El diálogo

Graciela Fernández Meijide
Héctor Ricardo Leis

Fragmento

23 DE MAYO DE 2013

PA: ¿En Avellaneda nunca se vieron?

GFM: Yo nací en Avellaneda y vos, Héctor, también.

HL: Nacimos en el mismo barrio. A una cuadra de distancia.

GFM: Exactamente. A la vuelta. Yo no sé en qué vereda vivías. ¿Te acordás de la panadería?

HL: Sobre Gutiérrez, enfrente de la panadería.

GFM: Una vereda con baldosones. Yo iba a patinar allí porque en mi casa no podía. Íbamos a los mismos negocios. Sólo que yo tenía doce años más que vos.

HL: El padre de Graciela era médico y visitó mi casa varias veces para atender a mi abuelo. A mí me atendía Capelli…

GFM: Capelli era primo segundo de mi padre. Vivía en tu misma manzana. Mi padre era médico de barrio, hoy dirían médico de cabecera. Médico de familia, especialista en piel.

HL: Este diálogo se podría llamar “Los de Avellaneda”, ¿no?

GFM: “Los de Avellaneda”…

HL: No me preguntes por qué, pero siempre pongo que nací en Avellaneda. Podría poner “Buenos Aires”. Pero con Buenos Aires siempre tuve un problema. En Avellaneda hice un aprendizaje de vida que los porteños no tienen. Uno nunca sabe cuánto de las cosas de la infancia o de la adolescencia ayudan, cuánto de ese tipo de cosas ayudan más adelante. Pero creo que sí, que haber nacido en Avellaneda me hizo mucho más vivo. En Avellaneda las cosas se decían más rápido. La violencia también sucedía más rápido.

GFM: Me di cuenta de que tenés un escudito de Racing colgado por ahí. En la familia de mi madre, los Elizaga, todos eran de Independiente. Y por el lado de mi padre, los Castagnola, eran todos de Racing. Eso era así por Lolo Castagnola, un primo de mi padre que trabajaba en la CADE, la compañía de luz de la época. Lolo Castagnola además jugaba al fútbol. Y era un futbolero destacado, que incluso aparece en una poesía muy larga donde se nombra a muchos jugadores célebres. Te hablo de la época del fútbol amateur. Cuando no se les pagaba. Jugaban gratis. Trabajaban de algo y jugaban. De ahí que las tres hermanas nos hiciéramos de Racing.

HL: Yo iba con mi papá a la cancha de Racing.

GFM: ¿Tu papá qué hacía?

HL: Mi papá trabajaba en lana. Compraba la lana, la mandaba a lavar y la vendía. Era una mezcla entre cuentapropista y pequeño empresario. Trabajaba con su hermano y se las arreglaban. Cuando llegaron los tejidos sintéticos se acabó todo. Se fundió y se hizo fletero. Fue hasta tercer grado. Le fue bien. Era una época en la que a todo el mundo le iba bien. Se hizo su casa, consiguió ahorrar algo; sobrevivió y se jubiló. Mi mamá era maestra. Nunca ejerció pero daba clases particulares.

PA: ¿Los dos fueron a la escuela en Avellaneda?

GFM: Yo fui hasta cuarto grado al Normal de Avellaneda. El Normal de Avellaneda tenía una particularidad: funcionaba en la casa de un médico, el doctor De Benedetti, que la había donado. En los techos de las aulas había imágenes pintadas de angelitos y rosas. Ahí había ido mi madre cuando recién se había fundado la escuela. Recordaba que tenían que llevarse el banquito porque no había muebles. Y como mi madre se recibió de maestra en esa escuela, me mandaron ahí. Sin embargo, luego me pasaron al Normal de Barracas, el número 5, que era muy bueno. En ese momento abandoné el barrio y me hice nuevos amigos, como sucedía cuando una cambiaba de escuela.

HL: Mi mamá también fue al Normal de Avellaneda. Era una escuela pública, pero era también una escuela de elite.

GFM: Lo que era de élite era estudiar.

HL: Era un muy buen colegio. Ya todo el mundo sabe que la enseñanza pública en la Argentina fue muy buena. Yo estudié la primaria en el número 7, que quedaba en la continuación de la calle 12 de Octubre, Italia. Después fui a estudiar al Joaquín V. González, un colegio comercial en Barracas.

GFM: Nosotras las del Normal 5 íbamos a bailar con los del Joaquín V. González.

PA: La llegada a la secundaria es también comenzar a salir. ¿Qué hacían los jóvenes de Avellaneda en los 40 y los 50?

GFM: Había varios cines. Mi madre me llevaba desde chica al cine. Para cuando yo era adolescente, tenía un grupo de primos varones y amigos con los que íbamos juntos a todos lados. Íbamos a un cine que era más barato, que estaba en un lugar que se llama Crucecita, para el lado de Sarandí. Creo que era el Select. Tenía techo de lata, así que cuando llovía las gotas hacían un ruido tremendo. En invierno ponían estufas a gas y las iban moviendo por la platea para que estuvieran cerca de la gente. Ahí veíamos películas, sobre todo musicales. Así aprendíamos a bailar. Volvíamos a casa y poníamos los discos. Aprendí el boogie-woogie copiando las películas. Mi mamá, que era muy dramática, elegía películas que nos hicieran llorar a todos. ¡Para ella una película era buena si llorabas!

PA: ¿Cómo veían la política los de Avellaneda en los años del peronismo?

GFM: Vivía en un barrio mayoritariamente peronista y socialista, con muchos anarquistas, también. Sin ser militante de ningún partido, mi padre simpatizaba con los radicales, era antiperonista. Luego, toda la familia era antiperonista. Recuerdo en 1955, yo era más grande, cuando vi un discurso por televisión de Perón. La televisión era algo nuevo. No teníamos televisor en casa y fuimos a verlo a lo de mi abuela. Perón dijo: “Por cada uno de los nuestros que caigan, caerán cinco de ellos”. El cinco por uno. Volvimos con miedo, pensando que a mi papá podría ocurrirle algo porque se sabía en el barrio que no era peronista. Sin embargo, nadie le hizo nada. Hoy creo que se debió a la existencia de otras reglas de juego. No hay que olvidarse de que era médico, era alguien respetado por la comunidad, era conocido, alguien a quien se acudía en busca de socorro.

HL: Había una cierta idea comunitaria en el barrio. Podrían pensar: “Puede ser un gorila pero es un buen hombre”. En el tiempo de Perón yo era muy chico. Descubrí la masacre del 16 de junio en Plaza de Mayo tiempo después. Mis padres me lo habían ocultado. Pero recuerdo cuando el Almirante Rojas amenazó con bombardear Dock Sud. En un momento dado tuvimos que salir todos a la calle porque teníamos miedo de que cayeran las bombas. Era absurdo, salíamos como si no fueran a caer bombas en la calle. Los vecinos gritaban y decían que estaban bombardeando Dock Sud.

GFM: Recuerdo perfectamente ese momento. Vivíamos en una casa de dos plantas y teníamos dos radios, una arriba y otra abajo. Había una radio chiquita muy ridícula que requería que le conectaras la antena a una maceta y se escuchaba bastante mal, salvo si queríamos sintonizar Radio Carve, que emitía desde el Uruguay. Y teníamos que andar por todos lados con la maceta y la antena para enterarnos de qué era lo que pasaba. Eran momentos muy dramáticos.

HL: En mi familia los últimos años de Perón se vivieron de un modo muy áspero. Eso se notaba en las reuniones familiares. Mi papá tenía seis hermanos y la mayoría eran peronistas. Recuerdo a mi papá gritando: “¡Pero no hay libertad!”, “a mi hijo lo obligan a leer La razón de mi vida. Y una tía le respondía: “¡Pero cómo no hay libertad!”, “¡yo tengo libertad para decir cualquier cosa!”. No se entendía en ese momento qué era lo que pasaba. El otro sentía que tenía libertad, porque era peronista. Esa idea según la cual lo que vale para uno no vale para el otro hasta ahora funciona en la Argentina.

PA: ¿Se sentían restricciones a la opinión en la vida cotidiana?

HL: Yo recuerdo las complicaciones. Una vez, mi padre me llama y me dice: “Mirá, vos estás hablando mucho en la escuela. La maestra nos llamó y nos dijo que vos estabas llamando la atención, porque…”; yo no me acuerdo haber dicho nada, pero tenía once años y repetía las cosas que escuchaba. Y la maestra, que sería antiperonista me mandó a cerrar la boca. A diferencia de los padres de Graciela, los míos habían sido peronistas y votaron al primer Perón; al segundo ya no. Y se hicieron antiperonistas. No necesariamente antiperonistas furiosos, claro. Nunca estuvieron muy ideologizados. Eran parte de una clase media que se manejaba con su sentido común. Mi padre veía que algo estaba equivocado con el peronismo, no más que eso.

 

Aquel 16 de junio de 1955, día señalado por la Providencia, Buenos Aires amaneció como todos los demás aciagos días que lo precedieron durante una larga década de ignominia y de lágrimas. El alarido anticlerical vibraba en todo el ámbito del país sometido. La prensa, amordazada, puesta al servicio de un solo fin, batía su monocrónico parte de ditirambos al dictador, puesta de rodillas ante un ídolo erigido a costa de la libertad rayana en la esclavitud de todo un pueblo. Los pacíficos ciudadanos que transitaban aquella mañana en la Plaza de Mayo y sus adyacencias, fuera estaban de aquellos tremendos acontecimientos que horas más tarde iban allí a desarrollarse. Por eso, a nadie llamó la atención la insólita presencia de aquel helicóptero que ya a las ocho de la mañana había descendido frente a la Casa de Gobierno, sobre la plaza Colón. Algo se estaba gestando que el pueblo ignoraba. Tratábase de un ultimátum, un ultimátum de la Marina de Guerra, que exigía punto final a tanta infamia, o inminente bombardeo de la sede gubernamental. A las diez de la mañana, aproximadamente, sobrevuelan en el perímetro de la Plaza de Mayo, los primeros aviones a retropropulsión, como última advertencia. El dictador, cegado de vanidad, silenció al pueblo el categórico mensaje y en un alarde de estrategia que lo define ordena a sus organismos satélites con carácter inmediato convocar a la masa trabajadora a la Plaza de Mayo. Tratase de oponer sus indefensos pechos como muro de contención de los que exigen dignidad y justicia por el único conducto posible, la rebelión. Paralelamente busca seguro refugio en la sede del Ministerio del Ejército, donde aguarda los acontecimientos. La maniobra que se gesta queda en evidencia. Anticipándose a la llegada de los primeros contingentes de la masa laboriosa, los bombarderos con certeros impactos descargan sus bombas sobre la Casa Rosada, donde suponen constituido al dictador. El pánico, como una colosal marea, cubrió el centro de la metrópolis…1

GFM: Me acuerdo y me vuelve a dar una mezcla de pena y bronca. El barrio en el que vivíamos Héctor y yo era un barrio donde vivían muchos obreros. Yo vi pasar los camiones llenos de trabajadores de los frigoríficos. Iban gritando “¡Viva Perón!”. Los vi volver tristes y pálidos. Habían querido enfrentarse con palos contra las bombas y las metrallas. Ahí murió un montón de gente. Yo era profesora y ese día tenía que hacer un trámite en el Ministerio de Educación. Tomé un ómnibus, el 75 o el 223, que iba por el Bajo, por la avenida Paseo Colón. Cuando estaba llegando al Monumento al Trabajo, a la altura del colegio Otto Krause, comienzo a ver gente que viene corriendo en sentido contrario, por la calle y de manera desordenada. El chofer detuvo el colectivo un poquito y decidió seguir adelante y se metió por una calle paralela, probablemente por la avenida Madero, y pasamos por detrás del Ministerio de Guerra, el edificio Libertador, de donde salían soldados con cascos. Y en ese momento vimos el trolebús incendiado a dos cuadras de distancia. No supe cuánta gente había muerto, no sabía nada. Y todos en el colectivo seguimos viaje porque el chofer impertérrito, en lugar de parar en cualquier lado o de dar la vuelta para regresar, siguió adelante y llegamos a Retiro. No cabía un alfiler de pie junto a la Torre de los Ingleses. Y, mientras tanto, pasaban los aviones por arriba. Fue duro, muy duro… Obviamente, no pude volver por el mismo camino por el que había llegado y me fui para Constitución y desde allí pegué la vuelta y volví a mi casa. Era claro que los peronistas sentían que se les escapaba algo de entre las manos.

HL: Yo tenía doce años cuando cayó Perón. Como dije, mis padres me ocultaron los bombardeos en la Plaza de Mayo. Es interesante preguntarse cómo percibía un chico como yo en ese momento un hecho bárbaro como los bombardeos, la quema de las iglesias y la metralla sobre la gente. Creo que hay cosas que superan la conciencia de un niño y lleva un tiempo procesarlas. Fue un hecho muy traumático porque fue mucho más que un golpe militar, fue un ejemplo de guerra civil. En un período muy corto, unos pocos años, hubo sublevaciones antiperonistas y luego peronistas, bombardeos y fusilamientos como los de José León Suárez en 19562. Fue un tiempo sin ley. Se aplicó, en todo caso, una suerte de ley de la guerra, por la cual se puede matar al otro sin consecuencias.

GFM: Yo era antiperonista. No era antiperonista rabiosa pero venía de una familia que no era peronista. Y una mañana muy temprano nos enteramos por la radio de los fusilamientos en la Penitenciaría de la calle Las Heras y me puse a llorar. Estaba recién casada y le decía a Enrique, mi marido: “Estoy en un mal lugar. Porque los que fusilan no pueden estar en el buen lugar”. Era una cosa muy elemental la mía. Una especie de estado de shock por haber estado más del lado de los asesinos que del lado en el que hubiera correspondido estar. Los fusilamientos me parecieron brutales y cobardes.

Y desde ya, establecemos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino.

Esta conducta que ha de seguir todo peronista no solamente va dirigida contra los que ejecuten, sino también contra los que conspiren o inciten.

La consigna para todo peronista, esté aislado o esté dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos.3

HL: Durante mucho tiempo he intentado pensar de dónde viene el resentimiento argentino. No es la tragedia o la catástrofe lo que hace que un pueblo sea resentido. Es el fomento al odio. Ese fomento al odio está presente en la Argentina en los dos bandos que se enfrentan cuando hay guerra civil. Nadie se salva de fomentar el odio. Esta arenga de Perón es un ejemplo de fomento al odio. En vez de llamar a la paz y pedir que se rindan, que él los acogerá, les dice que salgan a matar cinco por uno. Del otro lado pensaban lo mismo y decían cosas parecidas. Este fomento al odio que transforma al adversario en un enemigo irreconciliable al que hay que exterminar aún existe. En dosis menores o mayores reaparece dependiendo de las circunstancias. En distintos momentos, en la Argentina la gente pasó a creer que las cosas se podían conseguir con más violencia. Y lo que comienza como un verdadero culto a la violencia acaba siendo un culto al odio y, en última instancia, un culto a la muerte. Hay que cortar ese círculo vicioso. Hay que decirle a todo aquel que fomenta el odio o el resentimiento frente a otro que está equivocado. Los resultados de no hacerlo son pavorosos.

GFM: Hace poco, en una reunión se les preguntaba a distintos políticos cuál era el libro que más los había impresionado y cómo lo conectaban con el presente. Y fue Ricardo Gil Lavedra el que trajo el libro de Esteban Echeverría, El matadero. Yo creo que allí, en el pico del romanticismo literario argentino, en el realismo de la descripciones, está el origen de nuestra violencia. Con esos hombres que matan animales para quitarles las vísceras. Es el tiempo de la Mazorca, un mundo dividido entre quienes simpatizaban con Juan Manuel de Rosas y sus opositores unitarios. En ese momento en que un hombre con la barba con forma de letra U pasa junto a un grupo que lo provoca. Hasta que lo detienen, lo desnudan, lo humillan.

En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando: —Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.

Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.

—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.

—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.

—Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio —exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre—. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.

Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del juez cabizbajo y taciturno.

Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas4.

HL: Impresionante.

GFM: Es una imagen muy fuerte del comienzo de nuestra literatura: la tendencia a ganar. No importa cómo, pero hay que ganar. En la discusión no se discute, hay que ganar. En la política, aunque no se mate físicamente, se dice, a tal “lo mataron políticamente”.

HL: Tal como me pasaba a mí en 1955 a los doce años, hay cosas que no veía. Del mismo modo que los argentinos no ven que el valor fundamental para que un país se desarrolle es la unión. Los antiguos griegos, los atenienses en particular, tenían guerra civil. Pero cuando concluían los enfrentamientos la amnistía partía del vencedor. El vencedor amnistiaba al derrotado para que no hubiera resentimiento. Tenés razón con el ejemplo de la Mazorca y su fuerza organizada salvaje y bestial. ¿Te das cuenta? Tenemos la cuenta no saldada aún de los unitarios con los federales, casi sesenta años de guerra civil con más de trescientas batallas.

PA: Pero, ¿cómo se pueden saldar las cuentas pendientes al cabo del enfrentamiento?

HL: No se puede pedir otra cosa que reconciliación. Yo quiero ir hacia la reconciliación nacional. Primero viene la verdad, la justicia, la confesión, el arrepentimiento. Pero el objetivo final es la reconciliación. ¡Y esto no se dice! ¡El objetivo final nunca es ése! Y en última instancia la reconciliación es para mí más importante que el capitalismo y el socialismo.

PA: Pero no siempre pensaste así…

HL: Mi primera militancia fue en la Juventud Comunista y después, en el Partido Comunista. Los argentinos de mi generación pasaron por lo menos por una conversión, o sea por un cambio radical no sólo de pensamiento, sino también de emociones, de voluntades. Y en mi caso al igual que en el de otros, no se trató de una sino de dos conversiones. La primera conversión que lleva a la violencia de los 70 fue la conversión al marxismo y, a través del marxismo, a la idea de Revolución. Esta conversión de mi generación se dio en simultáneo con la Revolución Cubana. Yo tenía dieciséis años. Y cuando llego a la universidad, Cuba y la Revolución ya estaban ahí. Yo no entendía nada. En principio estaba en contra porque en mi casa mis padres compraban Life y Selecciones del Reader’s Digest. En la universidad comencé a leer, me pasaron textos y me convertí al marxismo y al deseo de la Revolución, atrapado por una facilidad romántica. Creo que la Revolución Cubana fue un hecho que tiene un relato romántico…

GFM: Era algo muy atrapante…

HL: Exactamente. Muy atrapante. Yo leía a los románticos alemanes. Estaba Julio Cortázar que en su cuento “Reunión” coloca al Che Guevara después del desembarco del Granma recordando una música de Mozart. Todo eso junto me dio vuelta la cabeza. Eran los sueños de la Revolución, la música clásica, la belleza del coraje y de las ideas buenas. Ésa fue la primera conversión importante en la cual entró mucha gente de mi generación.

GFM: Sobre todo los universitarios.

HL: Así es. Debemos decir que la violencia política fue un fenómeno básicamente de clase media del que también participaron otros sectores sociales. Nuestra idea era repetir la Revolución Cubana. Eso estaba fuera de discusión. Nuestro problema era que en esa época el Partido Comunista era reformista y no quería hacer la Revolución. Entonces tuve que salir. ¿Y dónde iba a ir? Al peronismo, claro. Porque ahí están las masas, pensé. La Argentina era diferente de Cuba. En Cuba habían armado el foco y las masas iban hacia el foco. En la Argentina las masas no iban. Y no iban porque el foco no estaba armado por los peronistas y las masas eran peronistas. Luego, la conclusión era fácil: hagámonos peronistas. Eso me exigió mi segunda conversión. Las conversiones son actos violentos. Un judío se convierte al cristianismo, un cristiano se convierte al judaísmo. Mudás tu opinión, tu rezo, tu convicción. Es algo violento. Fueron dos violencias de la subjetividad. Y quisimos unir lo imposible de juntar. La motivación era romántica. Y aventurera. El ejemplo es el Che Guevara. Todos queríamos ser como el Che.

Jorge Masetti: ¿No teme que su intervención armada contra el gobierno de Cuba pueda ser interpretada como una intromisión en los asuntos internos de otro país?

Ernesto Guevara: Yo considero que la intromisión en los asuntos internos de un país es algo que hay que combatir violentamente y siempre. Pero no puedo considerar intromisión sino al hecho de que un gobierno intervenga sobre otro gobierno de un país. Pero que un hombre venga a luchar a Cuba por sus ideales, a dar nada más que su vida y su presencia física no lo puedo considerar de ninguna manera una intervención, además menos que menos en el país de Martí, que fue uno de los paladines de la unidad de toda nuestra América en un todo orgánico.

Masetti: ¿Cómo se vinculó usted al Movimiento 26 de julio?

Guevara: Yo conocí a los primeros miembros del Movimiento 26 de julio después del ataque, del fracasado ataque al Cuartel Moncada el 26 de julio precisamente, de 1953, estaban algunos de ellos asilados en Guatemala entonces en aquella época los conocí y posteriormente mantuve contacto con ellos en México.

Masetti: ¿Allí conoció también al Dr. Fidel Castro?

Guevara: Exactamente como mantenía contactos con todos estos elementos conocí primero a su hermano Raúl y éste me presentó posteriormente a Fidel.

Masetti: ¿Y fue el Dr. Fidel Castro el que lo invitó a participar de su fuerza expedicionaria?

Guevara: Sí, debo decirle que la primera noche de conversación que tuvimos después de exponerme todos los motivos que tenía para iniciar esta lucha en Cuba me entusiasmé completamente con sus ideales y con sus aspiraciones y esa misma noche ante su proposición de ser el médico de la expedición acepté inmediatamente.

Masetti: Bien, doctor, ¿pero cómo habiéndose usted incorporado como médico a las fuerzas expedicionarias se convirtió en un jefe militar, en comandante, como es ahora?

Guevara: Es un poco difícil de explicar esto, pero usted sabe que en el desarrollo de un proceso revolucionario se van desarrollando vocaciones escondidas en los individuos y fue más o menos lo que me pasó a m

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