3. INVASIONES INGLESAS… FRANCESAS, HOLANDESAS Y DANESAS
“Hizo en la ciudad tanta impresión como si hubiera aparecido un cometa”, escribirá Ignacio Núñez, un testigo de trece años que en el amanecer del 10 de mayo de 1805 se hallaba observando la extraña silueta en el agua.
Se corre la voz, muchos vecinos acuden al puerto y en pocos minutos, tanto las imágenes como los enigmas empiezan a aclararse: se trata de un bergantín y parece ser inglés.
Desde lo más alto del fuerte, el virrey, brigadier y marqués don Rafael de Sobremonte (Rafael de Sobremonte Núñez Castillo Angulo Bullán Ramírez de Orellano, para ser más precisos) observa intrigado la nave. Inglaterra está en guerra con España y un barco inglés no es oficialmente bienvenido. Salvo, claro, que traiga mercaderías o venga a comprarlas. Porque si se trata de contrabandear, todos hacen la vista gorda. Pero en este caso sucede algo atípico. El bergantín no termina de ingresar a las balizas del Plata ni demuestra intenciones de alejarse. Simplemente, se mantiene inmóvil, a prudente distancia de la costa.
Como si fuera un partido de tenis, los vecinos hacen oscilar su vista entre el barco en el agua y el virrey en la fortaleza. La máxima autoridad desde Ushuaia hasta La Paz siente que el pueblo lo necesita. Y toma una decisión política. Para compartir con sus súbditos la experiencia, abandona con sus edecanes el fuerte y se dirige a la punta del muelle, a una zona baja, la más baja de la ribera, ante decenas de personas que quieren saber de qué se trata y esperan que su ojo clínico y virreinal devele la incógnita.
El marqués cincuentón se para sobre el soporte de un cañoncito y apunta su catalejo. “Miró, remiró, cambiando a cada paso de posiciones”, apuntaría Núñez.
El pueblo contiene el aliento. Pasan minutos de silencio e incertidumbre hasta que el funcionario “dijo por fin en alta voz, a presencia de todos los concurrentes, que no era posible distinguir si el bergantín era de guerra o de algún corsario contrabandista”. Cierra el catalejo y, encogiendo los hombros, regresa al fuerte seguido por su escolta.
* * *
No era la primera vez que la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires soportaba el acoso de intrusos. Capitanes, corsarios, aventureros y forajidos aparecían de vez en cuando para tratar de apropiarse del terreno. Eran tiempos en los que un buque bien provisto y una tripulación aguerrida podían lanzarse a la conquista y establecer centros de operaciones y comercio. Antes de aquella mañana de 1805, Buenos Aires había sido codiciada diez veces.
A fines de 1582, solo dos años después de la fundación de Garay, el corsario Eduardo Fontana, con la venia de la reina Isabel de Inglaterra, irrumpió con dos gruesos galeones y un patache para apoderarse de la isla Martín García. Entre sus hombres se hallaba John Drake, sobrino del célebre pirata Francis Drake. Los trescientos pobladores de Buenos Aires rechazaron a Fontana, forzándolo a retirarse. Drake no tuvo tanta suerte: naufragó con el patache —que bautizó Francis en honor a su tío—, cayó en manos de los charrúas y salvó su vida de milagro. Terminó recluido en un convento en Lima, acusado de hereje (ser inglés significaba ser luterano; y ser luterano significaba ser hereje).
Luego de esta visita indeseable, los vecinos reclamaron la construcción de un fuerte de piedra para defenderse mejor. No se fiaban del mísero cerco de palos que los protegía de los ataques.
Cinco años más tarde, en enero de 1587, fue el turno de Sir Thomas Cavendish. Había estudiado en Cambridge y dilapidado la fortuna familiar, hasta que se hizo corsario. Cuando llegó a las puertas de Buenos Aires con tres barcos y 123 hombres, los vecinos enviaron a mujeres y niños a la campaña (la zona que en la actualidad ocupa la avenida 9 de Julio) y abarrotaron el puerto para saludar con todo tipo de balas al pirata, que optó por desaparecer. El tiempo tampoco lo ayudaba y recién pudo tocar tierra a la altura de la provincia de Santa Cruz. Bautizó ese puerto “Desire” (deseo, en inglés), que derivó en el nombre español de Puerto Deseado.
Mientras tanto, en Buenos Aires, la construcción del fuerte aún no había sido autorizada por el rey. La fortaleza seguía siendo débil, pero la burocracia española era bien sólida: hasta que Su Majestad no diera la orden, nada podía hacerse.
A fines de 1593, el inglés Richard Hawkins, con un navío armado con veinte cañones, pretendió atacar la aldea, cumpliendo órdenes de la reina Isabel I de Inglaterra. Pero esta vez no hizo falta acudir a los cañones: un fuerte viento Pampero lo tomó desprevenido en el río y lo arrastró fuera del Plata, ocasionándole tantas pérdidas que nunca más quiso siquiera acercarse a estas aguas del demonio. Fue capturado en aguas chilenas.
Dos años más tarde, en 1595, se construiría un paredón de tierra apisonada al que, con mucha pomposidad y una buena dosis de grandilocuencia, bautizaron Real Fortaleza de San Juan Baltasar de Austria. Hasta su demolición, ese fue el nombre oficial del fuerte de Buenos Aires.
El 18 de marzo de 1605, veinticuatro hombres dirigidos por un corsario francés de poca monta desembarcaban en el Riachuelo. Llegaban desde el Atlántico Sur, donde el estrecho de Magallanes les dio tal paliza que optaron por un botín más fácil: Buenos Aires. ¡Ilusos! Arcabuces en mano, los quinientos vecinos se defendieron y derrotaron a los invasores.
En julio de 1628, el gobernador del caserío del puerto de Buenos Aires, Diego Páez de Clavijo, fue advertido de que una flota holandesa se acercaba con codicia al Plata y se estableció una guardia permanente. En las noches en que el viento soplaba facilitando el desembarco, cada vecino debía caminar armado por la costa, en grupos de a dos y por un plazo no menor a dos horas. Una de estas parejas halló un papel enrollado y lacrado. Era un panfleto escrito en castellano, instando a los habitantes a que se sublevaran. Fue el primer intento de revolución de nuestra historia. Los holandeses habían lanzado algunos más en la zona de Retiro y Recoleta, pero la propaganda no tuvo el efecto que esperaban: tres o cuatro cañonazos bastaron para convencerlos de que no eran bienvenidos.
De la intención holandesa solo queda un magnífico cuadro que bocetaron desde las naves y pintaron en Europa. Es una reliquia: muestra cómo era la ciudad vista desde el río en ese lejano año 1628. Es la imagen más antigua que existe de Buenos Aires. Se conserva en el Vaticano.
En 1658, el poblado se componía de cuatrocientas casas de barro, con techos de caña y paja. La defensa de la ciudad ya contaba con diez cañones en el fuerte, dos en la Boca del Riachuelo (es decir, en el actual barrio de La Boca) y una guardia de ciento cincuenta hombres que formaban la infantería, pero que de ser necesario se les entregaban caballos para convertirlos en caballería. Es decir, una especie de ejército multipropósito que se adecuaba a las necesidades del momento.
En abril de aquel año, llegaron tres navíos franceses a las orillas del Plata, comandados por el invicto general Timoleón D’Osmat, conocido como el Caballero de La Fontaine (en francés, Timoléon Hotman, Seigneur de Fontenay). En nombre de su rey, Luis XIV, venía sumando éxitos por Centroamérica. En una noche tormentosa y sin luna, intentó desembarcar doscientos hombres en cinco lanchones, a la altura de Magdalena. Pero la fortuna estuvo del lado de los criollos: por azar se incendió un pajar, hubo una estampida de vacas, caballos y ñandúes; y fue tal el bullicio, que los franceses creyeron que habían sido descubiertos. Reembarcaron en total desorden, en medio de una sudestada que los empujaba hacia la costa. Un par de lanchas se hundieron y murieron varios invasores.
La fauna local logró un inestimable triunfo. Pero no pudo cantar victoria porque D’Osmat, sin darse por vencido, bloqueó, a bordo de la Marechale, la ciudad de Buenos Aires, a la altura del Riachuelo, durante varias semanas, mientras esperaba refuerzos; que nunca llegaron.
Terminó batiéndose con una nave española y otra aliada holandesa al mando del capitán Isaac de Brac —que se dirigía hacia el Atlántico Sur, pero se quedó para dar una mano— y en el enfrentamiento La Fontaine perdió su preciado invicto. Y la vida: los holandeses abordaron la Marechale y acuchillaron sin ceremonia previa a la tripulación y a su capitán. En resumen: al Caballero de La Fontaine lo batió un insólito ejército aliado compuesto por infantería criolla a caballo, artillería, marinos españoles y holandeses, vientos furiosos, vacas, caballos y ñandúes también furiosos.
Alrededor de 1670, el gobernador porteño, capitán general José Martínez de Salazar, rechazó sin mucho esfuerzo a otra escuadra francesa con intenciones invasoras. Querían tener su París americana y terminaron engrosando el gran cementerio subfluvial del Plata.
De inmediato, Salazar organizó la reconstrucción total del fuerte, que ya empezaba a quedar chico para semejante hidra urbana. Cientos de indios llegaron de las misiones jesuíticas, cargando una apreciable cantidad de madera, y pusieron brazos y manos a la obra. Además, Salazar aumentó la guarnición permanente del fuerte a trescientos hombres.
Una simpática escuadra francesa intentaba cruzar el estrecho de Magallanes en 1697, pero un temporal se lo impedía. No tuvo mejor idea que poner proa al norte y avanzar sobre la pequeña Buenos Aires para atacarla. La defensa porteña preparó los arcabuces, alistó los cañones y, por las dudas, afiló sables y reunió las caballadas. Pero no hizo falta: el “general Sudestada” se hizo cargo de los barcuchos una vez más.
Jean-Bernard Desjeans, barón de Pointis, fue un barón francés con ansias invasoras que se vino sobre la ciudad con doce navíos en 1698. Pretendía repetir su éxito —un año antes había saqueado Cartagena—, pero esta vez vendió cara su derrota: el Río de la Plata se transformó en su tumba.
El vecindario ya tenía experiencia en el arte de la defensa. Y en esta oportunidad contó con el refuerzo de dos mil indios, también enviados desde las misiones, que lanzaron piedras, flechas de fuego e insultos en guaraní a los galos.
En 1699 fue el turno de los daneses. Llegaron a las puertas de Buenos Aires pero, sin presas y prácticamente destrozados, emprendieron la vuelta cuando advirtieron que los bonaerenses no cederían su territorio con facilidad. Los marinos de estirpe vikinga terminaron pescando atunes y merluzas en las costas de Brasil, ya que el turismo aventura no era fácil de practicar en el Río de la Plata.
Nacía el siglo XVIII y Buenos Aires se liberaba de los intrusos. Las acciones invasoras se trasladaron a la Banda Oriental, donde los portugueses intentaban extender su territorio. Pero cada vez que se instalaban, los porteños cruzaban el Plata y los expulsaban de Colonia, Maldonado o Montevideo.
Sin embargo, los lusitanos no se daban por vencidos y continuaban sus incursiones. Hasta que el bizarro general don Pedro de Cevallos —quien en 1777 se convertiría en el primer virrey del Río de la Plata— les dio su merecido y, para prevenir cualquier futura incursión portuguesa, incendió y arrasó la ciudad de Colonia que, más adelante, logró resurgir de sus cenizas.
Buenos Aires, 1805. El bravo Cevallos ya es historia. En la ciudad porteña —que arrastra diez intentos de invasión de ingleses, franceses, holandeses y daneses—, manda el marqués de Sobremonte.
Con su catalejo, el virrey sigue espiando los movimientos del misterioso bergantín desde el fuerte, que ya es una construcción maciza, protegida con un foso de mala muerte, 35 cañones y cuatro morteros. El buque se mantiene varias horas más en esa posición y se esfuma al día siguiente. Entonces, el alto funcionario vuelve a los quehaceres sociales y a los juegos de cartas que tanto lo entretienen a él y a su mujer.
Ni siquiera el experimentado Sobremonte advirtió que aquel bergantín intruso, el Antílope, de la Real Marina Británica, a cargo del capitán Morloch, estuvo calculando el calado del río. Menos, que entregaría esa información crucial a la flota que arribaría un año más tarde para llevar a cabo la acción que sería conocida como Primera Invasión Inglesa. Aunque, en cuanto a intentos, no fue ni la primera invasión, ni la primera inglesa.
4. EL BRANDY QUE DEFINIÓ LA INVASIÓN
Es 1806 y los ingleses avanzan hacia el Río de la Plata. Han concebido cuatro planes de ataque, dos de los cuales tienen como objetivo Buenos Aires, e incluyen el bombardeo a la ciudad con desembarco en Punta Lara o en Ensenada y avance hacia el Centro. Los otros dos tienen como meta la Banda Oriental, con bombardeo y desembarco en Montevideo o en Maldonado.
Se deciden por Montevideo, vía Maldonado. Cantando God save the King, se dirigen a la costa oriental. Sin embargo, a último momento, alguien los hará cambiar de idea y marcharán hacia Buenos Aires. ¿Qué había pasado?
Cuando la flota invasora se acercaba al Plata, capturó una goleta. Entre los pasajeros había un marino que simulaba no entender a los ingleses, hasta que finalmente confesó ser escocés.
Se trataba de mister Oliver Russel, quien llevaba quince años de residencia en Buenos Aires y se desempeñaba como práctico real, haciendo viajes comerciales entre esta ciudad y Montevideo. Los ingleses descubrieron que el escocés amaba el brandy más que a su vida. Fue un hallazgo fundamental: Russel y un par de botellas cambiarían el curso de los acontecimientos.
Hasta ese momento, la expedición británica tenía un objetivo preciso: Montevideo. Las posibilidades de éxito eran mayores que en el caso de atacar Buenos Aires porque la ciudad oriental estaba sobre un puerto de aguas profundas. En cambio, el puerto de Buenos Aires dificultaba las maniobras de la escuadra inglesa, que dado el bajo calado de las aguas no podría apoyar la invasión terrestre. Sabían que la costa porteña no tenía profundidad suficiente porque en mayo de 1805 habían enviado al bergantín Antílope para sondearlo en las propias narices del virrey Sobremonte y los pobladores, sin que nadie advirtiera lo que estaban haciendo.
El segundo motivo, también muy importante, era de orden estratégico: con los 1600 hombres que traía la flota no era posible tomar más de una ciudad. Además, si bien Buenos Aires era la capital del virreinato, Montevideo era la llave del Río de la Plata. Ocupando Buenos Aires, dejaban sus espaldas expuestas. Pero, con Montevideo en su poder, la retaguardia estaría siempre controlada por el inmenso océano y, por supuesto, por sus equipados barquitos. Sin lugar a dudas, el objetivo era la ciudad uruguaya. Hasta que la unión del escocés Russel con el brandy obligó a reformular lo previsto.
“Se equivocan si atacan Montevideo”, advirtió mister Oliver luego de varios brindis. Un testigo, el oficial inglés Alexander Gillespie, narró la escena en su libro Buenos Aires y el interior: “La noticia, dada por Mr. Russel, fue que una gran suma de dinero había llegado a Buenos Aires desde el interior del país para ser embarcada con rumbo a España [en efecto, habían arribado caudales desde Lima en esos días]; que la ciudad estaba protegida solamente por una poca tropa de línea, cinco compañías de indisciplinados blandengues y canalla popular [es cierto; además, no estaba resguardada con un muro, como el puerto oriental]; y que la festividad de Corpus Christi, que se aproximaba [comenzaba el 15 de junio y duraba varios días] y atraía la atención de todos, terminando en una escena de borrachera general y tumulto, sería la crisis más favorable para un ataque contra la ciudad”. Quince años de convivencia con los porteños respaldaban los consejos de Russel.
“El 13 de junio —prosigue Gillespie—, ya reunida toda la expedición, se convocó a un consejo de guerra y se resolvió que la tentativa proyectada sobre Montevideo se dirigiría sobre la misma capital [del virreinato].” Se sabe que en aquella reunión, William Carr Beresford, el tuerto jefe del ejército británico (usaba parche negro), continuaba sosteniendo que se debía llevar el ataque a Montevideo. Pero Popham, el jefe de las fuerzas navales, luego de meditar sobre las confesiones del escocés, se convenció de que había que avanzar sobre Buenos Aires. En resumen: Beresford quería tomar Montevideo, Popham quería tomar Buenos Aires y Russel quería tomar más y más brandy.
Oliver Russel regresaba a la ciudad que lo albergó durante los últimos quince años, pero esta vez con los invasores. No sin antes complicar el avance de la escuadra: con la mejor voluntad de colaborar con Popham, pero excedido de copas, lo convenció de seguir un rumbo que hizo encallar a la nave capitana, el Narcissus. Con esfuerzo lograron zafar de tan bochornoso fin.
Cuando Liniers reconquistó la ciudad, Russel fue encarcelado como prisionero de guerra hasta 1808. En vano, viajó a Inglaterra para solicitar que se le pagaran sus servicios. Volvió a América y se alistó en la escuadra libertadora de Guillermo Brown. Fue el segundo jefe de la flota patriota.
A fines de octubre de 1815, los oficiales Russel, Brown e Hipólito Bouchard, cada uno al mando de un buque, partieron hacia el Pacífico, en calidad de corsarios de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La misión era capturar barcos enemigos para aumentar la flota y, de paso, llevar chilenos emigrados de vuelta a su tierra. Russel, con el grado de teniente coronel, comandó la goleta Constitución. Transportaba ochenta hombres, una carga excesiva de artillería y una bandera negra en el mástil. Fue la única nave que no llegó al Pacífico: se la tragó el mar con toda su tripulación en el peligroso estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de Hornos.
Aquella fue la tumba del escocés que convenció a los ingleses de que atacaran Buenos Aires y que terminó siendo corsario de los patriotas.
5. LA FUNCIÓN NO DEBE CONTINUAR
Mariquita Sánchez y su primo segundo, Martín Thompson, se conocieron y se gustaron en abril de 1801. Él regresaba de España con el título de guardiamarina. Ella tenía catorce años, edad adecuada para casarse según las costumbres de la época, y era la heredera más rica de Buenos Aires. Pero su padre ya le había impuesto otro candidato —también primo— que tenía tantos años como defectos: el capitán viudo Diego del Arco, jugador y mujeriego, a quien su propio padre había desterrado de España por haber dilapidado buena parte de la fortuna familiar.
A Mariquita (cuyo nombre completo era María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velazco y Trillo) le aguardaba un futuro muy alejado de sus sueños adolescentes. Sin embargo, ebria de amor y rebeldía, escandalizó a la sociedad porteña la mismísima noche en que se celebraba su magnífica fiesta de compromiso.
Mientras los invitados aguardaban a la novia en el salón de la casa de los Sánchez (que con los años se convertiría en el famoso salón de las tertulias de Mariquita), ella se quedó encerrada en su cuarto. Un funcionario llegó a la casona para pedir el consentimiento de los novios, necesario para que el virrey Joaquín del Pino autorizara la boda (sin permiso virreinal, no se casaba nadie). Ante el estupor de todos, Mariquita irrumpió en la sala y anunció que no podía casarse con el maduro primo Del Arco porque ya estaba comprometida con el joven primo Thompson. El frustrado novio se retiró ofendido, mientras que don Cecilio y doña Magdalena, padres de la insolente niña, se adueñaron del papelón del año.
Cecilio Sánchez, quien había sido regidor de la ciudad, encerró a la osada Mariquita en los claustros de la Casa de los Santos Ejercicios por unas semanas. También movió sus influencias para que al marino Thompson le dieran un nuevo destino, lo más lejos posible de su atrevida hija. El primo molesto fue enviado a España y allí permaneció hasta 1804. En esos tres años de destierro sentimental, siguió cruzándose cartas con su novia (a quien todos llamaban Marica y no Mariquita, como ahora).
Thompson terminó sus servicios en Cádiz y regresó a Buenos Aires. A esa altura, el padre de Marica había muerto, pero su viuda, doña Magdalena, continuaba negándose a consentir el matrimonio. Los novios iniciaron una causa judicial que resolvió el virrey Rafael de Sobremonte, autorizando el casamiento. El fraile Cayetano Rodríguez —futuro redactor del acta de la Independencia en Tucumán— bendijo a la pareja el 29 de junio de 1805 en la Catedral de Buenos Aires y los recién casados se fueron a vivir con su principal opositora, doña Magdalena, a la casona de la calle Florida.
La historia del desaire de Marica al capitán Del Arco causó revuelo, cruzó el océano y el escritor español Leandro Fernández de Moratín la tomó como inspiración para crear su célebre obra: El sí de las niñas. Se estrenó en Madrid el 24 de enero de 1806.
Ese año, el matrimonio del marino y la damita marchaba viento en popa. Thompson ocupaba un cargo en la marina rioplatense. Su superior era un militar francés al servicio de España que unos años antes había estado a punto de abandonar la carrera naval y dedicarse a la fabricación de “pastillas y gelatinas” (antecedentes de los actuales caldos concentrados). Ese hombre, a quien las autoridades en un principio le negaron llevar a cabo tal empresa por temor a que contaminara el Río de la Plata y que por el fracaso del negocio continuó en la Armada, se llamaba Santiago de Liniers.
Sobremonte tomó algunas precauciones por el posible arribo de los ingleses y envió a Liniers al puerto de la Ensenada de Barragán, al sur de la ciudad. El francés se enfureció por el papel secundario que se le asignaba, pues creía que el puerto de Buenos Aires era el lugar más apropiado para su capacidad. Ofendido, Liniers no tuvo empacho en plantarse delante del marqués y manifestarle su desacuerdo, poco antes de partir hacia su humillante destino. Así, los protagonistas de esta historia estaban cada uno en su lugar. Solo faltaban los ingleses.
El 24 de junio de 1806 fue un día especial en Buenos Aires: desde Montevideo se había alertado sobre la presencia de la flota británica. Al amanecer, Sobremonte reunió a los vecinos y los organizó en batallones. Luego los envió a sus casas, ordenándoles que regresaran al día siguiente, a las dos de la tarde, para que se les proveyeran las armas. Cumplido el trámite marcial, todos volvieron a sus quehaceres. El marqués tenía cuestiones más entretenidas que atender.
Aquel martes 24 era el cumpleaños de su primo, ayudante y también flamante yerno, Juan Manuel Marín. Toda la jornada, salvo las dos horitas de la mañana que dedicó a organizar milicias, la ocupó en participar de los agasajos oficiales. Las celebraciones culminaban en el Teatro Coliseo Provisorio, donde se estrenaba El sí de las niñas. Todos deseaban ver cómo Fernández de Moratín había reflejado la romántica historia de la famosa pareja porteña, que a esa altura ya estaba a punto de cumplir su primer aniversario de bodas.
Parece que en Buenos Aires nadie quería perderse la trama. O casi nadie. Tal vez fue por pudor o por no revivir viejos enfrentamientos, pero lo cierto es que Marica y su madre doña Magdalena no asistieron a la función. Y Thompson estaba en Ensenada con Liniers, lejos del teatro que explotaba de concurrentes.
La familia virreinal en pleno —marqués, marquesa, hija y yerno— ingresó al teatro que se encontraba enfrente de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced (actuales Perón y Reconquista), en compañía de edecanes y militares. Se llamaba Coliseo Provisorio porque había sido construido en 1804 para ofrecer espectáculos por una temporada. Pero el nombre Coliseo Provisorio lo mantuvo durante ¡34 años! Se transformó en Teatro Argentino en 1838 y recién fue demolido en 1872.
Teatro colmado. Ingresa el marqués a la sala, todos de pie. Se sienta el marqués, todos se sientan (en sus propias sillas: como es costumbre, cada uno ha arrastrado la suya desde su casa). Sobremonte cabecea dando el okay, y la función ya puede iniciarse. Se sube el telón, empleando el método habitual de la época: dos morenos, con sogas en sus cinturas, se lanzan desde un andarivel hacia el piso. Por un sistema de aparejos, equivalentes a cualquier cortina o persiana moderna, la caída de los negros (como si fueran baldes de aljibe) hace que el telón suba. Los morenos van a dar al piso, el telón se enrolla en el techo y la obra comienza.
En lo más entretenido de la función, a las ocho y media, un movimiento de Su Majestad paralizó al teatro. Como disparado por un resorte, Sobremonte se incorporó y conversó con un hombre que había irrumpido en su palco. Público, actores y hasta el director de la orquesta, Blas Parera, aguardaron expectantes. El hombre que habló con Sobremonte era el mismísimo Martín Thompson.
Los dos abandonaron el Coliseo de inmediato, seguidos por el yerno cumpleañero y el resto de la comitiva virreinal. Los murmullos invadieron la sala y el público comenzó a retirarse de ese recinto donde, siete años más tarde, se entonaría por primera vez en público el Himno Nacional Argentino. Las mujeres se encolumnaron detrás de los negritos faroleros hacia sus casas. Los hombres invadieron el Café de Ramón Aignesse, pegado al teatro, y debatieron a gritos sus especulaciones.
En 1801, Marica había suspendido su compromiso. En 1806, Thompson terminó suspendiendo la función.
¿Qué fue a decir Martín Thompson, el involuntario inspirador de El sí de las niñas? Que había sido enviado por Liniers para informar a Sobremonte que esa noche una pequeña avanzada británica estaba desembarcando en Quilmes. Se iniciaba la invasión.
6. ENGLISH GO HOME
Los ingleses entraron a la ciudad desfilando al son de sus gaitas. El espectáculo deslumbró a los porteños. Mientras a ellas les llamaban la atención las polleras escocesas de los soldados del regimiento 71 de Highlanders, ellos observaban sorprendidos a los 36 artilleros chinos que cerraban el desfile. Sesenta mujeres y cuarenta chicos rubios y pelirrojos marchaban detrás de la tropa (muchos británicos fueron acompañados por sus familias en esta aventura).
Sobremonte se perdió el espectáculo porque, cuando desde el fuerte vio con su catalejo las casacas coloradas a la altura de Barracas, decidió partir hacia Córdoba para reunir un ejército reconquistador. De paso, se llevó todos los caudales, la familia, los criados, la ropa y el catalejo.
Una comitiva recibió a Beresford con los brazos abiertos, pero el inglés miró de reojo, con su ojo no emparchado, y aclaró que si no aparecían los caudales la convivencia no sería agradable. A la comitiva no le tembló la mano para señalar el camino a Córdoba y, de inmediato, se organizó una expedición hispano-criollo-británica para capturar el botín. En Luján, alcanzaron las carretas cargadas de cofres y baúles. Sobremonte ya no estaba en el pueblo: los vio venir, saludó a las apuradas y siguió su camino a todo galope, abandonando el tesoro real.
Es necesario reconocer que el virrey Sobremonte fue el primero en concebir un plan para expulsar a los invasores. Pero tardó tanto en ejecutarlo que, cuando finalmente partió con su ejército cordobés hacia Buenos Aires, la ciudad ya había sido reconquistada por Liniers.
Mientras tanto, en la capital del virreinato, las porteñas se maravillaban con el “jabón con olor” que trajeron los ingleses para comerciar; y los hombres observaban estupefactos el extraño juego con palos y piedras que practicaban los pelirrojos de la tropa: estaban siendo testigos del primer partido de críquet que se jugó en nuestras tierras. Y eso no era todo para los porteños. Además, aprendían nuevas costumbres en la mesa, como a brindar. Sí: el brindis también fue importado por los invasores de 1806.
Pero no todo era cordialidad, jabones perfumados y chin chin. Martín de Álzaga, comerciante rico, se transformó en el líder de la oposición. Y cuando advirtió que Sobremonte no tenía apuro en volver ideó el segundo plan: cavar un túnel desde alguna casa cercana hasta el fuerte donde flameaba la bandera inglesa y meter doscientos peones, indios y criados diestros con el cuchillo para que se ocuparan de las gargantas británicas. El entusiasmo les duró hasta que se percataron de que sobraban cuchillos pero faltaban valientes.
Entonces surgió el tercer plan. Felipe de Santenach, catalán bien dispuesto, propuso reemplazar a los cuchilleros por explosivos que él mismo colocaría junto a un puñado de “kamikazes” criollos. Había que volar el fuerte con sus ocupantes. Era cuestión de recolectar pólvora. Con mucho sigilo, y demasiada lentitud, se abocaron a la tarea.
Un estanciero de la zona de San Isidro, Juan Martín de Pueyrredon (no es un error de tipeo, el apellido no lleva acento aunque la tilde se haya colado en algún momento de la larga historia de esta familia), disgustado porque la invasión había perjudicado sus negocios, fue a pedir consejos a la Banda Oriental. Regresó cargado de entusiasmo y convirtió a su peonada en caballería. Recorrió las estancias vecinas para formar un comando guerrillero. Beresford se enteró, envió a sus hombres y se produjo un pequeño enfrentamiento que hoy conocemos como el combate de Perdriel, donde Pueyrredon se cayó de su caballo y uno de sus peones, precursor del sargento Cabral, le salvó la vida. De todas maneras, la fuerza criolla fue dispersada y la peonada volvió a sus quehaceres, aunque con sed de revancha. El cuarto plan, por ahora, también había fracasado.
Hasta que llegó Santiago de Liniers a la ciudad. Recordemos que Sobremonte lo había enviado a Ensenada, donde se encargó de espiar el desembarco inglés. Se escondió en la zona y más tarde apareció por la Buenos Aires británica de visita. En las tertulias se enteró de las ideas de Pueyrredon y de las de Álzaga y sus amigos. Entonces, explicó su plan: viajaría a Montevideo y regresaría con un ejército oriental al que deberían sumarse los porteños. Era un marino sin méritos a la vista, pero él tuvo la idea y para él fue la gloria, ya que su plan no fracasó.
7. EL MENDIGO MÁS FAMOSO DE BUENOS AIRES
Don Simón era un experto enlazador de ganado. Y aunque en 1806 ya no tenía edad para formar parte de las milicias, también quiso aportar su granito de arena en medio de la lucha para recuperar Buenos Aires.
En Retiro, los patriotas querían traspasar el piquete británico para poder llegar al centro de la ciudad donde flameaba la bandera inglesa. Don Simón se acercó hasta la posición enemiga y de un tiro enlazó a dos artilleros, tal vez chinos.
Se los llevó a la rastra, bajo una lluvia de proyectiles e insultos en inglés que seguro hubieran sonrojado a Su Graciosísima Majestad Británica.
Al paisano le entraron balas por todas partes, pero alcanzó la retaguardia porteña con sus dos presas.
Cinco meses más tarde, el Cabildo le concedió la autorización para mendigar en la ciudad. Con su caballo y su lazo bien amarrado en el apero, el mutilado don Simón recorría las iglesias de la Merced, San Ignacio, Santo Domingo y la Catedral, y agradecía con una pequeña inclinación de cabeza, pero sin abandonar su gesto grave, las monedas y el pan que recibía de los feligreses. Fue el mendigo más popular que tuvo Buenos Aires.