La Tierra Pura

Fragmento

1 La puerta a ninguna parte

1. La puerta a ninguna parte

Nagasaki, 1945

Si Tomisaburo no lo hubiera visto con sus propios ojos, no lo habría creído. Aquello era el espantoso fin de todo; la aniquilación, la nada. Una sola explosión había asolado media ciudad, la había destruido en un instante, reducida a polvo y escombros. Su casa estaba situada en Minami Yamate, la ladera meridional de la colina, con vistas a la bahía. Estaba lejos del epicentro, protegida por la pendiente de la colina. Ese simple hecho la había salvado de la destrucción.

Estaba sentado ante su escritorio, contemplando el pino del jardín, el árbol que daba nombre a la casa, Ipponmatsu, el Pino Solitario. El árbol era anterior a la casa, ya estaba allí cuando su padre eligió el terreno y asentó los cimientos. La primera casa occidental de la colina, hecha de piedra. Si la hubieran construido con madera y papel, ¿habría quedado reducida a cenizas por aquel hálito exterminador?

Simplemente miraba el pino, nada más, en un intento de dejar el cerebro en blanco. No pensar. O pensar en nada. Mu. El pino del jardín. La semana anterior había abierto el Sutra del Diamante y había pasado sus páginas en busca del significado. «Despierta la mente sin fijarla en nada.» El poeta Basho escribió: «Aprende sobre el pino del pino». Aprende a ser un pino. En aquellos días todo era una reflexión sobre lo inestable, sobre la mutabilidad. Él era un anciano. Había sido muy poco considerado por parte de la kenpeitai, la policía no tan secreta, interrogarle. Debido a sus circunstancias, creían que era un espía. Ése era su destino, su karma: estar atrapado entre dos mundos. Ni una cosa ni otra. Ni carne ni pescado. Ahora llegaban los norteamericanos. Ellos habían provocado aquel horror. No había esperanza.

El destello había iluminado el cielo, una luz blanca, por un momento más brillante que la luna. Él cerró los ojos con la imagen del pino grabada a fuego en su retina. Luego el ruido inundó el cielo, inmenso y atronador, tan fuerte que hacía daño. Se tapó los oídos mientras la casa entera temblaba y todas las ventanas se hacían añicos y una ráfaga de aire caliente y seco entraba arrasándolo todo.

Sin pensar, como un hombre dentro de su propio sueño, se levantó sacudiéndose las astillas y fragmentos de cristal de la ropa. Sin pensar, se limpió las mangas con las manos y sintió los pinchazos, la sangre que se agolpaba en cada uno de los pequeños cortes de sus dedos, de su palma abierta. Sin pensar, salió tambaleándose afuera y trató de asimilar la gravedad de lo que había ocurrido. Había oscurecido de repente, como en una tarde de invierno, pero el viento que soplaba seguía siendo cálido. El humo de un edificio colindante en llamas se disipó y él dirigió la mirada a la ciudad, pero ésta había desaparecido. Hacia el norte todo estaba devastado, todos los accidentes del terreno habían sido arrasados. Nada vertical permanecía en pie, salvo las chimeneas de alguna fábrica aquí y allá, el esqueleto pelado de algún almacén. Por todas partes ardían y refulgían pequeños fuegos, añadiendo su humo al palio gris que los cubría.

Sin pensar, como si siguiera dentro de un sueño, caminó en dirección a la devastación, paso a paso, lenta y trabajosamente, sobre el suelo irregular y los despojos por él desperdigados. Le dolían los dientes, y la espalda, y las articulaciones de las rodillas. Algunas partículas de cristal habían aterrizado en su fino cabello, provocándole cortes en el cuero cabelludo. Pero todo aquello podía muy bien estar pasándole a cualquier otro, no era nada comparado con lo que veía delante de él y a su alrededor. Aquello superaba los límites de la imaginación. No podía ser cierto. Pero lo era.

Un templo sintoísta había desaparecido, pero su puerta roja permanecía milagrosamente intacta. Una puerta a ninguna parte. Tomisaburo la cruzó.

Despertar la mente sin fijarla en nada concreto. Lo observaba todo, aturdido.

Un caballo aplastado bajo el peso del carro del que había tirado.

Dos jóvenes de rodillas, muertos en el mismo lugar donde habían caído, con las piernas enredadas en cables eléctricos.

Tres cadáveres carbonizados sentados en el banco de lo que fuera una parada de autobús.

La oficina de correos, desaparecida. Una tienda que vendía incienso, desaparecida. El barrio del placer, desaparecido. Su casa de té favorita, desaparecida.

Cuanto más avanzaba, peor era la cosa.

Cuerpos y fragmentos de cuerpos esparcidos por la carretera, atrapados en coches calcinados que flotaban en el puerto, cuyas aguas se habían teñido de un sombrío rojo óxido.

La sombra de un hombre impresa en una pared blanca; el hombre había desaparecido, incinerado en un instante. Una joven madre, viva, con su hijo al pecho; su cara, sus brazos, la cabeza del bebé, todo quemado; sólo el pecho intacto, blanco. La desesperada necesidad de aferrarse a la vida, de seguir adelante, incluso en el infierno.

Gente arrastrándose entre las ruinas, abrasada y ciega, con la ropa hecha jirones, pidiendo agua a gritos, y, como si se burlara de ellos, empezó a caer suavemente una lluvia sucia.

Una estatua en medio de un espacio abierto. No, una estatua no, el cuerpo de un monje, carbonizado, sentado en postura de meditación, aceptando aquello también, hasta el final. La mente despierta.

La mente de Tomisaburo estaba vacía, su corazón muerto. Tal vez él también hubiera resultado muerto en la explosión y ahora fuera un espíritu sin cuerpo, condenado a vagar por aquel lugar de muerte, el reino de los gaki, los fantasmas hambrientos. Intentó recordar una oración, pero no le venían las palabras.

Entonces se dio cuenta de que también él tenía la cara quemada y le escocía por las lágrimas. Contempló, sin pasión, cómo caían algunas a sus pies formando pequeñas perlas grises en el polvo. Se volvió y dirigió la mirada hacia el desolado camino de vuelta.

*

¿Cuánto tiempo hacía que había ocurrido aquello? Días que parecían años. Con las ventanas reventadas hacia el interior, la casa permanecía abierta. Había barrido los cristales rotos, recogido los libros y papeles desperdigados por el suelo. Hacer algo más que eso estaba fuera de su alcance.

No había dónde comprar comida, no había comida que comprar. Sobrevivía, un día detrás de otro, con un puñado de arroz hervido y unos cuantos encurtidos. Le era suficiente. Tenía poco apetito. De vez en cuando, se permitía un trago esporádico de whisky escocés de la última botella que había reservado para sacar en caso de emergencia. ¡En caso de emergencia! La ironía de aquella expresión era brutal.

Era difícil obtener noticias creíbles sobre la situación. La cobertura de la radio era casi inexistente y sólo se recibían chisporroteos de estática. Los vecinos pasaban por delante de su verja y él respondía a sus preguntas nerviosamente. Él era medio occidental; eso le convertía en parcialmente culpable. ¿Por qué no se lo había llevado la kenpeitai para interrogarle?

Cuando el río suena, agua lleva.

En cualquier caso, las noticias llevaban mucho tiempo siendo poco verosímiles. Sólo les llegaba propaganda política y rumores. Ahora era todavía peor. La bomba de Nagasaki había seguido a la de Hiroshima. Aún habría más.

Los norteamericanos iban a bombardear Kioto, y luego Tokio, a menos que el emperador se rindiera. Y eso era imposible, porque el emperador era infalible, divino. La nación entera esperaba una declaración del Palacio Imperial que llamara a la Muerte Honorable de los Cien Millones, el suicidio colectivo. Era una locura colosal. Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos una vez más, emborronando su visión. El pino se meció. El viento abrasador, la lluvia tóxica, lo habían agostado, dejándolo totalmente pelado. Se erguía reseco contra el gris del cielo. Tomisaburo había vuelto a salir con la intención de acercarse a la ciudad, pero se había dado la vuelta, desesperado, una vez más. Miles de personas habían sido llevadas, o se habían desplazado por sus propios medios, a la estación de Michino-o, transformada en un centro médico improvisado. Sólo se había atendido a unos cientos que tenían alguna esperanza de supervivencia. Los demás habían muerto, o iban a morir.

«Nunca hubiera creído que la muerte vencería a tantos.»

Había leído aquello en otra vida. El Infierno de Dante.

A tantos.

Volvió a prestar atención a su Sutra del Diamante en busca de orientación, de luz en la oscuridad, intentando entender. El verso decía: Shiki soku ze ku.

La forma es el vacío.

*

La señal no era muy clara, pero debía de haber una recuperación de la energía eléctrica, suficiente para que se escuchara el mensaje. El mismo emperador se dirigía a la nación con una voz seria y frágil. La rendición era total y sin condiciones. No se le debía seguir viendo como a un dios, sino como un símbolo del Estado y de la unidad del pueblo. Ya no controlaba el poder político. A partir de ese momento, el Gobierno estaría compuesto por una cámara de representantes electa. Las fuerzas armadas, así como el pueblo en general, debían deponer las armas. Con ese acto, Japón renunciaba a la guerra y al mantenimiento de las fuerzas militares para siempre.

A la alocución siguió una sombría grabación del himno nacional, y las ondas enmudecieron. Tomisaburo cayó de rodillas, se cubrió la cara con las manos y permaneció así largo tiempo.

Al cabo de un rato, se levantó y se sentó delante del escritorio. Tenía el estómago revuelto, las articulaciones le chirriaban, los huesos le dolían. Pero sus pensamientos eran lúcidos. Tarde o temprano vendrían a por él. Podría ser la kenpeitai, detrás de la recompensa; o los norteamericanos para convencerle de que colaborara, que les ayudara a establecerse. Poco importaba.

La civilización llegaba a su fin. Los bárbaros se encontraban a las puertas.

Sobre el escritorio, enfrente de él, había colocado una wakizashi, una pequeña espada samurái dentro de su vaina que su padre había guardado con veneración. En el cajón del escritorio estaba el revólver de su padre, cargado.

Había limpiado los fragmentos de cristal de los marcos que protegían los retratos de su padre y de su amada esposa Waka. Se alegraba de que ella no hubiera sobrevivido para ver aquello. Colocó los retratos sobre el escritorio, mirando hacia él. La mirada de su padre era severa, la de Waka amable y triste. Hacía ya más de dos años de su muerte y parecía que no había pasado el tiempo, aunque los días sin ella transcurrían con lentitud. ¿Cómo podía ser eso? La vida era corta, los días largos.

Junto a los retratos se encontraban unas cuantas cosillas que había atesorado desde pequeño, cosas que le había dado su padre para que le proporcionaran buena suerte: una pieza de bambú que en un tiempo se había utilizado como moneda corriente, un dólar de plata mexicana, una mariposa de origami de papel blanco plegado. Su padre, que había logrado tanto, guardaba aquellas pequeñas cosas para recordarle sus principios, se las había dado como recuerdos.

El escritorio de Tomisaburo tenía un compartimento de persiana que cerraba con una pequeña llave de latón. Lo abrió y sacó un paquete envuelto en tela. Lo desenvolvió con cuidado y sujetó en sus manos el libro que había sido la labor de toda su vida, veinte años de dedicación: una guía ilustrada de la fauna marina de Nagasaki. Había encargado a artistas locales que hicieran las ilustraciones de las diferentes especies de peces, cetáceos y moluscos con minucioso e intrincado detalle. Al principio, los artistas no lo habían comprendido. Eran japoneses, instruidos para dibujar el movimiento de aves y peces, para capturar la esencia, el breve soplo de la vida, con unos pocos trazos de pincel. Él se lo había explicado a conciencia, les había mostrado dibujos norteamericanos, anatómicamente precisos, hasta el número exacto de escamas de cada pez. Y al final logró que hicieran los dibujos, más de ochocientos en total, de un rigor impecable, pero vibrantes y vivos. El libro era una obra maestra de precisión y belleza. No era gran cosa comparada con los logros de su padre, pero a él le parecía importante a su manera.

Mientras pasaba las páginas, sintiendo el tacto del papel hecho a mano, cayó en la cuenta de que nunca había sido tan feliz como cuando trabajaba en aquel libro, especialmente al inscribir cada título con una cuidada caligrafía de su propia mano. Se quedó mirando las ilustraciones hasta que la luz de la ventana empezó a extinguirse. Entonces cerró el libro, lo envolvió de nuevo en la tela y lo colocó en su compartimento, guardando la llave en el bolsillo de su chaleco.

Abrió el cajón, sacó la pistola, la sopesó en la mano y la volvió a dejar. Agarró la espada, empezó a sacarla de su vaina y su cuerpo se tensó al oír un ruido fuera de la casa, el crujido de cristales rotos bajo unos pies, fuertes pasos en el sendero que llevaba a su puerta.

*

Los dos soldados norteamericanos avanzaban por el jardín en ruinas, entre los restos y los escombros, con las armas a punto. Les habían dicho que toda precaución era poca, que todavía se podían encontrar bolsas de resistencia, que algunos edificios podían estar minados. Pero era imposible moverse sigilosamente por encima de los despojos, de los cristales desparramados y de las tejas despedazadas.

La casa no parecía haber sufrido demasiado. Era de un tamaño respetable y de construcción sólida. Una buena situación, con vistas a la bahía. Podrían requisarla como base de operaciones. Dentro no se oía nada. Tal vez sus ocupantes hubieran huido o se hallaran en un mal lugar cuando cayó la bomba, y hubieran desaparecido. Eso facilitaría las cosas.

El sargento le hizo un gesto al cabo para que intentara abrir la puerta. Estaba cerrada y no cedió. Podían entrar por una de las ventanas sin cristal, pero ¿para qué tomarse la molestia? A la cuenta de tres, le dieron una patada a la puerta, la cerradura saltó astillando la madera, abrieron y entraron en la casa con las armas dispuestas.

Tomisaburo se giró en su escritorio para mirarles.

—Tranquilo, viejo —dijo el cabo—. ¡No te mees en los pantalones!

—¡Y baja ese cuchillo! —dijo el sargento.

Tomisaburo metió la espada en su funda y la dejó encima del escritorio. Luego les hizo una reverencia a los visitantes y les habló con su acento entrecortado y elegante.

—Buenas tardes, caballeros. Les pido disculpas por no poder ofrecerles mi hospitalidad.

—¡Joder! —dijo el cabo—. ¿Quién te ha enseñado a hablar así?

—Mi padre —dijo Tomisaburo señalando con un gesto de la cabeza el retrato enmarcado.

—¿En serio? ¿Eres mestizo?

Tomisaburo parpadeó extrañado y asintió con la cabeza.

—Mi padre era escocés.

El sargento bajó el arma y cogió el retrato.

—Un tipo apuesto —dijo.

—Ciertamente —dijo Tomisaburo—. Y ese retrato se hizo cuando ya era muy mayor. Tan viejo como lo soy yo ahora.

Su padre presentaba en el retrato un aspecto poderoso e impresionante. Su barba y sus cabellos canosos estaban cuidadosamente recortados. Estaba vestido formalmente con cuello de puntas y pajarita blanca, y una medalla prendida en el pecho de su levita negra.

—Debió de ser alguien importante —dijo el sargento.

—Sí —contestó Tomisaburo—. Lo fue.

Señaló otra fotografía que había encima de la chimenea.

—Ésa fue tomada cuando era joven, puede que a los diecinueve o veinte años.

La fotografía tenía un tono sepia que se desvaía hacia los bordes. El fondo no se distinguía con mucha precisión, un edificio bajo, el mar. La figura era de cuerpo entero, un joven que posaba fanfarrón, con las manos en las caderas, una gorra de marinero inclinada sobre la cabeza y la mirada fija, seguro de sí mismo, en otro mundo, en otro tiempo, casi un siglo antes.

2 El mundo conocido

2. El mundo conocido

Aberdeen, 1858

El color gris lo impregnaba todo. Incluso en un día de verano como aquél, la fría haar del Mar del Norte los envolvía empapándolo todo. Glover estaba de pie, estirado sobre el espigón, con la mirada perdida en la niebla: ni mar, ni cielo, sólo una gradación de grises. Recordó la voz del viejo pastor retumbando en la oscura iglesia. «Y la Tierra no tenía forma y era el vacío.» Y, en efecto, así era. La haar le empapaba como una fina lluvia, tanto que el tejido de la chaqueta estaba húmedo al tacto. Gotas de humedad se formaban en su pelo, en sus pestañas. Parpadeó, la visión momentáneamente borrosa. Se pasó una mano por la cara, se lamió los labios, sabían a sal. Muy cerca, la sirena de un barco soltó un grave gemido. Gaviotas invisibles chillaban y chillaban. Había muchas cosas ocultas. La campana de la iglesia empezó a repicar los cuatro cuartos antes de dar la hora.

—¡Jesús!

Bajó del muro de un salto y resbaló en los adoquines mojados.

—¡Mierda!

Pero recuperó el equilibrio y se enderezó. Pasó por delante de los muelles y subió carretera arriba a toda velocidad, giró en la esquina de Marischal Street a la segunda campanada, casi se chocó con dos chicas que se dirigían a su trabajo, que consistía en destripar pescado en Footdee. Fittie. Sus brazos y rostros estaban enrojecidos. Regados por la sangre caliente. Olían a pescado, a su trabajo. Pero él notó que respondía a las sonrisas rápidas que le dedicaron, coquetas. Las muchachas rieron cuando él hizo el gesto de quitarse el sombrero, a pesar de que no lo llevaba.

A la cuarta campanada le cortaron el camino dos chiquillos delgaduchos que, con los libros de la escuela a sus pies, jugaban a luchar con unos palos como si fueran espadas, una pelea a muerte.

—¡Ah!

Los chicos levantaron las espadas sorprendidos y Glover pasó entre ellos, fingió atravesar a los dos sin apenas perder el paso.

Durante el séptimo toque de la campana ascendía los desgastados escalones de piedra de la puerta de la oficina. JAMES GEORGE. CONSIGNATARIO DE BUQUES. Llegó a su mesa en la octava campanada, arrastrando tras él una ráfaga del aire de fuera. El reloj de la oficina, con medio segundo de retraso, acabó de dar la hora cuando se sentaba en su silla.

Robertson, el otro auxiliar administrativo, levantó la mirada de sus papeles.

—Por los pelos, Tom.

—¡Calculado al segundo! —dijo Glover.

Recuperó el aliento, se estiró, entrelazó las manos detrás de la cabeza.

—¿A esto lo llaman verano? —dijo echando un vistazo al cielo gris por la alta ventana.

Robertson siguió su mirada.

—¡Lo llaman Aberdeen!

Glover se chascó los nudillos, sumergió la punta de su pluma en el tintero y se puso a trabajar en la pila de papeles de su mesa.

A media mañana el sol empezaba a disolver la niebla. Se levantó de su puesto de trabajo y se acercó a la ventana para mirar al exterior. Los grandes edificios de granito recuperaban la silueta, formas almenadas que surgían de la niebla.

Esta ciudad. Su solidez.

En la dirección contraria, calle abajo, se veían los mástiles de los barcos anclados en el puerto sobre los que describían círculos las gaviotas.

—¿Ha terminado ya esos permisos de atraque, señor Glover?

No había oído al viejo George entrar en la oficina. Su voz era lenta, seca. Un rumor de pergaminos.

Glover se dio la vuelta.

—Sí, señor. Están encima de mi mesa.

—Muy bien, señor Glover. Pero preferiría que estuvieran encima de mi mesa.

George volvió a salir por la puerta silenciosamente. Glover recogió los documentos, miró a Robertson e imitó la cara de ciruela pasa del viejo a la perfección.

*

El aire del pub era una neblina amarillenta, una vaharada sepia, teñida de nicotina, con un espeso hedor a tabaco.

Glover se separó de la barra abriéndose paso con los hombros entre la multitud hasta el ahumado salón y volvió a su mesa sujetando firmemente las dos jarras de cerveza.

—¡Preferiría que esa pinta estuviera encima de mi mesa, señor Glover!

—¡Estará encima de su puta cabeza en un momento, señor Robertson!

Dejó las dos jarras en la mesa, lamió de sus dedos las gotas derramadas y se deslizó sobre el banco corrido.

—¡A tu salud! —Robertson dio un trago.

—Sí —Glover bebió y se limpió la espuma de la boca con el dorso de la mano.

—Maldito viejo cascarrabias —dijo Robertson—. Me refiero a George.

—Es un amargado —dijo Glover—. Y un hipócrita. Tiene la boca como el culo de un gato.

Robertson se atragantó y escupió, a punto de ahogarse con la cerveza. Cuando se recuperó dijo:

—Uno se pregunta cómo ha podido engendrar a una criatura tan divina como Annie.

—Me imagino —dijo Glover— que de la forma habitual. Pero, ojo, ¡hay cosas que prefiero no imaginar!

Dio otro trago a su cerveza y empezó a relajarse, a aflojar la tensión, por primera vez en toda la semana.

—Demos gracias a Dios por haber creado los sábados, compañero.

—¿Tú crees que es cosa de Dios?

—¿No lo es todo? —dijo Glover—. «Trabajarás seis días y la noche del sábado te pondrás como una cuba.»

—¡Amén a eso!

A la cuarta pinta de cerveza, Glover notó, eufórico, que le recorría su energía. Era una maravilla, lo bañaba todo en un resplandor cálido y benigno. Sí. La vida era buena. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada estruendosa.

—¿Qué? —le preguntó Robertson.

—Nada —dijo Glover—. ¡Todo!

Cuando Robertson tomaba un par de copas le gustaba citar a Burns. Aquella noche le tocaba «Tam o’ Shanter».

—«Nos sentamos a beber cerveza, hasta sentirnos felices y perder la cabeza.»

El local sudaba y apestaba, rezumando condensación desde el bajo techo. Se mecía y oscilaba, como un barco en una fuerte marejada. A la hora del cierre, el barco los arrojó a la calle. Ellos emergieron y aspiraron profundamente. El aire fresco era una emoción inesperada, un delicioso golpe de exaltación.

—¡Sí!

El cielo estaba azul cobalto, y ya no oscurecería más. Simmerdim. Las noches claras.

Se juntaron con otros conocidos, jóvenes oficinistas como ellos. Con la nueva compañía la diversión se hizo más ruidosa, con el resonar de sus botas contra los adoquines de un callejón oscuro del puerto.

Glover se detuvo. Tenía que comunicar algo importante. Eligió las palabras con gran cuidado.

—Necesito… mear —dijo.

Se oyó a sí mismo y soltó una carcajada provocada por la pomposa sonoridad de sus palabras. Los otros siguieron su camino y él se desabrochó los botones para soltar un chorro humeante contra una pared mohosa. El alivio fue delicioso. Sí.

Se giró sacudiéndose las últimas gotas y se le cortó la respiración al comprobar que alguien le observaba.

Una mujer salió de las sombras y se hizo visible medio iluminada por el parpadeo tembloroso de una farola de gas que tenía la pantalla rota, su luz una llamarada oscilante de fulgor tétrico. Llevaba el pelo rojo recogido en la coronilla, pero alborotado, desmadejado, y la blusa en parte desabrochada, echada hacia atrás, dejando el cuello y los hombros desnudos. Le miró provocativamente, ésa es la única forma de describirlo, con una mezcla de burla e invitación. Él se sintió frágil y vulnerable, expuesto a su mirada, como un niño pequeño pálido y desnudo. Pero ella no dejaba de mirarle de aquella manera, y su mirada le excitó, le hizo sentirse hombre. Era normal que sintiera aquello, estaba bien, no tenía de qué avergonzarse.

La mujer le miraba con las manos en las caderas y la cabeza inclinada hacia atrás.

—¿Buscas compañía, chicarrón?

Pero antes de que pudiera contestar otra figura salió de la oscuridad detrás de ella. Un hombre enjuto y de rasgos endurecidos que puso sus brazos escuálidos alrededor de la cintura de la mujer, arrimándola a él, ocultó la cara en su cuello y le susurró algo al oído.

Ella soltó una carcajada seca y estridente. El hombre lanzó a Glover una mirada de desprecio puro, de aversión. Luego escupió.

La mujer le dirigió a Glover una mirada de desilusión que le decía: «Tal vez otro día». Los dos desaparecieron en la oscuridad, dejándole excitado, y sintiéndose estúpido y sin fuerzas.

—¡Pero, hombre, por Dios santo! —gritó una voz—. ¡Guárdate eso! ¡Vas a pillar lo que no tienes!

Robertson había vuelto a ver qué le había entretenido tanto.

—¿Confraternizando con las damas de la noche, Tom?

—No tanto —dijo Glover—. Un simple coqueteo. Un devaneo —se abrochó los botones—. Aunque sí que me había echado el ojo.

—¡Perro! —dijo Robertson.

Apretaron el paso para alcanzar a los demás. La noche estaba llena de posibilidades y demonios.

Robertson canturreó:

—«La noche siguió entre cantos y jolgorio.»

Ora arrastraban los pies por King Street, berreando canciones de music-hall. Ora se tambaleaban por la playa, riendo mientras daban cada paso con precaución para no hundirse en la arena. Ora pasaban por delante de la catedral de Saint Machar, con sus dos chaparras torres gemelas, como minaretes de granito, recortadas contra la oscuridad más profunda de la noche. Y aun a su pesar, se chistaron y se mandaron callar unos a otros, aparentaron sobriedad y caminaron erguidos y respetuosos al pasar junto al cementerio, el largo sueño de la muerte. Llegaron hasta el Brig o’Balgownie, el viejo puente de piedra sobre el Don, y Glover se subió al parapeto sin otra razón que el mero placer de hacerlo, porque podía. Y cruzó el puente despacio, paso a paso, hasta la parte más alta, con los brazos estirados para mantener el equilibrio, con el río fluyendo cinco metros por debajo de él. Lo había hecho desde pequeño, temerariamente, con paso ligero y silencioso sobre el pretil para zambullirse de cabeza en las aguas gélidas. Y en esta ocasión sentía parte de aquella temeridad, pero se movía con cautela, como un funambulista de circo, palpando con los pies aprisionados en las botas en busca de estabilidad. Robertson, encantado consigo mismo, gritaba:

—¡Y corona la cima del puente!

Un paso más y Glover alcanzó su meta. Abrió los brazos de par en par.

—¡Sí!

Uno de los otros le lanzó una botella de cerveza que él pilló al vuelo y bebió. Luego volvió de un salto al camino empedrado del puente y saludó mientras los demás le vitoreaban y aplaudían. Robertson se unió a la celebración, luego se levantó y se encogió de hombros.

—Yo también puedo hacerlo. Es fácil —hablaba la bebida.

Los otros aullaron y comenzaron a dar palmadas rítmicas.

¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!…

Se encaramó al muro con brazos temblorosos, era menos sencillo de lo que le había parecido; se levantó con cuidado y se balanceó en el sitio hasta que encontró un punto de equilibrio. Durante unos instantes no se atrevió a moverse por miedo a caerse.

Luego comenzó a dar…

¡Sí!

un paso y se quedó rígido, se inclinó con la intención de acuclillarse o arrodillarse y avanzar en esa posición, pero no, adelantó el otro pie, dio un paso más…

¡Sí!

Echó los brazos hacia atrás, a punto de caer…,

¡Sí!

avanzando centímetro a centímetro, rígido y sudoroso, y luego dio tres pasos rápidos seguidos y llegó a la cima donde se paró, inestable pero triunfante.

¡Sí!

Glover le entregó la botella y él se la llevó a los labios. De repente agitó los brazos, abrió los ojos desmesuradamente durante un interminable segundo, se venció hacia atrás y desapareció.

¡SÍ!

Entonces se dieron cuenta de lo que había ocurrido en realidad y corrieron al pretil para asomarse al río. Sólo Glover anduvo espabilado y, rápido de reflejos, bajó el ribazo y se metió debajo del puente, donde la corriente había llevado a Robertson, que no dejaba de manotear. Glover se metió en el agua, agarró a Robertson del cuello y lo sacó a la orilla, y allí quedó tumbado, tosiendo y esforzándose por recuperar la respiración. Por fin consiguió levantarse, totalmente empapado y tiritando, con el agua rebosando de las botas.

Glover se rió.

—Será mejor que le lleve a casa, señor Robertson, ¡o va a ser usted el que pille lo que no tiene!

*

El domingo por la mañana, en la lóbrega iglesia gris, Glover se sentó con la espalda recta en uno de los bancos de madera. Sentía el cuello entumecido, pero sabía que si hacía algún movimiento brusco, la sangre le martillearía en la cabeza. Se giró despacio y con tiento para mirar a los lados. Su hermana Martha le lanzó una rápida mirada y sonrió con disimulo. Su madre se rebulló en su cuerpo en el mortificante banco y le dio un codazo a su padre, cuya cabeza no dejaba de vencerse hacia delante para, a continuación, levantarse bruscamente.

¡Jesús!

Recordaba haber vuelto a casa a sólo Dios sabe qué horas, con la ropa chorreando, y que le había contado a Martha que había ido a nadar y que nadaba como un pez, y ella dijo: «Sí, y bebes como si lo fueras». Le había llevado una toalla seca y un tazón de té caliente. Ahora se daba cuenta de que, probablemente, se había quedado despierta esperando a que volviera, y la idea le conmovió inesperadamente, por la bondad del gesto, la simple entrega de cariño. Durante el desayuno, su padre y su madre habían estado muy callados.

El pastor, el viejo Naysmith, era un escuchimizado saco de miserias, con la voz como un gemido machacón, insistente y adormecedor.

Hasta el aire resultaba opresivo, rancio, frío, con la humedad de la piedra antigua. Echó un vistazo a la congregación y los vio como una galería de personajes grotescos: feas caras de gárgola talladas en granito, con rasgos exagerados como en las caricaturas; hombres demacrados, cincelados y marchitos; mujeres prematuramente envejecidas, con pieles pálidas y restregadas y manos y brazos enrojecidos; lunáticos con caras de tontos, torpes y necios, expresiones que no decían nada.

Glover sintió algo parecido al pánico. Percibió aquella corporeidad con meticuloso e inquietante detalle: patillas blancas que crecían en mejillas sonrosadas, una boca grande y húmeda, dientes irregulares y partidos, matas de pelo que salían de las orejas y de la verruga en la punta de una nariz ganchuda, diminutos ojos de alimaña, un hilillo de baba que caía por una barbilla.

La voz del pastor continuaba con su salmodia. «Oremos.» Glover cerró los ojos. Querido Dios, que haya algo más que esto en la vida. De pequeño le daba miedo abrir los ojos durante las oraciones, por si Dios le estaba mirando y le fulminaba instantáneamente. En aquel momento los abrió y miró alrededor. Al otro lado del pasillo vio a Robertson con la cara grisácea y los ojos apretados. Estaba temblando y tosió con una tos de perro. A Glover le dio la risa, pero se contuvo. En la fila de atrás de Robertson vio a la joven Annie George con su padre. Deseó que abriera los ojos y le mirara, con sus dulces diecisiete años —¡Dios mío!—, los rizos rubios bajo el sombrero, enmarcando su cara, que abriera los ojos y le mirara, nada más que eso, y lo hizo. Lo hizo. Le miró directamente a él, y abrió la boca formando una pequeña O de absoluta sorpresa que coincidía con su propio asombro ante aquel hecho. Demos gracias al Señor. Una fugaz sonrisa tímida y retiró la mirada, cerrando los ojos otra vez; un ligero rubor tiñó su cara.

Glover se volvió sonriendo y se encontró con que el pastor le miraba con las cejas fruncidas en un gesto de implacable ira. «No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal.» Glover agachó la cabeza, pero su corazón se había desbocado. Se le había concedido una visión de incomparable belleza.

Una vez fuera, Annie se rezagó unos pasos detrás de su padre, dejando un espacio. Glover la alcanzó.

—¿Esta tarde a las siete? —le dijo en voz baja—. ¿En el Brig o’Balgownie?

Ella se ruborizó, azorada.

—Intentaré escaparme.

Su padre, a unos metros de distancia, se detuvo y dio la vuelta.

—¡Annie! ¡Vamos, muchacha!

Ella miró hacia atrás por encima del hombro y sonrió. Su padre miró a Glover a los ojos, hizo una brusca inclinación de cabeza que pretendía ser un saludo y una advertencia al mismo tiempo. Glover le devolvió el saludo. Entendido. Entonces vio a Robertson apoyado en una lápida y soltó una carcajada sin poder evitarlo.

—¡Pareces la imagen misma de la muerte!

El pastor, que acababa de entrar en el cementerio, volvió a dedicarle la misma mirada de severa amonestación.

—Recuerde que es el día sagrado, señor Glover. No se olvide de santificarlo.

—Oh, sí, señor —dijo él—. Así lo haré.

*

Aquel momento permanecería para siempre en su memoria: la joven Annie en una tarde de verano, simplemente ella, con los codos apoyados en el parapeto del puente, de puntillas para mirar con atención algo que llevaba el río. Parecía por completo la escena de un cuadro: Joven al atardecer, Brig o’Balgownie. Llevaba puesto un sencillo vestido blanco y el sol se reflejaba en su pelo rubio.

No le había visto, distraída como estaba en lo que estaba mirando. Entonces debió de presentirle, oyó sus pasos sobre las piedras, y se volvió hacia él con los ojos muy abiertos y le pidió que no hiciera ruido llevándose un dedo a los labios. Él se acercó a su lado y ella le señaló el río para que viera lo que estaba observando: una garza de líneas angulosas posada en una roca en medio de la corriente, apostada y totalmente inmóvil.

—Es preciosa, ¿verdad? —le dijo.

—Lo es —dijo él acariciándole el brazo.

El ave se movió, desplegó sus alas grises y salió volando para posarse más allá, en la orilla del río.

—No tengo mucho tiempo —dijo Annie—. Le he dicho que salía sólo a dar un paseo. Me ha echado una de esas miradas suyas.

Glover asintió.

—¡A mí me echa una todas las mañanas!

Frunció el ceño y puso la cara malhumorada del padre de Annie. Ella se rió y le dijo que era exacta. Él tomó la cara de ella entre sus manos y la besó, saboreando su suave y cálida boca, aquella dulzura embriagadora. Agarrados del brazo, pasearon por el puente y a la vera del río. La garza volvió a volar manteniendo la distancia y siguió todo el rato delante de ellos.

*

El lunes por la mañana, al dar la octava campanada, como siempre por los pelos, o calculado al minuto, abrió de golpe la puerta de la calle, entró corriendo, saludó con un movimiento de cabeza a Robertson y se dirigió rápidamente a su mesa de trabajo. Pero antes de que pudiera sentarse, la puerta del despacho interior se abrió y George se plantó en el quicio con una expresión más temible que nunca.

—Señor Glover. Venga un momento, por favor —y desapareció en su interior dejando la puerta abierta. Una orden tajante.

Robertson levantó las cejas e hizo el gesto de cortarse el cuello.

Glover se encogió de hombros y adoptó un aire de indiferencia, de coraje que no sentía.

—¡Parece serio!

Entró en el despacho y cerró la pesada puerta tras él. George estaba de pie de espaldas, enmarcado por la ventana, con la mirada fija en el puerto, en los navíos de carga, en los botes pesqueros, en los armazones todavía en construcción que había en el astillero Hall Russell.

—Siéntese —dijo George volviéndose a mirarle.

La estancia olía a cera abrillantadora y a tabaco, el de la pipa de George ya frío; y por debajo de estos olores, los efluvios de los viejos legajos, el olor del papel polvoriento. Glover sintió que se le secaba la garganta, una repentina ansiedad que se le agarraba a las entrañas. No podía tratarse de ningún problema de trabajo. Trabajaba a conciencia, se llevaba bien con los demás empleados… Entonces temió que pudiera tratarse de Annie.

La cara de George era pétrea, imposible de interpretar. Delante de él, sobre el escritorio, había un sobre de color pardusco. Lo empujó hacia Glover.

—Esto viene dirigido a usted. Es de Jardine Mathieson.

Glover tomó aire, una bocanada rápida y profunda. Se vio a sí mismo comportándose de un modo protocolario, alargando una mano para hacerse con el sobre. Leyó su nombre, la dirección de la empresa, escrita con una fluida caligrafía profesional, las letras iguales, las líneas perfectamente espaciadas. Se quedó mirando el sobre, asombrado de ver que temblaba en la mano al ritmo de los latidos de su corazón, impulsado por la sangre que corría por sus venas.

—¿Estaba esperando esto? —dijo George.

—Sí, señor.

Dio la vuelta al sobre y leyó el nombre de la compañía en el reverso: Jardine, Mathieson y Compañía.

—No sabía si…

Había hecho la entrevista en Edimburgo meses antes. Le pareció que la había hecho bastante bien, pero no se atrevió a abrigar esperanzas.

—Por si servía de algo —dijo George—, aquí les dimos buenas referencias de usted.

—Sí, señor. Gracias.

Oyó su voz y le sonó extraña. Como la de un personaje de una obra de teatro. La situación parecía formal, llena de solemnidad, seria y real. Pero al mismo tiempo se sentía ajeno a ella, un simple espectador. El reloj marcaba su tictac sobre la chimenea. En el exterior, un carro de caballos pasaba traqueteando. Un niño gritó y se rió. Las gaviotas graznaban. La vida seguía adelante sin detenerse por nada.

—¿Y bien? —dijo George impaciente.

—¿Señor?

—¡Por el amor de Dios, hombre! ¿No la va a abrir?

—Claro —dijo reaccionando—. Sí.

George se inclinó hacia él para ofrecerle un abrecartas con empuñadura de hueso, pero Tom ya había metido el pulgar bajo la pestaña del sobre y la estaba rasgando para abrirlo.

La carta estaba escrita en una hoja con el membrete de la oficina principal en Hong Kong. «Estimado señor Glover.» Saltó varias líneas. El tono era lacónico y puntilloso, preciso, comercial. «Tras la entrevista con usted, tenemos el placer de ofrecerle un puesto de trabajo.»

—Dios mío.

—¿Qué? —dijo George.

—Me ofrecen el empleo, señor. ¡En Japón!

La boca de George se tensó por un momento en algo parecido a una sonrisa, luego volvió a su compostura.

—Va a tener que pensar en un montón de cosas.

—Sí —dijo Glover. Pero aquel lugar, aquel momento, empezaban a disolverse. Él ya estaba en otro sitio.

*

—¡Japón! —exclamó Robertson. Glover agitó la carta.

—Te dije que había solicitado un empleo.

—Pero ¡en Japón! ¡Es el fin del mundo!

—La gente dice eso de Aberdeen.

—Lo sé, pero…

—¡En el quinto infierno! ¡Más lejos que la puñetera Thule!

—Pero ¡Japón! En fin, esa gente no es como nosotros. Son unos bárbaros. Pueden arrancarte la cabeza tan pronto como te echen la vista encima.

—¡Aquí hay gente que te podría convertir en piedra con una sola mirada!

Robertson se rió.

—Joder, ¡a mí me lo vas a decir! Pero ya sabes lo que quiero decir, Tom.

—Lo sé muy bien.

Clavado en la pared de la oficina había un descolorido mapa del mundo en el que estaban dibujadas las rutas de navegación. Glover buscó con la mirada la India y China y, en el extremo más alejado, Japón.

—¿No te da miedo? —preguntó Robertson.

Glover seguía mirando el mapa y sintió por un instante la inmensidad, la distancia.

—¡Aquí hay dragones! —exclamó. Luego volvió la mirada a Robertson y dijo con más calma—: Claro que me da miedo. Pero eso no es motivo para no ir.

—¡A mí me parece una razón más que suficiente! —dijo Robertson.

—Si me quedo aquí —dijo Glover—, mi vida es predecible. Puede que dentro de unos años, si me esfuerzo en el trabajo, consiga el puesto de George, dirija la oficina y acabe tan seco y polvoriento como él. No me jodas, ¡yo aspiro a más!

Robertson asintió con la cabeza, pero en sus ojos había algo, algo que quedaba por decir.

—¿Qué me dices de Annie? —dijo por fin, y a Glover le dio un vuelco el estómago.

Annie.

*

Su madre tuvo que sentarse cuando le contó lo de la carta. Se sacó el pañuelo del puño de la blusa y se lo pasó por la cara esparciendo el reconocible olor a lavanda.

—¿Japón? —dijo mirándole fijamente, incapaz de entenderlo, sintiendo la palabra extraña en su boca, como un mal sabor.

Martha le puso una mano en el brazo sin decir nada.

—Está un poco lejos, ¿no te parece? —dijo su padre. Luego le quitó la carta, desplegó el papel con una sacudida y la puso a la distancia de su brazo para poder enfocarla. Cuando la hubo leído una y otra vez, se aclaró la garganta, expectante, y declamó con gravedad presbiteriana:

—Jardine Mathieson.

Daba importancia a los nombres, el respeto que se merecían, como los libros del Antiguo Testamento.

—Es probablemente la compañía más grande del mundo —dijo Glover.

Su padre asintió.

—Te pagarán un buen dinero.

Eso era lo único que importaba. La remuneración en el trabajo. Perspectivas. Ascensos. Un trabajo para toda la vida. Su padre había llegado tan alto como le había sido posible, ascendiendo a base de trabajo, hasta alcanzar la posición que ocupaba en aquel momento, teniente al mando de la Base de Guardacostas.

—Con un principio así —dijo Glover—, no existen los límites.

—Ver el mundo —dijo su padre con la mirada involuntariamente perdida más allá de la ventana, en el mar.

—Hacer fortuna.

—Y volver como un hombre de provecho. Para establecerse.

—Pero ¿y si no vuelve? —preguntó su madre suave y melancólicamente—. ¿Y si no volvemos a verle más?

Hubo un momento de silencio, un latido. El grave tictac del reloj llenó la habitación, memento mori, el paso del tiempo.

—¡Bah! —dijo Glover rompiéndolo—. ¡No os vais a librar de mí con tanta facilidad!

—¡No es un chiste, Tom! —dijo su madre—. Allí hay salvajes. No están civilizados. No son cristianos.

—El Señor cuida de sus hijos —dijo su padre, y se produjo otro silencio—. Tal vez lo mejor sea pedirle su protección.

Le devolvió la carta. La discusión había acabado, por ahora. Glover asintió y dijo sencillamente:

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