El gato y el ratón (Trilogía de Danzig 2)

Günter Grass

Fragmento

ElGatoRaton-1.xhtml

I

...y una vez, cuando ya Mahlke sabía nadar, estábamos tendidos sobre la hierba junto al campo de juego, yo hubiera debido ir al dentista, pero no me dejaban, porque como delantero era difícil de suplir. Mi diente aullaba. Un gato atravesó en diagonal el prado sin que nadie le tirara. Algunos de los muchachos mascaban o arrancaban tallos de hierba. El gato pertenecía al administrador del campo y era negro. Hotten Sonntag frotaba su palo con un calcetín de lana. Mi diente hizo acto de presencia. El torneo se prolongaba desde hacía ya un par de horas. Nos habían dado una paliza y esperábamos ahora la revancha. El gato era joven, aunque no precisamente un minino. En el estadio menudeaban los disparos contra una y otra meta. Con machacona insistencia mi diente iba repitiendo una misma palabra. En la pista de ceniza, los corredores de los cien metros practicaban la salida o estaban nerviosos. El gato zigzagueaba. Lento y sonoro cruzaba el cielo un trimotor, pero sin lograr ahogar con su ruido el aullido de mi diente. Entre los tallos de hierba, el gato negro del encargado del campo mostraba un babero blanco. Mahlke dormía. El Crematorio, entre los Cementerios Unidos y la Escuela Técnica Superior, trabajaba con viento este. El profesor Mallenbrandt tocó el silbato: «¡Juego cambio de campos listos!». El gato se entrenaba a su manera. Mahlke dormía o eso parecía. A su lado, a mí me dolía el diente. Entrenándose, entre arranques y paradas bruscas, el gato se nos fue acercando. La nuez de Mahlke hubo de llamarle la atención, porque era grande, se movía sin cesar y proyectaba una sombra. Entre Mahlke y yo, el gato negro del encargado del campo se arqueó para el brinco. Formábamos un triángulo. Mi diente optó por abstenerse, porque la nuez de Mahlke se convirtió para el gato en ratón. ¡Era tan joven el gato, y tan móvil el cartílago de Mahlke! En todo caso, el gato saltó a la garganta de Mahlke; o tal vez fue uno de nosotros quien agarró al gato y se lo puso a Mahlke en el pescuezo; o bien yo, con o sin dolor de diente, cogí al gato y le mostré la nuez de Mahlke. Y Joaquín Mahlke lanzó un grito, pero la cosa no pasó de unos leves arañazos.

Y ahora yo, que mostré tu nuez al gato y a todos los gatos del mundo, me veo obligado a escribir. Y aunque no quisiera que tú y yo fuéramos inventados los dos, tendría que hacerlo, porque aquel que por razón de su oficio nos creó a ambos me obliga una y otra vez a tomar tu nuez en las manos y a llevarla a todos los lugares que la vieron triunfar o fracasar. Así pues, dejo que al principio tu nuez se agite arriba del destornillador, lanzo a las ráfagas intermitentes del nordeste, muy alto por encima de la cabeza de Mahlke, una bandada de gaviotas hartas hasta reventar, digo que estamos en verano y que el tiempo se mantiene inalterablemente bello, supongo que el casco abandonado es de un barco de la clase Czaika, confiero al Báltico el color de vidrio grueso de las botellas de sifón y, fijado en esta forma el lugar de la acción al sudeste de la boya de entrada de Neufahrwasser, dejo que la piel, de la que el agua sigue escurriéndose en regueros, se le ponga a Mahlke de gallina, aunque no es el miedo lo que le quita su tersura, sino el tiritar que trae consigo una permanencia demasiado prolongada bajo el agua.

Y, sin embargo, ninguno de los que estábamos acurrucados allí sobre los restos del puente de mando, flacos, largos de brazos y con las rodillas empinadas, había pedido a Mahlke que volviera a bucear a la proa sumergida del dragaminas y al cuarto de máquinas adyacente, hacia el centro del barco, para desprender allí con el destornillador alguna cosa: algún tornillo, una ruedecita o algo muy especial —por ejemplo una placa de latón con las instrucciones en polaco y en inglés, en letra muy apretada, relativas a alguna de las máquinas. Porque es el caso que estábamos acurrucados en lo que de superestructura emergía del agua de aquello que en otro tiempo fuera un dragaminas de la clase Czaika, construido en Gdingen y botado en su día en Modlin, el cual había sido hundido el año anterior al sudeste de la boya de entrada, o sea, fuera del canal, de modo que no entorpecía para nada la navegación.

Desde entonces, los excrementos de las gaviotas se iban secando sobre la herrumbre. Se las veía volar cualquiera que fuese el tiempo, repletas y lisas, con ojos laterales que parecían abalorios, rozando a veces los restos de la bitácora tan de cerca que casi se las hubiera podido agarrar con la mano, en tanto que otras veces lo hacían muy alto y en desorden, y lanzaban siempre sus mucosos excrementos en pleno vuelo y de modo que, conforme a un plan imposible de descifrar, nunca caían en el blando mar, sino que daban siempre, invariablemente, en la herrumbre de la superestructura. Duras, compactas y calcáreas, las excreciones se iban apilando en montículos unas junto a otras o unas sobre otras. Y cuando estábamos en el barco, siempre había uñas, de las manos o de los pies, que trataban de arrancarlas, siendo ésta la razón, y no porque nos las royéramos —con excepción de Schilling que sí lo hacía siempre y tenía padrastros—, de que las tuviéramos agrietadas. Mahlke era el único que las conservaba largas, aunque algo amarillentas debido al constante bucear, ya que ni se las roía ni escarbaba con ellas los excrementos de las gaviotas. Y fue también el único que nunca comió de dichos excrementos, en tanto que todos los demás, aprovechando la ocasión, mascábamos aquellos grumos, como si se tratara de caliza conchífera, hasta reducirlos a un moco espumoso que escupíamos luego por la borda. Por lo demás, aquello no sabía a nada, o sabía a yeso, o a harina de pescado, o a todo lo imaginable: a felicidad, a muchachas, al buen Dios. Winter, que no cantaba del todo mal, nos decía: «¿Sabéis, muchachos, que los tenores de ópera suelen comer a diario excrementos de gaviota?». A menudo las gaviotas cazaban nuestros escupitajos al vuelo y como sin darse por enteradas.

Al cumplir, poco después de iniciada la guerra, los catorce años, Joaquín Mahlke no sabía ni nadar ni montar en bicicleta, no llamaba particularmente la atención en nada ni ostentaba todavía aquella nuez que más adelante había de atraer al gato. Estaba dispensado de las clases de gimnasia y natación porque, según los certificados presentados, su salud era algo precaria. Aun antes de que aprendiera a montar en bicicleta, en la que ofrecía una figura cómica, con sus orejas como soplillos encendidos y las rodillas abriéndose en el sube y baja, Mahlke se inscribió en natación durante la temporada de invierno en la piscina cubierta de Niederstadt, pero al principio sólo fue admitido para la natación en seco, con los de ocho a diez años. Tampoco había progresado mucho en la siguiente temporada de verano. El bañero del establecimiento de Brösen, figura típica de bañero, con un cuerpo como una boya y unas piernas lisas y delgadas sin un solo pelo, tuvo que entrenar primero a Mahlke en la arena y mantenerlo a flote, más adelante, con el sedal. Sin embargo, al ver tarde tras tarde que todos nos echábamos al agua y volvíamos contando maravillas del dragaminas hundido, se sintió poderosamente estimulado, puso en el aprendizaje todo su empeño, y, antes de transcurridas dos semanas, logró emanciparse por completo de la tutela del bañero.

Con gran seriedad y aplicación nadaba la ida y vuelta entre el muelle, el gran trampolín y el establecimiento, y hubo de haber adquirido ya cierta resistencia cuando empezó a bucear desde el rompeolas, sacando primero a la superficie conchas comunes del Báltico y, más adelante, una botella de cerveza llena de arena que arrojaba bastante lejos para volver a sacarla. Me parece que pronto llegó a recuperarla con regularidad, ya que cuando empezó a bucear con nosotros en el bote había dejado de ser un principiante.

Nos suplicó que le dejáramos acompañarnos. Unos siete u ocho de nosotros nos disponíamos precisamente a emprender nuestra clase diaria y nos estábamos mojando precavidamente el cuerpo en el agua poco profunda de la sección del baño para familias, cuando Mahlke hizo su aparición en la pasarela del baño para hombres:

—Dejadme ir con vosotros; os aseguro que sí puedo.

Traía colgando del cuello un destornillador, que desviaba la atención de su nuez.

—¡Bueno, vente! —y Mahlke vino con nosotros. Entre el primero y el segundo banco de arena se nos adelantó, pero no hicimos el menor esfuerzo para alcanzarle—. Dejadle, ya se le acabarán las agallas.

Cuando nadaba de pecho, el destornillador le bailaba ostensiblemente entre los omóplatos, ya que tenía un mango de madera. Pero cuando nadaba de espaldas, el mango se movía sobre su pecho, aunque sin llegar a disimular por completo aquel lamentable cartílago entre la mandíbula y la clavícula que emergía del agua cual una aleta dorsal e iba dejando una estela tras de sí.

Y luego Mahlke nos dio una exhibición. Buceó varias veces una a continuación de otra con su destornillador, y subió a la superficie todo lo que se dejara destornillar en dos o tres zambullidas: tapaderas, fragmentos de revestimiento, una pieza de un generador. Halló abajo una cuerda, y con la ayuda del cable medio roto subió de la proa un auténtico Minimax —de fabricación alemana por más señas—; lo que es más, el extinguidor estaba todavía en condiciones de funcionar. Mahlke nos hizo una demostración: apagó con espuma, nos enseñó cómo se apaga con espuma, apagó con espuma el mar color de vidrio verde y, en una palabra, se afirmó como grande desde el primer día.

Los copos formaban todavía islotes y tiras alargadas en el oleaje regular del mar liso, atraían unas pocas gaviotas, las repelían, se juntaban y se iban alejando, convertidos en una sola masa sucia de nata cuajada, hacia la playa. Entonces Mahlke dio por terminada su demostración, se acurrucó a la sombra de la bitácora, y mucho antes aún de que algunos jirones aislados de espuma vinieran a desmayarse sobre el puente y temblaran al menor soplo de la brisa, la piel avellanada se le puso de gallina.

Mahlke tiritaba, soltó su nuez, y el destornillador le empezó a danzar entre las clavículas agitadas por el frío. Pero también la espalda, superficie a trechos caseosa y rojo-cangrejo de los hombros para abajo, en la que la piel siempre recién tostada se le despellejaba constantemente a ambos lados de la columna vertebral, que se le marcaba a manera de rallador de cocina, poníasele granulada y se agitaba en escalofríos intermitentes. Sus labios amarillentos tenían los bordes morados y dejaban al descubierto sus dientes castañeteantes. Con sus grandes manos amoratadas trataba de contener las rodillas que se había lastimado en los mamparos cubiertos de conchas, prestando así cierta resistencia a su cuerpo y a sus dientes.

Hotten Sonntag —¿o fui yo acaso?— lo friccionó:

—¡Por Dios, muchacho, no vayas a pillar algo! Piensa que aún nos falta el regreso —el destornillador empezó a calmarse.

Para ir hacíamos veinticinco minutos desde el rompeolas y treinta y cinco desde el establecimiento de los baños. El retorno, en cambio, nos llevaba unos buenos tres cuartos de hora. Por muy fatigado que estuviera, Mahlke llegaba siempre al rompeolas con más de un minuto de ventaja sobre nosotros. Y esta ventaja del primer día siguió manteniéndola todo el tiempo. Antes de que llegáramos al bote —así llamábamos entre nosotros al dragaminas—, Mahlke se había dado ya su primera zambullida, y cuando casi todos a una alargábamos nuestras manos de lavandera hacia la herrumbre y los excrementos o hacia las salientes plataformas giratorias de los cañones, nos mostraba, sin decir palabra, alguna bisagra o cualquier otra cosa que se había dejado destornillar fácilmente, y empezaba ya a tiritar, pese a que a partir de la segunda o de la tercera zambullida se untase el cuerpo con una espesa y abundante capa de crema Nivea; porque es el caso que Mahlke siempre andaba sobrado de dinero para gastos menudos.

Mahlke era hijo único.

Mahlke era medio huérfano.

El padre de Mahlke había muerto.

Lo mismo en verano que en invierno, Mahlke calzaba unas botas anticuadas, heredadas probablemente de su padre.

Llevaba el destornillador colgando de un cordón negro que se ponía alrededor del cuello.

Ahora es cuando me viene a la memoria que, además del destornillador, Mahlke llevaba colgando del cuello otra cosa, para lo cual tenía sus motivos; con todo, el destornillador llamaba más la atención.

Probablemente desde siempre, aunque nunca nos hubiéramos fijado en ello, pero en todo caso a partir del día en que empezó a patear y a practicar figuras aprendiendo a nadar en seco en el área del establecimiento de baños, Mahlke llevaba colgando del cuello una cadenita de plata de la que pendía a su vez un objeto católico y de plata asimismo: una medalla de la Virgen.

Nunca se la quitaba del cuello, ni aun durante la clase de gimnasia; porque es el caso que, apenas hubo empezado con el aprendizaje de la natación en seco y al sedal en la invernal piscina cubierta de Niederstadt, Mahlke hizo también su aparición regular en nuestro gimnasio, y ya nunca más volvió a exhibir aquellos famosos certificados médicos. Y o bien la medalla de-
saparecía por el escote de la camisa blanca del equipo de gimnasia, o bien la Virgen de plata le quedaba exactamente arriba de la franja roja de aquélla, a la altura del pecho.

Ni siquiera las paralelas impresionaban a Mahlke. E inclusive tampoco se arredró en los ejercicios con el potro largo, en los que sólo participaban los tres o cuatro mejores de la primera sección; corvo y huesudo, volaba desde el trampolín de resorte sobre el largo cuerpo de cuero y, con la cadena y la Virgen de través, aterrizaba en diagonal sobre la estera levantando nubes de polvo. Y cuando agarrándose con las corvas practicaba la vuelta en la barra fija —más adelante, y no obstante su forma deplorable, había de llegar a dar dos vueltas más que Hotten Sonntag, nuestro mejor gimnasta—, o sea, cuando, con harto esfuerzo, Mahlke efectuaba sus treinta y siete vueltas, la medalla se le salía de la camisa y se veía lanzada treinta y siete veces alrededor de la crujiente barra horizontal, siempre adelante de su pelo medio castaño pero sin lograr nunca desprendérsele del cuello y recobrar su libertad, ya que, además del obstáculo de su nuez, Mahlke tenía un cogote abultado que, con la cabellera negra y el codo pronunciado que le formaba, retenía en su lugar la cadenita agitada por el movimiento circular.

El destornillador le quedaba encima de la medalla, y el cordón cubría en parte la cadenita. Sin embargo, el uno no desplazaba a la otra, mayormente por cuanto el objeto con el mango de madera no era admitido en el gimnasio. En efecto, nuestro maestro de gimnasia, un tal profesor Mallenbrandt, conocido en los medios gimnásticos por haber escrito un libro de nuevas normas para el deporte de la pelota, había prohibido a Mahlke que llevara puesto el destornillador durante la clase de gimnasia. El amuleto que pendía del cuello, en cambio, no había suscitado objeción alguna por parte de Mallenbrandt, ya que además de cultura física y geografía éste enseñaba también religión, y se las supo arreglar, hasta bien entrado el segundo año de la guerra, para presidir, bajo la barra fija y en las paralelas, los restos de una asociación gimnástica de trabajadores católicos.

Así pues, el destornillador tenía que esperar en el vestidor, colgando del gancho y encima de la camisa, en tanto que la Virgen de plata, ligeramente desgastada, estaba autorizada para proteger a Mahlke, colgando de su cuello, en sus arriesgados ejercicios.

Era un destornillador común y corriente, sólido y barato. A menudo, para desprender y subir a la superficie una plaquita fijada con dos tornillos y no mayor que las placas que suele haber al lado de las puertas de los pisos, Mahlke había de bucear hasta cinco y seis veces, sobre todo si la placa estaba fijada a alguna parte metálica y los tornillos se habían oxidado. En cambio, sirviéndose del destornillador como palanqueta, lograba a veces exhibir como trofeo después de sólo dos zambullidas, placas mayores, con mucho texto, que había arrancado juntamente con los tornillos de algún revestimiento podrido de madera. Las plaquitas las coleccionaba sin mucho interés, y regalaba muchas de ellas a Winter y a Jürgen Kupka, quienes sí coleccionaban sin reparo todo lo que se dejaba destornillar, inclusive placas de calles y plaquitas de los urinarios públicos; él no se llevaba a su casa sino las piezas que le gustaban especialmente.

Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras nosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua. Por nuestra parte, escarbábamos los excrementos de las gaviotas, nos tostábamos como puros y, al que lo tenía rubio, el pelo se le volvía color de paja; Mahlke se llevaba a lo sumo una nueva insolación. Cuando nosotros seguíamos con la mirada los barcos que pasaban al norte de la boya de entrada, él tenía invariablemente los ojos clavados en el fondo. Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, según creo recordar, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad bajo el agua. Repetidas veces subió Mahlke sin plaquitas y sin botín, pero con el destornillador roto o doblado en forma que ya no tenía remedio. Nos lo mostraba entonces, y también con eso nos impresionaba. Aquel gesto con que lanzaba el utensilio al mar, excitando inmediatamente a las gaviotas, no era hijo de una desilusión resignada o de una cólera inútil. Mahlke nunca arrojó un utensilio roto con indiferencia, ya fuera ésta afectada o real. Incluso la manera de arrojarlo parecía anunciar: ¡pronto veréis lo que es bueno!

...y una vez —había entrado en el puerto un buque hospital de dos chimeneas, y después de algunas conjeturas habíamos acabado por identificarlo como el Kaiser, del Servicio Marítimo Prusiano Oriental—, Joaquín Mahlke bajó a la proa sin destornillador. Tapándose la nariz con dos dedos, desapareció por la escotilla anterior, abierta, de color verde esquisto y apenas bañada por el agua; desapareció primero su cabeza, con el pelo —que el nadar y el bucear le habían partido— pegado fuertemente a la misma; siguieron la espalda y el trasero, dio luego una patada en el vacío, y a continuación, apoyándose con ambas plantas en el borde de la escotilla, empujó su cuerpo en diagonal descendente, hacia el sombrío acuario fresco que recibía algo de luz por las portillas abiertas: algunos gasterósteos nerviosos, un enjambre inmóvil de lampreas, algunas hamacas en el cuarto de la tripulación, balanceándose pero amarradas todavía, deshilachadas y recubiertas con barbas de algas, en las que los arenques tenían su cuarto para niños. Algún bacalao extraviado; anguilas, sólo de oídas —de platija, ni hablar.

Nosotros nos aguantábamos las rodillas ligeramente temblorosas, mascábamos excrementos de gaviota hasta reducirlos a papilla, y sentíamos una moderada curiosidad; mitad fatigados y mitad interesados, contábamos unas balandras que navegaban en convoy, seguíamos fijándonos en las chimeneas del buque hospital cuyo humo ascendía verticalmente, y nos mirábamos de soslayo. Permanecía abajo más tiempo que de costumbre, en tanto que las gaviotas revoloteaban y el oleaje chocaba en la proa, rompiéndose en la plataforma giratoria del cañón de proa desmontado; oíase un chapoteo detrás del puente, allí donde el agua se escurría entre los ventiladores lamiendo siempre los mismos remaches; cal bajo las uñas, escozor de la piel seca, luz centelleante, ruido de motores en el aire, presiones, las partes semirrígidas, diecisiete álamos entre Brósen y Glettkau... cuando de repente subió disparado: tenía la mandíbula morada y los pómulos amarillentos; salió chorreando de la escotilla, con el pelo partido exactamente en el centro de la cabeza; se tambaleó por la proa con agua hasta las rodillas, se asió de los soportes salientes, cayó de rodillas, con los ojos vidriosos, y hubimos de llevarlo al puente. Pero mientras el agua le salía todavía por la nariz y por la comisura de los labios, nos mostró ya su hallazgo: un destornillador de acero, de una sola pieza. Era un producto inglés elaborado, según rezaba en la marca, en Sheffield. No tenía la menor señal de orín ni muesca alguna, y estaba protegido todavía por una capa de grasa: el agua se juntaba sobre el acero en bolitas que se escapaban resbalando.

Día tras día, durante más de un año, Joaquín Mahlke llevó colgado de un cordón alrededor del cuello este destornillador, sólido y prácticamente irrompible, incluso cuando ya no íbamos al bote o sólo íbamos más raramente, y practicaba con él, no obstante ser católico o pr

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos