El rodaballo

Fragmento

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El tercer pecho

Ilsebill rectificó de sal. Antes de procrear, hubo espaldilla de cordero con guarnición de judías y peras, porque era principios de octubre. Mientras comíamos aún, dijo con la boca llena: «¿Nos vamos enseguida a la cama o quieres contarme antes cómo-cuándo-dónde empezó nuestra historia?».

Yo, soy siempre yo. Y también Ilsebill estuvo desde el principio. Recuerdo nuestra primera pelea hacia finales del neolítico: unos dos mil años antes de la Encarnación del Señor, cuando en los mitos se separó lo crudo de lo cocido. Y lo mismo que hoy, antes del cordero con judías y peras, habíamos discutido por sus hijos y mis hijos con palabras cada vez más breves, reñimos en los pantanos de la desembocadura del Vístula, con vocabulario neolítico, a causa de mis pretensiones sobre tres, por lo menos, de sus nueve chavales. Sin embargo, perdí. Por mucho que mi lengua se esforzara en articular sonidos primitivos, no conseguí formar la hermosa palabra de padre; sólo madre era posible. Entonces Ilsebill se llamaba Aya y también yo me llamaba de otro modo. Sin embargo, Ilsebill pretende no haber sido Aya.

Yo había mechado la espaldilla de cordero con medios dientes de ajo y puesto las peras, rehogadas con mantequilla, entre las judías verdes hervidas. Aunque Ilsebill dijo, todavía con la boca llena, que la cosa podía funcionar o dar resultado a la primera, porque, siguiendo el consejo del médico, había tirado las píldoras por el retrete, entendí que primero había que hacer honor a la cama y luego a la cocinera neolítica.

De manera que nos acostamos, abrazándonos y apiernándonos como siempre. A veces yo encima, a veces ella. Con igualdad de derechos, aunque Ilsebill sostenga que el privilegio de penetración masculino difícilmente puede compensarse con el miserable derecho femenino a negar la entrada. Sin embargo, como procreábamos con amor, nuestros sentimientos eran tan universales que logramos una etérea procreación paralela en un espacio más amplio, fuera del tiempo y su tic-tac y, por lo tanto, sustraída a toda servidumbre terrenal de la cama; como para equilibrarse, sus sentimientos arremetían contra los míos: nos mostrábamos doblemente activos.

Desde luego, antes del cordero con peras y judías, la sopa de pescado de Ilsebill, hecha hirviendo cabezas de merluza hasta el desmenuzamiento, había tenido la fuerza estimulante con que las cocineras que hay en mí, siempre que tempotransitaban, me invitaban al puerperio; porque dio resultado, funcionó, por casualidad, adrede y sin más ingredientes. Apenas estuve como expulsado otra vez fuera, Ilsebill dijo, sin dudas esenciales: «Esta vez será un chico».

No hay que olvidar la ajedrea. Con papas cocidas o, históricamente, con mijo. Como siempre cuando se trata de carne de cordero, es aconsejable comer en platos calientes. Con todo, nuestro beso, permítaseme decirlo, fue un tanto seboso. En la sopa de pescado, a la que Ilsebill había dado color verde con alcaparras e hinojo, nadaban blancos los ojos de merluza, que significaban felicidad.

Después de que podía haber funcionado, nos fumamos cada uno en la cama, bajo una misma manta, nuestra idea de un cigarrillo. (Yo me fui, bajando por las escaleras del tiempo.) Ilsebill dijo: «Por cierto, necesitamos de una vez el lavavajillas».

Antes de que ella pudiera empezar a hacer más especulaciones sobre cambios de papeles —«¡me gustaría verte a ti embarazado!»— le hablé de Aya y de sus tres pechos.

 

Créeme, Ilsebill: tenía tres. La Naturaleza puede hacer cualquier cosa. Palabra de honor: tres pechos. Sin embargo, no era la única. Todas tenían tres. Y, si no recuerdo mal, todas se llamaban neolíticamente así: Aya-Aya-Aya. Y nosotros nos llamábamos Edek como un solo hombre. Intercambiables. Y también todas las Ayas eran iguales. Uno-dos-tres. Al principio no sabíamos contar más. No, ni más arriba ni más abajo: colocado en medio. Y los tres eran igual de grandes y se alzaban panorámicamente. Con tres empieza el plural. Comienza lo múltiple, la serie, la cadena, el mito. Con todo, no debes tener complejos ahora. Nosotros los tuvimos luego. En nuestra vecindad, al este del río, Potrimpo, que con Picolo y Percuno se convirtió en dios de los pruzzos, tenía al parecer tres testículos. Sí, tienes razón: tres pechos son más, o parecen más, siempre más, indican superabundancia, proclaman prodigalidad, garantizan saciedad eterna, pero, mirándolo bien, son anormales..., aunque no inconcebibles.

Claro, tú dirás: ¡fantasía masculina! Puede ser que no sean anatómicamente posibles. En aquel tiempo, sin embargo, cuando los mitos proyectaban todavía su sombra, Aya tenía tres pechos. Y la verdad es que hoy se echa en falta a menudo el tercero. Quiero decir que falta algo. Eso, el tercero. No te sulfures. Síseñor, sí. Desde luego, no voy a idealizarlo. Dos bastan, naturalmente. Puedes creerme, Ilsebill: en principio me bastan. No soy tan idiota como para preocuparme del número. Ahora que, sin la píldora y gracias a tu sopa de pescado, seguramente ha funcionado la cosa, ahora que estás embarazada y que tus dos pesarán pronto más que los tres de Aya, me siento satisfecho y no deseo nada.

El tercero sobraba siempre. En el fondo, era sólo un capricho de la caprichosa Naturaleza. Inútil como el apéndice. Y no puedo dejar de preguntarme qué significa realmente esa dependencia del pecho. Esa tetomanía típicamente masculina. Ese clamar por la supernodriza primitiva. De acuerdo, Aya fue luego diosa y dejó constancia de sus tres tetas en idolillos de arcilla. Pero otras diosas —por ejemplo, la india Kali— tenían cuatro brazos o más. Eso, por lo menos, resultaba práctico. En cambio, las diosas-madres griegas —Deméter, Hera— estaban normalmente dotadas y, a pesar de ello, conservaron durante milenios su tinglado. De todas formas, he visto dioses representados con un tercer ojo, concretamente en la frente. No lo querría ni regalado.

La verdad es que el número tres promete más de lo que da. Con sus tres cosas, Aya resultaba tan recargada como descargadas las amazonas con su único pecho. Por eso las feministas caen hoy siempre en el otro extremo. Pero no te enfurruñes. Yo estoy a favor de las Ibis. Y créeme, Ilsebill, dos son ampliamente suficientes. Te lo puede decir cualquier médico. Y no hay duda de que nuestra hijita —si es que no es un niño— se conformará con dos. ¿A qué viene ese ¡ajajá!? Lo que pasa es que los hombres están chalados y quieren siempre más tetas. Sin embargo, todas las cocineras con las que he tempotransitado sólo tenían, como tú, algo a derecha-izquierda: Mestuina, dos; Agnes, dos; Amanda Woyke, dos; Sophie Rotzoll, dos conmovedoras tacitas de café. Y Margareta Rusch, la abadesa cocinera, asfixió en la cama con sus dos tetas, desde luego enormes, al rico patricio Eberhard Ferber. De manera que pongamos los pies en el suelo. Se trata más bien de un sueño. ¡No de un ideal! No busques siempre pelea. Se puede soñar un poco, ¿no?

Esos celos por cualquier cosa son ridículos. ¡Qué sería de nosotros, qué pobres seríamos sin proyectos ni utopías! Ni siquiera podría trazar con el lápiz una triple curva sobre el blanco papel. El Arte sólo podría decir sí y sí señor. Por favor, Ilsebill, ten un poco de sentido común. Considéralo como una idea de cuya antítesis debe nacer la dimensión que le falta al busto femenino, algo así como un superpecho. Tienes que entenderlo dialécticamente. Piensa en la loba del Capitolio. En expresiones como «el seno de la Naturaleza». Y, en lo que al número se refiere, en la Santísima Trinidad. O en los tres deseos de los cuentos de hadas. ¿Cómo que me has cogido? ¿Que en el fondo es eso lo que deseo? ¿Tú crees? Bueno. ¿Tú crees?

Está bien. De acuerdo: cuando tanteo en el aire busco ese tercer pecho. Seguro que no soy el único. Tiene que haber alguna razón para que los hombres estemos tan obsesionados por los pechos, como si nos hubieran destetado demasiado pronto. Tiene que ser culpa vuestra. Podría ser culpa vuestra. Porque le dais importancia, demasiada importancia, al hecho de que cuelguen cada día más. ¡Dejadlos que cuelguen, maldita sea! No. Los tuyos no. Pero colgarán con el tiempo, seguro. Los de Amanda colgaban. Los pechos de Lena colgaron muy pronto. Y, sin embargo, la quise, la quise tanto. No siempre es un poco más o menos de pecho lo que importa. Por ejemplo, podría encontrar igualmente bonito tu pompis con sus hoyuelos. Y no lo querría partido en tres. O cualquier otra cosa redondita. Ahora que tu vientre se hará pronto una esfera y simbolizará todo lo que es espacioso. Quizá sólo hemos olvidado que hay algo más. Un tercero. También en otros aspectos, también en política, como posibilidad.

En cualquier caso, Aya tenía tres. Mi Aya, la de los tres pechos. Y también tú tenías uno más en el neolítico. Recuerda, Ilsebill, recuerda cómo empezamos.

 

Aunque vendría a mano suponer que todas ellas, las cocineras que hay en mí (nueve u once) no son más que un hermoso complejo y un caso corriente de fijación materna exagerada, maduro para el diván y poco adecuado para absorber el tiempo en consejas junto al fuego, tengo que insistir en los derechos de mis realquiladas: las nueve u once quieren salir y aparecer con su nombre desde el principio: porque durante demasiado tiempo han sido sólo inveteradas veteranas o complejos sin nombres y sin historia; porque con demasiada frecuencia se han limitado a aguantar en silencio y, rara vez elocuentes —yo digo: dominantes, sin embargo... Ilsebill dice: explotadas y oprimidas—, han cocinado y hecho de todo para gordos especieros y Caballeros Teutónicos, para abades e inspectores, siempre para hombres con armadura o cogulla, con pantalones bombachos, envueltos en polainas, para hombres con botas o restallantes tirantes; y porque quieren vengarse, vengarse de todos: fuera de mí por fin... o, como dice Ilsebill: liberadas.

¡Que lo hagan! ¡Que nos conviertan a todos en monigotes!, incluido —ése soy yo— al cocinero que hay en ellas. Con los papás usados se podría proyectar un hombre sin rastro de privilegios ni poderes, flamantemente nuevo; porque no se puede prescindir del hombre.

«¡No se puede, por desgracia!», dijo Ilsebill mientras nos comíamos a cucharadas su sopa de pescado. Y después de la espaldilla de cordero con judías y peras me dio nueve meses para gestar a mis cocineras. Con igualdad de derechos, se nos fijan los mismos plazos. Cocine yo lo que cocine; la cocinera que hay en mí rectifica de sal.

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Sobre qué escribo

Sobre el comer, el regusto.

Después, sobre huéspedes no invitados

o llegados con un siglo de retraso.

Sobre la sed de limón exprimido de la caballa.

Más que sobre cualquier otro pez, escribo sobre el rodaballo.

 

Escribo sobre la abundancia.

Sobre el ayuno y por qué lo inventaron los comilones.

Sobre el valor nutritivo de las migajas de la mesa del rico.

Sobre la grasa y las heces y la escasez y la sal.

Describiré doctamente

—en medio de una montaña de mijo—

cómo la mente se volvió biliosa

y el estómago demente.

 

Escribo sobre los pechos.

Escribiré, mientras dure,

sobre Ilsebill embarazada (su antojo de pepinillos).

Sobre el último bocado compartido,

la hora pasada con el amigo

comiendo pan, queso, vino y nueces.

(Hablamos con delectación de lo divino y lo humano

y también del engullir, que no es más que miedo.)

 

Escribo sobre el hambre, sobre la forma en que fue descrita

y por escrito propagada.

Escribiré, mientras voy a Calcuta

sobre las especias (cuando Vasco y yo

hicimos bajar el precio de la pimienta).

 

Carne: cruda y cocida,

se ablanda, se deshilacha, se contrae o deshace.

Las gachas nuestras de cada día

y demás cosas premasticadas: fechas históricas,

las carnicerías de Tannenberg-Wittstock-Kolin

y todo lo que queda luego:

huesos, pellejos, tripas, salchichas.

 

Sobre el asco ante el plato lleno,

sobre el buen sabor,

sobre la leche (y cómo se cuaja),

sobre el nabo, la col y el triunfo de la patata

escribiré mañana

o cuando los restos de ayer

sean fósiles de hoy.

 

Sobre qué escribo: sobre el huevo.

Frustraciones y grasas, amor que devora, soga y clavo,

disputas por un pelo y por la palabra caída en la sopa.

Sobre el congelador y lo que pasó

cuando se fue la corriente.

Escribiré sobre todos nosotros

sentados ante platos ya vacíos;

y también sobre ti y sobre mí, y sobre la espina en la garganta.

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Nueve cocineras y más

La primera cocinera que hay en mí —porque sólo puedo hablar de las cocineras que hay en mí acurrucadas, luchando por salir— se llamaba Aya y tenía tres pechos. Era en la edad de piedra. Los hombres no pintábamos gran cosa, porque Aya había robado el fuego al Lobo del Cielo para nosotros, tres pedacitos de carbón al rojo, escondiéndolos en algún lado, quizá bajo la lengua. Luego, como sin darle importancia, había inventado el asador y nos había enseñado a distinguir lo crudo de lo cocido. El yugo de Aya era suave: las mujeres de la edad de piedra, después de haber amamantado a sus pequeños, daban el pecho a sus hombres de la edad de piedra hasta que éstos dejaban de patalear y de exudar ideas fijas y se quedaban tranquilos-amodorrados: útiles para toda clase de usos.

Y así nos hartábamos como un solo hombre. Nunca más, cuando luego empezó el futuro, hemos estado tan satisfechos. Siempre había mamoncetes y recibíamos continuamente las sobras. Nunca se nos decía: bueno está lo bueno o más sería abusar. No se nos ofrecía como sustitutivo ningún chupete tranquilizador. Siempre era hora de mamar.

Aya imponía a todas las madres una dieta de papilla de bellotas machacadas, huevos de esturión y glándulas especiales de anta hembra, y por eso a las mujeres de la edad de piedra les subía leche aunque no tuvieran bebés. Eso aseguraba la calma y ayudaba a pasar el tiempo. Alimentados tan puntualmente, aun desdentados seguíamos arremetiendo, lo que produjo cierto exceso de hombres; las mujeres morían antes porque se gastaban más rápidamente. Entre las horas de mamar teníamos poco que hacer: cazar, pescar y fabricar hachas de mano; y, cuando nos tocaba, según normas rigurosas, cubrir a las mujeres, que nos dominaban con su tutela.

Por lo demás, ya en la edad de piedra las madres decían a sus hijos: «Gogo»... y los hombres, cuando se ponían a ello, les decían: «Nene». Padres no había. Sólo imperaba el matriarcado.

Era una época agradablemente sin historia. Lástima que alguien, un hombre naturalmente, decidiera de pronto fundir el metal de las piedras y verterlo en moldes de arena. Para eso, bien lo sabe Dios, no había robado Aya el fuego. Sin embargo, por mucho que amenazó con quitarnos el pecho, no fue posible evitar la edad del bronce ni todas las recias cosas de hombres que vinieron luego, aunque sí retrasarlas un poco.

 

La segunda cocinera que hay en mí y que quiere salir con su nombre se llamaba Vigga y ya no tenía tres pechos. Era en la edad del hierro, pero Vigga, que nos prohibió dejar las marismas llenas de peces y hacer Historia con las hordas germanas que pasaban, seguía manteniéndonos en un estado de inmadurez. Sólo pudimos copiarles a los germanos su cerámica de bandas. Y tuvimos que recoger los cacharros de hierro que abandonaron en su prisa, porque Vigga reinaba cocinando, y quería ollas resistentes al fuego.

Para todos los hombres, que eran todos pescadores —porque los antas y los búfalos se habían hecho raros—, Vigga cocía merluzas, esturiones, luciopercas y salmones, y colocaba brecas, lampreas, albures de un dedo de largo y los pequeños y sabrosos arenques del Báltico en parrillas que ahora éramos suficientemente listos para forjar con la chatarra germánica. Al hervir las cabezas de merluza de ojos saltones hasta que se deshacían, obteniendo así un caldo espeso, Vigga inventó la sopa de pescado, en la que, como no conocíamos aún el mijo, echaba las semillas trituradas de las gramíneas de los pantanos. Probablemente en recuerdo de Aya que, por tradición, se había convertido en la diosa de los tres pechos, Vigga, que siempre estaba amamantando niños, lacteaba sus sopas de pescado con su propia leche.

Los hombres, destetados, estábamos bastante inquietos y como contagiados por la agitación germánica. Nos entró el deseo de aventuras. Trepábamos a los árboles altos, nos subíamos a las dunas, entornábamos los ojos y oteábamos el horizonte para ver si venía algo, alguna cosa nueva. Por eso —y porque no quería ser siempre el carbonero y buscador de turba de Vigga— me largué de allí con los godescos germánicos, como llamábamos a los godos. Sin embargo, no fui muy lejos. Se me hincharon los pies. O quizá di la vuelta a tiempo porque echaba de menos la sopa de pescado lacteada de Vigga.

Vigga me perdonó. Sabía que la Historia se olvida a las horas de comer. «Los germanos», dijo, «no quisieron hacer caso a sus mujeres y por eso acabaron mal en todas partes».

A propósito: para Vigga pulí un peine de espina de pez, porque un rodaballo parlante me dio ese inteligente consejo. Yo había pescado al pez plano en aguas poco profundas, todavía en tiempos de Aya, y lo había soltado otra vez. El rodaballo parlante es otra historia. Desde que me aconseja, la causa masculina ha hecho grandes progresos.

 

La tercera de las cocineras que hay en mí se llamaba Mestuina y seguía reinando allí donde Aya y Vigga nos habían mantenido en la infancia con su madreterna tutela, entre las marismas de la desembocadura del Vístula, al pie de los hayedos de las lomas bálticas, detrás de las dunas fijas o movedizas. Po morze —tierra situada ante el mar— y por eso sus vecinos los pruzzos llamaban al pueblo de pescadores de Mestuina, que ya plantaba raíces, «pomorscos».

Vivían en la Empalizada, llamada así por la cerca de mimbres trenzados que rodeaba el asentamiento y que lo defendía de las incursiones de los pruzzos. Mestuina, como cocinera, era también sacerdotisa. Llevó a su apogeo el culto de Aya. Y cuando quisieron bautizarnos, hizo que lo pagano cociera con lo cristiano hasta que se convirtió en católico.

Para Mestuina fui al mismo tiempo pastor, que le proporcionaba faldas de cordero, y obispo al que ella ponía la mesa. El collar de ámbar que se le rompió sobre el caldo de pescado mientras cocinaba lo había recogido yo trozo a trozo en la playa, perforado con un alambre al rojo y ensartado mientras recitaba encantamientos apropiados, y aquella sopa, hecha con cabezas de merluza, en la que se cocieron por completo unos siete pedazos de ámbar al romperse el collar, me la comí como obispo Adalberto, con lo que me puse arremetedor como un macho cabrío del establo de Asmodeo.

Luego canonizaron al obispo Adalberto de Praga que fui yo durante mi tempotránsito. Sin embargo, ahora hay que hablar de Mestuina, que, al asesinarme sin vacilar, realizó un trabajo típicamente masculino. Y el rodaballo me riñó cuando le conté el caso ocurrido en abril del 994: «¡Eso es una usurpación de funciones! Al fin y al cabo, os habéis convertido ya en medio guerreros. Ese homicidio era cosa de hombres. Claramente. No debéis dejaros arrebatar las soluciones finales. Por favor, nada de recaídas en la edad de piedra. Las mujeres deben ocuparse de la religión con más recogimiento. La cocina es suficiente dominio».

 

La cuarta cocinera que hay en mí es temible, por lo que deshacerse de ella resulta un placer. No era ya una mujer de pescador pomorsco blandamente reinante en la Empalizada, sino, desde que se fundó la ciudad, la mujer de un artesano: Dorotea, llamada de Montovia porque nació en Montovia, un pueblo del Vístula.

No quiero hablar mal de ella, aunque el consejo del rodaballo parlante de que, después de tanta tutela femenina sin historia, me ocupase en lo sucesivo de la causa masculina con sobrepresión viril y dejase a las mujeres, como privilegio secundario después de la cocina, no la Iglesia, sino la religión, tuvo en mi Dorotea un éxito goticoflamígero. Si digo que, aunque venerada por el pueblo como santa, fue más bien bruja y súcubo de Satán, no es mucho decir para una época en que, mientras la peste campaba por sus respetos, brujas y santas se consideraban una misma cosa.

Por muy típica que haya podido ser Dorotea para el siglo XIV, sólo contribuyó parcialmente a la cocina de aquellos tiempos tan dados a comer hasta reventar, pues el dominio de Dorotea consistió en extender a todo el año la cocina cuaresmal; sin excluir San Martín y San Juan, la Candelaria ni las grandes solemnidades. En sus pucheros no veía la grasa cereal alguno. El mijo lo remojaba siempre con agua y jamás con leche. Cuando cocía lentejas y arvejos, ningún huesecillo debía deparar su poquitín de tuétano. Sólo admitía el pescado, que hervía con nabos, puerros, acederas y tusilago. De sus condimentos se hablará más adelante. De cómo tenía apariciones e hizo un Corazón de Jesús de pasta de pan. De la penitencia que le gustaba y de cómo ablandaba los guisantes con sus rodillas penitenciales. De lo que ansiaba y de lo que aumentó su belleza. De lo que me aconsejó el rodaballo, aunque yo no tenía remedio ya: me arruinó la muy bruja.

 

Margareta Rusch, también llamada Greta la Gorda, es la quinta cocinera acurrucada en mí. Como ella no se ha reído ninguna: de una forma tan total. Mientras desplumaba entre sus gruesas rodillas un ganso caliente aún del sacrificio, todavía chorreante, hasta quedar sentada en una nube de plumas, ahogaba con sus risotadas al Papa y a Lutero. Se reía del Sacro Imperio Romano y de la nación teutónica, de la Corona polaca y los gremios en discordia, de los señores hanseáticos y el abad de Oliva, de los palurdos locales y los caballeros piojosos, de todos los que, encalzonados, ajubonados, acogullados o enlatados, levantaban el estandarte de la verdadera fe; se reía de su siglo.

Mientras ella reía desde las profundidades de su estómago y desplumaba uno por uno los once gansos, yo, su pinche de cocina y blanco de sus cucharas, hacía flotar el plumón soplando; eso supe hacerlo siempre: soplar plumas y mantener flotando las flotantes plumas.

La desplumadora cocinera era, como abadesa de Santa Brígida, una de esas monjas correteadoras que cogían todo lo que les venía bien para su camastro. A mí, frailecillo franciscano, me había recogido durante el oficio de vísperas en la Santísima Trinidad. Greta la Gorda era una mujer tan espaciosa que muchos señores se perdían en ella. Los hijos de los patricios le servían de entremés: tiernas puntas de espárrago. Al abad de Oliva lo cebó hasta matarlo. Al predicador Hegge, al parecer, le arrancó de un mordisco el cojón izquierdo. Fue entonces cuando nos fuimos con el patricio Ferber, que quería seguir siendo católico y no renunciar a las lenguas de cordero picantes con pochas de Margret. Luego nos dedicamos otra vez a servir a los protestantes y, los días de fiesta, cocinábamos por turno para los gremios. Cuando el rey Batory sitió la ciudad, nos sentimos más seguros fuera de las murallas, cocinando a la polaca. Con Greta la Gorda dormí caliente. Con ella encontré la paz. Ella me tuvo bajo llave. Fue la grasa protectora.

Greta la Gorda, me dijo el rodaballo, era una mujer que a él, que tenía la boca ancha, le gustaba: ella dejaba que los hombres se ocupasen de sus importantísimas querellas sobre el trigo, los derechos portuarios, los gremios y la fe y mientras ellos, de forma cada vez más complicada, se entredegollaban, se entrefusilaban o interpretaban las Escrituras cortando pelos en cuatro, se reía sanamente de tanto entretenimiento asesino. «Si ella hubiese querido», dijo el rodaballo, «hubiera podido recuperar el trono de Aya en cualquier momento».

 

La sexta cocinera que hay en mí —se empujan y son, con sus nombres, nueve y más— desplumaba también gansos, pero sin reírse. Un ganso cebado con avena cuando los suecos, con la pólvora en los talones, se largaron. Cuando volvieron los suecos (puntualmente para San Martín), del resto de los gansos sólo quedaba un cuenco de sangre revuelta para ligar, en salsa negra picante, los menudillos cocidos —pescuezo, corazón, estómago, las alas— con apio, perejil, zanahoria y nabo y pedacitos de pera.

Detrás mismo del establo, bajo el manzano en el que luego se columpiaban las cabezas con los picos apuntando al cielo, Agnes desplumaba los gansos cantando sus cancioncillas: palabras dispersas para adormecer, que rimaban la desgracia de la ocupación sueca y que, como el plumón de los gansos, flotaban en el aire todo un día de noviembre. ¡Oh, valle de lágrimas!

Esto ocurría cuando Agnes era todavía infantil y cachuba. Para cuando se convirtió en ciudadana y cocinó para Möller, el pintor municipal, los suecos se habían ido con su Gustavo Adolfo a otra parte. En cambio, cuatro años después de Lützen, agriado por la larga guerra, llegó a Danzig el poeta y diplomático Martin Opitz.

«Agnes», dijo el rodaballo parlante —aunque no estoy seguro de si interrogué al sabihondo pez en calidad de pintor Möller o de poeta Opitz—, «vuestra Agnes», dijo, «es una de esas mujeres que sólo pueden amar de una forma total: ama a aquel para quien cocina; y como cocina para los dos, mimando alternativamente el hígado hinchado del uno y la vesícula acibarada del otro, tenéis que sentaros a su mesa y oír rechinar su cama en un amor compartido como decís vosotros, o duplicado, como digo yo».

Al pintor Möller le dio una niña, a mí, sin embargo, cuando yo estaba en los sudores de la peste, me rellenó mullidamente de pluma de ganso la almohada mortuoria. Así de buena era ella. Con todo, nunca logré dedicar un poema a su bondad. Sólo adulaciones principescas y lacrimosas alegorías. Ninguna rima sonora para los caldos de gallina, mollejas de ternera, sémolas de esteba y otros platos de régimen de Agnes. Eso habrá que remediarlo.

 

La séptima cocinera que hay en mí se llamaba Amanda Woyke y, cuando las oigo cotorrear a todas ellas y a sus hijas, comparando los precios entre las distintas épocas, la distingo con especial claridad. Nunca podría decir rotundamente: así, así era exactamente Agnes, porque Agnes era siempre de una melancolía distinta y, en cualquier caso, se la veía dividida entre Möller y Opitz, sin embargo, me resulta fácil describir el aspecto de Amanda: tenía cara de patata. Mejor dicho: la hermosura de la patata era en su rostro una fiesta diaria. No era sólo el aspecto bulboso de Amanda; también toda su piel tenía ese lustre y resplandor terroso de felicidad al alcance de la mano, que se observa amortiguadamente en la patata almacenada. Y como la patata es, ante todo, una gran forma redonda, los ojos de Amanda se hacían pequeños y, al no estar realzados por cejas frondosas, quedaban rodeados de abultada carne. Y también su boca, no teñida por ningún rojo carnoso sino por la arenosa tierra cachuba, era una humorada de la Naturaleza: dos belfos siempre dispuestos a pronunciar palabras como bulbo, nabo y rutabaga. Ser besado por Amanda era recibir un sonoro beso de la tierra, quiero decir de ese suelo patatero que ha hecho famosa a la Cachubia; un beso que no era fugaz sino que llenaba, lo mismo que llenan las patatas cocidas con piel.

Cuando Mestuina sonreía, brillaban las ramas de los sauces en marzo; la sonrisa de Dorotea de Montovia hacía que los mocos de los chavales se convirtieran en carámbanos; la sonrisa de mi Agnes estaba llena de nostalgia de muerte y me hizo agradable morir; sin embargo, cuando Amanda me sonreía, se podía seguir contando la historia de la victoria de la patata sobre el mijo, enroscada como sus mondas de patata: porque, cuando sus historias se hacían frondosas, pelaba siempre patatas como si devanase. Al ser cocinera de la servidumbre de Zuckau, dominio público de la Corona prusiana, tenía que cocinar a diario para unos setenta criados y criadas, jornaleros, siervos y ancianos.

«Habría que levantarle un monumento», dijo el rodaballo, «porque la introducción de la patata en Prusia después de la segunda partición de Polonia, cuando el hambre reinaba por doquier y la bellota se cotizaba en el mercado, no sería imaginable sin Amanda. Aunque sólo era una mujer, hizo Historia. Asombroso, ¿no? ¡Asombroso!».

 

La octava cocinera en mí quería a toda costa ser hombre y, de acuerdo con su tiempo revolucionario, luchar en las barricadas con pecho esforzado; sin embargo, Sophie Rotzoll fue durante toda su vida una doncella cerrada bajo siete llaves, aunque los hombres (y por tanto yo) la abordaron. Sólo amó al estudiante tartamudo Friedrich Bartholdy, condenado a muerte por sus actividades jacobinas. Diecisiete años tenía él y Sophie catorce: por ello, la gracia de la reina Luisa de Prusia rebajó su dura pena a cadena perpetua. Sólo cuarenta años más tarde, cuando ya era vieja dama o, mejor, señorita de edad, volvió a ver Sophie a su Fritz, puesto en libertad por enfermo en la fortaleza de Graudenz. Cabeza de ternera en vinagre de hierbas, tripa de cerdo con cantarelas, liebre a la pimienta en vino tinto: cuántas cosas le cocinó, cómo procuró estimularlo, qué fines más altos se propuso para él y para la Humanidad; Bartholdy no quería saber nada, sólo quería fumar con fruición su pequeña pipa.

Yo la conocí bien. Ya de joven, en todos los bosques que rodeaban Zuckau, fui a buscar setas con Sophie. Ella sabía los nombres de todas: la armilaria, el patullardo venenoso, los agáricos, que en los suelos de agujas de pino suelen formar círculos mágicos. El robellón crecía aislado. El falo impúdico cobraba un sentido. Aunque Sophie se había atiborrado de libros revolucionarios hasta adquirir una irreparable miopía, a las setas las conocía a primera vista.

Más tarde, cuando cocinaba para el pastor Blech, párroco de Santa María, y más tarde aún, cuando, primero entusiasmada y luego conspirando, se ocupó de la cocina del general Rapp, gobernador de Napoleón, fui sucesivamente Blech, el pastor al que abandonó, y Rapp, el gobernador al que quiso destituir mediante un plato de setas especiales.

Sophie arrastraba a la gente. En el sótano, en todas las escaleras y en la cocina cantaba: «Trois jeunes tambours!». Su voz iba siempre en vanguardia: sablazo-latigazo-sed de libertad-beso mortal. Era como si Dorotea de Montovia quisiera descargar terrenalmente su celestial sobrecarga. «Desde Sophie», dijo el rodaballo parlante, «la cocina anda desquiciada. La Revolución sigue». (Y también mi Ilsebill tiene la misma mirada desafiante.)

 

La novena cocinera que hay en mí nació cuando Sophie Rotzoll, la octava, murió en el otoño del 49. Casi podría pensarse que Sophie quiso entregar a Lena Stubbe la bandera de la Revolución; y tampoco puede descartarse que Lena, casada joven con un forjador de anclas que cayó ante París en la guerra del 70-71, de joven viuda, mientras repartía en silencio la sopa boba al frente de una cocina popular, alimentase para su cuchara esperanzas socialistas. Sin embargo, la voz de Lena no arrastraba. Lena no era una agitadora. Nunca podía entusiasmarse realmente. Por mucha cultura bélica que tuviera, siempre estuvo envuelta en una praxis gris.

Cuando Lena Stubbe contrajo matrimonio por segunda vez era ya mujer madura, y yo (forjador de anclas como su primer marido), aunque diez añitos más joven que ella, tampoco era ya ningún niño, aunque sí, lo confieso, un borracho.

Ella administraba el fondo de huelgas y procuraba protegerlo de mis garras. Soportaba mis golpes y me consolaba cuando, después de haberle sacudido estopa otra vez, me agarraba contrito a los tirantes de mi propio pantalón. Lena me sobrevivió, porque en 1914, cuando fui enviado a la Prusia oriental con el último llamamiento a filas, se encontró viuda por segunda vez.

Desde entonces sólo repartió sopas: de cebada, de col, de guisante o de patata. En cocinas populares, casas de beneficencia, en cocinas de campaña durante la gripe del 17 y después en el Socorro Obrero y, cuando llegaron los nazis con su auxilio de invierno y sus domingos de plato único, siguió, ya vetusta, manejando activamente el cucharón.

De muchacho —otra vez presente y curioso— pude ver a Lena. Su cabello blanco, partido por la mitad. Su estilo especial de repartir la sopa. Una mujer seria, casi una profesional de la compasión. El rodaballo opina que, en realidad, Lena Stubbe fue apolítica, si se prescinde de su Libro de cocina proletaria que, después de derogada la legislación antisocialista de Bismarck, existía en manuscrito, pero no encontró editor.

«Ve usted», dijo el rodaballo, «eso hubiera podido mentalizar a la gente y crear algo nuevo. Es verdad que había entonces innumerables libros de cocina casera burguesa, pero faltaba el proletario. Por eso la clase obrera tuvo que cocinar sin medios y, sin embargo, a la burguesa. Antes de inventar una décima y hasta una undécima cocinera, tendría usted que citar los papeles póstumos de Lena Stubbe. Al fin y al cabo, es usted socialdemócrata».

 

La décima y la undécima cocinera en mí son todavía borrosas, porque las he conocido demasiado de cerca. Sólo sus nombres figuran en una hoja de papel, por lo demás blanca. A Billy (que en realidad se llamaba Sibylle) la perdí en los años sesenta un día de la Ascensión, que en Berlín y en otros sitios se celebra ruidosamente como Día del Padre; con María, que trabaja en la cantina de los astilleros Lenin de Gdansk (antes astilleros Schichau de Danzig), estoy emparentado.

Lo reconozco: Billy y María me apremian. Sin embargo, como el rodaballo me aconseja el orden cronológico y como estoy simultáneamente ocupado por tantas cocineras, permítaseme de momento —sobre todo teniendo en cuenta que mi actual Ilsebill me atosiga bastante— ocuparme más, porque los tengo más a mano, de los tres pechos de Aya, la cocinera neolítica, que de aquel Día del Padre que, en junio de 1963, se celebró en el Grunewald y los bosques de Tegel, en Spandau, Britz y a orillas del Wannsee, como cosa exclusivamente de hombres. A quien está estreñido por tanto pasado y quisiera aliviarse de una vez, le corre prisa contar lo del collar de ámbar de Mestuina, aunque le debiera resultar más próxima la rebelión de los trabajadores de los astilleros de los puertos polacos, sobre la que informaron todos los periódicos en diciembre de 1970.

Viejas noticias. La historia del mijo. ¿Qué comía el siervo de la gleba de lo que le quedaba? ¿Con qué menús cebaba Greta la Gorda a los abades de los conventos, preparándolos para la matanza? ¿Qué ocurrió cuando cayó el precio de la pimienta? La sopa de beneficencia de Rumford. De cómo la amanita estuvo a punto de entrar en política. De cuándo se inventó el embutido de guisantes y, de esa forma, se robusteció el ejército prusiano. Por qué querían comer los proletarios a la burguesa. Qué quiere decir: morderse los puños de hambre. «Sin embargo», dijo el rodaballo doctamente con su boca torcida, «quizá pudiéramos aprender de la Historia qué papel desempeñaron las mujeres, por ejemplo en el triunfo de la patata».

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Aya

Y si estuviese sentado ante los tres pechos

y no supiese que sólo una mama o la otra

y no fuese doble, dividido siempre,

y no pudiese elegir ya entre

y nunca tuviese más que una cosa o la otra

y no guardase rencor a mi gemelo

y no me quedasen deseos ocultos...

 

Mas sólo tengo otra opción

y he de colgar de otra mama.

Envidio a mi gemelo.

Mi oculto deseo dividido siempre.

Y entero soy sólo mitad y mitad.

Y siempre me decido por el de en medio.

 

Sólo quedan cerámicas (de fechas inciertas)

que muestran que Aya existió: la diosa

del manantial uno y trino,

en el que uno (el tercero siempre) conoce

lo que el primero promete y el segundo niega.

 

¿Quién te amputó y nos dejó empobrecidos?

¿Quién dijo: basta con dos?

Desde entonces la dieta, el racionamiento.

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De cómo fue capturado el rodaballo

¡Que no, Ilsebill! De verdad que no voy a contar esa patraña. Recordaré en el papel verazmente lo que Philipp Otto Runge anotó como otra verdad; aunque tenga que descifrarlo en las cenizas palabra a palabra. Porque lo que la parlera vieja dictó al pintor adicionalmente en el verano de 1805 fue quemado con luna llena entre el prado de los ciervos y el estanque del bosque. Así quisieron aquellos señores proteger el orden patriarcal. Lo que explica que los hermanos Grimm sólo lanzaran al mercado de cuentos de hadas una de las dos versiones de Rügen de El pescador y su muxer. Desde entonces Ilsebill, la mujer del pescador, se ha hecho proverbial: una mala pécora gruñona que siempre quiere más, tener más, mandar más. Y el rodaballo, que el pescador ha capturado y puesto en libertad otra vez, tiene que dar y que dar: la cabaña más grande, la casa de piedra, el palacio real, el cetro imperial, la tiara papal. Por último, Ilsebill pide el poder divino de hacer salir y ponerse el sol; y la rapaz Ilsebill y el baldragas de su marido son castigados, y tienen que rascarse otra vez mutuamente la roña en su choza, llamada La Bacinilla. Una verdadera arpía insaciable. Sus fauces nunca se hartan. Siempre un capricho más. Así es la Ilsebill del libro.

En cambio la mía sería su antítesis viviente, lo que desde aquí proclamo. Y también el rodaballo opinaba que ya era hora de dar a conocer la versión original de su leyenda, rehabilitar a todas las Ilsebills y refutar ese cuento propagandístico y antifeminista que él, astutamente, contribuyó a difundir. Claro que sí, y a conciencia. Nada más que la verdad. Créeme, cariño, no vale la pena empezar una pelea. Tienes razón; como siempre, tienes razón. Antes de que nos peleemos, has ganado ya.

 

Fue hacia finales de la edad de piedra. Un día sin número. Todavía no hacíamos rayas ni muescas. Ver a la luna adelgazar o echar panza sólo nos daba miedo. No había nada previsto que se cumpliera puntualmente. No había fechas. Nunca llegaba nadie ni nada demasiado tarde.

Un día fuera del tiempo, de nubosidad variable, capturé al rodaballo. Allí donde el río Vístula, de lecho siempre distinto, se mezclaba al mar abierto, había puesto mis nasas, en espera de anguilas. No conocíamos las redes. Y tampoco era corriente aún pescar con cebo y anzuelo. Hasta donde me acuerdo —la última glaciación marca el límite de mi memoria— sólo atravesábamos los peces con palos aguzados y, luego, con arco y flechas: la perca, el lucio, la lucioperca, la anguila y la lamprea en los brazos del río y, cuando bajaba por la corriente, el salmón. Allí donde el Báltico bañaba dunas errantes, alanceábamos los peces planos que, en las aguas cálidas y poco profundas, gustan de enterrarse en la arena: platijas, gallos, el rodaballo.

Sólo cuando Aya nos enseñó a tejer cestos de mimbre la casualidad nos ayudó a descubrir el cesto como nasa. A los hombres se nos ocurría pocas veces algo. Fue también Aya la que enterró entre los juncos, a la orilla de un afluente llamado después Raduna y mucho después Radauna, un cesto lleno de huesos de anta roídos, para que el río lavase los últimos restos de fibras y tendones; porque Aya utilizaba los huesos de anta y de reno como utensilios de cocina y para fines rituales.

Cuando, pasado un tiempo suficiente, izamos el cesto del río, algunas anguilas se escaparon por pelos, pero quedaron entre el mimbre, además de alevines, cinco buenas piezas del tamaño del brazo, debatiéndose entre los huesos pelados. Repetimos la operación. La técnica de captura podía perfeccionarse. Y así inventó Aya la nasa; lo mismo que, apenas doscientos años más tarde, fabricó el primer anzuelo con la espoleta de un ave zancuda. Y siguiendo sus instrucciones, bajo su vigilancia inexorable como el Destino, tejimos cestos más estrechos por el lado abierto, en los que más tarde, por iniciativa propia y sin que Aya tuviese que ejercer su madreterna tutela, encajamos un segundo cesto estrechado y luego un tercero, a fin de dificultar la huida de las anguilas. Varas de mimbre flexibles y largas, forzadas a adoptar un complicado sistema: una técnica ya. Sin Aya las cosas funcionaban también.

Desde entonces, buena pesca. Superabundancia. Primeros intentos de ahumado en sauces huecos. Las palabras nasa y anguila se convirtieron en conceptos inseparables y yo, que me sentía impulsado a poner mis signos por todas partes, los representé gráficamente. Antes de dejar la playa, después de haber colocado las nasas, dibujaba con el borde afilado de una concha en la arena húmeda: por ejemplo, anguilas retorciéndose tras un artístico trenzado de mimbre. Y si nuestra comarca no hubiera sido llana y pantanosa, sino montañosa y apta para la formación de cavernas, yo hubiera dejado sin duda a mis sucesores, como dibujo rupestre, la anguila en su nasa. «Grabados rupestres neolíticos de la cultura piscatoria de la Europa nororiental, emparentados con los dibujos escandinavos meridionales de Maglemose sobre hueso y ámbar», hubiera dicho el rodaballo en su tempotránsito actual; siempre tuvo debilidad por la cultura.

Eso no sabía hacerlo Aya: trazar signos, hacer un retrato. Sin duda, encontraba bonitos y utilizables con fines rituales mis dibujos arañados en la arena, sin duda quería verse tangiblemente reproducida con sus tres pechos; sin embargo, cuando, por pura diversión, dibujé en una playa una nasa de cinco cestos, prohibió las nasas quíntuples y su representación gráfica. El valor fundamental, establecido por Aya con sus tres pechos, no debía ser superado. Con igual rudeza me llamó al orden cuando dibujé al rodaballo, cautivo en una nasa de anguilas. Aya montó en su cólera de diosamadre: nunca había visto nada por el estilo. Y como no lo había visto, no podía existir. Era sólo algo inventado y, por lo tanto, mentira.

Amenazándome con sanciones, Aya y todo el consejo de mujeres me prohibieron dibujar nunca más rodaballos cautivos en nasas de anguilas. Sin embargo, seguí haciéndolo a escondidas. Porque, por mucho que hubiera aprendido a temer el castigo matriarcal de la denegación del pecho que me amamantaba tres veces diarias, el rodaballo podía más, sobre todo desde que sólo tenía que llamar «¡rodaballete!» para que me hablase en cualquier momento. Me dijo: «Sólo quiere sentirse segura, segura siempre. Lo que no está en su mano lo prohíbe. No obstante, el arte, hijo, no puede prohibirse».

 

Hacia finales del tercer milenio antes de la Encarnación del Señor —o, como ha calculado una computadora, el 3 de mayo del año 2211 antes de nuestra era... al parecer era viernes—, un día neolítico con viento del este y nubes en formación abierta, sucedió lo que, por razones de autojustificación patriarcal, se ha tergiversado luego en un cuento de hadas; lo cual sigue enfureciendo a mi Ilsebill todavía hoy.

Yo era joven, pero ya barbudo. A última hora de la tarde fui a recoger mi nasa triplemente estrechada, que había colocado por la mañana temprano, antes aún de la primera mamada. (Mi lugar de pesca favorito se encontraba aproximadamente donde más tarde, con el tranvía de la línea 9, se podía llegar cómodamente al popular balneario de Heubude.) A causa de mi talento artístico, Aya me favorecía tutelarmente con una mamada suplementaria fuera de turno. Por eso mi primer pensamiento cuando vi al rodaballo en la nasa de anguilas fue: se lo llevaré a Aya. Ella, a su estilo, lo envolverá en húmedas hojas de tusilago y lo asará entre cenizas calientes.

Entonces habló el rodaballo.

No estoy seguro de si me asombró más el discurso de su boca torcida o el hecho liso y plano de haber capturado en una nasa de anguilas un planchado rodaballo. En cualquier caso, a sus palabras «hola, hijo» no respondí con una pregunta sobre su sorprendente capacidad de hablar. Me interesaba mucho más saber qué había impulsado a un pez plano como él a meterse por los tres estrechamientos de una nasa.

El rodaballo me informó. Didáctico desde el principio, con superioridad omnisciente y por ello, a pesar de sus afirmaciones categóricas, nasalmente locuaz, doctoral, poniéndole paño al púlpito y a la gente de vuelta y media, o molestamente paternal: quería conversar conmigo. Lo que le había impulsado no había sido una curiosidad tonta o (como dijo ya entonces) femenina, sino una decisión bien meditada de su voluntad viril. Al fin y al cabo, había algunos conocimientos que escapaban al horizonte neolítico y que él, rodaballo sabio, quería transmitirme a mí, hombre y pescador obtuso, mantenido en la infancia por la total tutela femenina. Previsoramente, había aprendido a hablar el dialecto de la costa del Báltico. En este país, dijo, no éramos de muchas palabras. Un farfulleo lastimoso, que sólo nombraba lo más necesario. En un tiempo relativamente breve, dijo, había conseguido dominar aquella lengua que lo achataba todo. Ya era capaz de pronunciar palabras como «abadeho» y «shapuza». El diálogo, desde luego, no fracasaría por dificultades idiomáticas. Sin embargo, a la larga, también a él le resultaba estrecho aquel entramado de mimbre.

Apenas lo hube liberado de la triple nasa y puesto a salvo sobre la arena, dijo ante todo: «Gracias, hijo», y luego: «Naturalmente, sé muy bien a qué peligros me expone mi decisión. Sé que sé bien. Se ha corrido la voz de las distintas formas en que vuestras mujeres, que os gobiernan mediante su tutela, tuestan brecas en espetones de mimbre, asan la anguila, el lucio, la perca y las platijas del tamaño de la mano sobre piedras al rojo, o envuelven en hojas y entierran en ceniza ardiente a mis semejantes, lo mismo que a todos los peces gordos, hasta que estamos bien hechos y, sin embargo, jugosos. ¡Que os aproveche! Siempre gusta tener buen gusto. Sin embargo, estoy seguro de que mi oferta de ser siempre tu asesor, es decir, asesor de la causa masculina, supera mi valor culinario. En suma: tú, hijo mío, me dejas en libertad; yo vuelvo en cuanto me llames. A cambio de tu magnanimidad, me comprometo a suministrarte información recogida a escala mundial. Al fin y al cabo, mis semejantes —de la misma especie y de otras afines— se encuentran en todos los mares y en todas las costas. Sé cómo habría que aconsejarte. Privados de derechos como estáis los hombres del Báltico, mis buenos consejos os serán necesarios. Tú, un artista que en su desamparo sabe trazar signos, que busca la forma permanente y significativa, sabrás anteponer a la ventaja pasajera del botín mi promesa intemporal. Y en lo que se refiere a mi credibilidad, sea este lema, hijo mío, mi primera lección para ti: “Un hombre no tiene más que una palabra”».

 

Es verdad. Me dejé embaucar por él. Me tocó las fibras sensibles. Me daba categoría. Superarme a mí mismo. Tomar conciencia. Empecé a sentirme importante. Sin embargo —¡créeme, Ilsebill!—, todavía me quedaban dudas. Quise poner a prueba a aquel rodaballo que tantas palabras pronunciaba bajo palabra. Apenas lo hube echado al agua poco profunda, lo llamé otra vez: «¡Rodaballo! ¡Vuelve! Tengo que preguntarte una cosa».

Y, en el sitio mismo en que lo había dejado, saltó desde el Báltico a las abiertas palmas de mis manos: «¿Qué pasa, hijo? Siempre a tus órdenes. También, por cierto, con tormenta o marejada».

«Pero», le dije al rodaballo, «¿y si no lo pasamos mal bajo la tutela de nuestra Aya? ¿Y si no echamos en falta nada porque las cosas nos van bien? ¡De verdad! Porque lo cierto es que tenemos cuanto necesitamos. No nos privamos de nada. Sólo rara vez, cuando nos andamos con tiquismiquis, nos quitan el pecho. Tres veces al día nos amamantan. Hasta los viejos carracos tienen segura su leche. Siempre ha sido así. Incluso en el paleolítico. En cualquier caso, desde el fin de la última glaciación. El pecho nos sienta bien. Estamos contentos, satisfechos, seguros. Siempre calentitos. Nunca tenemos que decidir en favor o en contra. Vivimos sin responsabilidades, como nos da la gana. Claro que, a veces, nos entra la inquietud. Cuando queremos saber de dónde viene el río. O si detrás del río, donde sale el sol, está pasando algo. También me gustaría saber si se puede contar más de lo que nos dejan. Y también está la cuestión del sentido de las cosas. Quiero decir, saber si lo que hacemos, que es siempre lo mismo, podría ser, además de lo que es, algo distinto. Aya dice: sólo hay lo que hay. En cuanto empezamos a rebullir y a sentir dudas, nos da el pecho. Eso ayuda a calmar..., bueno, las inquietudes y las preguntas. Tú en cambio, rodaballo, me pones nervioso. Hablas de una forma tan ambigua. ¿Qué es eso de la información? Dime entonces: ¿de dónde viene el río? ¿Hay algún sitio en que se puedan meter más de tres nasas una dentro de otra? Y lo que existe, ¿tiene algún otro sentido? Por ejemplo el fuego. Sólo sabemos que Aya nos trajo, inmediatamente después de la última glaciación, tres brasas del cielo. Dice que el fuego es bueno para cocer carne, pescado, raíces y setas, y también para acuclillarse a su alrededor charlando, por el calorcito. Y yo te pregunto, rodaballo: ¿qué más puede hacer el fuego?».

Entonces el rodaballo me respondió. Me habló de hordas de las dos orillas del río, que también tenían su Aya, aunque se hiciera llamar Eua o Eya. Me habló de otros ríos y del mar, que era mucho mayor. Como un periódico flotante me dio noticias, me informó de chismes heroicos y mitológicos. Comentó citas de Zeus, comentadas por un dios llamado Poseidón. Glosó divinidades femeninas: una se llamaba Hera. Sin embargo, no me enteré de mucho, aunque él me informaba de un modo técnico y objetivo. Así me habló por primera vez del metal, que podía fundirse en las piedras con ayuda del fuego y, vertiéndolo en moldes de arena, ser enfriado y endurecido de nuevo. «¡Date cuenta, hijo mío! Con metal se pueden forjar hachas y puntas de lanza.»

Después de haber anunciado con su boca torcida «el fin de la edad del hacha de mano neolítica», me describió el camino de unas colinas próximas del interior, más tarde llamadas las lomas bálticas, en donde, aunque poco abundantes, podían encontrarse rocas metalíferas. Y tres días más tarde, cuando, como habíamos convenido, lo llamé de nuevo —«¡Rodaballete, asoma el morrete!»— me trajo, probablemente de Suecia, una muestra de mineral: escondida en su bolsa branquial superior.

«¡Ánimo!», dijo el rodaballo. «Fundid eso y más, y no sólo habréis conseguido el cobre sino que, por añadidura, habréis dado al fuego otro sentido, un sentido progresista, terminante, determinante, un sentido viril. El fuego no es sólo calor y cocina casera. En el fuego se agitan las visiones. El fuego purifica. Del fuego salta la chispa. El fuego es idea y futuro. A orillas de otros ríos, el futuro ha comenzado ya. Los hombres lo dominan resueltos, sin consultar con sus Ayas o Eyas. Sólo vosotros os dejáis todavía dar el pecho y arrullar. Niños de teta hasta la senectud. Tenéis que apoderaros prometeicamente del fuego. ¡No seas sólo pescador, hijo mío! ¡Sé un forjador!»

 

(Ay, Ilsebill, si el metal se hubiera quedado en las montañas.) Con el pretexto de la caza —hasta alanceamos una jabalina— buscamos en las colinas luego llamadas montes Zigankos la confirmación del regalo del rodaballo, de su muestra de mineral. Pronto tuvimos un hacha de cobre, unas cuantas hojas y algunas puntas de lanza de metal, que mostramos con ostentación. Las mujeres se estremecieron con risitas nerviosas cuando tocaron el nuevo material. Me empezaron a encargar adornos. Entonces intervino Aya.

Llena de ira, amenazó enseguida con denegarnos el pecho. Los Edeks tuvimos que sufrir penosos interrogatorios. ¿De dónde venían aquellos conocimientos repentinos? Normalmente no se nos ocurría nada útil. Los servicios que había que reclamar del fuego los decidía sólo ella, la Superaya. Nada había que objetar al valor en uso de los objetos de metal —entre ellos, el primer cuchillo de cocina, forjado por mí—, pero aquella independencia súbita iba demasiado lejos.

Todas las sospechas recayeron sobre mí, porque los otros Edeks, en sus confesiones, me acusaron. Yo inventé una coincidencia tras otra, pero no traicioné al rodaballo. En castigo, todas las mujeres me negaron pecho y calor de hogar durante un duro invierno. Se proscribió terminantemente el metal. Prohibido utilizar el fuego para fines extraños. El hacha de cobre, las hojas y las puntas de lanza fueron arrojadas al Raduna después de una danza circular y apisonante en torno a los tres pechos de Aya, que yo había dibujado en la arena y decorado con conchas: en medio de gritos de abjuración. (Créeme, Ilsebill, no fue fácil volver a utilizar las hachas de piedra.)

Sin embargo, cuando, desesperado, llamé al rodaballo en el mar, su voz dominó el estruendo del oleaje tempestuoso y revuelto: «No es para tanto. ¿No te has dado cuenta, hijo mío, de que vuestra tiránica Aya que condena todo metal, ese prototipo tripectoral de una feminidad sin historia, vuestra gran vulva omnívora, la santa madre primitiva..., de que vuestra Aya ha escondido entre sus huesos de anta culinarios el cuchillo de cobre que tú, para darle una alegría, forjaste, endureciste y afilaste? En secreto lo utiliza. Lo mismo que tú, a pesar de la prohibición, dibujas secretamente mi imagen en la arena. ¡Una furcia redomada es tu Aya tutelar! Tenéis que cortaros el cordón umbilical. Y precisamente con el cuchillo de cocina. ¡Mátala, hijo. Mátala!».

 

(No, Ilsebill, no utilicé la violencia. No fui yo quien luego golpeó. Siempre, hasta hoy, he creído en el más Ayá.)

Ella detuvo el tiempo. Era, para nosotros, el único concepto. Inventaba incansablemente nuevos pretextos rituales para reafirmar lo existente en procesiones solemnes, y sus dimensiones carnales determinaban la forma de nuestra religión neolítica. Porque, además de a Aya, sólo ofrecíamos sacrificios al Lobo del Cielo, al que una mujer de nuestra horda primitiva —la Aya primitiva— robó tres brasas ardientes. De ella procedía todo, no sólo la nasa y el anzuelo.

Ya fuera para apartarnos a los Edeks de nuevos abusos del fuego, o bien para perfeccionar su cocina casera: Aya, en el ámbito de nuestra horda, convirtió en oficio la cocción de la arcilla y el barro. Empezó cubriendo de una espesa capa de barro aves zancudas con sus plumas y también erizos con su capa de espinas, y enterrándolos, así cubiertos, en brasas y cenizas calientes. Quizá las envolturas rotas, en las que quedaron aprisionados plumaje y púas, se concibieran luego como posibles cacharros. En cualquier caso, Aya me enseñó a amasar el barro y la arcilla y a formar, con guijarros de morrena, un espacio de cocción que acumulaba el calor y quedaba libre de brasas, y en el que, además de cacharros y cuencos, adquirió dureza cerámica mi pequeña artesanía primitiva; así surgieron esos ídolos de tres pechos que hoy son piezas de museo.

 

Cuando se lo conté al rodaballo, debió de darse cuenta del placer con que yo reproducía en barro la carne de Aya, sus rollitos y sus hoyuelos. Su pregunta fue: «¿Cuántos hoyuelos tiene?».

Así me enseñó a contar. No días, semanas, meses, ni brecas, becadas, antas o renos: conté los hoyuelos de Aya hasta el ciento once. Hice un ídolo de arcilla de tres pechos con ciento once hoyuelos que le gustó mucho a nuestra Aya, la cual aprendió también a contar hasta ciento once, sobre todo porque las demás mujeres —el contarlos se convirtió en pasatiempo de la horda— tenían todas muchos menos de cien. La mayoría de los hoyuelos los tenía Aya (como tú, Ilsebill) en el acolchado invernal de sus nalgas: treinta y tres.

El rodaballo exultaba: «Espléndido, hijo. Aunque de momento no hayamos podido introducir más que —ya era hora— la edad del cobre, como preparación de la edad del bronce, ha sonado la hora del álgebra. En adelante se contará. Y quien cuenta pronto hará cuentas. Y quien hace cuentas calcula. Como en el imperio minoico, en donde, recientemente, se hace la cuenta de la compra en tablillas de arcilla. Vosotros, los hombres, aprended en secreto el arte de calcular, a fin de que no sean las mujeres las que os ajusten un día las cuentas. Pronto sabréis medir el tiempo y fijar las fechas. Pronto cambiaréis cosas contadas por cosas que contéis. Si no os pagan mañana os pagarán pasado mañana, y desembolsaréis y reembolsaréis de la misma forma. Al principio con conchas, pero luego vendrá, a pesar de Aya aunque quizá mucho después de Aya, la moneda de metal. Aquí tienes una. Plata ática, todavía en circulación. Encontré esa moneda en un barco que se hundió frente a las costas de Creta en un maremoto. Pero ¿qué te cuento de Creta y de barcos de vela? ¿Qué sabes tú del rey Minos? Burros: os colgáis de la teta como alelados y dejáis que vuestra Aya, con sus ciento once hoyuelos, os tome por tontos».

 

Debe de haber sido siglos después de mis primeras hazañas de cálculo cuando el rodaballo me regaló la moneda. Tampoco estoy seguro de si era un dracma. Probablemente alguna moneda votiva del Asia Menor, sin ningún valor de intercambio. Se podría fechar unos mil años antes de la era cristiana. Sin embargo, qué importaba un milenio más o menos para nuestro desarrollo mínimo en los pantanos de la desembocadura del Vístula. En cualquier caso, en algún momento el rodaballo me trajo en su bolsa branquial una moneda metálica, lo mismo que más tarde y que antes me trajo objetos artísticos minoicos, arcaicos, áticos y egipcios: gemas, sellos, figurillas y adornos de filigrana.

Naturalmente, como yo era imbécil, le regalé a Aya el dracma griego. Aunque le gustó también aquella plata agradable al tacto, no quiso saber nada más de juegos numéricos, valores de compra ni medios de pago. Declaró que ciento once era el número más alto, el número absoluto, el valor final Aya. Se podía contar y comprobar en ella. Mientras no se pudiera palpar en alguna de las mujeres de la horda más de ciento once hoyuelos, la cifra seguiría siendo ciento once. Todo cálculo que pasase de ahí era antinatural y, por consiguiente, contrario al sentido común. Castigaría toda especulación. Había que combatir el irracionalismo en sus comienzos. Luego me ordenó que, antes de la llegada del invierno, colocase ciento once cráneos de anta sobre ciento once postes en un círculo de ciento once pasos, señalando de ese modo el nuevo lugar de sacrificios.

 

Reconocerás, Ilsebill, que tanta tutela paleomaterna aunque me mantuviera abrigado e inocente, se convirtió poco a poco en coacción. Porque las cosas quedaron así. Durante un sinnúmero de siglos sólo pudimos contar hasta ciento once. Es verdad que, en algún momento del último milenio antes de la Encarnación del Señor, comenzó el comercio del ámbar con los fenicios, que llegaron con sus barcos de vela como si el rodaballo los hubiera guiado hasta nuestras remotas costas, pero a aquellos caballeros les dábamos trozos del tamaño del puño y sólo con dificultad aprendimos el arte del regateo. Nos timaban siempre.

El rodaballo refunfuñó cuando lo saqué del mar. Me hizo la cuenta de nuestras pérdidas: «¡Seguís siendo unos mentecatos neolíticos! ¿Es que os van a tomar siempre el pelo? Con vuestro ámbar podríais adquirir pertrechos de bronce completos para ciento once hordas tan grandes y tan huérfanas de padre como la vuestra. Y por si fuera poco, joyas de plata y tejidos de púrpura para las mujeres. Aunque no sepáis acuñar moneda, tenéis que meteros en la cabeza que vuestro ámbar vale tanto como el oro en Sidón y Tiro. Me estáis hartando. Nunca seréis hombres de veras. ¡Maricas!».

 

Lo mismo que en el cuento del pescador y su mujer Ilsebill se habla siempre, sin más detalles del rodaballo —«Díxole el rodaballo... Llegóse el rodaballo nadando y díxole...»—, así hablo yo también del rodaballo, como si sólo existiera el omnisciente, el que, siempre que yo tempotransitaba, me aconsejó, instruyó y adoctrinó, me educó en la virilidad y me aleccionó categóricamente sobre cómo mantener a las mujeres dóciles en la tibieza del lecho y enseñarles a practicar, con ánimo apacible, una tranquila resignación. Sin embargo, existen la platija, el rombo, la pelaya y el gallo. El mío era y es el llamado rodaballo, que se parece a la platija, pero tiene la piel accidentada por osificaciones como guijarros.

El rodaballo se extiende por todo el Mediterráneo, por el mar del Norte hasta la costa noruega y por el Báltico, mi mar Báltico. Como en todos los peces planos, el eje de sus ojos está inclinado en relación con la boca torcida, lo que le da un aspecto sabihondo y, al mismo tiempo, maligno o, mejor dicho, atravesado: bizquea desconsideradamente. (Al parecer, el dios ático Poseidón lo empleó en su lucha contra Hera, la Atenea pelásgica, y otras defensoras del matriarcado: en calidad de agitador.)

Su familia —todos los pleuronéctidos— tiene muy buen sabor. La Aya neolítica cocía lentamente a sus congéneres en hojas húmedas. Hacia finales de la edad del bronce, Vigga lo frotaba por ambos lados con ceniza blanca y, por su lado ciego, lo acostaba sobre ceniza bajo la que se consumía la brasa. Después de darle la vuelta lo lacteaba según la receta neolítica, con un chorro de su pecho siempre rebosante, o bien, según la nueva moda, con leche de yegua fermentada. Mestuina, que cocinaba ya sobre una parrilla de hierro en cacharros refractarios, cocía el rodaballo a fuego lento con acederas o hidromiel. Antes de servirlo, espolvoreaba eneldo silvestre sobre el pez de ojos blancos.

Él, el auténtico rodaballo parlante que me soliviantaba desde hacía siglos, conocía todas las recetas utilizadas para preparar paganamente a sus iguales y con las que más tarde, durante la cuaresma cristiana (no sólo los viernes), se servían a la mesa. Con cierto despego hacia sí mismo, de una forma torcidamente irónica, era capaz de elogiar su propio sabor: «La realidad, hijo, es que el rodaballo es uno de los peces nobles. Más adelante, cuando vosotros, hombres menores de edad y seniles desde la infancia, os liberéis por fin del pecho materno, acuñando monedas, fechando la Historia e imponiendo el patriarcado, cuando —¡por fin!— os hayáis emancipado de una tutela femenina de seis mil años, estofaréis en vino blanco a mis semejantes, rodaballos y también platijas, les añadiréis alcaparras, los rodearéis de gelatina, los disfrazaréis sabrosamente con salsas y los serviréis en porcelana de Sajonia. Brasearéis, glasearéis, escalfaréis, rebozaréis y filetearéis a mis iguales, los ennobleceréis con trufas, los espiritualizaréis con coñac y los bautizaréis con nombres de mariscales, duques, el Príncipe de Gales o el Hotel Bristol. ¡Campañas militares, conquistas, invasiones! Oriente negociará con Occidente. El Sur enriquecerá al Norte. ¡Os anuncio y me anuncio las aceitunas, el refinamiento, el buen paladar, el limón!».

 

Sin embargo, eso había de tardar. (Tú sabes lo difícil que os resulta a vosotras desacostumbrar a los hombres de su padreterna tutela.) Mucho tiempo después de Aya y sus ciento once hoyuelos y tres pechos seguían dominando todavía las mujeres, aunque con mayor dificultad. Los hombres habíamos probado el gusto del metal. Y el rodaballo nos tenía al día. Sólo con llamar llegaba mi periódico flotante. Supe de avanzadas culturas lejanas, de los sumerios y de la doble hacha minoica, de Micenas y la invención de la espada, de guerras en que luchaban hombres contra hombres porque por todas partes había quebrado el dominio de las mujeres, poco dadas a la Historia, y por fin podían señalarse fechas.

El rodaballo me daba pesadas conferencias: sobre la arquitectura de los templos de Mesopotamia y el primer palacio de Cnosos. Sobre el cultivo de los cereales —escanda almidonera-cebada-escanda común-mijo— en la región del Danubio. Sobre la cría de rebaños de animales domésticos en el Asia Menor y la posible cría de rebaños de renos en la región del Báltico. Sobre la covadera y la azada, sobre el revolucionario arado.

Todas sus conferencias las terminaba con palabras de exhortación: «¡Ha llegado la hora, hijo mío! El neolítico, como llamamos a la edad de piedra más reciente, ha entrado en su fase final. Desde Mesopotamia, por el delta del Nilo y hasta la isla de Creta, fomentada por la energía masculina, se extiende una alta cultura. Allí se ve a las mujeres cultivar los campos y moler en morteros de piedra el grano recogido. Allí no son irremediables las hambres. No, cerdos y vacas se multiplican en rebaños. Siempre hay reservas. Se construyen viviendas duraderas. De las hordas y los clanes surgen las tribus. Reinan los reyes Horus. Los imperios limitan con imperios. Y los hombres se alzan en armas. Saben por qué luchan: por la heredad heredada. Sin embargo, vosotros seguís cenagados en la lujuria y no sabéis lo que quiere decir procrear. La madre fornica con el hijo. La hermana no sabe que es su hermano quien la contenta. Sin sospechar cubre el padre a la hija. ¡Todo inocentemente! ¡Lo sé! Síseñor, dependéis de esas tetas. Nunca tenéis bastante. Eternamente mamones. Pero, ahí fuera, el futuro ha plantado ya sus banderolas. La Naturaleza no quiere ser mujerilmente padecida, sino virilmente doblegada. Abrid canales. Desecad marismas. Repartid, labrad y poseed la tierra. Engendrad el hijo. Dejad una herencia. Habéis mamado dos mil años de más, pero los mamados habéis sido vosotros. Os lo aconsejo: quitáos del pecho. Tenéis que destetaros. Hijo mío, ¡deja de mamarla de una vez!».

 

Al rodaballo le era fácil decirlo, muy fácil. Nosotros, de todos modos, necesitamos aún un milenio cumplido para virilizarnos en el sentido rodaballesco. Sin embargo, entonces nos hicimos hombres, como puede comprobarse en los libros: hombres de mirada penetrante bajo capuces de cuero y cascos. Hombres de ojos que escrutaban y recorrían horizontes. Hombres furiosos por engendrar, que sublimaron sus falos hediondos en torres nobiliarias, torpedos y cohetes espaciales. Hombres sistemáticos, agrupados en órdenes viriles. Hombres de palabra formidable capaces de cortar palabras en cuatro. Descubridores que no se conocían a sí mismos. Héroes que no querían, nunca y por ningún concepto, morir en la cama. Hombres que con boca dura decretaban la libertad. Hombres con objetivos finales, tenaces, que sabían vencerse a sí mismos, resueltos, indómitos, crecidos siempre ante la adversidad, inventores de sus propios enemigos, grandiosamente pretenciosos, defensores del honor por el honor, hombres de principios, que iban al grano, irónicamente autocontemplativos, trágicos, destrozados, capaces de ver más allá.

Hasta el rodaballo, que nos había aconsejado esa evolución, se asustó cada vez más y finalmente se refugió —en la época de Napoleón— en cuentos de hadas planamente contados en bajo alemán. Sólo seguía asesorándonos en cosas pequeñas. Luego calló durante mucho tiempo. Desde hace poco se le puede hablar otra vez y ahora me aconseja que ayude a Ilsebill a lavar los platos y que —como está embarazada— haga un curso de puericultura. «Muchas mujeres», dice, «valen tanto como cualquier hombre. Como, por ejemplo, tu eficiente Ilsebill. Hay que reconocerlo, hijo, como siempre fue nuestra benovolente intención desde que, por mi propia voluntad, me metí en tu nasa de anguilas».

Y figúrate, Ilsebill, el otro día me dijo el rodaballo que en breve responderá a las mujeres y a sus acusaciones. Maldiciendo la falsificación de su leyenda por los hermanos Grimm, exclamó: «¡Hay que acabar de una vez con ese cuento!».

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Trabajo dividido

Nosotros... somos papeles.

Yo y tú conservamos, tú la sopa caliente...

yo el espíritu de la botella en frío.

 

En algún momento, mucho antes de Carlomagno,

cobré conciencia de mí mismo,

mientras que tú sólo te has continuado.

Tú eres... yo llego a ser.

A ti te falta aún... yo necesito otra vez.

Tu pequeño lugar seguro...

mi gran empresa arriesgada.

Cuida tú de la paz doméstica... yo tengo prisa en salir.

Trabajo dividido.

Sujeta la escalera mientras subo.

Tus gimoteos no sirven de nada, prefiero poner champán a enfriar.

Sólo tienes que aguantar mientras te entro por detrás.

 

Mi pequeña y valiente Ilsebill,

en quien puedo confiar por completo,

de la que quisiera estar orgulloso,

la que con manos hábiles todo lo cura-cura-sana,

la que yo adoro-adoro,

mientras ella, interiormente reciclada,

se vuelve distinta, extrañamente distinta y autoconsciente.

¿Me permites darte fuego aún?

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De cómo fue capturado el rodaballo por segunda vez

Ya lo he contado: se metió en mi nasa un día del neolítico. En todo lo que podía ser controvertido, eran entonces las mujeres las que mangoneaban. Sabido es el pacto que hicimos: yo lo puse en libertad y él me ha guiado a través de los tiempos con sus consejos rodaballescos. A través de la edad del bronce, de la edad del hierro. Tanto si eran primitivocristianos, goticoflamígeros, reformistas o barrocos, como si eran absolutistas ilustrados, socialistas o capitalistas, el rodaballo se anticipaba a todas las transiciones históricas, a todos los cambios de moda, a las revoluciones y sus retrocesos, a la última verdad revelada, al progreso. Así, con toda premeditación, me ayudó a promover la causa masculina. Nosotros, por fin nosotros, éramos los que cortábamos el bacalao.

Hasta ayer. Ahora no me habla. Aunque lo llame suplicante una y otra vez «¡rodaballete!», ningún «¿qué pasa, hijo?» familiar me responde. Unas mujeres sentadas a una larga mesa lo juzgan. Ya está confesando, con muchos rodeos. (Y también yo confieso por qué el rodaballo se ha hartado hace tiempo de mí y de la causa masculina.)

Cuando, pocos meses antes de la crisis del petróleo, fui al mar a llamarlo otra vez (para que me aconsejara en la declaración de la renta), me dijo que denunciaba el contrato: «De vosotros, los papadas, no se puede sacar ya ni chispa. Sólo trucos y artimañas. Ahora», dijo como despedida, «tendré que ocuparme un poco de las Ilsebills».

Naturalmente, mordió el anzuelo en las turbias aguas del Báltico. Es un tradicionalista. Si no en la bahía de Danzig, fue en la de Lübeck, en esa especie de caldo que baña la costa oriental de Holstein, entre los faros de Cismar y de Scharbeutz, a una milla marina del borde alquitranado de las playas; se prestó a ello conscientemente y —como reconoció luego ante el tribunal— les dio «a tres señoras que se aburrían la ilusión de haber pescado algo».

Sieglinde Huntscha, que durante algún tiempo sólo atendió por «Siggi»; Susanne Maxen, alias «el Maxi», y Franziska Ludkowiak, llamada «Fränki», habían alquilado por unas horas un barco de vela en el pueblecito marinero de Cismar y, con más calma que brisa, se daban mutuamente la tabarra en su jerga. Tres chicas duras de pelar que (como tú, Ilsebill) pertenecen al grupo de las treintañeras —Maxi al principio, Fränki al final de los treinta— y que, cuando hablan, escupen despectivamente cada dos frases y dicen de casi todo que es una mierda, o lo encuentran mierdoso o cagado.

Quizá porque Siggi, el Maxi y Fränki, por vagos motivos, se consideraban lesbianas y pertenecían por ello a un círculo feminista cuyo primer mandamiento era el rechazo radical de la penetración masculina, Siggi se había llevado al barco su bastón de paseo: un bastón ordinariamente viril, con adornos metálicos de recuerdo. El bastón servía de caña. De él colgaba una cuerda corriente. El anzuelo eran unas asexuadas tijeras de uñas. Fränki hacía barquitos de papel de periódico. También los barquitos iban a la deriva. Ni una pizca de brisa quería soplar.

Si por lo menos Siggi hubiera contado chistes de pescadores. Estaban al pairo sin ninguna habilidad marinera. Se pinchaban mutuamente con las extravagantes muletillas del hacía tiempo amainado movimiento estudiantil. Lo encontraban todo —incluida la pesca de Siggi— bastante cagado. «Lo que nos haría falta», dijo Fränki haciendo dobleces en un barquito, «es una base ideológicamente limpia para nuestro superego». Fue entonces cuando el rodaballo mordió.

¡Créeme, Ilsebill! En el momento exacto y con premeditación. (Luego, ante el tribunal, declaró que no había sido fácil aferrarse a una de las hojas de las tijeras de uñas, puntiagudas pero inestables. Se había perforado dos veces el labio superior.)

Fue el Maxi quien lanzó el consabido grito: «¡Ha picado! ¡Tira Siggi! ¡Sácalo! ¡Machomacho!».

Lo mismo desde hacía milenios: el gran ¡ah! Y la misma expectación. ¿Será esta vez el pez insólito, muy raro, mejor dicho, el ejemplar único, el pez viejísimo y legendario, o será otra vez un zapato viejo? La suerte del pescador. Sólo tienes que aguardar pacientemente en silencio, marmullarte la lengua por tiempo indefinido. No pensar o pensar en lo contrario. Absorberte a ti mismo hasta que puedas ser cualquiera. O pronunciar la palabra exacta como cebo. O ser tú mismo cebo y anzuelo. El gusanillo que se retuerce.

Las tijeras peladas eran el único anzuelo y, sin embargo, habían despertado el apetito del rodaballo. Ahora yacía plano en el fondo del barco. Su labio superior sólo sangró cuando Siggi, cautelosamente pero con valor que podría calificarse de varonil, le sacó las tijeritas del belfo. Sorprendente tamaño el del pez. Nunca (salvo en aquella otra ocasión) se había capturado en el Báltico un ejemplar de tal peso. Casi podría pensar que mi pesca neolítica fue menos espectacular. Desde entonces ha acabado de crecer. Más protuberancias abultan y arrugan su piel. ¿Envejecía con el tiempo, era mortal?

A pesar del tamaño: lo que las tres chicas admiraban seguía siendo un pez ordinario. Fränki dijo que era un rodaballo de primera y propuso estofarlo en vino blanco con alcaparras. En una de las muchas tiendas de comestibles que han convertido el balneario de Scharbeutz en centro comercial, había visto, dijo, eneldo fresco. Siggi quería aceitar al rodaballo por ambos lados, espolvorearlo con albahaca y dejar que se hiciera en horno moderado durante media hora.

Las tres vivían en una caseta de peón agrícola, alquilada para las vacaciones. El Maxi era incapaz de comer cualquier pescado que fuera reconocible como tal: ¡Puahhh! Por eso Fränki propuso filetear al rodaballo, bañarlo en huevo una vez cortado en trozos y, friéndolo en abundante aceite, dejarlo irreconocible como pez.

Siggi dijo: «¡Maldita sea! Esto le hubiera gustado a nuestra Billy. Nos hubiera rehogado el rodaballo en mantequilla con estragón o quizá lo hubiera flambeado con coñac». Y Fränki remachó: «¿Y entonces qué, Maxi? Si nuestra Billy te lo hubiera servido con todos los aditamentos, ¿qué? ¿Habrías dicho también puahhh?».

Sin embargo, el Maxi no lo quería de una forma ni de otra, ni tampoco al estilo de Billy. Lo que quiso hacer con el rodaballo, en cuanto Siggi le hubo quitado las tijeras del abultado labio superior, fue echarlo otra vez a las turbias aguas del Báltico: dijo que miraba de una forma muy torcida. Seguro que traía mala suerte. Su sangre era de un rojo tan humano. A un pez así no se le pesca para divertirse. Sólo aparentemente era un pez. Entonces habló el rodaballo.

No muy fuerte, sino en tono casual, dijo: «¡Qué coincidencia!». Igual hubiera podido decir: «A todo esto, ¿qué hora es?». O: «¿Quién va en cabeza en la Liga?».

Siggi, Fränki y el Maxi se quedaron, como suele decirse, sin habla. Sólo después, cuando el rodaballo charlaba ya por los codos, logró el Maxi soltar a media voz exclamaciones como: «¡Qué cachondo! Me deja patidifusa. ¡Machomacho! Si nuestra Billy estuviera aquí».

Fränki y Siggi, sin embargo, siguieron mudas. Sus dos cabezas intentaban reconstruir lo ocurrido aquella tarde de domingo, rechazar la supuesta casualidad, introducir alguna sensatez en aquel suceso irracional y, por debajo de la lógica inocente de los cuentos de hadas —el rodaballo se había presentado diciendo: «Sin duda conocen ustedes, señoras, el cuento de El pescador y su muxer»—, descubrir el sentido oculto de todo aquello: ¿Quién hablaba y con qué fin? ¿Qué era lo que había que racionalizar primero (antes de cualquier verbalización): la capacidad de hablar o el mensaje? ¿Quizá una escolástica medieval tardía y reaccionaria pretendía demostrar que el Mal era capaz de asumir figura de pez? ¿Tenía algo que ver con la personificación del Capitalismo? O, de forma aún más antinómica: ¿se manifestaba así en la actualidad el Espíritu del Mundo hegeliano?

«¿Quién eres?», gritó en medio de una intrincada frase rodaballesca Franziska Ludkowiak que, en calidad de Fränki, se había apoderado del bastón chapado —la caña de pescar ahora ociosa de Siggi—, y parecía dispuesta a desinvitar a aquel huésped no invitado: debía de proceder de estratos intermedios del subconsciente; inducía a la esquizofrenia y recordaba esas películas en que la locura, ligeramente deformada, nos contempla desde espejos agrietados. (Fränki odiaba las mixtificaciones, aunque le gustaba que el Maxi le echase las cartas.)

Ahora bien, la pregunta «¿quién eres?» se ha formulado con frecuencia en ocasiones igualmente sorprendentes. La mayoría de las veces no hay respuesta o se recibe sólo una información oscuramente mascullada. El rodaballo, sin embargo, no era partidario de los secretitos. Ante todo, rogó que de vez en cuando lo rociaran con agua —de lo que se ocupó Siggi, con una lata de conservas vacía—, luego pidió que le limpiaran con un kleenex el labio superior, que todavía sangraba —lo que hizo también Siggi—, y por último habló sin ambages.

Después de hacer una breve descripción de la situación neolítica y una presentación objetiva del matriarcado huérfano de padre, me introdujo a mí, pescador ignorante, y explicó las razones que le habían movido a meterse en mi nasa de anguilas y ofrecerse a ser mi asesor por contrata.

Me llamó zoquete neolítico de nivel medio. Dijo que, mantenido en un estado de minoría de edad, había sido incapaz de darme cuenta del sistema de tutela absoluta del dominio femenino y, mucho más, de escapar de él. Sólo mis dotes artísticas, mi irresistible tendencia a trazar en la arena dibujos, adornos y figuras le habían hecho concebir la esperanza de que yo pudiera, siguiendo sus consejos, crear las condiciones para una sustitución gradual —él dijo «evolucionaria»— del dominio de las mujeres. Lo cual se había conseguido, por cierto, aunque con dos siglos de retraso en la región de la desembocadura del Vístula. Pero también después le había planteado problemas. En todos mis tempotránsitos, lo mismo en la época goticoflamígera que en el Siglo de las Luces, yo había sido un incapaz. Dijo que, aunque se había ocupado de ella de una forma apasionadamente partidista, ahora había perdido todo interés por la causa masculina. Él era así: siempre tenía que probar cosas nuevas. No había que considerar la Creación como acabada. Estaba de acuerdo con Bloch, el viejo herético. (Y citó al filósofo: «Soy. Pero no me poseo. Por eso sólo devenimos».) En consecuencia quería —y rogaba a las señoras que le llamasen simplemente rodaballo— iniciar una nueva fase del desarrollo de la Humanidad. La causa masculina no daba más de sí. Muy pronto, una crisis a escala mundial señalaría el fin del dominio masculino. Los caballeros estaban en bancarrota. Su abuso del poder había agotado su potencia. Incapaces de nuevos impulsos, pretendían ahora salvar al capitalismo mediante el socialismo. De risa. Él, el rodaballo, quería ofrecerse a ayudar en lo sucesivo únicamente al sexo femenino. No, desde luego, quedándose en tierra. Tenían que comprender que necesitaba su elemento. Y como disfrutaba de la hospitalidad de tres señoras para las que la podrida relación hombre-mujer sólo significaba una fastidiosa monotonía, confiaba en encontrar comprensión para su necesidad elemental.

«En suma», dijo el rodaballo para terminar, «ustedes, señoras, me ponen otra vez en libertad; y yo las asesoraré en todas las situaciones de la vida, aunque también en las cuestiones de principio. Aquí, en este día, hay que fijar el comienzo de una nueva era. Mi idea es que el poder cambie de sexo. Ha llegado la hora de la mujer. Sólo así podremos dar al mundo, a nuestro pobre mundo —porque ha perdido toda esperanza—, a ese juguete de una virilidad hoy desfallecida, un sentido nuevo..., digámoslo con franqueza, un sentido femenino. No todo se ha perdido».

Naturalmente, Siggi, Fränki y el Maxi no se limitaron a decir: «¡Vale! De acuerdo. Trato hecho. Ni de encargo». Porque si las tres hubieran aceptado sin más la propuesta del rodaballo, lo hubieran devuelto al Báltico y se hubi

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