El dormitorio conyugal

Fragmento

AL33301_El_dormitorio_conyugal-1.html

1

Le dijeron que tenía cáncer, después de hacerse una mamografía por iniciativa propia tras notarse un bulto, en diciembre de 2006. Como seis meses antes, en una exploración idéntica, no habían detectado ese tumor, de algo más de cuarenta milímetros, los médicos plantearon la hipótesis de un cáncer de evolución rápida, eventualmente inflamatorio. El plazo previsto para analizar la muestra de tejido fue lo más doloroso que he vivido en toda mi existencia.

Durante esos pocos días, para huir de la angustia de la espera, me refugiaba en mi despacho, donde estaba escribiendo las páginas de Cenicienta dedicadas a Margot. La casualidad quiso que estuviera en esa parte de la novela cuando me llamó ella para comunicarme que estaba enferma. Esas palabras de amor que salían del teclado como lágrimas, a veces me he estremecido al sentirlas como una necrológica, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Esas páginas de Cenicienta son para mí como el sortilegio que, desesperado, le arrojé a la cara rabiosamente al cáncer.

Los análisis revelaron que no era inflamatorio sino de evolución rápida, estadio IV. Decidieron aplicar un protocolo de tres etapas, con ocho sesiones de quimioterapia a partir del 5 de enero, una operación a principios de julio para extirpar lo que quedara del tumor y, por último, dos meses de radioterapia con sesiones diarias.

¿Hay algo más trivial que un cáncer de mama? ¡Pero si hoy en día un cáncer de mama no tiene importancia! ¡Todas las mujeres pasan por un cáncer de mama! He dicho y oído esas frases una cantidad incalculable de veces, dirigidas a ella, para tranquilizarla. Pero nadie en el hospital, claro está, puede hablar así. Los cancerólogos no pueden decir que el cáncer de mama es anodino. Jamás dicen nada que resulte tranquilizador para el paciente. Cuando este, debilitado, mendiga una palabra de aliento, jamás la consigue. Tiene que vivir con la hipótesis de que la quimio puede no resultar eficaz.

Vi cómo volvían los síntomas de los ataques de pánico que le daban cuando la conocí. Me dije que lo peor no era tanto la enfermedad, que ahora estaba en manos de los médicos, como el miedo, la angustia, un pánico arrasador. Temí que cediera ante la enfermedad. Ya se había embarcado en un crucero fatal por las tinieblas. Comprendí que era eso contra lo que debíamos luchar. Porque ese crucero y el cáncer, que ella convertiría en su océano nocturno, podrían engullirnos sin más.

Empezaba a sentirse pesarosa de que hubiéramos tenido un segundo hijo. ¿Por qué dices eso? le preguntaba yo. Ella rompía a llorar. Todavía es muy pequeño... me contestaba. Muy pequeño..., pero muy pequeño ¿para qué? ¿De qué me estás hablando? Le resultaba insoportable pensar que si se moría dejaría tras de sí a un niño de cuatro años. Se sentía culpable de haber traído al mundo a un hijo al que iba a tener que abandonar. Para mí ya no se trataba de eso, de que viviera o muriese, porque me había convencido de que no estaba en peligro. No te vas a morir. No lo vas a dejar solo. Créeme. Vas a vivir. ¡Tu hijo te verá hacerte vieja! Me pasaba horas a su lado combatiendo contra sus demonios letales.

Mi mujer me pidió, a principios de enero, que acabase Cenicienta para la primavera. Me quedaban demasiadas páginas por escribir, demasiadas escenas por enjaretar para que ese objetivo me pareciera realista. Pero ella necesitaba que sus fuerzas formaran parte de un combate conjunto: Tú te peleas con tu novela y yo peleo contra el cáncer, hacemos lo mismo los dos, juntos, codo con codo, el uno con el otro. Y en septiembre, yo estaré curada y tú publicarás el libro. Y luego pasamos a otra cosa. Lo necesito. Escribe. Termina. Publica Cenicienta en septiembre.

Me pasé tres meses trabajando diez o doce horas diarias. Sin cansarme. Con un impulso inaudito. Nada podía detenerme. Ella me dio a mí energía para escribir. Yo le di a ella energía para curarse. Ella fue mi energía y yo fui la suya. Es la experiencia más alucinante que he vivido nunca. Yo, en la sexta planta de nuestro edificio, en las buhardillas, en un antiguo cuarto del servicio; ella, en la cuarta planta, en nuestro piso; los niños, en el colegio. Escribí la mitad de las seiscientas páginas de Cenicienta, es decir, aproximadamente seiscientas mil matrices, dicho de otro modo, cuatrocientas cuartillas, en el plazo de tres meses.

Yo, que le tengo miedo a escribir, que mantengo con la creación una relación cohibida, me transformé en un instrumento sin estado de ánimo. Mi trayectoria favorita pasó a ser la línea recta. Como un puñal que se lanza para hacer blanco. El miedo a la muerte erradicó las desviaciones y los itinerarios con rodeos. Ni hablar de tropezar, aunque solo fuera un día, con un obstáculo técnico. Se había convertido en cuestión de vida o muerte. Como si mi mujer fuera un rehén que quedaría libre al entregar yo puntualmente el manuscrito. Si hubiera bajado algún día diciéndole, No puedo, me rindo, es imposible escribir en estas condiciones, habría tenido miedo de adentrarme en una senda peligrosa en la que dejaríamos que nos dominasen las circunstancias de la vida.

Nunca habíamos estado tan unidos. Vivíamos en una autarquía. Ella leía todos los días lo que yo había escrito. Se vestía como antes, con la misma elegancia, el mismo refinamiento, sin el mínimo desaliño, nunca, como cuando iba a trabajar, aunque se quedara en casa. Comíamos y tomábamos juntos una taza de té a eso de las cinco de la tarde. Envejecía de un día para otro. Me decía: Tengo noventa años. En cada planta, se paraba para recuperar el resuello, mucho rato, como las señoras mayores. Cada vez estaba más cansada. Íbamos a la calle de Le Faubourg-Montmartre para comprar dulce de frutas que le devolviera las fuerzas.

¿Por qué cuento esto, estas cosas tan personales? ¿Por exhibicionismo? Es porque, seguramente, entre quienes lean estas líneas habrá parejas anonadadas por un cáncer de mama recién diagnosticado, y que estarán asustadas y desvalidas y quizá necesiten oír esto: les corresponde convertirlo en un momento de fortaleza, de amor, de verdad, de hermosura, en un momento excepcional. Mi mujer recibió una carta de una conocida de su trabajo que vivía en Londres. Había tenido un cáncer de mama

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos