 que pasaron por la experiencia del secuestro fue el conscripto del ejército Esteban C. Lofeudo. Lo secuestraron guerrilleros del ERP, el 9 de septiembre de 1975, en City Bell, provincia de Buenos Aires. Fue torturado con el fin de obtener información del cuartel donde prestaba servicios.

El 7 de noviembre de 1973 fue secuestrado el coronel Florencio Emilio Crespo. Su calvario duró hasta el 15 de mayo de 1974, cuando el ERP dispuso su liberación, tras casi 200 días de cautiverio.

7. Génesis IV, 10.

8. Leis, Héctor Ricardo, Un testamento de los años 70. Terrorismo, política y verdad en la Argentina. (Prólogos de Graciela Fernández Meijide y Beatriz Sarlo), Buenos Aires, Katz Editores, 2013, ps. 92 y 93.

Cuarentena

Los días laborables, la ciudad de San Justo, en la provincia de Buenos Aires, se asemejaba a un hormiguero. Sobre todo los lunes, cuando la gente parece querer redimirse de una injustificada culpa por el descanso del fin de semana. En esto, las localidades industriales del Gran Buenos Aires, hasta la más modesta, se diferencian de las ciudades y pueblos del interior de la Argentina, que acompañan la siesta del campo que las vivifica. Pero en aquellos tumultuosos barrios del conurbano bonaerense, que se aprietan sin dar respiro contra la avenida General Paz, el descanso es el almuerzo, una hora que los compañeros de la fábrica o de la oficina aprovechan para hablar de fútbol, de política o del trabajo mismo, pero de manera más distendida.

Arturo disfrutaba mucho de esa hora. Sociable, de costumbres sencillas, ameno en su conversación, iba todos los días a comer con sus amigos de la fábrica al restaurante Rincón de Italia, en la esquina de la avenida Provincias Unidas y Pichincha, cerca de la conocida rotonda de San Justo, sobre el Camino de Cintura. Todavía está allí el restaurante, que ahora —más importante— es el Nuevo Rincón de Italia; y las calles, que cambiaron de nombre, son Brigadier General Juan Manuel de Rosas y Monseñor José Francisco Marcón.

Para Arturo, el menú era siempre el mismo: un bife de lomo con una papa hervida. Él tenía la disciplina de un asceta, en la comida y en muchos aspectos de su vida; pero además, el Rincón de Italia, a pesar de su nombre, era por entonces una parrilla de barrio, un lugar para minutas.

Nadie podría imaginar que allí concurría a comer diariamente un hombre a quien la Argentina debía tanto por sus servicios. Resultaba casi imposible, para quienes no lo hubieran sabido, pensar en un ex ministro de la Nación llegando todos los mediodías a ese lugar limpio y confortable pero más bien modesto por entonces, acompañado por un par de empleados de una pequeña empresa metalúrgica local a la que él asesoraba. Sin embargo, allí almorzaba Arturo, junto con un gerente de la compañía y otro miembro de la firma, sentados a una mesa, en el centro del salón.

¿De qué hablarían? La situación del país no debía estar ausente en la charla. Hacía quince días que había muerto el presidente Juan Domingo Perón y ese lunes, 15 de julio de 1974, la Argentina no había salido aún de su perplejidad.

Arturo y sus acompañantes acababan de pedir el menú. Eran las 14.30 y había en el lugar casi un centenar de comensales. De una mesa contigua, se levantaron dos hombres que hacía mucho estaban allí esperando, a la vez que otros dos, que portaban armas largas, ingresaron por la puerta principal del local. Los falsos clientes que habían estado en la mesa próxima dispararon con sendas pistolas sobre Arturo, quien cayó al piso. Inmediatamente, los recién llegados descerrajaron innecesariamente dos disparos de Ithaca contra el cuerpo de la víctima. Después, todos huyeron aprovechando el espanto del público.

Se dice que las personas, antes de morir, tienen la oportunidad de contemplar en un instante el paso de toda su vida, como en una película. Si así hubiera ocurrido en este caso, el hombre que se desangraba en el suelo de un salón ya vaciado por el pánico se habrá visto a sí mismo, durante esa fracción de segundo de agonía, llegar en un barco de la mano de su madre, Carmen Roig, cuando la mujer, recién separada de su esposo, Arturo Mor, en Cataluña, partió con su hijo a Buenos Aires, para que el pequeño Arturo comenzara en la Argentina la escuela primaria.

Habrá recordado sus primeros años en Lérida, a la que los catalanes llaman en su lengua regional “Lleida”, que hoy es el nombre oficial de la segunda ciudad de Cataluña. Seguramente, habrán acudido a su alma, ya presta a partir, las imágenes de las maestras de su infancia, en la localidad agropecuaria de San Pedro, así como las de sus profesores y compañeros del Colegio Don Bosco, en la industriosa ciudad de San Nicolás, donde hizo sus primeros amigos. Y después, sus años en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, durante los cuales trabajó como empleado en la vieja casa de casimires Halsey, para costear su estadía mientras estudiaba en la capital. Allí, en las aulas que todavía estaban en el viejo edificio gótico de la avenida Las Heras y Azcuénaga, se graduó de procurador y conoció a Rubén Blanco, un político radical que lo llevó a trabajar a su estudio jurídico, en la ciudad de Arrecifes, bien al norte de la provincia de Buenos Aires.

Así son las coincidencias de la vida y así tuvo lugar su encuentro con el viejo partido de Alem y de Yrigoyen, desde cuyas filas llegó a ser, años después, durante la presidencia de su tocayo, el doctor Illia, nada menos que presidente de la Cámara de Diputados de la Nación. Pero nunca cambió. No cambió a lo largo de toda su carrera política, que incluyó el cargo de concejal en el municipio de San Nicolás, de senador por la provincia de Buenos Aires y de presidente del bloque de senadores bonaerense de la Unión Cívica Radical, hasta que le llegó el turno de ser diputado nacional, dos veces: una durante la presidencia de Arturo Frondizi y otra, como se ha dicho, durante la de Arturo Illia. Tampoco había cambiado cuando, en 1964, en lo más alto de su carrera política, tuvo que pedir un crédito para internar a su esposa, Odilia, quien murió a los 49 años, después de haber permanecido dos meses en estado de coma. Ni cambió cuando, después del golpe de Estado de 1966, quedó en la calle y, con tenacidad hispana, se inscribió en el doctorado de Ciencias Políticas de la Universidad Católica Argentina y obtuvo allí el máximo título académico al que puede aspirar un universitario en cualquier parte del mundo.

Arturo Mor Roig no necesitaba de la muerte como poder igualador de las clases sociales; aquel destino al cual, “allegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”, como dicen las antiquísimas coplas de Jorge Manrique, escritas en ocasión de la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo, “amado por virtuoso, de la gente”. Arturo Mor Roig no debió acercarse a esa instancia inapelable para saber que el poder es prestado. Se sentía un igual y vivía como un igual a todos. Igual que millones de inmigrantes pobres, había demostrado que la movilidad social todavía era posible en la Argentina. “Cría a tu hijo como un rico y lo harás pobre; críalo como un pobre y lo enriquecerás”, recuerda su hija Ana María una de las tantas frases anónimas con las que él formaba a su familia. Por eso, tampoco cambió cuando, ya ministro del Interior, recibía mensualmente los consabidos sobres con dinero reservado, que él devolvía, invariablemente, sin siquiera abrirlos.

¿Sabían los asesinos a quién estaban matando? ¿Sabían que mataban a la Argentina del esfuerzo honesto y de las oportunidades legítimas? ¡Claro que lo sabían! Pero esa Argentina no era una oportunidad para su odio. Necesitaban dos bandos opuestos, en uno de los cuales estuviera la oligarquía y, en el otro, únicamente ellos, los héroes, proclamados como tales tan sólo por su narcisismo criminal.

Fue precisamente la actuación de Arturo Mor Roig como ministro del Interior del gobierno del general Alejandro Agustín Lanusse la causa de su muerte. Había perdido en dos oportunidades su cargo de diputado nacional; la primera, con el movimiento militar contra el presidente Arturo Frondizi; la última, con el golpe del general Juan Carlos Onganía, que destituyó al presidente Arturo Illia, no sin que antes Mor Roig se lo hubiera advertido al viejo político radical.

“Illia quería enviarlo como su representante para la asunción del presidente de Costa Rica, pero papá no quería ir; quería acompañar a su presidente, porque estaba convencido de que los militares planeaban derrocarlo, aunque papá se había reunido con ellos y le aseguraron que no habría revolución”, cuenta Ana María.

Illia, de todos modos, envió a Mor Roig a la asunción del presidente de Costa Rica, José Joaquín Trejos Fernández, en mayo de 1966. Al mes siguiente, el presidente argentino fue derrocado y volvió a su natal Córdoba, donde años después murió en la pobreza.

El período de la denominada Revolución Argentina transcurrió con años agitados: el asesinato del general Juan Carlos Aramburu, el comienzo de la guerrilla urbana, el estallido del Cordobazo, el derrocamiento del propio presidente de facto, Juan Carlos Onganía, por parte de la cúpula militar y, más tarde, del general Roberto Marcelo Levingston; hasta que, en 1971, asumió el poder el general Alejandro Agustín Lanusse, con la idea de dar por terminado el ciclo militar.

Lanusse conoció a Mor Roig por medio de amigos comunes. Por un lado Ricardo Yofre, de extracción radical, y por otro la familia Braun Menéndez. Arturo Mor Roig era amigo del padre Rafael Braun, quien después fue director de la revista Criterio.

Cuando Lanusse le ofreció el cargo de ministro del Interior, Mor Roig le advirtió que su aceptación estaría condicionada a la certeza absoluta de una pronta reapertura democrática y que su trabajo, en ese caso, estaría orientado exclusivamente a ese fin. A pesar de las seguridades que le fueron dadas en tal sentido, las cosas no resultaron fáciles. Paradójicamente, los problemas no llegaron esta vez de la mano de los militares, sino de sus correligionarios en el partido radical. Raúl Alfonsín, opositor a Ricardo Balbín, que era el presidente del partido, exigió la expulsión de Mor Roig. Las aguas se dividieron dentro de la Unión Cívica Radical. Algunos, como Rubén Blanco y Juan Carlos Pugliese, entre otros, le dieron su apoyo, porque confiaban en que llevaría a buen término el proceso de institucionalización del país. Cuentan que el propio Balbín decía: “Y bueno… el catalán está convencido de que va a poder”.

El asunto terminó con un pedido de licencia a la UCR por parte del ministro entrante; pero a las hijas de Arturo Mor Roig les quedó un sabor amargo con el partido de su padre. “En mi opinión, los radicales se portaron muy mal con él; le clavaron un puñal por la espalda; él no se merecía ese trato”, dice su hija Ana María, que recuerda que, hasta el día de hoy, la memoria de su padre no recibió un reconocimiento de su viejo partido. Y agrega, como anécdota, que su papá y otros tres civiles tenían a su nombre un valioso inmueble de la UCR, a fin de resguardarlo de eventuales confiscaciones de gobiernos de facto. Ya durante la estabilidad democrática, el partido pidió a los herederos del ex ministro la restitución de esa casa y los hijos la devolvieron enseguida; pero jamás recibieron una carta de agradecimiento por aquellos servicios prestados por su padre.

* * *

Carmen Mor Roig, otra de las hijas de Arturo, cumple años el Día de la Independencia, el 9 de julio. Se llama Carmen por la proximidad de esa fecha con el día de la Virgen del Carmen, que se celebra el 16 de julio. Su papá era un católico practicante y asistía siempre a Misa en el Patrocinio de San José, en Ayacucho al 1000, entre la avenida Santa Fe y Marcelo T. de Alvear, muy cerca de su departamento. Sin embargo, en la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, iba a la parroquia del mismo nombre, en Rodríguez Peña, entre Córdoba y Paraguay. Allí mismo, compraba las clásicas rosquillas con sabor a naranja que se elaboran, siguiendo la tradición española, para esa festividad, y se las llevaba a sus hijas.

El 9 de julio de 1964, Carmen había cumplido veinte años y fue el cumpleaños más triste de su vida. El 1º de julio, había muerto su mamá. Por eso, diez años después, cuando ella cumplió treinta, su papá pasó a saludarla, le dio un beso y le dijo: “Espero que puedas ser feliz en este cambio de década, ya que a los veinte no pudiste serlo”.

El lunes 15 de agosto de 1974, seis días después del cumpleaños de Carmen y antes de partir hacia la fábrica en San Justo, Arturo Mor Roig se anticipó y dejó las rosquillas en su departamento, para que a la tarde pudiera pasar la hija por allí y las recogiera. Seguramente, las habría comprado después de la misa del domingo. Al mediodía de ese mismo lunes, lo mataron. Ni siquiera en la fecha de su muerte, Arturo Mor Roig había dejado de cumplir con sus hijas, quienes cuentan que él no olvidaba un cumpleaños ni un aniversario, ni de sus hijos ni de sus nietos.

Carmen, entretanto, había dejado a sus hijos en el cine y aprovechaba la tarde para mirar las vidrieras de la avenida Santa Fe. Era el primer día de las vacaciones de invierno. Apenas se había alejado unos pasos del Cine América, que por entonces funcionaba en Santa Fe y Callao, escuchó a dos hombres que, mientras caminaban por la vereda, comentaban: “¿Viste lo que le pasó a Mor Roig?”. Carmen trató de seguirlos y escuchar más, pero no pudo. El padre vivía a dos cuadras de allí; en Ayacucho, entre Santa Fe y Arenales, así que enfiló rápidamente hacia su casa, de modo de averiguar qué había ocurrido. Cuando llegó a la esquina, vio que la cuadra había sido cortada por la policía.

“Yo no creí que lo habían matado. Supuse que había hecho alguna declaración política. Hacía pocos días que había muerto Perón y estaba todo convulsionado con la presidencia de Isabelita. Él nos había prometido que había terminado con la política; pero yo pensé: ‘¡Ay! ¿Qué habrá dicho?’” Así describe Carmen sus intentos, lógicos y explicables, de negación de la realidad. No obstante, la realidad más corriente de aquellos años era la muerte. Al día siguiente del homicidio de Mor Roig, fue asesinado David Kraiselburd, el director del diario El Día, de La Plata, donde casualmente Mor Roig solía escribir una columna semanal.

Quien dio la noticia a Carmen fue Eugenio Inchausti, un abogado que había sido secretario de Mor Roig en la Cámara de Diputados y también después, cuando fue ministro. Había llegado antes que Carmen y estaba ya en la planta baja del edificio donde vivía el padre, esperando a Marta, la más pequeña de las hijas. Quería evitar que ella estuviera sola cuando recibiera la infortunada novedad. Pero las noticias circulan por vías inimaginables. Marta era ya psicóloga y trabajaba como asistente social en la Comisión Municipal de la Vivienda. Estaba haciendo un relevamiento en una villa y, mientras completaba la planilla de datos, escuchó en el televisor de la casilla lo que nunca hubiera deseado oír.

La infausta revelación no fue muy diferente para Ana María. Ella tomaba un tren que salía de San Nicolás a las 19.00 y llegaba a Buenos Aires a las 22.00. El papá la iba a ir a buscar ese día a la estación. A las cuatro de la tarde; es decir, tres horas antes de tomar el tren, Ana María pasó por el supermercado que estaba a una cuadra de su casa y escuchó que decían: “¡Apaguen la radio! ¡Apaguen la radio!”.

“En San Nicolás se conoce todo el mundo y ese día era una revolución. Supuse que había pasado algo con mis hijos y fui corriendo hasta casa. Al llegar —continúa Ana María—, había un montón de gente que me abrazaba y en ese momento veo llegar a mi marido. ‘Hubo un atentado contra don Arturo’, me dijo…” Ana María se emociona al contarlo, después de décadas en las que habrá recordado diez mil veces aquellos momentos.

En cuanto al mayor de los hijos del ex ministro, Raúl Arturo, sus hermanas aseguran que nunca pudo superar la muerte de su padre, durante los veinticuatro años que vivió después de aquel asesinato. Su mujer escuchó sobre el atentado en un negocio, por comentarios de los clientes, y trató de localizar a su marido para transmitirle la noticia. Cuando pudo hallarlo, él ya se había enterado.

* * *

El proceso de democratización con el que se había comprometido el ministro Mor Roig, como es sabido, se llevó a cabo correctamente. En las elecciones de marzo de 1973, ganó Héctor Cámpora, representando al peronismo. A los miembros de las organizaciones guerrilleras, que hasta entonces estaban en la cárcel cumpliendo sentencias judiciales por homicidios y otros crímenes, se les declaró una amnistía el mismo día de la asunción del nuevo gobierno.

Arturo Mor Roig fue una de las muchas víctimas de la reincidencia de los liberados. Resultaba paradójico, sin embargo, que él hubiera caído bajo las balas de Montoneros, cuando todos sus esfuerzos se habían encaminado a lograr el alejamiento de los militares de la vida política. Pero los montoneros dejaron su sello burdo, grotesco, repulsivo, cuando ellos y sus simpatizantes de la juventud peronista cantaron, tras el hecho: “Hoy, hoy/ ¡qué contento que estoy!/ Vivan los montoneros que mataron a Mor Roig”. Nadie parecía sentir vergüenza por vivar a la muerte; nadie parecía extrañarse cuando era anunciada a los enemigos.

En los últimos días de diciembre de 1973, el Congreso Nacional, dominado por el peronismo, rindió un homenaje en vida al doctor Arturo Mor Roig, por su trabajo en beneficio de la democracia. El 3 de enero de 1974, la revista Militancia Peronista para la Liberación, al criticar duramente ese homenaje, publicó: “Los honores que merece Mor Roig son los de la justicia popular, que por provenir del pueblo, no hace concesiones”.

Ya se sabía lo que significaba “la justicia popular” en la pluma de Eduardo Luis Duhalde y de Rodolfo Ortega Peña, los directores de esa revista. Cada vez que alguien era mencionado en las páginas de Militancia como destinatario de aquella “justicia”, no pasaba demasiado tiempo hasta que resultaba asesinado en alguna operación terrorista. Así sucedió con el secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci; con el padre Carlos Mujica; con el almirante Hermes Quijada y, por cierto, con Arturo Mor Roig, entre otros. Militancia llegó a convertirse en un panfleto apologético de los delitos y en un pregón mafioso de los siguientes homicidios. Sus páginas editoriales se intercalaban con publicidad explícita, recuadrada como tal, de las organizaciones guerrilleras.

Rodolfo Ortega Peña, uno de los directores del periódico, fue asesinado en 1974 por la Triple A, la organización terrorista de extrema derecha que actuaba en el contexto de la confrontación entre las dos alas extremas del peronismo. El otro, Eduardo Luis Duhalde, fue nombrado secretario de Derechos Humanos de la Nación por el presidente Néstor Kirchner, en 2003, y continuó en el cargo hasta su muerte, bajo las dos presidencias sucesivas de Cristina Fernández de Kirchner.

Cuando Eduardo Luis Duhalde murió, una buena parte de la intelectualidad argentina, en lugar de expresar sus condolencias formales, se pronunció como si se hubiera tratado del fallecimiento de Mahatma Gandhi. Lo calificaron de “defensor infatigable de los derechos humanos” y, lo más asombroso, desde el partido radical, tan reacio a reconocer el aporte de Arturo Mor Roig —pacifista, democratizador, republicano y austero— destacaron la “calidad humana” del ex director de Militancia, así como “la coherencia en sus principios”.

El diario Mayoría, que se editaba en aquel tiempo y representaba al peronismo histórico, al lanzar en su tapa la noticia del asesinato de Arturo Mor Roig, publicó:

En verdad, es como para declarar insano al país todo, como para ponerlo en cuarentena psíquica, como para bajar los brazos desoladamente y renunciar a lo que siempre nos sobró: confianza en las grandes reservas morales de nuestra amada patria.9

El país continúa en cuarentena.

Revista Militancia, dirigida por Eduardo Luis Duhalde

9. “Otro crimen contra el país”, Diario Mayoría, 16-07-1974, tapa.

Paranoia

Durante la madrugada del 1º al 2 de abril de 2013, la lluvia empezó a azotar la ciudad de Buenos Aires con una furia que no había mostrado en mucho tiempo. En otras ocasiones se había inundado una parte de la Capital; pero al menos hasta donde alcanzaba la memoria de sus habitantes, el temporal nunca había sido tan intenso ni tan prolongado. El agua corría por las calles y provocaba desastres en varios puntos de la ciudad y en otras localidades cercanas, incluso en La Plata, donde sus efectos fueron devastadores y murieron más de cuarenta personas. La corriente, como un río de montaña, arrastraba automóviles, muebles arrancados de las casas, maderas y pedazos de obras en construcción, se metía dentro de las casas y dejaba a los ocupantes aislados y aterrorizados en su propio hogar.

En las oficinas de la Comuna 13, que abarca los barrios porteños de Belgrano, Núñez y Colegiales, los vecinos se reunieron para reclamar soluciones. Unos protestaban contra la administración local y otros contra el gobierno nacional, por lo que muchos de ellos consideraban una falta de previsión frente a los desastres naturales. En medio de la batahola, una mujer levantó su mano y propuso: “¿Por qué no nos organizamos para ayudar?”. La pregunta, lanzada con la serenidad de quien está seguro de lo que debe hacerse, silenció a todos como el latigazo de un domador. Su contenido era claramente diferente. Mientras la mayoría trataba de señalar culpables, una mujer de unos sesenta años mostraba que la prioridad residía en la necesidad de auxiliar a quienes más estaban sufriendo en ese momento. El tono sereno de la propuesta iba de la mano del acento extranjero de su autora, con un dejo británico que parecía conferirle cierta objetividad, como la de alguien que ve las cosas desde fuera, aun cuando ella se sentía más involucrada que cualquiera de los presentes en el salón.

Julieta, una joven funcionaria de la Comuna 13 que en ese momento estaba a cargo de recibir a los vecinos, llamó aparte a la señora de la feliz idea y le tomó los datos. Seguramente, la empleada se habrá sentido aliviada por una iniciativa que encauzaba la cólera de la concurrencia hacia una acción positiva.

—¿Cuál es su nombre, señora? —preguntó.

—Pamela Ferguson. —Ni el apellido ni el nombre de pila, pronunciado como palabra esdrújula, “Pámela”, dejaban duda alguna sobre la ascendencia de su interlocutora. Esta circunstancia despertó mayor curiosidad en la empleada.

Ambas buscaron la mejor forma de organizar la ayuda y confeccionar listas de voluntarios. En determinado momento, Julieta no pudo contenerse y preguntó:

—¿Usted por qué hace esto?

—Hace muchos años, me ocurrió algo muy grave y la gente fue muy solidaria conmigo y con mi familia —contestó Pamela enseguida.

—¿Ah, sí? ¿Qué le pasó? —preguntó otra vez la funcionaria, aun más interesada que antes. Entonces Pamela empezó a contar su historia y a recordar, a mayor velocidad que sus palabras, mil detalles inenarrables.

* * *

El agua caía cerca de la cara de Marina; muy cerca, casi la rozaba. No era un chorro demasiado intenso, pero sí continuo, y ella no podía hacer un movimiento que la alejara de él, porque sus piernas y una parte de su cuerpo de adolescente estaban entre escombros, que la aplastaban como una prensa de cal, cemento y humedad. Veía el tímido reflejo de una luz, pero había quedado con los pies hacia arriba y era imposible que pudiera enderezarse para saber de dónde procedía. Lo único que sabía —o creía saber— era que, en la prisión caótica que la contenía, tenía aire para algunas horas más. Cerca de ella, pero más arriba, estaban sus hermanos; pero Marina no podía escucharlos.

Con trece años recién cumplidos, Marina era la mayor y la única mujer de cuatro hermanos, a todos los cuales había alcanzado el derrumbe. Matías, de seis años, el menor de ellos, empezó a llamar a su mamá: “¡Mami, yo te veo; tenés el dedo ensangrentado! Soy Matías”.

Matías tenía una herida grande en la pierna, que después se le infectó; pero al menos veía más luz que Marina y estaba más cerca de una salida, aunque le cerraba el paso una plancha de alambre tejido, de esas que se usan en la construcción y que en la jerga técnica se denominan “metal desplegado”. Fue justamente ese tejido de alambre el que contuvo los escombros e hizo posible que Matías quedara sentado en un hueco bastante amplio, desde donde podía mirar hacia el exterior.

No hacía mucho que Matías volvía a caminar. El verano anterior le habían hecho una operación en el fémur para extraerle unos quistes y rellenaron los huecos con cartílago. Después de la cirugía, había debido permanecer tres meses enyesado y, por tanto, ingresó en el primer año de la escuela con bastante retraso y en silla de ruedas. Poco antes de quedar atrapado tras la reja de metal desplegado, Matías ya podía correr, gracias al intenso tratamiento de rehabilitación de los kinesiólogos. Pero ahora estaba allí, desorientado e inmóvil, en ese monte de cascotes.

Después del llamado de Matías, se escuchó la voz de Esteban, de once años:

—¡Mami, no tengo nada! Soy Esteban.

—¿Podés salir? —contestó enseguida su mamá.

—Sí… ¿Salgo? —preguntó Esteban, asustado y dubitativo.

—¡Claro! —gritó la madre, categórica.

Se escucharon entonces los pasos de niño y, a los pocos segundos, de nuevo una pregunta de Esteban:

—¡Mami, aquí está History of the World! ¿Lo levanto?

—¡Claro! —contestó otra vez la madre, con la misma convicción.

Esteban también estaba herido en el brazo y en la cabeza.

La mujer, por su lado, veía maderas sobre ella y más allá, el cielo, entre los huecos que dejaban los tirantes. No gozaba de mucha movilidad, porque tenía la columna vertebral quebrada, además de uno de los dedos de una mano. En ese mismo momento, ella dijo para sí que “había un silencio sepulcral, no se oía un ruido; un silencio malsano, como si el mundo hubiera muerto”. Recordó que algunos de sus vecinos eran ingleses y empezó a pedir ayuda, en español y en inglés. Después de los llamados de sus hijos, escuchó pasos nuevamente y llegaron hombres uniformados, de quienes veía sus botas. Ellos caminaban y la mujer les gritaba:

—Señor, le veo las botas.

—Pero yo no la veo —contestaba el policía.

—Agáchese en el lugar donde está —respondía ella.

—¡Ah, ya la veo! Mire, señora, aquí, muy cerca del lugar donde usted está, hay un hijo suyo, chiquito. ¿Le parece que lo saque primero? —preguntó el uniformado.

—¡Sí, por supuesto! —contestó la madre; y así salió Matías, una vez que le fueron retirados los alambres que le cerraban el paso.

Enseguida, el mismo agente volvió a consultar:

—¡Señora; aquí hay un chico muy lastimado y está inconsciente! ¿Lo sacamos antes que a usted?

—¡Claro! —fue la obvia respuesta de la madre. Peter, de nueve años, tenía el fémur quebrado y un corte en el cuero cabelludo. Fue el que más sufrió por las lesiones, antes y después del rescate. Lo retiraron del lugar desmayado y en una camilla. Antes de perder el conocimiento, él había comprobado que tenía un espacio para salir pero, con el fémur roto, le resultaba imposible. Seguramente, en el intento, habrá perdido la conciencia por el dolor.

Junto con la policía, se habían acercado ya varios vecinos que caminaban entre los escombros.

—Señor; dígales que no caminen, porque cuando caminan, me aplastan —volvió a gritar la mujer.

—¿Y qué sugiere que hagamos? —fue la increíble pregunta del policía.

—Dígale a la gente que no camine y tire de la madera que está a la izquierda de la viga —tuvo que aconsejar la lesionada.

Muchos de los que caminaban eran curiosos, pero otros habían llegado con la intención de ayudar. Entre ellos, dos médicos que vivían en sendas casas de la cuadra, quienes cooperaron con algunos de los primeros auxilios. Otros juntaban cosas que habían sobrevivido a la tragedia, para reintegrárselas a la familia, de modo que ella no perdiera el contacto con su pasado. Y como siempre en circunstancias semejantes, no faltaron algunos que se acercaron a saquear.

No muy lejos del lugar del que rescataron a la mujer, estaba su esposo, también bajo los escombros, con una herida en el abdomen y una viga que le oprimía el brazo, que le quedó inmovilizado por varios meses. La viga había sido contenida por un antiguo escritorio, heredado de la bisabuela de su mujer, que evitó que ese pesado tirante llegara a aplastarlo.

La última en salir a la superficie fue Marina, que era la que estaba más abajo y a quien costó localizar. Cuando lo hicieron, después de cuatro horas bajo los escombros, ya habían llegado las máquinas escavadoras, que comenzaron a funcionar, con grave riesgo para la niña. Debieron detenerlas y pasar a Marina una mamadera de agua y una bolsa de polietileno para que se cubriera la cara, porque el polvo la estaba asfixiando. Sus piernas se veían moradas y todos temían una gangrena o una afección en los riñones por el síndrome de enterramiento, que es el que sufren algunos soldados en las guerras.

Finalmente, y después de un largo tiempo de trabajo, el matrimonio de Walter y Pamela había sido liberado, junto con sus cuatro hijos —Marina, Esteban, Peter y Matías—, de la gran montaña de desechos en la que se había convertido su casa.

* * *

Pamela Ferguson había conocido a Guillermo Walter Klein cuando ella tenía catorce años. Salían a caminar; ella jugaba al hockey los sábados y él al rugby los domingos. Cuando Pamela tenía diecinueve años, el padre de su novio, que se llamaba igual que él, se desempeñaba como ministro de Economía del presidente Arturo Frondizi y, más tarde, integró el directorio del Fondo Monetario Internacional.

Pamela iba los domingos a tomar el té a su casa y allí veía a personajes como Álvaro Alsogaray o Federico Pinedo, el que fuera ministro de Hacienda de Agustín Justo.

El padre de Pamela, que ya percibía la vocación política de su futuro yerno, no ocultaba su disgusto e influía sobre su hija para que tratara de disuadir a su novio. Sin embargo, Klein se estaba preparando para eso y, con tal idea, cursó una maestría en Harvard en Administración Pública, con especialidad en Economía, una vez que concluyó otra en Derecho.

Cuando José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía, ofreció a Klein la secretaría de Coordinación y Planificación Económica, en 1976, la pareja hacía años que se había casado y él ya había ocupado el cargo de subsecretario en el ministerio que dirigía Krieger Vassena, función en la que había continuado con el ministro José María Dagnino Pastore. Pero para 1976, Klein estaba en la actividad privada, al frente de un estudio jurídico que manejó solo, al comienzo, y después en sociedad con Héctor Mairal.

El bufete fue muy conocido más adelante, pero los primeros años producía sólo gastos y había demandado mucha inversión. Cuando llegó la oferta de Martínez de Hoz, Pamela no estaba del todo convencida de los beneficios que esa perspectiva ofrecería a su esposo y a su familia, porque el estudio ya había comenzado a dar sus frutos y las remuneraciones de la función pública no eran buenas.

“Teníamos unos sueldos de hambre; yo no podía pagar la farmacia y pedía ropa prestada a mamá cuando teníamos que salir”, se queja Pamela, que asegura que del estudio no recibieron más ingresos; salvo los de un acuerdo que su marido había hecho antes de entrar nuevamente en la función pública. Él había calculado el capital que invirtió en el equipamiento del bufete y, durante el tiempo en el que ejerció como secretario de Estado, el estudio le pagaba un interés por ese capital, y —según Pamela— de ese interés mensual salía la cuota de los colegios de sus hijos.

La única condición que Pamela había demandado a su marido, antes de que aceptara el cargo, fue que asegurara la casa contra atentados explosivos. Su ocurrencia derivaba de un rally sobre Avenida del Libertador, en San Isidro, que los grupos guerrilleros habían hecho unos pocos meses antes, durante los últimos tiempos del gobierno de Isabel Perón. En su recorrido habían arrojado bombas sobre una gran cantidad de comercios de lujo de la zona, muchos de los cuales cerraron definitivamente, porque no estaban asegurados. Además, antes de que Klein ocupara el cargo en 1976, él y Pamela habían viajado al Uruguay, donde fueron invitados a almorzar a una casa en Punta del Este. Uno de los comensales comentó que había sido ministro de Economía y la organización terrorista Tupamaros había colocado una bomba en su casa, que tampoco estaba asegurada, y parte de la construcción fue destruida.

“En la casa tenemos nuestros ahorros; si perdemos la casa, perdemos todo”, dijo Pamela a su marido. La casa estaba en Olivos, en la calle Catamarca 2740, entre Alberdi y Sáenz Peña, cerca de la quinta presidencial y a seis cuadras de una comisaría. El inmueble había pertenecido a la abuela de Guillermo Walter Klein. Cuando ella murió, él compró su parte a sus tíos y a su hermano. A su vez, el padre le donó la mitad del tercio que le correspondía a él en herencia y, así, el matrimonio hizo suya la vivienda.

La finca fue finalmente asegurada pero, para cubrir también las cosas que había en su interior, la compañía exigía un inventario del mobiliario completo, lista que Pamela confeccionó cuidadosamente y se la pasó a su marido quien, a regañadientes, accedió a hacer una consulta a los asesores del seguro. Finalmente, Klein se negó a contratar una póliza sobre las cosas, porque la compañía demandaba un trámite engorroso de tasación y la prima era muy costosa.

Fuera de tales inquietudes, la familia vivía feliz; el matrimonio caminaba por las playas de Olivos con su perro labrador; comían asado los sábados; los domingos por la tarde llegaba el padre de Klein con fiambre y preparaban un té-cena, todo juntos; y los chicos paseaban en bicicleta sin temores por las calles del barrio. Pamela, sin embargo, volvía cada tanto a su preocupación. A comienzos de 1977 empezaron a llegar diariamente grupos de entre quince y veinte jóvenes, que se reunían en una plaza situada a menos de una cuadra de su casa y donde no solía verse gente. Eran futbolistas de potrero, parejas de novios, algunos con carritos de bebes; ninguno de ellos era de la zona.

Pamela integraba un círculo de lectura con amigas y, en cierta oportunidad, una de ellas había llevado al grupo el libro People’s Prison (Cárcel del Pueblo), de Geoffrey Jackson, el embajador inglés en el Uruguay que fue secuestrado por los Tupamaros. Pamela lo leyó durante unas vacaciones en Mar del Sur. El autor relataba en su obra que, antes del secuestro, los guerrilleros lo habían estado vigilando mientras simulaban ser parejas de jóvenes que paseaban por las inmediaciones.

Al cuadro que venía observado Pamela se sumó una camioneta que estacionaba en la calle que daba a los fondos de la casa de los Klein, desde donde se veía el jardín de la propiedad y una puerta de alambre, bastante insegura, que era el único elemento que cerraba el paso entre la parte de adelante y el fondo de la vivienda. La camioneta permanecía detenida allí durante dos o tres horas por día, con sus ocupantes dentro; pero cada vez que Pamela llamaba a la policía, aun antes de que la atendieran, el vehículo se retiraba rápidamente. El lugar donde estaba el teléfono no se veía desde el exterior.

Por si algo faltaba para intranquilizar a la dueña de casa, una pareja joven se mudó a la esquina, durante un viaje de Klein a Venezuela. El hombre tenía aspecto desgarbado y aparentemente estaba sin ocupación, porque se pasaba el día dando vueltas por la cuadra. Cada vez que Pamela iba a un negocio, el nuevo vecino se colocaba en la cola, detrás de ella.

“Mientras yo estaba en casa tomando el té con una amiga —cuenta Pamela—, llamó la mujer del abogado Delfín Fernández Huergo, que vivía en la misma cuadra, y me dijo: ‘¡Pamela, tené cuidado, porque los nuevos vecinos están preguntando por vos!’.”

Pamela agradeció y, apenas reanudó la charla con su amiga, recibió un nuevo llamado con la misma advertencia; esta vez, de René Mefano, otra vecina que vivía al lado. Al cabo de unos minutos, sonó el timbre y Pamela abrió la puerta. La mujer y el hombre sospechosos hicieron ademán de entrar, al tiempo que decían tener un perro para regalar. “¡Ya tengo perro!”, dijo Pamela, y les cerró la puerta en la cara.

“Empecé entonces a tocar los timbres de la cuadra y a advertir a todos los vecinos que tuvieran cuidado con esa pareja”, recuerda Pamela.

Cuando Klein volvió de su viaje, su mujer le contó lo ocurrido; pero él restó importancia al asunto y le dijo que no había que caer en la paranoia.

Los sobresaltos, sin embargo, no terminaron. Una tarde llegaron a la casa de los Klein dos personas vestidas con uniforme de fajina de la policía, quienes golpeaban nerviosamente la puerta y preguntaban por el funcionario: “¿Donde está Klein; donde está Klein?”, repetían. Pamela no abrió la puerta, aun cuando los uniformados dijeron que prestaban funciones en la comisaría de la localidad de Martínez. Ella llamó a su esposo al ministerio y enviaron entonces una custodia. Nunca se supo quiénes eran los supuestos policías.

El 11 de abril de 1978 asesinaron al abogado Miguel Tobías Padilla, que trabajaba como subsecretario de Estado bajo las órdenes de Guillermo Walter Klein. Desde entonces, todos los secretarios y subsecretarios de Estado pasaron a estar protegidos por personal de seguridad; hasta ese momento, únicamente los ministros tenían ese beneficio.

Coincidentemente con la custodia de la casa de la familia Klein, dejaron de concurrir a la plaza aledaña los jóvenes visitantes. Pero el 27 de septiembre de 1979, los peores presentimientos de Pamela fueron confirmados con creces.

Eran las 7.30 de la mañana. Pamela se había levantado y todavía vestía su camisón. Su marido, Walter, también estaba despierto, en pijama, y se disponían a desayunar. Todavía dudaban si desayunarían en la habitación o habrían de cambiarse para hacerlo en la planta baja. Sus dos hijos menores, Peter y Matías, también estaban en el piso de arriba, aún sin haberse vestido con el uniforme del colegio. Marina y Esteban, en cambio, ya habían bajado. Ellos competían diariamente por llegar antes a una silla mecedora que había en el living y monopolizar así el placer de hamacarse hasta que el resto de la familia llegara para desayunar. Ese día, Esteban había ganado la carrera y estaba hamacándose, cuando él y su hermana escucharon un disparo que atravesó una ventana de la casa y se incrustó en una de las paredes. Enseguida, comenzó un ataque furibundo contra la casa, con disparos de armas largas y lanzagranadas. Todas las paredes y ventanas se iban rompiendo; “como en las películas”, recuerda la familia.

Esteban se tiró al piso y fue arrastrándose hasta salir por la cocina. Marina entró al cuarto de servicio y se cruzó con María Rosa, una de las dos empleadas de la casa, que corría hacia la calle. Marina quedó sola.

La empleada llegó a la vereda y Esteban intentó seguirla, pero no lo dejaron; dispararon contra él, para matarlo o para que volviera dentro de la casa y soportara el mismo destino que sus padres y hermanos. Herido y a los gritos, subió las escaleras corriendo y fue recibido por su papá, que lo alzó y llevó al cuarto. Lo colocaron en la cama y lo revisaron. Pamela vio sangre en su cuello y creyó que su hijo moriría ahí mismo, pero la herida estaba en la parte superior del brazo y sólo había salpicado su cuello de sangre.

Matías, que estaba en otra habitación, quiso asomarse por la ventana para ver qué sucedía, pero su hermano Peter lo detuvo. El matrimonio fue a buscarlos y los llevó también a su dormitorio.

“Ambos pusieron la cabeza bajo las sábanas con la cola hacia arriba; parecían dos conejitos.” Pamela describe una escena con la ternura de una madre, que puede matizar, aunque sea en una medida insignificante, tanto horror.

A todo esto, Marina se refugió en el baño de servicio que la casa tenía en la planta baja y allí se quedó.

Los dos agentes de la custodia —Hugo Cardaci y Julio César Moreno— habían tratado de repeler la agresión, pero rápidamente agotaron sus proyectiles y optaron por encerrarse en el garaje. En realidad, fueron muy valientes en el intento y hubiera resultado imposible que pudieran detener el ataque, porque quienes disparaban eran más de veinte guerrilleros de la organización Montoneros, entrenados en el Líbano, Siria y Libia, algunos por la Organización para la Liberación Palestina y otros por el gobierno de Muammar Khadafi, en virtud de un acuerdo que Montoneros tenía con el terrorismo islámico.

Por su parte, María Rosa, la empleada, que tenía un bebé en la casa, regresó a buscarlo. Cuando volvió a salir, una de las guerrilleras del grupo intentó hacerla regresar, para que también muriera con la familia, “por servir a una familia oligarca”, le dijo; pero otro de los atacantes le permitió huir. Las dos empleadas de la casa, afortunadamente, pudieron escapar.

Una vez que Klein terminó de atender a sus hijos más pequeños, se disponía a bajar la escalera para rescatar a Marina. Pamela le decía que no bajara todavía.

“El ataque era feroz y golpeaban los proyectiles por toda la casa; era imposible que no lo mataran”, cuenta Pamela.

Klein empezó a bajar, de todos modos, pero en ese instante se produjo una explosión mucho más fuerte que todas las que se habían escuchado hasta entonces.

“El piso de arriba comenzó a abrirse y yo pensé: ‘¡A esto no sobrevivimos!’”

Los guerrilleros habían colocado una carga explosiva en un lugar de la planta baja, junto a las escaleras, donde habían detectado que se levantaba el pilar que servía de mayor soporte a la construcción. Para obtener esta información, unos días antes, cuando los dueños de casa no estaban, un especialista de Montoneros, invocando el nombre del plomero que trabajaba para la familia y simulando ser su ayudante, convenció a una de las empleadas para que lo dejara inspeccionar las cañerías. Así tomó nota de los puntos fuertes y débiles del inmueble.

La casa se derrumbó con toda la familia dentro y los atacantes escaparon. Los dos custodios murieron por asfixia dentro del garaje. “Eran los mejores custodios; gente decente, buena, padres de familia”, se lamenta Pamela, que todavía siente un cargo de conciencia por la suerte de ambos.

La explosión fue de tal magnitud que provocó grietas de gran envergadura en todas las casas del vecindario y convirtió a la de los Klein en una pila de escombros. Hoy sólo queda allí el terreno, unido a una casa aledaña, ya que fue comprado por uno de los vecinos e incorporado a su parque.

Toda la familia sobrevivió y tanto los padres como los hijos fueron conducidos al Hospital Militar, algunos, y al Hospital de Vicente López, otros, donde permanecieron tiempos distintos, según las heridas de cada uno de ellos.

* * *

Actualmente, el matrimonio Klein está separado y el atentado terrorista es un recuerdo imposible de borrar, no sólo para ellos, sino para todos sus familiares, amigos y ex vecinos.

Pamela Ferguson cuenta que un día, años después del horror, pasó por la panadería a la que iba siempre, en la calle Rawson, entre Roma y Borges, y vio al panadero levantando la persiana del negocio. “Había sol, que daba sobre la entrada; vi a ese hombre feliz y pensé: ‘¡Cuánta inocencia se ve en este hombre!’; pero yo, a partir de aquel momento, veo sombras, todo es oscuro”, confiesa Pamela llorando. Es la única vez que se quiebra. No hay en su relato una pizca de rencor; sólo tristeza.

“En mi familia hablaban del atentado como si se hubiera tratado de un accidente de autos”, dice Marina, hoy abogada, con una jovialidad y una frescura dignas de admiración, para ser una persona a la que un monte de ladrillos la mantuvo aplastada y en la oscuridad durante más de cuatro horas y sin conocer la suerte de su familia ni de ella misma.

“En casa enfocaron el tema con una perspectiva religiosa; nos dijeron que esto lo había hecho un grupo que se había equivocado y nos hacían rezar por ellos, para que entendieran su error”, cuenta en su consultorio Matías, hoy médico psiquiatra. Y añade un dato profesional: “A veces, hay gente que cree que la enfermedad es causada por alguien y, del mismo modo, hay otras personas que suponen que la pobreza es provocada por alguien; esto se registra de diferentes maneras y en distintas patologías; por ejemplo, en la paranoia”, completa sin perder su sonrisa.

* * *

Mientras recordaba todo esto, en parte sólo en su interior y en parte transmitiéndoselo a Julieta —la funcionaria de las oficinas de la Comuna 13—, Pamela observó que la chica había dejado de atenderla y, en cambio, escribía, indiferente, sobre su computadora.

—¿Usted me está escuchando; señorita? ¿No le interesa lo que le digo? —preguntó Pamela, asombrada por el cambio de actitud de la joven, que se había mostrado muy curiosa al comienzo.

—Todo lo que usted me dice me resulta indiferente —cortó en seco la oficinista—. No me da pena lo que le ocurrió; tengo una vecina a la que le hicieron desaparecer a su hijo durante el gobierno militar, así que lo suyo no me importa en absoluto —remarcó.

—Julieta, a mí me entristece lo que le ocurrió a su vecina y a muchas otras personas; me pongo en el lugar de esas madres… —contestó Pamela, con mayor sorpresa aun.

—Pero a mí no me conmueve lo suyo; yo no puedo olvidar —interrumpió tajante Julieta.

Algunos, que vivieron en aquella época y fueron víctimas, no importa de qué lado, pudieron perdonar. Julieta, no.

Las tinieblas

Oscar Potrone es nieto de un inmigrante italiano, don Felipe, que como los cientos de miles que llegaron a la Argentina entre el último tramo del siglo XIX y el final de la Segunda Guerra Mundial, contribuyó con su aporte creativo a la grandeza del país. No era raro que los europeos, al tiempo de abandonar el viejo continente en busca de mejores oportunidades, dudaran entre la Argentina y los Estados Unidos como su destino final. Ellos —especialmente los italianos— construyeron los miles de edificios parisinos que hacen de Buenos Aires una ciudad distinguida en el mundo, con sus molduras griegas trabajadas, sus meandros, sus rosetones, sus arabescos, almocárabes, volutas, cornucopias, gárgolas y cariátides; entre tantos otros adornos que parecían sólo poder ser moldeados por aquellos que llevaban la sangre de Buonarroti. Habían dejado sus aldeas arrasadas, la escasez y la locura, para instalarse en la tierra del trigo y del ganado, en el corazón de una nación pacífica a la que retribuyeron entregando sin reservas el fruto de su genio románico.

No se puede decir que los inmigrantes hayan tenido una vida fácil al comienzo, pero en comparación con la guerra y la tierra yerma de la que habían partido, la Argentina era un vergel. En cualquier caso, la pobreza inicial era una pobreza digna, con casas limpias y pintadas que iban creciendo con el trabajo de sus dueños hasta llegar a ser, algunas, casi tan importantes como aquellas que construían para sus clientes.

Ningún país se hizo sin esfuerzo y, cuando comenzó a levantarse la industria, la Argentina pudo contar con los obreros mejor pagos de América latina. La separaba una ventaja abismal respecto de sus vecinos del hemisferio: el aporte de la inmigración europea y la educación gratuita, entre las mejores de su tiempo en el mundo, habían hecho la diferencia.

Felipe Potrone no se dedicó a la construcción de edificios ni a la agricultura, sino a la metalurgia, con un taller modesto, en sus comienzos. Tuvo seis hijos, cuatro varones y dos mujeres. El mayor de ellos, Oscar —el nombre que después él mismo daría a su primogénito—, continuó con el taller del padre.

Al principio, don Felipe decidió fabricar diversos elementos mecánicos para las refinerías de petróleo. Con ese fin se levantaba de madrugada para trasladarse desde la localidad de Remedios de Escalada, donde vivía, hasta Avellaneda y, desde allí, caminaba hasta la compañía Shell, que estaba en Dock Sud, donde instalaba las piezas y las cañerías. Más tarde, decidió emprender la fabricación de máquinas panificadoras y también de confección de calzado. De ese modo, fue ahorrando dinero para montar una fundición de metales, que era la idea que hacía tiempo daba vueltas en su cabeza. Sin embargo, no llegó a ver el desarrollo de su empresa: falleció antes de que la fundición iniciara su etapa de prosperidad, de la mano de sus hijos varones. Uno de ellos, Oscar, supo ver la brecha que se había abierto con la nacionalización de los ferrocarriles, durante la presidencia de Juan Domingo Perón.

Los ferrocarriles habían sido construidos y operados por los ingleses, quienes, después de la guerra, se dedicaron a tiempo completo a restaurar su propio país, destrozado por los bombardeos y por el esfuerzo económico que demandó la confrontación. No había espacio para dedicar a los repuestos de los trenes de otra nación que, además, ya se había hecho cargo por sí misma del servicio.

“Mi padre siempre fue un visionario; detectaba las posibilidades de desarrollar cosas que nadie hacía en el país y decía siempre que lo que hace un hombre en cualquier lugar del mundo, otro lo puede hacer”, comenta Oscar Potrone hijo.

A partir de 1948, don Oscar inició la producción de elementos de acero para los vagones y las vías. Llegó a fabricar el primer bogie de acero fundido, una pieza fundamental en el desarrollo del ferrocarril. A medida que progresaba, iba mejorando la tecnología de su fábrica de Avellaneda, situada en el cruce de García y la avenida Pavón, a dos cuadras y media de la estación Avellaneda. Instaló un importante laboratorio de control de calidad y varios hornos eléctricos.

“Cada vez que nacía un hijo, sumaba un nuevo horno”, recuerda Oscar hijo, con cariño, el progreso de su padre. Y sus hijos fueron cuatro: Mirta, el propio Oscar, Rubén y Hugo.

Oscar ingresó a trabajar en la empresa de su papá en 1958 y se entusiasmó, como él dice, “con los fierros” y también con la productividad del negocio; de manera que abandonó la carrera de Administración de Empresas que estaba cursando. Su hermano Rubén también se sumó a la fábrica, tiempo más tarde. Pero a quien no permitieron entrar fue a Hugo, el menor, en su propio beneficio y a fin de evitar que dejara, como Oscar, la facultad.

Hugo, con cinco años menos que Oscar, se había orientado en el mismo sentido que su hermano mayor y cursaba Administración de Empresas en la UADE. Ya tendría tiempo de ingresar en la fábrica, pero con un título. Mientras tanto, la fundición iba aumentando sus ventas y llegó a emplear a doscientas cincuenta personas.

Oscar Potrone padre, entusiasmado con el crecimiento de la empresa, construyó una nueva casa para su familia, que también iba agrandándose.

“El arquitecto era amigo, pero el problema era que vivía solo y estaba acostumbrado a los ambientes chicos; en cambio mi padre, de familia italiana, siempre discutía con él para que proyectara en grande”, cuenta Oscar, y agrega que en 1951, cuando la casa estuvo terminada, despertó comentarios de la gente del barrio. Algunos decían que era de Eva Duarte de Perón; otros, de Mirtha Legrand; otros, más adelante, se la atribuían a Sandro.

“Como mi papá era localista al extremo, la construyó en Banfield; no quiso hacerla en San Isidro, donde hubiera pasado más desapercibida”, explica Oscar, al tiempo que relata que la casa resultaba muy imponente para el lugar en el que estaba, y que ese pudo haber sido el comienzo de las desventuras familiares.

Una noche primaveral, en septiembre de 1973, Hugo —el más joven de los hermanos— paseaba con su automóvil por Avellaneda. Una chica bonita le hizo señas para pedirle que la llevara y él paró. Un rato después, su hermano Oscar recibía una llamada. Su interlocutor preguntó por él o por su hermano Rubén, pero cortó. En unos minutos, repitió la operación. Cuando finalmente se comunicaron, dijeron a Oscar: “Tenemos a tu hermano Hugo y pedimos un rescate”. Oscar respondió que necesitaba ir rápidamente a la casa del padre, para que las decisiones las tomara toda la familia reunida. “No hay problema”, le dijeron, y unos minutos después llamaron a la casa paterna.

Oscar recuerda que la persona que hablaba parecía educada; que le decía que se ponía en el lugar de la familia, pero que él pertenecía a una organización subversiva y que necesitaban el dinero para mantener sus unidades en movimiento. Además, les dio un pseudónimo para identificarse, “Rojo”, y les advirtió que no hicieran una denuncia si querían ver a Hugo con vida.

El segundo día, Rojo volvió a comunicarse. Pidió una cifra muy elevada, imposible de pagar. Después de muchas llamadas, terminaron arreglando un rescate de veinte millones de pesos de la moneda vigente en aquel momento; pero como el padre no tenía esa suma en efectivo, se comprometió a entregar una parte de manera inmediata y el resto en diez o veinte días más, donde dispusieran los secuestradores, una vez producida la liberación.

Don Oscar, que también dialogó con los delincuentes, preguntó cómo podía estar seguro de que el hecho no se iba a repetir. “No se preocupe —le contestó Rojo—, nunca tocamos dos veces a la misma familia.” Esto parecía confirmarlo una carta de puño y letra de Hugo, escrita el viernes 7 de septiembre de 1973, que los secuestradores habían hecho llegar a sus padres, por la cual Hugo pedía tranquilidad, decía que estaba bien tratado, enviaba saludos y, en una posdata, después de pedir al padre que no moviera contactos en la policía, decía: “…me prometieron que esta va a ser la única vez y que ellos se encargarán de que no vuelva a suceder…”.

Para el primer pago, los Potrone siguieron las instrucciones de los terroristas. El encargado de la entrega tenía que ser el propio Oscar Potrone padre, que tenía que ir con el dinero en un tren hacia la estación Constitución. Pidió permiso para viajar con un amigo que lo acompañara en el vagón y le dijeron que sí. El tren que debía abordar era el que salía a las 23.55. El dinero tenía que estar envuelto con mucho papel madera, atado con bastante hilo, porque estaba previsto que fuera arrojado desde el vagón cuando Potrone viera una luz roja al costado de las vías. Rubén, por su lado, tendría que llevar de vuelta a su casa el auto que su papá dejara en la estación.

Todo se cumplió como estaba previsto. Cuando apareció la luz roja, Potrone arrojó el paquete y regresó a su casa. A la media hora, Hugo, ya liberado, llegó en un taxi. Cuando salió la familia a recibirlo, otro automóvil, a pocos metros de la casa, hizo un giro en U y se alejó del lugar. Sin duda, los secuestradores querían asegurarse del regreso de su víctima y así lo confirmaron. El padre volvió a recibir un llamado: “Usted ya vio que nosotros cumplimos y su hijo volvió sano y salvo; ahora, usted cumpla con la segunda parte de su compromiso”. El padre también cumplió. Unos días después, siguiendo el plan dictado por los secuestradores, subió a su automóvil, cruzó el puente Escalada y, al ver un poste con una señal de tránsito que indicaba que la velocidad máxima era de 40 kilómetros por hora, arrojó el paquete con el saldo del rescate.

Durante su cautiverio, Hugo había estado en una habitación pequeña. Lo dejaban ver televisión. La única condición que le impusieron había sido que se vendara los ojos cada vez que sus carceleros golpearan la puerta. Le advirtieron que si alguna vez llegaba a verlos, lo matarían.

* * *

Hugo tenía veintiún años cuando fue secuestrado y tal era el trauma que le había quedado que, durante varios meses, durmió en la cama con sus padres, después de ser liberado. La familia, sin embargo, hacía todo para que él olvidara aquel trago amargo.

Un domingo, su hermano Oscar, quien había comprado a medias con su cuñado una lancha, fue con su esposa y su pequeña hija a navegar a la laguna de Chascomús. Invitó a Hugo y a su novia, Liliana, a su hermano Rubén con su mujer, y a otros dos amigos. Pasaron un día excelente. Hugo practicó esquí acuático y se divirtió como no lo había hecho desde su secuestro. Regresaron a las nueve y media de la noche y Oscar dejó la lancha en la casa de sus padres. En ese momento, le preguntó a Hugo:

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a salir?

—No —le contestó Hugo—, estoy muy cansado. Me doy un baño y me meto en la cama.

Roberto y Jorge, dos amigos de Hugo que estaban con él, lo acompañaron un rato y después llevaron a su novia, Liliana, a su casa, a dos cuadras de allí. Oscar, por su lado, volvió a su hogar. Pero apenas llegó, recibió un llamado que lo dejó helado. Quien hablaba le avisó que Hugo había sido secuestrado y que la organización pedía dos millones de dólares para su liberación. El tono no era el mismo de los siniestros interlocutores anteriores. Era peor. Se escuchaba una voz más rústica, un acento más callejero.

¿Cómo podían haberlo secuestrado, cuando Hugo se iba a dormir en ese mismo momento? Algo había ocurrido, seguramente, y Hugo había salido, a pesar del cansancio. Oscar fue de inmediato a la casa de sus padres y no encontró allí el auto de su mamá, un Ford Taunus nuevo. Siguió, entonces, hacia la casa de Liliana, la novia de Hugo, y allí vio el vehículo, abandonado y con la puerta del conductor abierta.

La verdad no demoró en ser conocida. Un joven de diecisiete años llamado José Roberto Mele estaba con su hermano Mario en la puerta de su domicilio, en la calle Manuel Castro al 2100, y vio que un Ford Taunus nuevo estacionaba allí, a pocos metros. Era Hugo, que llegaba a la casa de su novia, quien vivía en esa misma cuadra; pero ellos no lo reconocieron debido a la oscuridad. Había tomado el auto de la madre, porque el suyo estaba en reparación. Los hermanos Mele vieron también un Fiat 128 blanco que llegó enseguida, apenas el Taunus se detuvo. Bajó un hombre corpulento y obligó a Hugo a subir al vehículo, donde había otras dos personas, tras lo cual partieron rápidamente en el 128.

Los testigos conversaron con Liliana y su madre ese mismo día, pero ellas todavía no se daban cuenta de lo que había pasado. Tiempo después, Roberto Otálara, uno de los amigos que fueron con Hugo a Chascomús, ya enterado del secuestro de Hugo, llegó a la casa de Liliana y se lo comunicó. Ella, al comprender todo, contó al padre de su novio el relato de sus vecinos. Evidentemente, alguien muy conocido tuvo que haber llamado a Hugo para decirle que algo grave sucedía con ella. De otro modo, él no hubiera modificado su propósito de ducharse e ir a dormir, cuando hacía minutos que la había visto.

* * *

Una vez más, igual que en la oportunidad previa, Oscar pidió a los secuestradores que las llamadas se hicieran al domicilio de sus padres. Era el 10 de noviembre de 1974. Cuando esa noche Oscar llegó allí, sus padres habían salido a comer a la casa de familiares suyos en la capital. En esa época, por cierto, no había teléfonos celulares. Volvieron a las 22.30 y Oscar los esperaba con la noticia.

“No puedo relatar la escena, en la casa de mis padres, cuando les dije que Hugo había sido nuevamente secuestrado”, exclama Oscar hoy, como si estuviera viendo, en ese mismo instante, la desesperación de su madre y la cara desencajada de su papá.

Cuando el padre había preguntado a los primeros secuestradores cómo sabría que no iban a ser víctimas del mismo hecho nuevamente, el tal Rojo le había sugerido que, ante cualquier problema, publicara un aviso en el diario Clarín con el texto: “Rojo: comuníquese con Oscar a Banfield”. Así lo hizo Potrone y Rojo se comunicó al día siguiente de la aparición del anuncio. “Quédese tranquilo, que yo voy a averiguar; pero nuestra organización no fue”, le dijo. Cuando volvió a llamar, don Oscar no estaba y fue atendido por su yerno: “Dígale a Potrone que no pague”, fue la extraña y escalofriante advertencia. Todo era, en realidad, cada vez más inquietante. Las cartas de Hugo, arrojadas a un costado de la casa en bolsitas de polietileno con un bulón adentro, revelaban otro estado del más chico de los Potrone:

Papá, mamá:

Espero que sepan sobrellevar el mal momento que por segunda vez les ocasiono. Sé que es difícil pero me consuela saber que están todos juntos.

Yo estoy bien, a no ser por lo que les comenté en las cartas. Sólo que a veces me largo a llorar, generalmente por las noches, cuando se apaga la luz y mi mente la dedico por completo a ustedes, que los tengo siempre presentes.

El motivo de la presente es para esclarecerles la situación, si es que todavía no la comprendieron en su total dimensión. Esto que quede bien claro y por favor les suplico que me crean, que no me están obligando a decir absolutamente nada, pero tienen que entender que esta situación por la que estoy atravesando es sumamente más grave que la que pasé anteriormente por dos sencillos pero fundamentales motivos:

1º) Que no se trata de delincuentes comunes.

2º) Que disponen de todo el tiempo que sea necesario para esperar.

Papá, vos sabés que si no fuera necesario no te lo pediría. Vos viste que la otra vez no lo hice, pero ahora es tanto el miedo que tengo que te pido, simplemente te lo pido, porque sé que no hace falta más, que recurras a cuanta persona te sea posible, a todas las amistades que vos muchas veces ayudaste para que en esta ocasión me ayuden a mí. Junten lo más posible y ofrézcanlo, a ver si de una vez por todas se terminan las desgracias que me deparó el destino y finalmente puedo volver a estrecharlos en un fuerte abrazo.

Mamita, por favor, quedate tranquila que ya te voy a estrechar en mis brazos, tan fuerte como no lo hice nunca. Te suplico que no te desesperes, que de esa forma yo estaré más tranquilo.

Dale saludos a Oscar, Mirta, Rubén, a los chicos y a todos en general.

Lily, perdoná que te dejé para lo último pero así puedo conversar un poquito con vos. ¿Como estás? Espero que bien. No te preocupes que pronto vamos a poder ir a bailar y farrear juntos de nuevo. Un beso grande.

Por último, y creo que no es necesario que se los diga, no cometan la estupidez de hacer la denuncia o algo por el estilo porque entonces sí me colocarán en una situación por la cual no quisiera atravesar.

Hoy es martes a las 24.00 hs.

Un fuerte abrazo para todos de quien los tiene siempre presentes. Espero que sea hasta pronto.

Hugo

Esta carta de Hugo, probablemente la más enternecedora, no fue la única y ni siquiera la peor. Hubo otras, más breves, en 118 una de las cuales, el 12 de noviembre de 1974, suplicaba a sus padres que agotaran sus esfuerzos para sacarlo de donde estaba, cuanto antes, porque no resistía más. En una parte de aquel mensaje, revelaba el verdadero estado de su prisión:

No les quería contar esto, pero lo hago para que se den cuenta, para que no se crean o imaginen que me tienen como la otra vez.

Estoy encerrado en un calabozo de 3 x 1 x 2 metros con un inodoro cuyas emanaciones me descomponen. No tengo ni una frazada y me siento realmente mal.

Ahora son las 8.15 de la mañana. Les ruego que hagan lo imposible para que esta noche esté en casa con ustedes.

Perdonen la letra, pero a medida que les fui contando todo me entró a temblar la mano.

Besos a mamá y a Lily. Abrazos para todos.

Hugo

Los delincuentes también dejaban cartas. Aunque la voz de quien llamaba por teléfono era rústica, la redacción parecía de una persona instruida.

…Tuvimos que recurrir a este procedimiento por aquello de que los humildes son siempre aplastados por los de su clase; Uds. miran siempre hacia adelante y arriba pero nunca lo hacen hacia abajo. NOSOTROS LO HACEMOS POR UD.

Respete nuestras cláusulas como lo indicamos y todo puede tener un final satisfactorio para ambas partes, de lo contrario, este caso servirá como elemento pedagógico, demostrativo y ejemplar, que facilitará nuestros futuros operativos…

La nota, escrita a máquina, continúa con una serie de instrucciones para el pago del rescate y la prohibición de informar a las autoridades. Parece tomada de una película y, al fin y al cabo, tiene el tono teatral y narcisista con el que los grupos guerrilleros se autosatisfacían. El mismo narcisismo que los llevaba a escribir 119 miles de comunicados de corte marcial, como el que los Potrone encontraron una vez en su fábrica:

Las grandes empresas imperialistas, para resguardar su poderío económico sin que se produzca ninguna reacción popular y seguir superexplotando al Pueblo, tienen en las FF.AA. de Videla sus mejores guardianes. […] La Clase Obrera ha comenzado la construcción de su propio Ejército, no sólo para defender los derechos populares, sino también para terminar con los oligarcas y alcanzar así la única Patria donde seremos felices: la Patria justa, libre y soberana. […] RESISTENCIA OBRERA, RESISTENCIA MONTONERA. EL ÚNICO EJÉRCITO ARGENTINO ES EL MONTONERO. LIBERACIÓN O DEPENDENCIA. PATRIA O MUERTE. VENCEREMOS.

Ejército Montonero

La historia mostró cómo, más tarde, parte de la cúpula montonera vivió en Europa y un sector importante de aquel “ejército obrero”, con el botín de los secuestros.

* * *

El procedimiento para el pago fue similar al de la oportunidad anterior. No tenían que hacer la denuncia y, en cambio, debían tomar un tren hacia Temperley, vía Monte Grande, y esperar la señal roja. La estación Turdera tiene un puente que se llama Las Tropas. En un paso contiguo a ese puente apareció la luz y arrojaron el paquete con otra enorme suma por la vida del hijo ausente. Habían pasado cuatro días de incontables llamadas con amenazas y nuevas exigencias.

De regreso a la casa, comenzó la vigilia. Pasaron las horas y los días. La familia había cumplido también en no hacer la denuncia del secuestro. Sin embargo, la comisaría de Remedios de Escalada recibió un llamado anónimo que revelaba lo sucedido y la policía se acercó hasta el domicilio del padre de la víctima, quien negó que Hugo hubiera sido secuestrado y argumentó, en cambio, que había salido de la ciudad. La policía no le creyó e inició las investigaciones de oficio. Intervino incluso la Policía Federal. Poco a poco, en la comisaría de Remedios de Escalada Oeste, fueron declarando todos los que sabían algo: José Roberto y Mario Mele, los únicos testigos directos, Liliana y su madre y don Oscar Potrone, quien terminó admitiendo lo sucedido. También declararon los hermanos de Hugo, Oscar y Rubén, y los amigos que fueron con ellos a Chascomús el día del secuestro.

Descubierto el hecho, el padre contrató a comisarios retirados de la policía para que colaboraran con la investigación. Ellos siguieron con el caso durante mucho tiempo. “El juez archivó la causa a los cuatro meses de haber empezado”, recuerda Oscar hijo.

* * *

El 15 de noviembre —día siguiente al del pago—, el juez Mario Moldes, que instruía la causa por el secuestro, recibió una comunicación escrita de la comisaría de la localidad de Tristán Suárez. La nota informaba que a la una de la tarde, un obrero de Vialidad provincial llamado Esteban Anderson, mientras conducía una máquina motoniveladora, había hallado un cadáver en un camino de tierra que une la localidad de Máximo Paz —partido de Cañuelas— con el llamado Camino a las Flores. El cuerpo estaba a un costado, junto al alambrado que separaba la calle y los campos contiguos. El informe fue enviado al juez una vez que la policía verificó la denuncia y registró las características de la persona fallecida, que presentaba rigidez cadavérica, según el mismo reporte.

El cuerpo mostraba varios impactos de bala que revelaban que le habían disparado por la espalda, y mientras estaba de rodillas. Tenía dos orificios en la cabeza y uno a la altura del omóplato. El arma, según las pruebas que se recogieron, había sido una pistola nueve milímetros y los asesinos utilizaron proyectiles marca Geco, cuyas cápsulas quedaron esparcidas en el lugar del hallazgo del cuerpo.

Oscar, el hermano de Hugo, recibió un nuevo llamado a la casa de sus padres; esta vez era un comisario de la Policía Federal, amigo de la familia, que se ocupaba de la investigación.

—Te habla Pedro; no comentes nada ahí. Te voy a hacer una serie de preguntas y vos contestame por sí o por no —le dijo el comisario a Oscar—. El día del secuestro, ¿puede ser que tu hermano llevara pantalones a rayas celestes y blancas?

—Sí —respondió Oscar.

—¿Y tenía zapatillas Adidas con franjas celestes? —La respuesta fue nuevamente afirmativa.

—¿Hugo usaba un reloj Rolex? —siguió preguntando el comisario.

“Cada pregunta que me hacía era una daga que se me clavaba en el estómago”, recuerda Oscar hoy, con angustia.

—Por último, ¿llevaba una llave marca Elefante, con un número ‘9’?

“Entonces —recuerda Oscar— corrió un escalofrío por mi cuerpo y ya no tuve ninguna duda de que se trataba de Hugo; porque esa llave era la que todos los hermanos habíamos usado en nuestras salidas, cuando vivíamos en la casa paterna, y era de la puerta que comunicaba la cocina con la escalera que conducía al garaje.”

A pedido del comisario, Oscar acudió con un tío y un cuñado a la comisaría de Tristán Suárez. El cuñado reconoció a Hugo en la morgue y no dejaron que Oscar lo viera. Tenía el rostro desfigurado por los disparos en la cabeza y el cuerpo había comenzado a descomponerse.

Hugo estaba con la misma ropa que tenía cuando llegó de Chascomús. Era aun más evidente que ni siquiera se había llegado a cambiar. Tenía incluso puesto su Rolex, que los asesinos no le habían quitado. Ellos ya tenían el dinero y, además, tratándose de los grupos clandestinos de aquellos años, la venta de un reloj siempre podía introducir un problema o dejar una pista.

“Hugo estuvo condenado desde el primer minuto del secuestro, porque sin duda conocía a quien hizo el llamado que lo sacó de su casa para llevarlo a la de su novia”, reflexiona hoy Oscar.

Los peritajes revelaron que el muchacho había sido torturado, quemado con cigarrillos. La autopsia mostraba también que, al momento del asesinato, hacía por lo menos tres días que no comía. El informe determinó también que la fecha del deceso había sido el 14 de noviembre; es decir, lo asesinaron mientras la familia estaba pagando el rescate. Ése era el “amor” que el romanticismo febril de la época le atribuía a la así llamada “lucha popular”, uno de los tantos eufemismos que en la Argentina y en muchos lugares del mundo se emplean para ocultar crímenes.

El verdadero amor, el amor de una familia trabajadora y sensible, yacía tirado sobre un camino polvoriento de Tristán Suárez; sus esperanzas, sus cuidados, los recuerdos del esfuerzo de sus antecesores, la bienvenida a la novia del hijo menor, la alegría por sus avances en el estudio, todo estaba allí, derramándose incesantemente de los ojos, enturbiados por lo inexplicable.

El padre de Hugo continuó con las investigaciones, incluso pagando por datos que pudieran resultar valiosos. Una noche, poco tiempo después del asesinato, explotó una bomba que destruyó completamente una de las puertas de acceso a su casa, en Banfield, y los cristales de las ventanas de su escritorio. Al día siguiente, había en el frente de piedra de la casa pintadas intimidatorias con la firma de Montoneros.

* * *

Habían pasado cuatro años de la muerte de Hugo. La familia nunca se repuso. El padre hacía malos negocios, a causa de los cuales se endeudaba preocupantemente.

“Había perdido la varita del rey Midas —dice su hijo Oscar—. Un día le pregunté adónde quería llegar con tantas malas decisiones y deudas, y me contestó, llorando, que sólo quería tomar problemas todos los días, para no pensar. Terminó perdiendo la fábrica.”

Pero los problemas llegaban solos. Y Oscar hijo parecía destinado a atender los llamados más angustiantes que puede recibir una persona. Un día de septiembre de 1978, le informaron que su padre también había sido secuestrado. Pero para entonces, el hijo había aprendido algunas lecciones.

“En la oportunidad anterior, no hicimos la denuncia y nos devolvieron un cadáver; así que esta vez hicimos la denuncia de inmediato”, destaca Oscar, quien, al tiempo de decidir, habló esto mismo con su madre, Alcira, con su hermana Mirta y su hermano Rubén, en una reunión familiar. “Otra cosa que aprendimos —añade— es que si uno accede a aumentar la oferta todos los días, la retención de la víctima sigue siendo un negocio para los secuestradores; pero a partir del momento en que uno se planta en una suma, el reloj corre en contra de ellos.” Oscar había llegado a esta conclusión inspirado en la lectura de un largo artículo escrito por el conocido periodista Mariano Grondona y publicado en la revista Visión ese mismo año, acerca de los secuestros organizados por el terrorismo local e internacional. Con su táctica recién aprendida, encomendó a Dios la vida de su padre y se puso duro frente a los secuestradores. Mirta, quien escuchaba la conversación que él mantenía por teléfono, no podía creer que su hermano estuviera diciendo que no podían conseguir más dinero y que hasta ahí habían llegado. Perpleja, descontrolada y bañada en llanto, arrojó contra Oscar cuanto objeto estaba a su alcance. “La situación nos desbordaba a todos los integrantes de la familia y erosionaba ya nuestras fuerzas físicas y psíquicas”, recuerda hoy Oscar.

Los secuestradores, de todos modos, llamaban una y otra vez. Llamaban a Oscar, llamaban a su hermana Mirta y pretendían cerrar trato con ella. La policía hizo un mapa de los llamados y descubrieron que siempre se hacían desde teléfonos públicos, en un recorrido que seguía la línea de la avenida Caseros y bajaba por Sáenz, en Pompeya. En una oportunidad, la duración de la llamada permitió detectar su origen en el mismo momento. Procedía de un teléfono situado en la galería comercial Visión —casualmente, el mismo nombre de la revista en la que Oscar se había inspirado—. Un automóvil de la brigada bonaerense estaba estacionado en Pavón y Cabildo, Avellaneda, así que se dirigió a ese centro comercial a toda velocidad. La rapidez de la marcha, más la vestimenta civil de los miembros de la brigada hicieron sospechar a un móvil de la Policía Federal que se trataba de delincuentes, de modo que los siguieron también a gran velocidad, en una escena que parecía de Hollywood, cuenta Oscar. Casi se produce una confrontación armada entre ambas fuerzas policiales.

Cuando la brigada llegó al lugar y atrapó a los delincuentes, los efectivos bonaerenses alcanzaron a tomar el auricular del teléfono público y se encontraron con la voz de Mirta al otro lado de la línea. Los secuestradores, tirados en el piso, mostraron sus identificaciones de suboficiales del ejército. El ejército ya gobernaba el país y los agentes policiales dudaron. Llamaron a su jefe que, por entonces, era nada menos que el comisario Miguel Etchecolatz —muchos años después encarcelado por violaciones a los derechos humanos durante los setenta—, quien les ordenó que detuvieran a los suboficiales y los llevaran a la base, para que revelaran dónde tenían a la víctima. Así fue como la policía llegó a Ciudad Oculta, a una casa ocupada por un señor mayor, que era el padre de la concubina de uno de los militares. Alertados por la víctima acerca de la existencia de otros miembros de la banda, la policía los aguardó en el lugar y apresó a tres delincuentes más.

Después de diecisiete días de cautiverio, don Oscar Potrone fue liberado.

“Él, que hablaba siempre en voz alta, apenas respondía con un tono de voz tenue, como agobiado”, cuenta su hijo, quien agrega que la liberación produjo en su padre un injusto sentimiento de culpa: “¡Cómo puede ser que yo haya sido rescatado y no hayamos podido salvar a Hugo!”, decía. Más adelante, murió con esa pena inconmensurable.

Los tres suboficiales del Ejército que participaron del secuestro fueron apresados y trasladados al Hospital Militar por los golpes que habían recibido durante la operación. Una vez en el hospital, escaparon por una claraboya y jamás pudieron ser encontrados.

* * *

La mirada hacia abajo que mencionaban los montoneros en su petulante panfleto es la mirada hacia las tinieblas. Allí se confunden unos y otros en la oscuridad del delito, cualquiera sea la organización a la que pertenezcan. Las tinieblas igualan en el caos a los actores de la vida que voluntariamente han decidido penetrar en ellas.

Hugo Potrone

Entre 1969 y 1979 fueron secuestrados 741 civiles y 34 miembros de fuerzas armadas y de seguridad. Un total de 775 secuestros.

El 21 de marzo de 1976 fue secuestrado Vicente Oraziuk, dirigente gremial de la sanidad, en su domicilio de La Plata. Pertenecía a un sector cercano al gobernador Victorio Calabró.

José Albelo, oficial ayudante de la policía de Buenos Aires, fue secuestrado el 9 de agosto de 1973 en Bahía Blanca.

El 30 de julio de 1977, fue liberado de su secuestro el empresario Roberto Lanzillota, quien había sido capturado por el ERP.

En Mendoza, en la localidad de Guaymallén, fue secuestrado, el 27 de enero de 1975, el suboficial principal del Ejército Argentino Nicolás Baglio, junto con su hijo recién egresado del Liceo Militar.

El 10 de diciembre de 1972, los montoneros secuestraron a Ronald Grove, gerente inglés del frigorífico Anglo, y pidieron un rescate de mil millones de pesos, que finalmente obtuvieron.

Carlos Pulenta, empresario argentino del sector vitivinícola (Bodegas Peñaflor), fue secuestrado por el ERP en Mendoza y después liberado, tras el pago de un rescate de 920.000 dólares (12-7-73).

También el ERP secuestró a Raúl Minetti, de Molino Central Argentina, por cuya liberación el grupo terrorista obtuvo tres millones de dólares.

Esta es apenas una muestra de muchos casos similares, fuera de los conocidos secuestros de Oberdan Salustro (FIAT), finalmente asesinado por el ERP; los hermanos Born (Molinos Río de la Plata, por los cuales Montoneros recibió un pago de sesenta millones de dólares), y Víctor Samuelson (ESSO), liberado después del pago de otro millonario rescate.

La paradoja

Sonó el teléfono en el despacho del secretario general de la Confederación General del Trabajo. José Ignacio Rucci atendió rápidamente; estaba esperando noticias de las elecciones gremiales en la ciudad de San Nicolás, al norte de la provincia de Buenos Aires.

San Nicolás era, en los setenta —y en alguna medida, sigue siendo— una localidad muy importante para el sindicalismo argentino. Allí se concentraba una enorme cantidad de industrias, especialmente metalúrgicas, aglutinadas en torno de Somisa, la gigantesca productora de acero de capitales estatales y privados que empleaba una buena parte de la mano de obra de la región. El propio Rucci había trabajado en esa empresa mixta y comenzó en ella su carrera gremial, hasta llegar a ser secretario general de la CGT de San Nicolás y, años después, secretario general de la Confederación General del Trabajo de la Argentina, la máxima jerarquía del escalafón sindical.

La expresión de Rucci demostraba que lo que estaba escuchando por el teléfono no eran buenas noticias. Fue frunciendo el ceño mientras oía a su interlocutor, que le transmitía una serie de datos y argumentos, hasta que el secretario general montó en cólera: “¡Pero sos un estúpido! ¿Cómo te puede ganar la delegación ese tipo del gremio textil?”.

El destinatario de la ira de Rucci era Rodolfo Cecchi, el secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica de San Nicolás. La UOM era por entonces el gremio más importante del país y San Nicolás representaba, de alguna manera, el centro neurálgico de esa agrupación. Lo que había estado en disputa ese día era el cargo de secretario general de la CGT–San Nicolás, y la elección la había ganado Antonio Magaldi, secretario general de los obreros textiles de esa localidad.

Entre los sindicatos argentinos, las elecciones para secretario general no se hacen horizontalmente, sino que el representante de cada gremio vota en nombre de su organización. Los gremios de San Nicolás habían elegido a Magaldi por una mayoría abrumadora.

Rucci estaba indignado y herido en su orgullo. San Nicolás era, de algún modo, su territorio. Él se había iniciado allí y lideró siempre a la Unión Obrera Metalúrgica; era el secretario general de los trabajadores de todo el país y nada menos que uno de los principales impulsores del regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina, después de diecisiete años de exilio del líder justicialista. Sin duda alguna, Rucci era el emblema mayor del gremialismo argentino. ¿Cómo podía su delfín de la UOM haber perdido una elección frente al sindicato textil? ¿Quién era Magaldi para ganarle a su gremio en el corazón metalúrgico del país?

* * *

Antonio Pedro Magaldi, pariente lejano del viejo cantor de tangos Agustín Magaldi, había pasado toda su vida en San Nicolás. Si bien había nacido en Juncal, provincia de Santa Fe, en 1935, su familia se trasladó a San Nicolás cuando él era muy pequeño; y como su niñez duró muy poco, empezó a conocer el mundo del trabajo mientras estaba todavía en edad de jugar. Cuando tenía un año y medio, murió su papá y, con nueve años, debió ir a trabajar a la fábrica Cavalli, que procesaba y enlataba legumbres. Después, se dedicó algún tiempo al comercio y, apenas pudo, como tantos muchachitos humildes del país, entró en el mundo del boxeo, que por entonces era tan popular como el fútbol. No le fue mal en esa actividad. Peleó con grandes figuras del boxeo argentino, como Avenamar Peralta, “Goyo” Peralta, que era nada menos que el rival histórico del famoso peso pesado Ringo Bonavena. Participó de más de doscientas peleas, pero cuando se casó, su mujer, Alicia Soulé, le puso la condición de abandonar esa actividad deportiva. Magaldi cumplió, pero el boxeo ya le había dado popularidad en San Nicolás y había contribuido a afianzar en él una personalidad fuerte y a la vez muy sociable.

Así fue como en la fábrica de hilados La Estela, donde empezó a trabajar apilando fardos de lana, en muy poco tiempo llegó a ser delegado gremial de su sector. Desde entonces, no había parado de cosechar amigos y, más tarde, fue elegido secretario general de los textiles. “Mi viejo no hacía distinciones ideológicas; si un comunista le pedía un favor, se lo hacía”, cuenta su hijo Sergio, hoy también gremialista, pero de la Asociación de Propietarios de Taxis de San Nicolás. Ese modo de actuar le hizo ganar el respeto y el afecto de todos. Su poder había crecido sin gran publicidad; sólo por los comentarios boca a boca, en un lugar donde todos se conocen.

* * *

Rucci viajó con sus lugartenientes a San Nicolás. Quería negociar para que Magaldi no asumiera y se conformara con el cargo de secretario general adjunto; pero Magaldi estaba endurecido por las peleas y, aunque tenía un gran respeto por el líder sindical, no pensaba abandonar su posición. Él había ganado y quería el cargo. Así estuvieron un tiempo, hasta que un amigo común, Enrique Romero, entonces secretario general de Asimra, el gremio de los supervisores metalúrgicos, fue a ver a Rucci a su despacho y le dijo: “¿Qué te pasa? ¿No te das cuenta que Magaldi es igual a vos? Pelea hasta el final. A vos te sirve un tipo así”. Después, Romero visitó a Magaldi y le dijo algo más o menos parecido. Rucci y Magaldi terminaron siendo íntimos amigos.

“En el sindicalismo se pelea hasta el final. Pero cuando se terminó, se terminó. No hay rencores. Son códigos…”, dice Sergio Magaldi, que conoce bien la actividad. Después de todo, ésos eran también los códigos del boxeo y Antonio los conocía bien. Rucci también los conocía y los cumplía caballerosamente.

Con el cargo de secretario general de la CGT–San Nicolás, creció la popularidad de Antonio Magaldi, pero también su poder. La CGT que él dirigía llegó a impulsar la candidatura de Eduardo Colbert para intendente de San Nicolás, que finalmente ganó las elecciones. Por eso, cuando Magaldi atendía diariamente en su oficina, había largas colas de gente esperando para pedirle favores y, sobre todo, trabajo.

“Una vez —sigue recordando su hijo— fue a verlo el Turco González, quien era propietario de bares, hoteles, lugares nocturnos, y un día la municipalidad le clausuró todos sus negocios.” González hizo la cola como cualquiera, para entrevistar a Magaldi. Cuando llegó, le costó encararlo. Sergio cuenta que le confesó el Turco muchos años después: “Yo fui a coimearlo, pero no me animaba, porque la mirada de tu viejo era penetrante”.

—Antonio, no quiero que lo tomes a mal, pero yo soy un hombre de negocios… —balbuceaba González.

—Hablá de una vez —lo cortó Magaldi.

—Bueno… si esto me sale bien, yo te voy a compensar…

—¡Por supuesto que no te va a salir gratis! —le contestó el gremialista.

“El Turco respiró aliviado”, dice Sergio, que conoce bien al personaje, porque González es el dueño del Parador San Nicolás, la principal terminal de ómnibus de la ciudad, sobre la ruta 9.

—Esta noche tenés todo abierto; te va a costar quinientos guardapolvos para los colegios, tantos cuadernos y una donación para el hogar San Hipólito… —concluyó Antonio Magaldi, tal como lo evoca su hijo con admiración.

“La vida de nosotros era hermosa, porque teníamos un buen padre; se desvelaba para que estudiáramos. Después, se hizo tan popular que ya no lo veíamos”, se lamenta Sergio. Y recuerda con nostalgia la casa prefabricada de madera donde la familia pasó toda su vida, en Almafuerte 519, de San Nicolás. En esa casa, que después revistieron de material, llegaron a ir a comer los miembros de la troupe de “Titanes en el Ring”, el famoso programa de televisión de los sesenta sobre lucha libre, de estilo circense, que era la pasión de los chicos de esa época.

De sus épocas en el deporte, Antonio Magaldi era amigo de Martín Karadagián, el jefe de aquel equipo de luchadores. Así consiguió llevar al elenco completo a hacer un par de funciones gratis en el teatro municipal de San Nicolás Rafael de Aguiar, una especie de réplica del Colón en pequeña escala. Cuando terminaron, a la hora de la cena, todos fueron a comer al club de La Emilia, con la participación de los niños que habían visto el espectáculo y un gran número de adultos.

“¡Estaban todos: el Indio Comanche, Pepino, El hombre de la barra de hielo, Rubén Peucelle…, yo no lo podía creer!”, rememora Sergio con emoción.

Todo cambió cuando empezaron las amenazas de la guerrilla. Las llamadas por teléfono no llegaban a asustar a Antonio, hasta que intentaron secuestrar a su hijo Sergio. Él tenía once años por entonces e iba caminando por la calle. Un automóvil estacionó y quisieron obligarlo a subir, pero el niño se escapó y salió corriendo hasta su casa. El padre se asustó mucho y envió durante un tiempo a su familia con los Fontana, una familia amiga, al complejo hotelero de La Falda, propiedad del gremio textil, en la provincia de Córdoba.

* * *

El 25 de septiembre de 1973, Montoneros ejecutó el atentado que sus miembros y simpatizantes venían anunciando hacía tiempo en sus consignas y en sus necrófilos cantos de tribuna. Un comando cuidadosamente preparado asesinó al secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, cuando se disponía a subir a su automóvil, dos días después de que Juan Domingo Perón fuera elegido para su tercera presidencia. Ese crimen trazó una línea divisoria en la historia del peronismo en el país.

El asesinato de Rucci fue un acontecimiento del que no había retorno. Todos comprendieron eso. Magaldi también.

El día de la muerte de Rucci fue uno de los pocos en los que, casualmente, papá pudo almorzar con nosotros: mamá, mis hermanos y yo. Mientras comíamos, tocaron el timbre. Papá fue abrir y yo corrí detrás de él. Era Dionisio Pereyra, el secretario general adjunto de la CGT–San Nicolás, que le anunció: “Lo mataron a José”. Papá hizo un gesto con las cejas que siempre se le veía cuando tenía un disgusto. “Bueno… ahora sigo yo”, dijo.

La memoria de Sergio quedó intacta, congelada en aquel instante. Él lo acompañaba siempre que podía; lo admiraba. ¡Qué dolor tan profundo, escuchar a un padre anunciar su propia muerte!

El 3 de abril de 1974, Antonio estaba volviendo a San Nicolás, de una reunión en la quinta presidencial de Olivos. Manejaba el automóvil en el que se desplazaba siempre para todas sus actividades, un Dodge GTX. Lo acompañaba Omar Michellarena, un amigo de la juventud, de las épocas del boxeo, quien advirtió que eran seguidos por un Ford Falcon. El vehículo de Magaldi era más rápido. Sin embargo, él quiso ver quiénes eran los que lo seguían; disminuyó la marcha y dejó que el Falcon se pusiera a la par del GTX. Michelarena vio que los ocupantes del Ford sacaban ametralladoras por las ventanas y golpeó en la cabeza a Antonio, para que se agachara. Los disparos pasaron por arriba y ellos aceleraron inmediatamente. Cuando llegaron a Baradero, hicieron la denuncia.

A la mañana siguiente, Sergio se levantó a las ocho para ir al colegio y su papá ya se estaba afeitando. Lo saludó cariñosamente, como siempre. Ese día, los taxistas de San Nicolás entraron en conflicto con la municipalidad, porque no querían autorizarles un aumento. Magaldi fue hasta al municipio para hablar con el intendente y arreglar el problema; así lo hizo, finalmente. Al salir, tomó por la calle Francia, pasó por el diario El Norte y saludó al fotógrafo con la mano. Cuando dobló por Belgrano para ir a la CGT, que estaba a una cuadra y media, le atravesaron un automóvil delante y otro atrás. Lo acompañaba José Cartelli, un amigo de los tantos que se ofrecían diariamente para no dejarlo solo frente a tantas amenazas. Los ocupantes de los vehículos que se cruzaron en el camino descendieron y comenzaron a disparar con ametralladoras, pistolas y escopetas. Cartelli se arrojó del auto y se refugió en un zaguán; pero los terroristas tenían bien claro cuál era su objetivo.

Sergio ya había vuelto del colegio y estaba ayudando a su abuelo —en realidad, el padrastro de Antonio— en un maxiquiosco que él tenía al lado de su casa. La madre no estaba en ese momento, porque había ido a comprar un regalo y algunas cosas para el cumpleaños de Tomy, que iban a festejar al día siguiente. Entró allí a los gritos una hermana de Antonio, que trabajaba con él como secretaria. La vida de la familia cambió para siempre.

Al otro día, bajo la puerta del diario El Norte, una nota con forma de proclama revelaba que el Ejército Revolucionario del Pueblo se adjudicaba el asesinato. Sin embargo, Sergio obtuvo sin querer otro dato. En 1975, el año siguiente al del crimen, él había empezado a cursar en el Liceo Militar General San Martín, como quería su papá. Allí tenía un compañero que muchos años después fue vinculado con el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA): Carlos Telleldín.

Telleldín se acercó a Sergio y sacó el tema de Antonio Magaldi.

—¿A tu papá lo mataron, no? —preguntó Telleldín.

—¿Y vos cómo sabés? —le dijo Sergio.

Todos lo sabían, en realidad; pero el padre de Telleldín había sido jefe de la Policía de Córdoba y le contó una historia. En una escuela primaria de esa provincia, se escuchaban ruidos por la noche. Una maestra lo denunció, pero nadie prestó atención a su versión. La maestra insistió. Cuando la policía finalmente le creyó, verificó la información y montó una operación en la que detuvieron a varios guerrilleros que entrenaban en el área. Entre ellos, estaba Marcos Osatinsky, perteneciente a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Él confesó haber sido el autor del asesinato de Antonio Magaldi y también de otros delitos. Reconoció, además, que había ascendido en el escalafón jerárquico de su organización gracias a ese acto. Años más tarde, un testigo le contó a Sergio que vio cuando Osatinsky reía mientras disparaba contra su padre.

Si el ERP actuó en esa operación junto con las FAR o si las FAR, después fusionadas con Montoneros, actuaron solas, es algo que queda por investigar. De hecho, existen fotografías en las que aparece Osatinksy posando junto al líder máximo del ERP, Roberto Santucho.

* * *

Antonio Magaldi tenía 38 años, una esposa más joven, que no volvió a casarse, y cinco hijos: Sergio, Jorge, Tomy, Alejandra y Viviana.

En el entierro, hablaron el intendente, Eduardo Colbert, y el gremialista Naldo Brunelli, histórico dirigente de la UOM de San Nicolás, entre otros.

La gente cubría el enorme playón del cementerio y desbordaba de tal manera que algunas personas se habían subido a las bóvedas para poder participar del cortejo fúnebre.

A comienzos de 1976, con catorce años, Sergio dejó el liceo y fue a trabajar a una chatarrería. Después, se empleó en el puerto. Entre los hermanos, ayudaron a Tomy, que se recibió de médico y, más adelante, de psiquiatra. Mientras tanto, la familia quedó en el mayor desamparo. La viuda cobraba una pensión magra y el sindicato le asignó un subsidio para que tuviera un pasar un poco más digno; pero cuando llegó el gobierno militar, en 1976, la intervención le retiró esa ayuda.

Sergio sentía todo el tiempo ganas de llorar, pero no quería hacerlo, por los hermanos. Jamás cobraron una indemnización ni se les ocurrió reclamarla. Siguen viviendo en el mismo lugar.

* * *

San Nicolás fue un semillero político y un centro de agitación en los setenta. Allí habían nacido y actuaron algunos de los más conocidos líderes de grupos terroristas, como Enrique Gorriarán Merlo y Benito Urteaga, ambos del Ejército Revolucionario del Pueblo. También residieron en San Nicolás algunas de las víctimas de aquella locura, como Arturo Mor Roig y Antonio Magaldi, uno procedente del radicalismo y el otro, peronista. Hombres de vida austera, quienes encontraban en la familia y en el servicio la fuente de su felicidad personal.

El dirigente a quien los grupos clandestinos habían incluido en la categoría que ellos llamaban, con petulancia, la “burocracia sindical”, aliada de la oligarquía, fue inhumado en medio del cariño de los trabajadores de su ciudad. Su familia quedó en la pobreza.

Muchos de quienes reivindicaron la “gesta revolucionaria” se enriquecieron, años después, a costa del patrimonio público. Parte de la conducción guerrillera vivió por años en Europa con el botín de los secuestros. Casi nadie les pregunta si para esto querían la revolución.

El total de gremialistas que sufrieron algún tipo de agresión, incluida la muerte, entre 1969 y 1979, fue de 215. Uno de ellos fue Ricardo García, asesinado el 4 de mayo de 1974 en Monte Grande, provincia de Buenos Aires. Era asesor gremial del Sindicato Ceramista. Ese día lo interceptaron mientras viajaba en su auto y lo acribillaron.

También fue víctima del terrorismo Eustaquio Tolosa, dirigente portuario, asesinado el 1º de marzo de 1975 en el barrio de Parque Chacabuco en Buenos Aires.

El 11 de octubre de 1972, el gremialista de SMATA Manuel Ugarte sufrió un atentado con bombas en su domicilio de la ciudad de Córdoba.

A Joaquín Olivera, sindicalista de La Fraternidad, le colocaron una bomba bajo su auto, la cual causó la destrucción del vehículo y de su vivienda. Esto ocurrió el 15 de mayo de 1975 en Villa Constitución, provincia de Santa Fe.

Némesis

Santa Lucía es un pequeño pueblo de la provincia de Tucumán que, en nuestros días, no tiene más de 8.000 habitantes. Está a 50 kilómetros de la capital provincial y todas sus calles son de tierra, con la única excepción de la vía de acceso, asfaltada, de la cual se desprenden las arterias polvorientas que se funden con el aire y lo hacen más espeso. A pesar de lo que podría indicar su tamaño, se trata de una urbanización de 1882, formada alrededor del ingenio Santa Lucía, cuando la economía de Tucumán dependía del cultivo de caña de azúcar. Hoy, la provincia está dedicada a la producción de limones y arándanos, después de una grave crisis social provocada por el cierre de los ingenios azucareros, en 1967, por parte del gobierno de facto del general Juan Carlos Onganía.

Aun con su aislamiento geográfico y su estrechez económica, la gente de Santa Lucía era feliz. O quizá lo era precisamente por eso. Después de todo, la felicidad —al menos en este mundo— parece ser una ecuación entre las aspiraciones personales y las metas alcanzadas; aunque a veces la dicha llega de una manera inesperada y supera todas las expectativas. Lamentablemente, lo mismo ocurre con el infortunio.

Un día de 1974, llegaron ellos para quedarse. De lejos parecían militares, salvo, en algún c

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