Fundación de los Fascios de Combate
Milán, piazza San Sepolcro, 23 de marzo de 1919
Nos asomamos a piazza del Santo Sepolcro. Cien personas escasas, todos hombres de esos que casi no cuentan. Somos pocos y estamos muertos.
Esperan que yo hable, pero no tengo nada que decir.
El escenario está vacío, inundado por millones de cadáveres, una marea de cuerpos —hechos papilla, licuados— llegada de las trincheras del Carso, del Ortigara, del Isonzo. Nuestros héroes ya han caído o no tardarán en hacerlo. Los amamos del primero al último, sin distinciones. Estamos sentados sobre la pila sagrada de los muertos.
El realismo que sigue a cada aluvión me ha abierto los ojos: Europa es a estas alturas un escenario sin personajes. Todos han desaparecido: los hombres con barba, los melodramáticos padres monumentales, los magnánimos liberales quejicas, los oradores grandilocuentes, cultos y floridos, los moderados y su sentido común, a los que siempre debemos nuestras desgracias, los políticos insolventes que viven aterrorizados por el colapso inminente, mendigando cada día una prórroga al acontecimiento inevitable. Para todos ellos están sonando las campanas. Los hombres viejos se verán arrollados por esta masa enorme, cuatro millones de combatientes que presionan en las fronteras territoriales, cuatro millones de regreso. Hay que marcar el paso, un paso ligero. El pronóstico no cambia, seguirá haciendo mal tiempo. En el orden del día sigue estando la guerra. El mundo avanza hacia la formación de dos grandes partidos: los que estuvieron en ella y los que no.
Lo veo, veo todo esto con claridad en este público de delirantes y desamparados y, sin embargo, no tengo nada que decir. Somos un pueblo de veteranos, una humanidad de supervivientes, de desechos. En las noches de exterminio, agazapados en los cráteres, nos estremecía una sensación parecida al éxtasis de los epilépticos. Hablamos brevemente, lacónicos, asertivos, a ráfagas. Ametrallamos las ideas que no tenemos para recaer de inmediato en el mutismo. Somos como fantasmas de insepultos que se han dejado la palabra entre la gente de la retaguardia.
Y pese a todo, esta, y solo esta, es mi gente. Lo sé bien. Yo soy el inadaptado por excelencia, el protector de los desmovilizados, el extraviado en busca de un camino. Pero la empresa está ahí y hay que sacarla adelante. En esta sala medio vacía dilato las fosas nasales, olfateo el siglo, luego estiro el brazo, busco el pulso de la multitud y estoy seguro de que mi público está ahí.
La primera reunión de los Fascios de Combate, pregonada durante semanas por Il Popolo d'Italia como una cita fatídica, iba a celebrarse en el teatro dal Verme, con capacidad para tres mil localidades. Pero aquel enorme escenario acabó siendo desechado. Entre la grandeza del desierto y una pequeña vergüenza, optamos por esta última. Nos conformamos con esta sala de reuniones del Círculo de la Alianza Industrial y Comercial. Aquí es donde debería hablar ahora. Entre cuatro paredes tapizadas de un triste color verde lago, con vistas a la nada de una gris placita parroquial, entre doraduras que intentan en vano despertar de su sopor a los sillones Biedermeier, en medio de unas cuantas melenas rizadas, calvas, muñones, veteranos demacrados que respiran el asma menor de los comercios consuetudinarios, antiguas prudencias y meticulosas avaricias presupuestarias. Al fondo de la sala, de vez en cuando, se asoma con curiosidad algún socio del círculo. Un mayorista de jabones, un importador de cobre, gente así. Lanza una mirada perpleja, sigue fumándose su cigarro y bebiéndose un Campari.
Pero ¿por qué debería hablar?
La presidencia de la asamblea la ha asumido Ferruccio Vecchi, un furibundo intervencionista, capitán de los Arditi, los Osados[1], de permiso por enfermedad, moreno, alto, pálido, delgado, con los ojos hundidos: los estigmas de la degeneración morbosa. Un tuberculoso excitable e impulsivo que predica con violencia, sin sustancia ni medida, y que en los momentos culminantes de las manifestaciones públicas se exalta como un obseso, presa de un delirio demagógico y entonces..., entonces se vuelve realmente peligroso. La secretaría del movimiento es casi seguro que le será asignada a Attilio Longoni, un exferroviario ignorante, fervoroso y tan tonto como solo saben serlo los hombres honestos. A él o a Umberto Pasella, nacido en una cárcel a causa de su padre, carcelero, más tarde agente comercial, sindicalista revolucionario, garibaldino en Grecia, prestidigitador en circos ambulantes. A los otros dirigentes los escogeremos al azar entre los que monten más alboroto en las primeras filas.
¿Por qué debería hablar a estos hombres? Por ellos han superado los hechos cualquier teoría. Es gente que toma la vida al asalto como un comando. Lo único que tengo ante mí es la trinchera, la espuma de los días, la zona de los combatientes, la arena de los locos, el surco de los campos arados con disparos de cañón, a facinerosos, inadaptados, criminales, genialoides, ociosos, playboys pequeñoburgueses, esquizofrénicos, abandonados, perdidos, irregulares, noctámbulos, exconvictos, gente con antecedentes penales, anarquistas, sindicalistas incendiarios, gacetilleros desesperados, una bohemia política de veteranos, oficiales y suboficiales, hombres expertos en el manejo de armas de fuego o blancas, a quienes la normalidad del regreso ha redescubierto violentos, fanáticos, incapaces de percibir con claridad sus propias ideas, supervivientes que, creyéndose héroes consagrados a la muerte, confunden una sífilis mal curada con una señal del destino.
Lo sé, los veo aquí delante de mí, me los conozco de memoria: son los hombres de la guerra. De la guerra o de su mito. Los deseo, como el varón desea a la hembra, y, al mismo tiempo, los desprecio. Los desprecio, sí, pero eso no importa: ha terminado una época y otra está a punto de empezar. Los escombros se acumulan, los desechos se reclaman entre ellos. Soy el hombre del «después». Y me enorgullezco de ello. Con este material de segunda —con esta humanidad de residuos— es con lo que se construye la historia.
En cualquier caso, esto es lo que tengo delante. Y nada a mis espaldas. A mis espaldas tengo el 24 de octubre de mil novecientos diecisiete. Caporetto. La agonía de nuestra época, el mayor desastre militar de todos los tiempos. Un ejército de un millón de soldados destruido en un fin de semana. A mis espaldas tengo el 24 de noviembre de mil novecientos catorce. El día de mi expulsión del Partido Socialista, la sala de la Sociedad Humanitaria en la que maldijeron mi nombre, los obreros para quienes hasta el día anterior yo había sido un ídolo se atropellaban los unos a los otros por tener el honor de liarse a mamporros conmigo. Ahora recibo cada día sus deseos de muerte. Me la desean a mí, a D'Annunzio, a Marinetti, a De Ambris, incluso a Corridoni, quien cayó hace cuatro años en la tercera batalla del Isonzo. Desean la muerte a quien ya está muerto. Hasta ese extremo nos odian por haberlos traicionado.
Las multitudes «rojas» presienten la inminencia del triunfo. En seis meses se han derrumbado tres imperios, tres estirpes que gobernaban Europa desde hacía seis siglos. La epidemia de gripe «española» ya ha infectado a decenas de millones de víctimas. Los acontecimientos acarrean sobresaltos apocalípticos. La Tercera Internacional Comunista se reunió en Moscú la semana pasada. El partido de la guerra civil mundial. El partido de los que me quieren muerto. De Moscú a Distrito Federal, en todo el orbe terrestre. Comienza la era de la política de masas y nosotros, aquí dentro, somos menos de cien.
Pero tampoco esto importa demasiado. Nadie cree ya en la victoria. Ya ha llegado y sabía a fango. Este entusiasmo nuestro —¡juventud, juventud!— es una forma suicida de desesperación. Estamos con los muertos, son ellos los que responden a nuestro llamamiento en esta sala medio vacía, a millones.
Abajo en la calle los gritos de los mozos invocan la revolución. A nosotros nos da risa. Ya hemos hecho la revolución. Empujando a patadas a este país hacia la guerra, el 24 de mayo de mil novecientos quince. Ahora todos nos dicen que la guerra ha terminado. Pero nosotros nos reímos de nuevo. Nosotros somos la guerra. El futuro nos pertenece. Es inútil, no hay nada que hacer, soy como los animales: percibo el tiempo que se aproxima.
Benito Mussolini es de fuerte constitución física, aunque padezca sífilis.
Esta robustez que le caracteriza le permite trabajar sin parar.
Descansa hasta bien entrada la mañana, sale de su casa al mediodía pero no regresa antes de las tres de la madrugada, y esas quince horas, menos una breve pausa para comer, están dedicadas a la actividad periodística y política.
Es un hombre sensual y ello queda demostrado por las numerosas relaciones que ha mantenido con distintas mujeres.
Es emotivo e impulsivo. Estos rasgos lo convierten en alguien fascinante y persuasivo en sus discursos. Por más que hable bien, sin embargo, no se lo puede definir propiamente como un orador.
En el fondo es un sentimental y eso le granjea muchas simpatías, muchas amistades.
Es desinteresado, generoso, y esto le ha procurado una reputación de altruismo y filantropía.
Es muy inteligente, astuto, mesurado, reflexivo, buen conocedor de los hombres, de sus cualidades y de sus defectos.
Propenso a fáciles simpatías y antipatías, es capaz de hacer sacrificios por los amigos y se muestra tenaz en las enemistades y en los odios.
Es valiente y audaz; posee cualidades organizativas, es capaz de mostrar una rápida determinación; pero no es igual de tenaz en sus convicciones y propósitos.
Es muy ambicioso. Le impulsa la convicción de estar representando una fuerza considerable en los destinos de Italia y está decidido a hacerla valer. Es un hombre que no se resigna a puestos de segunda categoría. Desea sobresalir y dominar.
En el socialismo oficial ascendió rápidamente desde orígenes oscuros a posiciones eminentes. Antes de la guerra, fue el director ideal del Avanti!, el periódico guía de todos los socialistas. En ese sector fue muy apreciado y muy querido. Todavía hoy algunos de sus antiguos compañeros y admiradores confiesan que nadie ha sido capaz de entender e interpretar mejor que él el alma del proletariado, el cual vio con dolor su traición (apostasía) cuando en cuestión de pocas semanas pasó de apóstol sincero y apasionado de la neutralidad absoluta a apóstol sincero y apasionado de la intervención en la guerra.
No creo que ello haya estado determinado por un cálculo de intereses o de lucro.
Es imposible establecer qué parte, pues, de sus convicciones socialistas, de las que nunca renegó públicamente, se ha perdido en las transacciones financieras indispensables para continuar la lucha a través de Il Popolo d'Italia, el nuevo periódico por él fundado, en el contacto con hombres y corrientes de diferente fe, en la fricción con los antiguos compañeros, bajo la constante presión del odio indomable, de la amarga malevolencia, de las acusaciones, de los insultos, de las incesantes calumnias por parte de sus antiguos seguidores. Pero si estas secretas alteraciones se han producido, engullidas en la sombra de las cosas más próximas, Mussolini nunca dejará que trasluzcan y siempre aspirará a parecer socialista, acaso cultivando la ilusión de seguir siéndolo.
Esta es, según mis indagaciones, la figura moral del hombre, en contraste con la opinión de sus antiguos compañeros de fe y adeptos.
Dicho esto, si una persona de reconocida autoridad e inteligencia sabe encontrar entre sus características psicológicas el punto de menor resistencia, si sabe, por encima de todo, resultarle simpático y caerle en gracia a su espíritu, si sabe demostrarle cuál es el verdadero interés de Italia (porque yo creo en su patriotismo), si le proporciona con mucho tacto los fondos indispensables para la acción política acordada sin dar la impresión de ser una vulgar operación de amaestramiento, Mussolini poco a poco se dejará conquistar.
Pero con su temperamento nunca se podrá tener la certeza de que no deserte en un recodo de la carretera. Es, como ya se ha dicho, una persona emotiva e impulsiva.
Es indudable que, en campo adversario, Mussolini, hombre de pensamiento y de acción, escritor eficaz e incisivo, orador persuasivo y vivaz, podría convertirse en un caudillo, un matón temible.
Informe del inspector general de seguridad pública
Giovanni Gasti, primavera de 1919
Fascios de acción entre intervencionistas
Ayer se celebró en el salón del Círculo de la Alianza Industrial y Comercial una conferencia para la constitución de los Fascios regionales entre grupos de intervencionistas. En la conferencia tomaron la palabra el industrial Enzo Ferrari, el capitán de los Osados Viejos y varios más. El profesor Mussolini ilustró las piedras angulares en las que debe basarse la acción de los Fascios, a saber: la valorización de la guerra y de los que lucharon en la guerra; demostrar que el imperialismo del que se inculpa a los italianos es el imperialismo deseado por todos los pueblos sin excluir a Bélgica y a Portugal y, por lo tanto, oposición a los imperialismos extranjeros en detrimento de nuestro país y oposición a un imperialismo italiano contra otras naciones; por último, aceptar la batalla electoral sobre el «hecho» de la guerra y oponerse a todos aquellos partidos y candidatos que se declararon contrarios a la guerra.
Las propuestas de Mussolini, después de que intervinieran numerosos oradores, quedaron aprobadas. En la conferencia estuvieron representadas diferentes ciudades de Italia.
Corriere della Sera, 24 de marzo de 1919,sección «Las conferencias dominicales»
Un robo de tres toneladas de jabón
Unos ladrones entraron en el local del almacén de Giuseppe Blen en via Pomponazzi 4, y consiguieron llevarse nada menos que sesenta y cuatro cajas de jabón de un peso de medio quintal cada una.
Está claro que los ladrones debieron de actuar en gran número para poder cargar con una mercancía tan pesada y engorrosa y que para más de treinta quintales de material debieron de contar con carros y caballos u otros vehículos a su disposición.
El caso es que semejante operación, larga y ruidosa y a la vista de todos, se llevó a cabo sin que sobre esos audaces hayan podido recabarse indicaciones útiles. El valor de los bienes robados se eleva a unas quince mil liras.
Corriere della Sera, 24 de marzo de 1919, sección «Las conferencias dominicales»
Benito Mussolini
Milán, principios de la primavera de 1919
Apenas unas cuantas calles separan via Paolo da Cannobio, donde tiene su sede la redacción de Il Popolo d'Italia, la llamada «guarida número 2», de la sección milanesa de los Osados en via Cerva número 23, la «guarida número 1». Cuando, en la primavera de mil novecientos diecinueve, Benito Mussolini abandona su despacho para ir a cenar a una taberna, estas son calles apestosas, miserables y peligrosas.
El Bottonuto es una esquirla del Milán medieval enquistada bajo la piel de la ciudad del siglo XX. Una retícula de callejones y tienduchas, iglesias paleocristianas y prostíbulos, posadas y figones, atestada de vendedores ambulantes, putas y vagabundos. El origen del nombre es incierto. Quizá provenga del postigo que en otros tiempos se abría en el lado sur, bajo el cual pasaban los ejércitos. Algunos dicen que la palabra, evocadora de glándulas tumefactas, es una deformación del patronímico de un mercenario alemán que llegó hasta aquí siguiendo a Barbarroja. En cualquier caso, el Bottonuto es un charco pútrido justo detrás de piazza del Duomo, el centro geométrico y monumental de Milán.
Para cruzarlo hay que taparse la nariz. Las murallas exudan cochambre, el vicolo delle Quaglie ha quedado reducido a meadero, sus habitantes están tan podridos como los mohos de los patios de luces, se vende de todo, los robos y palizas se llevan a cabo a la luz del día, los soldados se agolpan a la entrada de los burdeles. Todos, directa o indirectamente, comen de la prostitución.
Mussolini cena tarde. Emerge después de las diez de la noche de la madriguera del director —un cubículo que da a un patio angosto y estrecho, una especie de intestino vertical conectado con la sala de redacción por un rellano con barandilla— y, tras encenderse un cigarrillo, camina a grandes pasos, de buena gana, por ese canal pestilente. Las pandillas de huérfanos descalzos lo señalan con entusiasmo —«el matt», el loco, se gritan unos a otros—, los mendigos alargan las manos, sentados entre inmundicias al borde de las calles, los proxenetas apoyados contra las jambas de las puertas lo saludan con un asentimiento de cabeza respetuoso pero confidencial. Él corresponde a los gestos de todos. Con algunos se detiene para intercambiar unas palabras, se pone de acuerdo, establece citas, minúsculos arreglos. Da audiencia a su corte de los milagros. Pasa revista a esos hombres encerrados en jaulas como un general en busca de un ejército.
¿Acaso no se han hecho siempre las revoluciones de esta manera: armando al completo los bajos fondos sociales con pistolas y granadas de mano? ¿Cuál es, a fin de cuentas, la diferencia entre el veterano inadaptado, el desmovilizado crónico que por dos liras hace guardia en el periódico, y el racheté, el delincuente habitual que vive explotando la prostitución? Todos ellos son mano de obra experta. Se lo repite una y otra vez a Cesare Rossi —su colaborador más cercano, quizá su único consejero auténtico—, que se escandaliza por su promiscuidad con esa gente. «Todavía somos demasiado débiles para prescindir de ellos», le repite él a menudo para aplacar su indignación. Demasiado débiles, es indudable: el Corriere della Sera, el periódico de la soberbia burguesía liberal, ha dedicado a la fundación de los Fascios de Combate una breve crónica de apenas diez líneas, el mismo espacio reservado a la noticia del robo de sesenta y cuatro cajas de jabón.
Sea como fuere, Benito Mussolini, en esta noche de principios de abril, sigue contemplando unos instantes más a su corte de los milagros, luego estira el cuello hacia arriba y hacia delante, aprieta la mandíbula, busca aire respirable con el rostro girado hacia el cielo y bajo el cráneo ya casi calvo, se levanta el cuello de la chaqueta, aplasta el cigarrillo bajo el tacón, alarga el paso. La ciudad tenebrosa, los callejones de la depravación se arrastran detrás de él como un enorme organismo minado, un gigantesco depredador herido que se aproxima cojeando a su final.
Via Cerva es, en cambio, una vieja calle aristocrática, tranquila y silenciosa. Las casas patricias de dos plantas, ventiladas por amplios patios arquitectónicos, le confieren su aire romántico. Cada paso resuena en la noche sobre el asfalto reluciente, removiendo con breves ondas concéntricas la atmósfera de claustro. Los Osados han ocupado un local comercial con trastienda propiedad del señor Putato, padre de uno de ellos, justo frente al palacio de los vizcondes de Modrone. No les ha resultado fácil conseguir una casa a esos veteranos exaltados que perturban a la burguesía deambulando en invierno con el cuello del uniforme de ordenanza desabrochado mostrando el pecho desnudo y con el puñal en el cinturón. Soldados formidables a la hora de asaltar las posiciones enemigas, valiosos en tiempos de guerra pero despreciables en tiempos de paz. Ahora, los Osados, cuando no están tumbados en un burdel o acampados en un café, se acuartelan en esas dos habitaciones desnudas, emborrachándose en pleno día, desvariando acerca de futuras batallas y durmiendo en el suelo. Así es como emplean esa interminable posguerra: mitifican el pasado reciente, agitan un futuro inminente y digieren el presente fumando un cigarrillo tras otro.
Los Osados son los que han ganado la guerra o, por lo menos, eso es lo que cuentan. Se mitifican hasta tal extremo que Gianni Brambillaschi, un veinteañero de entre los más exaltados, llegó a escribir en L'Ardito, el medio oficial de la nueva asociación: «Quien no ha hecho la guerra en los batallones de asalto, aunque muriera en la guerra, no ha hecho la guerra». Es indudable que, sin su concurso, no se habría roto la línea del Piave con la contraofensiva que en noviembre de mil novecientos dieciocho permitió la victoria sobre los ejércitos austrohúngaros.
La epopeya sombría del osadismo dio comienzo con las llamadas Compañías de la Muerte, secciones especiales de ingenieros con la misión de preparar el terreno para los ataques de la infantería de las trincheras. De noche cortaban las alambradas y hacían estallar minas intactas. De día avanzaban arrastrándose, protegidos por corazas de absoluta inutilidad, desmembrados por disparos de morteros. Más tarde, todas las armas —regulares, infantería ligera, tropas de montaña— empezaron a formar sus propios escuadrones de asalto escogiendo a los soldados más valientes y experimentados de las compañías normales para adiestrarlos en la utilización de granadas de mano, lanzallamas y ametralladoras. Pero fue la dotación del puñal, el arma latina por excelencia, lo que marcó la diferencia. Ahí fue donde comenzó la leyenda.
En una guerra que había aniquilado la concepción tradicional del soldado como agresor, en la que lo que te reventaba contra las trincheras eran los gases y las toneladas de acero disparadas desde una posición remota, en una masacre tecnológica debida a la superioridad del fuego defensivo sobre la movilidad del soldado lanzado al asalto, los Osados habían recuperado la intimidad de los combates cuerpo a cuerpo, el impacto resultante del contacto físico, la convulsión del ejecutado que se transmite a través de la vibración de la hoja a la muñeca del ejecutor. La guerra en las trincheras, en vez de producir agresores, había labrado en millones de combatientes una personalidad defensiva, moldeada en la identificación con las víctimas de una ineluctable catástrofe cósmica. En esa guerra de ovejas conducidas al matadero, ellos habían restituido la confianza en uno mismo que solo puede otorgar la maestría en el descuartizamiento de un hombre con un arma blanca de hoja corta. Bajo el cielo de las tempestades de acero, justo en medio de la muerte masiva y anónima, de la masacre como producto industrial a vasta escala, ellos habían traído de vuelta la individualidad, llevándola hasta límites extremos, el culto heroico de los guerreros antiguos y ese terror particular que solo sabe darte el apuñalador que viene en persona a la guarida en la que te escondes para matarte con sus propias manos.
Además, los Osados habían cultivado todas las ventajas de la esquizofrenia. Las unidades especiales no estaban sujetas a la disciplina del soldado de tropa, no desfilaban, no realizaban los extenuantes turnos en las trincheras, no se rompían la espalda cavando cuevas o cincelando túneles en la roca, sino que vivían deportivamente en la retaguardia, donde en los días de batalla los camiones de los furrieles los recogían para arrojarlos a los pies de las posiciones que habían de ser conquistadas. Esos hombres podían, en un mismo día, degollar a un oficial austriaco para desayunar y disfrutar de un bacalao cremoso en un restaurante en los alrededores de Vicenza para cenar. Normalidad y homicidio, de la noche a la mañana.
Benito Mussolini, después de su expulsión del Partido Socialista, habiendo perdido los ejércitos del proletariado, los reclutó de inmediato, por instinto. Ya el 10 de noviembre de mil novecientos dieciocho, en el día de las celebraciones de la victoria, después del discurso del diputado Agnelli en el Monumento a las Cinco Jornadas, el director de Il Popolo d'Italia se había instalado entre los Osados en el camión que enarbolaba la bandera negra con la calavera. En el Caffè Borsa, con las copas de vino espumoso levantadas, había brindado por ellos precisamente, entre millones de combatientes:
—¡Compañeros de armas! Yo os defendí cuando el cobarde os difamaba. Siento algo de mí mismo en vosotros y tal vez vosotros os reconozcáis en mí.
Y ellos, esos combatientes valerosos, que justamente en esos días de gloria el Alto Mando humillaba con largas marchas carentes de fines militares por la llanura véneta entre el Piave y el Adigio para mantener ocupados a guerreros que de repente se habían vuelto incómodos e innecesarios, se habían identificado en él. Él, odiado y odiador de profesión, sabía que el rencor de esos hombres iba acumulándose, que pronto serían veteranos descontentos con todo. Sabía que por la noche, bajo las tiendas, maldecían a los políticos, a los altos mandos, a los socialistas, a la burguesía. En el aire aleteaba la «española» y en las llanuras bajas, cerca del mar, la malaria. Ya marginados, mientras languidecían a causa de las fiebres y la muerte impúdica se alejaba en el recuerdo, los Osados se pasaban la botella de coñac y leían en voz alta las palabras de ese hombre que desde su despacho de Milán enaltecía en ellos «la vida sin melindres, la muerte sin pudores». Durante tres años habían sido una aristocracia de guerreros, una falange plasmada como heroica en las portadas de las publicaciones infantiles: solapas al viento, granadas de mano y cuchillo entre los dientes. En el curso de unas cuantas semanas, de vuelta a la vida civil, se convertirían en un montón de inadaptados. Diez mil minas vagantes.
La taberna Grande Italia es un lugar modesto, grasiento y lleno de humo. El ambiente es humilde, los precios módicos, la clientela asidua, pero por turnos. A esas horas de la noche, en su mayor parte abundan periodistas y comicastros, autores, comediantes, nada de bailarinas. En la penumbra destacan tan solo los manteles de cuadros rojos y blancos debajo de los frascos de vino Gutturnio de las colinas de Piacenza. Los clientes son todos hombres y casi todos están ya borrachos.
Mussolini se acerca a una mesa esquinada donde lo aguardan tres hombres. Es una mesa aislada, lejos de los ventanales, desde la que es fácil vigilar la entrada. A la derecha puede verse la salita reservada de la que proviene el bullicio de una mesa de tipógrafos socialistas. Cuando Benito Mussolini se quita la chaqueta y el sombrero, antes de sentarse, en esa zona se hace el silencio por unos instantes. Después aumenta el ajetreo. Lo han reconocido. De repente él es el centro de la conversación.
También sus comensales son personas muy conocidas. A su derecha está Ferruccio Vecchi, un estudiante de ingeniería, nacido en Romaña como Mussolini, miembro del movimiento futurista, intervencionista y capitán pluricondecorado de los Osados. En enero fundó el Fondo de Ayuda Mutua del Osado y la Federación Nacional de Osados de Italia. Perilla negra de mosquetero, demacrado, ojos hundidos, tuberculoso, seductor despiadado. Sobre él se cuentan cosas inverosímiles y extraordinarias: herido más de veinte veces, se dice que expugnó él solo una trinchera austriaca a base de granadas de mano y que folló una noche con la mujer de su coronel mientras esta yacía junto a su esposo dormido.
El lado sangriento de la mesa, sin embargo, es el de enfrente. Allí está sentado un hombre bajo, rechoncho, con un cuello de toro que hace que la cabeza parezca estar incrustada directamente en el tronco. En su rostro rollizo, una sonrisa idiota de labios húmedos evoca las crueldades absolutas de la infancia. De vez en cuando, el niño toro levanta la cabeza, contiene el aliento y se queda mirando el vacío como ante el objetivo de un fotógrafo. Además de la pose, su vestimenta también es teatral: bajo la chaqueta militar gris verdoso lleva un suéter negro de cuello alto con un bordado en el centro, una calavera blanca con la daga entre los dientes. Del cinturón que le sujeta los calzones cuelga otro puñal, este de verdad, con el mango de nácar.
Su nombre es Albino Volpi, treinta años, carpintero, con numerosos antecedentes por delitos comunes, alistado en los Osados, condenado por los tribunales ordinarios por ultraje a funcionarios públicos, robos, allanamientos, lesiones con agravantes y, por los militares, por deserción. De él no se narran empresas extraordinarias, se susurran en voz baja. Circulan dos leyendas en torno a él, una heroica y otra criminal. Poseído por la violencia, parece ser que en la guerra salía de noche por propia iniciativa arrastrándose desde la última trinchera, avanzaba a cuatro patas hasta la de los enemigos, en silencio absoluto, armado tan solo con un puñal, y, por el puro gusto de oír el silbido agudo de la sangre arterial en contacto con el aire, degollaba al centinela dormido. Se rumoreaba que tenía su propia forma de empuñar el cuchillo... Lo cierto era que había sido uno de los «caimanes del Piave», asaltantes especializados en cruzar el río por la noche para asesinar a los vigilantes de la orilla opuesta, en poder de los austriacos. Desnudos, con el cuerpo embardunado de arcilla gris para confundirse con la vegetación de las orillas, cruzaban a nado la corriente de las gélidas crecidas de octubre para perpetrar una pequeña matanza desalmada en el campamento del enemigo. No servían prácticamente de nada, ni a nivel táctico ni estratégico, y sin embargo los caimanes habían sido indispensables para ganar la guerra. Criaturas de leyenda —tal vez incluso inexistentes, acaso creadas por la propaganda—, custodiaban un secreto transmitido desde el origen de los tiempos: que la noche era oscura y estaba repleta de terrores.
«El combate cuerpo a cuerpo ya no existe», se dijo, con añoranza, de la Primera Guerra Mundial. «Ningún criminal ha sido nunca un héroe de guerra», repetían siempre los oficiales probos, los honestos. El hombre que se sienta frente a Mussolini y hunde la cabeza en una cazuela de col sazonada con torreznos, patas y cabezas de cerdo como zambulliría un animal el hocico sangriento en las entrañas de su presa parece desmentir ambas afirmaciones.
En la mesa de Mussolini no se habla mucho. Se consume el rancho en silencio, se observa con mirada sombría el fondo del vaso. Todo se sabe ya. Pero un tipo corpulento y ruidoso se acerca a esa mesa, con la corbata negra al viento, sombrero de ala ancha inclinado, y empieza a parlotear sobre vagos y gravísimos incidentes, explosiones, peleas sangrientas. No está claro si se trata de una crónica o de una amenaza. Mussolini le hace gestos de que se calle. El individuo, que hasta ese momento desvariaba amenazador, permanece como en suspenso, con la boca abierta, exhibiendo un cráter donde estaban los dos incisivos superiores, quebrados por una pedrada durante un mitin público. Su nombre es Domenico Ghetti, de Romaña él también, anarquista, exiliado de joven en Suiza con Mussolini, matacuras, turbio, violento, conspirador, desamparado.
Después, sin embargo, Mussolini lo invita a sentarse y le pide un plato de lasaña con salsa de tomate. Si el director de Il Popolo d'Italia puede volver a casa andando solo por la noche, es también gracias a las simpatías que, a pesar de todo, se ha granjeado en los ambientes del violentísimo anarquismo milanés. Ghetti se pone a comer y la mesa de los Osados recobra su silencio.
El estruendo, en cambio, aumenta en la sala privada contigua. El vino mengua y los cánticos crecen. Los trabajadores del Avanti!, el periódico socialista que tiene su sede en via San Damiano, justo detrás de via Cerva, entonan en voz alta «¡la Bandera Roja triunfará!». Después brindan por el 17 de febrero, el día en que Milán e Italia, una vez dormida apresuradamente la mona de la victoria de la nación contra sus históricos enemigos austriacos, habían descubierto con consternación que en su futuro había un nuevo enemigo: la revolución bolchevique.
Ese memorable día, cuarenta mil trabajadores en huelga habían desfilado hasta el estadio de la ciudad siguiendo el sonido de treinta bandas, agitando miles de banderas rojas y exhibiendo en alto pancartas que maldecían la guerra victoriosa que acababa de terminar; una zarabanda sádica en la que los mutilados fueron exhibidos como horrorizada evidencia viva en contra de la guerra impulsada por los patronos. Los socialistas escupieron a la cara a los oficiales de uniforme que hasta el día anterior los habían guiado en los asaltos, pidieron el reparto de las tierras, exigieron la amnistía para los desertores.
Al otro Milán, el nacionalista, patriótico, pequeñoburgués, que en mil novecientos quince había dado diez mil voluntarios a la guerra, a la Italia de Benito Mussolini, le había parecido que en aquel desfile «los monstruos de la decadencia daban nuevas señales de vida», que el mundo recién pacificado «cedía el paso a una enfermedad».
Mussolini y los que eran como él quedaron particularmente impresionados por el hecho de que los socialistas hicieran desfilar en la cabeza de la manifestación a mujeres y niños. El odio político bramado por las bocas sensuales de las hembras y de los imberbes era espantoso, sumía en la consternación y en la pesadumbre a la clase de hombre adulto que había impulsado la guerra. La razón era muy simple. A ese macho comerciante, autoritario, patriarcal, misógino, el grito antimilitarista y antipatriótico de mujeres y niños le hacía presagiar algo aterrador e inaudito: un futuro sin él. Mientras la comitiva desfilaba por las calles, la burguesía, los comerciantes, los hoteleros habían cerrado las ventanas a toda prisa, echado los cierres y atrancado las puertas. Frente a ese futuro, se amurallaban en la prisión del presente.
Al día siguiente Mussolini firmó un editorial violento, «Contra el regreso de la bestia». El paladín de la intervención en la guerra había prometido solemnemente defender a los muertos, en su opinión insultados por los manifestantes, defenderlos hasta el final «incluso a costa de cavar trincheras en las calles y en las plazas de nuestra ciudad».
En la mesa de los socialistas ahora han pasado a los licores, al aguardiente. El jolgorio se extiende. Aguzado por el alcohol, su odio se va clarificando. El sobrenombre de Mussolini, el «traidor», se percibe con claridad, gritado por una voz enronquecida.
En aquella mesa de la esquina, Albino Volpi, concentrado en desmenuzar los torreznos, cambia instintivamente la forma de empuñar el cuchillo. Mussolini, pálido, ofendido por los insultos de los antiguos compañero pero prudente, lo detiene con un imperceptible signo de negación de la cabeza. Guiña ligeramente los ojos, entreabre un poco los labios inspirando aire entre los dientes, como invadido por la lenta gangrena de un sufrimiento antiguo, una pena de amor juvenil, un hermano muerto de viruela.
El «traidor», al final, se espabila. Gira la cabeza para buscar a quien lo acusa. Se encuentra con los ojos de un joven —apenas tendrá veinte años— diminuto, pelirrojo, con efélides sobre la piel clara. El chico le sostiene la mirada, con el orgullo de quien siente estar contribuyendo a la redención de una humanidad oprimida.
Mussolini coge el sombrero. Rechaza enérgicamente la escolta de los Osados. Mientras se encamina hacia la salida, le parece ver por el rabillo del ojo que Albino Volpi ha vuelto a cambiar la empuñadura del cuchillo.
Mussolini gira la cabeza y sale a la calle. «Osados contra pacifistas, socialistas contra fascistas, burgueses contra obreros, los hombres de ayer contra los hombres de mañana.» La noche de Milán lo acoge como el ruedo de dos fuerzas mezcladas que viven la misma vida, se arriman en sus arterias, con la sensación clara y constante de que una de las dos ha de acabar con la otra.
En casa, en el Foro Bonaparte, lo esperan Rachele, su mujer, y dos hijos. Pero aún es temprano. Decide volver a pasar por el Bottonuto, hacer una parada en el vicolo delle Quaglie, descargar las toxinas del día con una prostituta, una de esas mujeres públicas, deseadas y despreciadas, que él y otros veteranos como él se complacen en definir como «orinales de carne».
Mientras Benito Mussolini recorre a pie via Cerva, tiene la impresión de escuchar un grito desgarrador proveniente del restaurante. Pero no está seguro. Tal vez sea solo la ciudad que grita entre sueños.
A ti, Mussolini, nuestra felicitación por tu trabajo; pero continúa, por Dios, golpeando con fuerza que aún queda mucha «vetustez» que nos disputa el paso. Estamos a tu lado en espíritu, pero pronto iremos a apoyarte.
Telegrama de los oficiales del 27.º batallón de asalto publicado en Il Popolo d'Italia el 7 de enero de 1919
Todos los bajos fondos de la sociedad se han armado con revólveres y puñales, mosquetes y granadas de mano [...] A la gente de los bajos fondos se han unido los jóvenes de las escuelas, impregnados del romanticismo de la guerra, con la cabeza llena de humos patrióticos, que ven en nosotros los socialistas a unos «alemanes».
Giacinto Menotti Serrati, líder del ala maximalista del Partido Socialista Italiano
Amerigo Dùmini
Florencia, finales de marzo de 1919
Todo va mal. No tenemos un céntimo. A veces, incluso padecemos hambre. ¿Para esto hemos luchado en una guerra?
El hombre que sale del hospital militar de via dei Mille cojea ligeramente. Sus andares encorvados le hacen parecer indispuesto a causa del brazo izquierdo vendado que le cuelga del cuello macizo. Lleva la guerrera abierta de los Osados, con las hendiduras en los flancos diseñadas para extraer con más rapidez las bombas y con las insignias negras en la solapa. En el brazo izquierdo, oculto por el vendaje, un distintivo en el que campea el diseño de una espada romana con el mango en forma de cabeza de esfinge. El puñal de verdad que le cuelga del cinturón es, en cambio, claramente visible. Su constitución achaparrada y robusta, desvencijada por las enfermedades, llena toda la acera del lado del ferrocarril. Los transeúntes con los que se cruza en via dei Mille lo evitan. Algunos, incluso, cruzan la calle, cambiando de acera.
En el hospital militar todos los veteranos de los batallones de asalto repiten la misma letanía furibunda: es una vergüenza, los han licenciado de buenas a primeras, como se despide a una criada. Primero fueron los generales quienes quisieron humillarlos obligándolos a marchar durante meses, con la guerra ya acabada, bajo la lluvia y por el barro para imponerles parte de esa disciplina a la que nadie se había atrevido a someterlos cuando servían para asaltar las trincheras enemigas, y después los políticos los humillan licenciándolos con nocturnidad, en silencio. «Para no provocar», se decía. ¿Y a quién no se debía provocar? A los emboscados, a los derrotistas, a los socialistas que habían desmoralizado a las tropas causando el desastre de Caporetto, a gente como Treves que había gritado en el Parlamento «ni un invierno más en las trincheras», a los mojigatos del papa que habían definido la masacre de sus compañeros como una «matanza inútil». Y para complacer a esa chusma ahora los habían disuelto así, en la sombra, sin una sola canción, sin una sola flor, sin la calle repleta de banderas. Los héroes han vuelto a la vida civil furtivamente, como ladrones en la casa del Señor.
El hombre se arrastra por via degli Artisti, en el barrio de Pinti, hacia el centro de Florencia. Le han dicho que en la Hermandad de la Misericordia tal vez puedan ayudarlo. Allí se encuentra un servicio ciudadano de transporte de inválidos. Tal vez haya algo también para él. Sí, porque mientras ellos se jugaban el pellejo por su país, los desertores que se habían quedado en casa les robaban el trabajo y ahora el emboscado está ahíto y el combatiente hambriento. En Francia, los veteranos victoriosos han desfilado bajo el Arco de Triunfo de Napoleón, en todos los países su recibimiento ha sido apoteósico y a ellos, en cambio, a ellos que han destruido a uno de los más grandes imperios de la historia, extenuados en una epopeya gigantesca, los han mandado a casa en la oscuridad y de puntillas. Nada de marcha sobre Viena, nada de desfiles, nada de colonias, nada de Fiume, ninguna compensación, nada de nada. Todo va mal. Se vive al día. ¿Para eso han combatido en una guerra?
La fachada de la catedral en mármol policromado resplandece bajo el sol de primavera. La inmensa cúpula de Brunelleschi, la más grande construida jamás con albañilería, parece celebrar la gloria de un pueblo que, después de Caporetto, encontró fuerzas para triunfar sobre sí mismo. Pero ahora Italia se desliza nuevamente hacia el abismo, hacia las huelgas, hacia el sabotaje de los «rojos» que la quieren como feudo de Moscú, como si no fueran italianos ellos también, como si hubiera que avergonzarse de la gloria. Expiar. Expiar el espíritu de la guerra. Eso es lo que ha gritado en el Parlamento el diputado Treves. Y ahora pretenden hacer pagar la victoria a quienes ya la han pagado con el sudor y con la sangre, a los intervencionistas, a los veteranos, a los mutilados, a los hermanos que supieron resistir en las noches de las mesetas. El gobierno de Nitti respalda la estafa. Humilla a los chicos del Piave amnistiando a los desertores, pretende liquidar la guerra victoriosa como una empresa declarada en bancarrota. Les ha pedido incluso a los veteranos que dejen sus uniformes en casa, otra vez para «no provocar». El Avanti! corea la propuesta proclamando que los italianos son los «perdedores de entre los ganadores». Y tiene razón. Todo va dando bandazos en esta retirada sin fin. Todo va mal.
«¡Abajo el capitalismo!» El grito proviene de un grupo de albañiles que está adoquinando la plaza frente a la entrada lateral de Santa Maria del Fiore. La han tomado con él, insultan al descarado soldado de uniforme que pasa renqueante, con un brazo colgando del cuello, hacia la sede de la Misericordia. Lo acusan de haber apoyado la guerra imperialista de los patronos. Le gritan «asesino», «infame».
La entrada de la asociación caritativa está a unos cuantos pasos, los adoquinadores serán media docena, el soldado está solo, maltrecho, pero también está pálido de ira. Se enroló como voluntario en la Compañía de la Muerte de Baseggio no para esquivar el trabajo duro, sino porque le gustaba la aventura, como durante su infancia en América, el continente cuyo nombre lleva; participó en la batalla del monte Sant'Osvaldo, en Valsugana, donde en un ataque frontal a las posiciones enemigas todo su batallón quedó destrozado; él, en los días de Vittorio Veneto, en el monte Pertica, una cima inexpugnable del Grappa de mil quinientos metros de altura, disputada a los austriacos palmo a palmo, fue herido por una ráfaga de ametralladora disparada desde un avión enemigo, pero se negó a ser hospitalizado y regresó a primera línea donde, tres días después, resultó herido por segunda vez por una esquirla de casquillo de un proyectil lanzado por una batería; él, que por la conquista de un baluarte en Valsugana fue elogiado públicamente por Baseggio frente al general Grazioli; él, a quien concedieron una medalla de plata y una cruz de guerra; él, que lleva la guerra en los huesos anquilosados de su mano izquierda; él, que empleó su permiso extraordinario en un atormentado viaje a Albania, junto a su compadre Banchelli, en una búsqueda inútil de la tumba donde yace su hermano Albert, teniente del batallón número 35 del regimiento de infantería ligera, caído en combate el año anterior. A él, a este hombre que lleva el nombre de un continente aventurero, esos cobardes lo tachan de infame.
No puede soportarlo. Hubiera sido mejor quedarse allá arriba, para fertilizar la tierra, entre las dolinas del Grappa.
El soldado se planta en medio de la plaza. Grita: «¡Emboscados!». Se lleva la mano al puñal.
En un instante se le echan encima. Un muchacho descamisado, bajo y achaparrado, se lanza contra su cara, propinándole dos golpes en los dientes. El soldado victorioso ya está en el suelo, cubierto de esputos, acribillado a patadas. Permanece en silencio, no grita, no implora, pero su cuerpo de macho adulto poderoso, que ha retrocedido veinticinco años en pocos segundos hasta la posición fetal, proclama ante la basílica de Santa Maria del Fiore su inequívoca y patética súplica. Nadie la recoge. El primero de los adoquinadores que lo ha agredido le arranca los distintivos de Osado de la chaqueta y se los mete en la boca.
Los camilleros de la Misericordia se lo encuentran así, acurrucado aún como un feto adulto. Lo cargan en la camilla en esa posición. No está herido de gravedad —solo moraduras, escoriaciones, algún diente roto—, pero parece que en el mundo de aquel hombre ya no se encuentra una sola buena razón para recuperar la postura erguida. No recobra la palabra hasta más tarde, para puntualizar una cuestión de acentos con el policía que para redactar el informe recaba sus datos personales.
—Dùmini —precisa—, Amerigo Dùmini. Con el acento en la primera sílaba. A lo toscano.
Filippo Tommaso Marinetti, Benito Mussolini
Milán, 15 de abril de 1919
Hoy todo está en silencio. Milán contiene el aliento.
Desde medianoche, los tranviarios y los equipos nocturnos de gasistas no han reanudado su trabajo. Ninguna de las líneas al norte del centro de la población funciona. Los servicios públicos han quedado suspendidos. La totalidad de los cientos de fábricas que acogen a la inmensa población de la ciudad más industrializada de Italia está cerrada. Sin excepción. Ni un solo obrero se ha presentado en el trabajo.
Toda la masa proletaria está en la periferia, pero esta vez la huelga también ha afectado al centro. Todas las tiendas, los locales de corso Vittorio Emanuele, de piazza del Duomo, de la Galería están cerrados. Al igual que en cada distrito de la ciudad, todo cerrado. Los bancos están vigilados por la fuerza pública o por el ejército, pero están cerrados. Las oficinas municipales están cerradas. Las oficinas comerciales están cerradas.
Hace dos días, en la mañana del 13 de abril, un mitin socialista en via Garigliano, después de un tiroteo con la policía, terminó con varios heridos y un muerto. Se esperaba que hablase Filippo Turati pero, no se sabe por qué, el viejo líder del socialismo reformista y humanista no se presentó. En su lugar tomó la palabra Ezio Schiaroli. El revolucionario anarquista atacó violentamente a Mussolini e incitó a los obreros a tomar el poder por medios violentos. La policía a caballo cargó brutalmente en via Borsieri. Por primera vez, la multitud reaccionó. Apedreamientos, actos vandálicos, garrotazos. El enfrentamiento fue encarnizado. Policías y carabineros no salían de su asombro. Y tuvieron que retroceder, empujados por la masa de los asistentes al mitin, que no cedían. Luego se recurrió a la sección de artillería: los agentes abrieron fuego contra el pueblo, como siempre se había hecho desde hacía casi un siglo. El pueblo reaccionó proclamando la huelga general para el 15 de septiembre. Ahora todo hace suponer que se derramará más sangre. La espiral de la violencia gira, como de costumbre, de matanza proletaria en matanza proletaria.
Desde hace cuarenta y ocho horas, Milán vive una ininterrumpida vigilia de armas. Cuesta hasta respirar. La tensión nerviosa se ha vuelto insoportable. Se ha extendido, señala Mussolini en su periódico, un «pánico imbécil», semejante al que se desata ante el anuncio de una ofensiva enemiga. Pero hace meses ya que la angustiosa espera se ha convertido en el estado de ánimo dominante, casi constante. El Avanti!, dirigido por Giacinto Menotti Serrati —exdescargador de carbón leninista que reemplazó en 1914 a Mussolini en la dirección del diario socialista—, mantiene diariamente en estado de alerta a los proletarios ante la inminente marea revolucionaria. Marea que, mientras tanto, ya está inundando Europa.
En noviembre, en Múnich, Kurt Eisner declara Baviera república socialista. En febrero, Anton Graf von Arco auf Valley, un aristócrata muniqués rechazado por las logias secretas de la extrema derecha por ser hijo de un judío, dispara contra él. El 6 de abril, los socialistas en pugna con los comunistas por el poder vacante proclaman la República Soviética de Baviera, gobernada por Ernst Toller, un dramaturgo del todo incompetente. Su encargado de Asuntos Exteriores, que ha sido internado varias veces en hospitales psiquiátricos, declara la guerra a Suiza porque se niega a prestar sesenta locomotoras a la Baviera soviética. El gobierno de Toller se derrumba al cabo de seis días, reemplazado por los comunistas, encabezados por Eugen Leviné, aclamado por los trabajadores como el «Lenin alemán». Pocos días antes, el 21 de marzo, en Budapest, Sàndor Garbai y Béla Kun también habían proclamado la República Soviética de Hungría, que se alió con la Rusia de Lenin y, para recuperar los territorios perdidos como consecuencia de la derrota en la guerra, invadió Eslovaquia y atacó Rumanía.
Hace meses, en definitiva, que cada día es una vigilia. Las decenas de miles de proletarios que abarrotan en la mañana de este 15 de abril de mil novecientos diecinueve el mitin del estadio de Milán, mientras escuchan las palabras inflamadas de sus tribunos y olfatean el vago olor a sangre que impregna el aire, sienten que se acerca la revolución, su terror. En todos prevalece, absolutamente en todos, la expectativa de algún cataclismo.
A primera hora de la tarde, sin ningún plan predeterminado, como atraída por el magnetismo del desastre, una vanguardia formada por algunos miles de manifestantes se desprende de la enorme comitiva e invade via Orefici, dirigiéndose hacia el Duomo. La protesta se desborda desde el estadio hasta la calle, hacia la revolución. La posguerra parece tener prisa. No se puede vivir todos los días con un apocalipsis en el horizonte.
El hombre que en piazza del Duomo, al otro lado del cordón de soldados contra los cuales se ahoga la manifestación socialista, arenga violentamente a la pequeña multitud de burgueses, oficiales, estudiantes universitarios, Osados y fascistas, aferrado al león de mármol tallado en la base del monumento ecuestre a Víctor Manuel II, primer rey de Italia, es un poeta. Se llama Filippo Tommaso Marinetti y en mil novecientos nueve fundó la primera vanguardia histórica del siglo XX italiano. Su manifiesto por un movimiento poético futurista ha adquirido resonancia europea, desde París hasta Moscú: propone destruir los museos, las bibliotecas, las academias de todo tipo; asesinar el claro de luna y cantar a las grandes multitudes sacudidas por el trabajo, el placer o las revueltas; glorificar la guerra —«única higiene del mundo»—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructivo de los libertadores, las ideas hermosas por las que se muere y el desprecio por la mujer.
Después de haberla celebrado con palabras y en libertad, en mil novecientos quince el poeta conoce en persona la tan enaltecida guerra. Tras abandonar los lujos burgueses de su palacio de corso Venezia, amueblado en estilo neoegipcio, se enroló como voluntario en las tropas de montaña, combatió, fue herido, regresó al frente, saboreó la derrota en Caporetto y luego el triunfo en Vittorio Veneto al volante de un vehículo blindado Lancia modelo 1Z.
Ahora, una vez descendido del león a los pies del monumento del rey a caballo, Filippo Tommaso Marinetti, con tono autoritario, conmina a los presentes, que lo miran perplejos envueltos en sus levitas grises y debajo de sus bombines, a que se sumen a la columna de los contramanifestantes. La lucha no admite terceras posiciones, nada de neutralidad. «¡Nada de espectadores! —grita el fundador del futurismo a los burgueses neutrales que caminan por la Galería—. ¡Nada de espectadores!».
Mientras tanto, bajo el monumento, todos sienten próximo el ataque de los socialistas. «¡Ahí están! ¡Ahí están!», grita alguien. Falsa alarma. El industrial químico Ettore Candiani, que ha sustituido a Marinetti, retoma su perorata. Nadie lo escucha. «¡Ahí están! ¡Ahí están!» Los Osados sacan los revólveres.
Por un momento, las dos facciones se encaran a ambos lados del cordón de los carabineros que bloquea la salida de via dei Mercanti. Al frente de la columna socialista están una vez más las mujeres con el retrato de Lenin en alto y con la bandera roja. Cantan desaforadas, jubilosas, sus canciones de liberación. Invocan una vida mejor para sus hijos. Siguen creyendo que han venido a participar en desfiles, en minuetos de revolución. A la cabeza de los otros manifestantes, mucho menos numerosos, hay hombres que en los últimos cuatro años han convivido diariamente con la matanza. La desproporción es grotesca. Una relación diferente con la muerte socava un abismo entre los dos grupos.
El cordón de los carabineros se abre. Desde el lado de piazza del Duomo, los oficiales uniformados y los Osados avanzan sin orden establecido, como si nada, empuñando el revólver. La batalla propiamente dicha dura alrededor de un minuto.
Desde el lado socialista, donde son millares, vuelan las piedras, algunos garrotes. Del lado de los oficiales, Osados y futuristas, que son cientos, disparos de revólver. Se tira al aire, luego contra la columna socialista. La columna insiste unos segundos más, asombrada, luego muda. En ese brevísimo intersticio ya nadie canta. Mujeres y hombres contemplan perplejos a esos monstruos uniformados erguidos delante de ellos. Los Osados irrumpen como actores inesperados en un escenario que no contemplaba su presencia.
Un instante más y la columna socialista se dispersa. Su desbandada es atropellada, la impulsa un pánico demente. Dos mil hombres y mujeres, que hasta hace un minuto ensalzaban la revolución, ruedan por los suelos. Desde allí miran con terror a los enemigos que, de pie, avanzan con lentitud, sin ningún orden en particular, recargando tranquilamente sus revólveres. Muchos se aplastan contra el adoquinado, encogiéndose entre escalón y escalón de la Loggia dei Mercanti. Los oficiales en pie, sin embargo, guardan el arma de ordenanza de su rango militar y empuñan lo que consideran más apropiado para el castigo servil. Ahora echan a correr. La emprenden a bastonazos contra los amontonamientos de obreros aterrorizados. La sangre corre por los escalones. Mientras apalean a los manifestantes, oficiales y Osados se mofan de ellos: «Grita viva Lenin ahora. ¡Grita viva Lenin!». Un muchacho, trastornado, tiende algunas liras desde el suelo, como si pudiera comprarse el perdón.
Marinetti, enzarzándose con un obrero robusto, termina contra el cristal de la garita de una portería. Dos Osados lo sacan de debajo. El poeta debe interceder para que no lo maten.
Ahora todos, revólver en mano, bajan por via Dante pegados a las paredes, disparando al aire. La gente huye. La calle se vacía. El hermano de Filippo Corridoni, mártir del intervencionismo caído en el primer año de la guerra, regresa del Foro Bonaparte con el brazo derecho ensangrentado. Allí, a doscientos metros, los manifestantes socialistas siguen todavía agolpados en los mármoles del monumento a Garibaldi. Un orador, en lo alto del basamento, continúa pronunciando un discurso. Aún grita, como si estuviera hipnotizado por un mantra, su ritual «¡Viva Lenin!».
Un Osado extrae el puñal y, él solo, se lanza como una bala a toda velocidad por la calle desierta. Se encarama al monumento, apuñala al comunista. De repente el monumento recupera su blancura. El mitin ha terminado.
Mientras regresan triunfantes a piazza del Duomo, los asaltantes se agolpan de nuevo alrededor del monumento del que habían partido, el del rey a caballo. Marinetti está cansado, agotado, con magulladuras en el pecho. Insisten para que el poeta hable. De ninguna de sus palabras quedará recuerdo.
Después de haber dispersado al enemigo, incéndiale la casa. Y la casa de los socialistas es su periódico. La sede milanesa del Avanti!, bandera del socialismo italiano, se encuentra en via San Damiano, por entonces atravesada aún por un canal. Cuando, por la noche, llegan los asaltantes, la encuentran defendida por un cordón de soldados de uniforme. Su oposición es blanda: muchos de los manifestantes han sido comandantes suyos en la guerra. La defensa pronto se convierte en asedio.
Entonces, de repente, un tiro, casi seguramente disparado por los socialistas desde el edificio, con un rifle probablemente armado por el terror, derriba a uno de los guardias. Se llama Michele Speroni, tiene veintidós años y ha sido alcanzado por la espalda. La sangre le mana a borbotones de la nuca. Uno de los oficiales sale de la multitud de Osados y fascistas, se agacha y levanta el casco del soldado abatido por los socialistas. El oficial habla, grita, pero tampoco en este caso le escucha nadie. Se abre una pequeña brecha en el punto por donde avanza la camilla que transporta a la víctima. Los asaltantes pasan por ahí.
Aún se producen algunos disparos desde el interior, después los Osados escalan por las ventanas apoyándose en las rejas bajas de la planta inferior, que les sirven como travesaños. Una vez dentro, no encuentran a nadie que defienda la casa. Todos los socialistas han huido por la puerta de atrás. Da comienzo el saqueo. Metódico, competente, sin oposición.
Lo destrozan todo. Rocían todas las salas con líquidos inflamables, derraman leche sobre los volúmenes encuadernados, vuelcan los escritorios, destruyen las máquinas de escribir y los archivos. La acumulación de material histórico la hacen añicos a base de golpes de maza. Todo tirado por el suelo, los techos se descascarillan por el calor incandescente, miles de fotografías litografiadas de Lenin, listas para ser enviadas por toda Italia, vuelan desde la ventana. La emprenden a mazazos con todo. Con calma, con precisión, como expertos en destrucción. En este asalto no hay cuerpo a cuerpo, no hay disputa. No hay ideas, ni siquiera las brutales y vengativas. Pura devastación.
El único obstáculo que se les opone son las rotativas. La maquinaria pesada de los tipógrafos no se deja mellar por los palos, ni tampoco por los puñales de los Osados, que las rodean hechizados como grandes simios en torno a un meteorito caído del cielo sobre la tierra.
Al cabo de unos minutos de incertidumbre, se adelanta un joven gigantesco, aparta a los soldados y esgrime bien a la vista una barra de hierro. La herramienta implica un adiestramiento. El joven se llama Edmondo Mazzucato, lleva el uniforme de los Osados con las llamas negras en las solapas de la chaqueta y varias medallas debajo del distintivo. Huérfano, sin medios, encerrado desde la infancia en un internado salesiano, Mazzucato perdió su primer empleo a los quince años por sumarse a la huelga general de mil novecientos cuatro. Impaciente, rebelde, violento, después de mudarse a Milán y abrazar las ideas anarquistas, fue encarcelado varias veces, tanto por las autoridades civiles como por las militares. En mil novecientos nueve golpeó brutalmente a un cabo que, por puro rencor, le había negado el paseo vespertino. Este paria antisocial ha trabajado desde niño como mozo de almacén, dependiente, escribano, viajante, hasta encontrar su camino aprendiendo el oficio de cajista-tipógrafo, siempre al servicio de periódicos anarquistas, libertarios, revolucionarios. Al estallar la guerra, encontró por fin su vocación: se enroló como voluntario, fue ascendido y condecorado varias veces en el campo de batalla por méritos de guerra.
Resulta evidente que Mazzucato, quien, como muchos otros fascistas, también se ha pasado del bando socialista al adversario, tiene una última enseñanza ejemplar para sus compañeros de armas: levanta la barra hasta arriba, para que todos la vean bien, luego la introduce entre los engranajes de la maquinaria de impresión con pericia científica y pone las rotativas en movimiento. La fuerza obtusa de la máquina se destruye a sí misma. El joven extipógrafo de la prensa revolucionaria destruye su propio pasado.
Media hora más tarde, todo el edificio es pasto de las llamas. En via San Damiano, la policía asiste al espectáculo del fuego hombro con hombro con los individuos que lo han prendido. A los bomberos se les impide que intervengan para dar tiempo a que la hoguera se consuma.
Ya es de noche cuando en Il Popolo d'Italia Marinetti le narra los sucesos de aquel día memorable al director, que no ha participado. Había habido, de hecho, un conciliábulo con los manifestantes en la tarde del 14, pero durante toda la jornada campal, Mussolini no se ha movido de su minúsculo despacho. Ni siquiera ha salido para almorzar. A mediodía encargó la comida en una taberna cercana. El director la ingirió sentado en una mesita en el rellano de las escaleras, insistiendo entre bocado y bocado en verificar el funcionamiento de su revólver de cañón corto con un tambor de reserva. Pero no llegó a poner un pie fuera del periódico.
Ahora escucha sentado detrás del escritorio de su miserable despacho. A sus espaldas, en la pared tapizada con papel pintado con motivos de hojas amarillentas, ondea la bandera de los Osados. Sobre el escritorio, entre los papeles desordenados, los periódicos atrasados y el teléfono de manivela, hay tres granadas de mano modelo Sipe y un revólver. A la izquierda, una estantería de cinco baldas alberga un servicio de té; al lado languidecen una papelera para los documentos desechados y un taburete, ambos inestables sobre las irregularidades de un vetusto pavimento de gravilla con hexágonos de color blanco y magenta.
Mientras Marinetti prosigue con su relato, Mussolini asiente con la cabeza. Sin embargo, su mirada está fija en la pequeña tabla de madera que Ferruccio Vecchi sostiene entre sus manos desde que entró en la habitación. Es el letrero que han arrancado en la entrada del Avanti! y está claro que dentro de pocos minutos, cuando el poeta haya terminado su canción de gesta, el trofeo de guerra le será entregado con un rito de homenaje. Benito Mussolini tendrá que tomar con sus propias manos el cuero cabelludo del enemigo muerto y exhibirlo desde la galería a los Osados que alborotan en el patio. El minúsculo cuartucho del director se llena, en efecto, de cánticos goliardescos que provienen de la calle: «¡Hete, hete..., el Avanti! al garete! ¡Hete, hete..., el Avanti! al garete! ¡Hete, hete...!». Mussolini los escucha y se acaricia el cráneo lampiño en el que el recrecimiento ensombrece un ralo casquete gris azulado. Cinco años atrás, el director del Avanti! era él. Adorado por sus lectores, lo había elevado a tiradas nunca antes alcanzadas. Ahora está a punto de pisotear su cadáver.
Marinetti ha acabado. Vecchi le tiende el letrero. Mussolini se echa hacia atrás por un instante, en un gesto de repulsa. Las vísceras quedan al descubierto, los intestinos se esparcen, metro a metro, por el suelo de gravilla. Hay dos hombres y dos directores sentados en esa única silla bajo la grotesca bandera clavada en las flores amarillentas del papel pintado. Hay padres e hijos.
—Esta es una jornada de nuestra revolución —proclama al cabo de unos minutos el director de Il Popolo d'Italia a los Osados que abarrotan el mugriento patio.
»El primer episodio de la guerra civil ha tenido lugar.
La sentencia ha sido pronunciada. A partir de ese momento una pequeña patrulla de veteranos armados acampará en los sótanos para vigilar el periódico. En el techo se instalará una vieja ametralladora Fiat para explorar la calle, caballos de Frisia y alambre de púas a la entrada del callejón para defender un periódico de circulación nacional como si fuera el Estado Mayor en una zona de guerra.
Esta noche, sin embargo, Mussolini insiste en volver a casa solo. Después de la maquetación, a las tres de la madrugada, detiene un coche público arrastrado por un jamelgo. Va a Foro Bonaparte, esquina con via Legnano.
Mientras el animal exhausto renquea por los adoquines, la soledad del pasajero es perfecta. Una distancia insalvable lo separa de la raza humana.
Respecto a la jornada del 15 de abril, habíamos tomado la firme decisión, junto con Mussolini, de no promover ninguna contramanifestación porque preveíamos posibles conflictos y nos horrorizaba la idea de derramar sangre italiana. Nuestra contramanifestación se formó espontáneamente por una invencible voluntad popular. Nos vimos obligados a reaccionar contra las premeditadas provocaciones de los emboscados [...]. Con nuestra intervención pretendemos afirmar el derecho absoluto de cuatro millones de combatientes victoriosos, los únicos a quienes corresponde dirigir y dirigirán a toda costa la nueva Italia. No provocaremos, pero si somos provocados agregaremos algunos meses a nuestros cuatro años de guerra [...]
Proclama pegada en los muros de Milán el 18 de abril de 1919, firmada por Ferruccio Vecchi y Filippo Tommaso Marinetti
Deploramos sinceramente que haya corrido la sangre en las calles de Milán, nos ha pesado más esa sangre que una batalla perdida; pero quien no tiene derecho a quejarse, quien no tiene derecho a la protesta es precisamente el Avanti!, enaltecedor del «terror rojo», enaltecedor de la guerra civil. ¿Acaso creían en via San Damiano que podía sembrarse sin medida el odio contra los intervencionistas y patriotas, creían que podían redactarse listas de proscripción, creían que podía ser enaltecida la dictadura del proletariado como redde rationem para aquellos que han amado a su patria, sin que la reacción fuera inmediata e imperiosa?
Pietro Nenni,
fundador del Fascio de Combate de Bolonia,Il giornale del mattino, 17 de abril de 1919
A la larga lista de nuestros muertos se han añadido nuevos nombres. A nuestro periódico —Avanti!— se le ha impedido la palabra durante un único día, porque mañana, gracias a nuestros esfuerzos y a los vuestros, resurgirá más ardiente y rebelde en defensa de nuestros derechos. Orgullosos de la solidaridad de todo el proletariado de Italia, y en virtud de esa disciplina que se hace necesaria en determinados momentos históricos, os aconsejamos que regreséis al trabajo mañana viernes.
Manifiesto de la sección milanesa del Partido Socialista Italiano, 17 de abril de 1919
Por lo tanto, es nuestro deber no caer en provocaciones premeditadas [...] sino fortalecer las iniciativas del proletariado con tenacidad y con ardor [...] para la preparación de esa huelga general que, siguiendo el ya inexorable movimiento proletario internacional, debe ceñirse al supremo objetivo de la dictadura del proletariado para la expropiación económica y política de la clase dominante.
Moción de la dirección del Partido Socialista en su reunión de Milán el 20 de abril de 1919
Estamos aquí para deciros con una serenidad que no se hallará desde luego en el alma de vuestros enemigos: fracasaréis. Fracasaréis con la violencia callejera y fracasaréis de la misma manera con la violencia togada y legal.
Avanti!, edición romana, 22 de abril de 1919
En la jornada del 15 de abril, los socialistas maximalistas milaneses revelaron a plena luz del sol su alma filistea y pusilánime. Ni un solo gesto de revancha se ha esbozado o intentado...
Benito Mussolini, Il Popolo d'Italia, 16 de abril de 1920
Gabriele D'Annunzio
Roma, 6 de mayo de 1919
La enorme multitud reunida en piazza del Campidoglio permanece inmóvil, inmóvil como la estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio, alrededor de la que se agolpa. Aguardan todos con la cabeza echada hacia atrás y la mirada dirigida hacia lo alto a que Gabriele D'Annunzio haga su aparición en la balconada del ayuntamiento de Roma. Son decenas de miles de hombres, jóvenes en su mayoría, robustos, físicamente intactos, y, pese a ello, ese hombre se las arregla para hacer que se sientan como mutilados. Gracias a la metáfora de la «victoria mutilada», acuñada por el poeta, ahora veinte mil varones jóvenes y enteros sienten que les falta una extremidad o un órgano. Y por esa razón lo adoran.
Son en su mayoría veteranos de la Primera Guerra Mundial, la mayor guerra de la historia, que disputaron y ganaron contra el enemigo ancestral del pueblo italiano, ni un año hace, en las orillas del río Piave y, sin embargo, D'Annunzio logra que se sientan derrotados. Y por esa razón ellos lo veneran. Adoran y veneran al mago capaz de ese milagro de alquimia psicopática que está transmutando la mayor victoria jamás alcanzada por Italia en los campos de batalla en una derrota humillante.
Cuando, en la mañana del 6 de mayo de mil novecientos diecinueve, la gran multitud aguarda inmóvil al pie del monumento ecuestre a Marco Aurelio a que el alquimista de la derrota hable desde la barandilla del Campidoglio, en toda Italia el sentimiento de humillación, de derrota y de injusticia es ya, en efecto, definitivamente unánime. Para ello han bastado dos semanas.
El 24 de abril, el presidente del Gobierno, Orlando, y su ministro de Asuntos Exteriores, Sonnino, abandonaron la conferencia de paz de París. El Pacto de Londres, que estableció en mil novecientos quince las condiciones para su entrada en guerra del lado de Rusia, Francia y Gran Bretaña, prometía otorgar a Italia, en caso de victoria, Dalmacia, durante siglos posesión de la República de Venecia. Según los nacionalistas, además, la nueva doctrina de la autodeterminación de los pueblos, propagada por Wilson, implicaba conceder también a Italia Fiume, una pequeña ciudad con una amplia mayoría italiana, excluida de los acuerdos de Londres. El eslogan es: Pacto de Londres más Fiume. Pero el presidente de los Estados Unidos de América, amo y señor del juego diplomático, no parece tener intención de reconocer al aliado italiano ni una cosa ni otra.
El 23 de abril, Wilson, evitando y humillando a sus representantes, llegó incluso a dirigirse directamente al pueblo italiano con una larga carta publicada en un periódico francés en la que explicaba afectuosamente al aliado menor las razones de su doble negativa: ni Dalmacia ni Fiume. Las razones que adujo podían incluso resultar aceptables, pero lo que prevaleció por encima de todo fue el desprecio. Ese desprecio que rezumaba tono paternalista con el que, en su carta a los italianos, el nuevo y afable amo del mundo instruía a aquellos a quienes Mussolini llama los «alumnos de su victoria». Hasta se rumorea que el presidente francés Clemenceau, de acuerdo con Wilson, calificó en privado a su colega italiano Orlando como «un tigre vegetariano».
Después del abandono de las negociaciones en Versalles, la decepción asumió de inmediato en Italia la apariencia del drama. Los compañeros de ayer nos niegan lo que nos prometieron al precio de seiscientos mil muertos. La conferencia de paz, señala Ivanoe Bonomi, «se nos muestra con todo el aspecto de una encerrona».
La salida de los delegados italianos de París fue un clamoroso gesto de amor propio. Parece ser que a un diplomático que le amenazaba con las graves consecuencias económicas de la ruptura italiana Sonnino le respondió: «Somos un pueblo sobrio y conocemos bien el arte de morir de hambre». Ese pueblo tributó a sus portavoces un recibimiento de orgullosa autoconmiseración. En la última semana de abril, las plazas de toda Italia se inflamaron con las reivindicaciones de Fiume y de la Dalmacia italiana. Como nunca antes en su historia, el pueblo italiano se fundió con sus gobernantes en un común sentimiento de privación. Todo el envite se concentró en el hechizo universal de la derrota, en la voluptuosidad del desastre. Una apuesta decididamente peligrosa.
En el Parlamento, Filippo Turati, jefe indiscutible del ala reformista del Partido Socialista, advirtió sobre los riesgos de esa temeraria apuesta atacando con violencia a Orlando y Sonnino: «O ustedes conocen con certeza matemática que un arreglo es posible [...] ¿A qué viene entonces este enorme revuelo de la opinión pública del país? [...] O no están seguros del resultado y en ese caso el montaje, provocado por ustedes, los aprisiona, les corta todo camino de vuelta que no sea el de una profunda humillación». Fácil profecía.
En efecto, en la conferencia de paz, Wilson y los otros maestros de la victoria continuaron negociando tranquilamente y decidiendo las nuevas fronteras del mundo sin los italianos. A cambio de quince días de orgasmo patriótico, mientras los liberales, los nacionalistas y los fascistas italianos se obnubilan hipnotizados por algunos acantilados del Adriático, en París los aliados se reparten las colonias alemanas en África y el Imperio turco en Oriente Próximo. Solo dos semanas después de su desdeñosa espantada, Orlando y Sonnino se ven obligados, por lo tanto, a volver a París con el rabo entre las piernas. El daño moral es enorme. Un pueblo que se había hecho la ilusión de poder resistir solo contra todos se hunde en el abandono. A millones de pacíficos campesinos, desconocedores del mundo, que durante cuatro años han librado una guerra mundial en las trincheras sin saber siquiera en qué tierra habían sido excavadas, se les dice que se han desangrado por nada, que sus heridas han sido en vano. La decepción estalla en ellos como un dolor casi desesperado.
El tren en el que han viajado Sonnino y Orlando durante toda la noche, angustiados, arrepentidos, ansiosos por no perderse la reunión con las delegaciones alemanas, entra en París justo cuando Gabriele D'Annunzio aparece por fin en el balcón del Campidoglio. Inmediatamente queda claro que el mago tiene toda la intención de mantener los bordes de la herida bien abiertos. Sus ayudantes despliegan en la barandilla del Campidoglio una gran bandera tricolor.
La mano delicada y enjoyada de D'Annunzio está acariciando el estandarte tricolor en el que fue envuelto el cuerpo de Giovanni Randaccio, capitán de infantería, íntimo amigo suyo, caído en la décima batalla del Isonzo durante un asalto suicida contra una colina en la desembocadura del río Timavo, instigado por el poeta. La herida debe seguir sangrando. Sobre el símbolo de la «victoria mutilada», la sangre coagulada del soldado de infantería tiñe de un rojo sombrío el rojo bermellón de la bandera que reluce bajo el sol de Roma. La multitud a los pies de la balconada, todavía inmóvil, contempla la enseña y se palpa en secreto el cuerpo en busca del miembro perdido.
Gabriele D'Annunzio, con su uniforme de gala blanco de oficial de caballería, se aferra con ambas manos a la barandilla desde la que cuelga la bandera-sudario. Ese hombre es un mito viviente.
Gabriele D'Annunzio, nacido en 1863, ha invertido los primeros cincuenta años de su vida en intentar convertirse en el primer poeta de Italia. Y lo ha conseguido. Sus versos y su prosa —en particular la novela El placer— han influido en los gustos de una generación y obtenido resonancia internacional. Sostiene arrogante «haber devuelto la literatura italiana a Europa» y no le falta razón. Los principales intelectuales del continente lo leen, lo admiran y lo elogian públicamente. Entretanto, también vive su vida como una obra de arte: dandi incomparable, hedonista militante, seductor triunfal, histriónico, sensual, fecundo, pone su inmensa erudición al servicio de la búsqueda obsesiva de las alegrías de los sentidos y de los más desenfrenados apetitos carnales. Más tarde, en plena Belle Époque, casi de repente, el culto estético se transmuta en él en el de la violencia, el desasosiego de una época adquiere tintes sanguinolentos. Su insaciable deseo de conquistas femeninas se convierte en deseo de expansiones territoriales. El cantor de la infinita languidez se transforma en el cantor de la masacre: loa primero las empresas coloniales en sus Canzoni d'Oltremare, luego empuja a Italia a la guerra con el discurso de Quarto;[2] el esteta decadente se transmuta en vate, en poeta sagrado, en profeta de la gloria nacional.
No contento aún, tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, en el jalón de sus cincuenta años, a la edad en la que los hombres de su tiempo entran en la vejez, D'Annunzio, el caprichoso coleccionista de lacas y esmaltes, decide convertirse en el primer soldado de Italia. Y lo consigue. Tras lograr el permiso para alistarse como oficial de enlace en los lanceros de Novara, y una vez obtenida la licencia de vuelo, participa en incursiones aéreas sobre Trieste, Trento y Poreč, en el ataque contra el Monte San Michele en el frente del Carso. Herido durante un aterrizaje de emergencia, pierde el ojo derecho. Empleará su convalecencia para componer Nocturno, una de sus obras más misteriosas e inspiradas; más tarde, tras regresar al frente contraviniendo toda opinión médica, en la décima batalla del Isonzo concibe el arriesgado asalto a la Cota 28 más allá del curso del río Timavo. Ahí es donde muere Giovanni Randaccio. Como queriendo vengar a su amigo, el poeta prepara una serie de sensacionales empresas bélicas: ataca el puerto de Cattaro, sobrevuela Viena con su escuadrilla y lanza desde el cielo octavillas de propaganda que invitan a la rendición a la capital del enemigo, viola el bloqueo naval austriaco en la bahía de Buccari a bordo de pequeñas embarcaciones de asalto con una burlona incursión que eleva la moral de las tropas italianas después de la derrota de Caporetto. Su nombre está inscrito con todo derecho en la lista de los ases y los héroes.
En esos momentos, sin embargo, en el apogeo de su gloria, el poeta-guerrero se siente de nuevo presa de su melancolía. Movido por una incorregible desesperación romántica —como advierte Mussolini— después de la triunfal contraofensiva del ejército italiano en Vittorio Veneto, D'Annunzio percibe la sensación de su propia inutilidad repentina. El 14 de octubre de mil novecientos dieciocho, en el último mes de guerra, escribe a Costanzo Ciano, su compañero en la mofa de la bahía de Buccari: «Para mí y para ti, y para nuestros iguales, la paz es hoy un desastre. Espero tener por lo menos la oportunidad de morir como me merezco... Sí, Costanzo, lancémonos a alguna otra gran empresa antes de que nos pacifiquen a la fuerza». Diez días después, cuando la guerra ya está ganada pero el armisticio aún no ha sido firmado, desde las columnas del Corriere della Sera el Vate lanza ya la alarma contra el peligro de que Italia quede defraudada. «Victoria nuestra —escribe—, ojalá no quedes mutilada». La expresión comienza a circular de inmediato en boca de los soldados no desmovilizados aún y, como si fuera una de esas inquietantes profecías autocumplidas, en el curso de pocos meses se convierte en realidad.
Este hombre que lo ha tenido todo de la vida y lo ha sido todo, que convertido en soldado, marinero, aviador ha sido el único hombre de letras italiano desde hace siglos en fundir al poeta y al guerrero, la literatura y la vida, los salones y la calle, los individuos y las masas, se abandona a una prematura desilusión cósmica. Y ahí lo tenemos, por lo tanto, aferrado a la barandilla del Campidoglio, preparándose para la última fusión, la que se produce entre el pueblo y su cabecilla.
—Romanos, ayer se conmemoraba el cuarto aniversario del homenaje a los mil de Garibaldi. Era ayer, cinco de mayo: una fecha dos veces solemne, la fecha de dos partidas fatales.
Estas son las primeras palabras que pronuncia D'Annunzio desde ese balcón. Aluden a Garibaldi y a Napoleón. La multitud que lo escucha embelesada sigue inmóvil. El discurso continúa, como siempre, en una lengua áulica, a través de sucesivas oleadas de lemas latinos, referencias eruditas y arcanas, alusiones indescifrables, proclamas solemnes, metáforas refinadas, éxtasis sublimes, preciosismos, arcaísmos, esteticismos. La gente común no lo entiende pero secunda su ritmo oratorio manteniendo el tempo a través de un movimiento ondulante de la cabeza, como si canturrearan abstraídos el estribillo de una canción popular.
Al cabo de unos minutos, sin embargo, el orador parece percatarse por fin de la bandera. El poeta la roza, la acaricia después, la presiona con las yemas de los dedos como si, a través de su consistencia táctil, quisiera asegurarse de su propia existencia.
—Aquí la tengo. Esta es. En la Cota 12, en la cantera de piedra, plegada, sirvió de almohada al héroe moribundo. Esta, romanos, esta, italianos, esta, camaradas, es la bandera de la presente hora.
D'Annunzio recorre la bandera con la mirada como si pretendiera divisar el rostro del amigo perdido. La imagen sublime del infante que ha reclinado su cabeza aquí —afirma— ha quedado impresa en ella como la Sábana Santa de un Cristo menor. No hemos de extrañarnos del milagro: todos los muertos en la religión de la patria se asemejan entre sí.
El orador pide silencio. Ahora escuchadme. El alma de la nación está una vez más suspendida en lo ignoto. Aguardemos en silencio pero de pie. La bandera de Randaccio aparecerá orlada de luto hasta que Fiume y Dalmacia vuelvan a Italia. Que todos los buenos italianos, en silencio, desplieguen el luto sobre sus banderas hasta ese día.
Entonces, de repente, incluso el orador queda en silencio. Ya no hay ninguna voz humana en piazza del Campidoglio de Roma. D'Annunzio gira el cuello a la izquierda y hacia arriba. Aguza el oído hacia un eco lejano.
—¿Los oís? —grita a la multitud. No hay respuesta.
»¿Los oís? —repite.
»Allá lejos, en los caminos de Istria, en los caminos de Dalmacia, que son todos romanos, ¿no oís la cadencia de un ejército en marcha?
Sí, ahora la multitud oye los pasos en marcha de antiguas legiones victoriosas desvanecidas en el tiempo, de los padres míticos que fueron a conquistar el mundo. La multitud que se agolpa en piazza del Campidoglio oye esos pasos e instintivamente, sin saberlo, adaptándose a su ritmo arcaico, bajo el monumento ecuestre al emperador Marco Aurelio, oscilando con el cuerpo hacia la derecha y hacia la izquierda como los porteadores bajo el peso de un féretro, comienza a marchar en el sitio en el que está. Los muertos van más rápido que los vivos. A las multitudes, bien lo sabe D'Annunzio, hay que hacerlas ondear.
Esta, romanos, esta, italianos, esta, camaradas, es la bandera de la presente hora. La imagen sublime del infante, que apoyó en ella la cabeza, ha quedado efigiada. Y es la imagen de todos los muertos; porque todos los que murieron por la patria y en la patria se asemejan [...]. Ahora escuchadme. Guardad el mayor de los silencios... Una vez más está suspendida en lo ignoto el alma de la nación, que en la dureza de la soledad había encontrado toda su disciplina y toda su fuerza. Aguardemos en silencio pero en pie [...]. Yo, para que la espera sea votiva y el recogimiento sea vigilante y el juramento sea fiel, clavado en el arca de Aquilea, quiero enlutar mi bandera hasta que Fiume sea nuestra, hasta que Dalmacia sea nuestra.
Que todo buen ciudadano, en silencio, enlute su bandera, hasta que Fiume sea nuestra, hasta que Dalmacia sea nuestra.
Gabriele D'Annunzio, Roma, 6 de mayo de 1919
Lo que está ocurriendo es tan enorme que [...] me liaría a golpes contra la pared. Fusilarlos, fusilarlos a todos: no encuentro otra palabra que refleje la idea.
Carta de Filippo Turati a Anna Kulishova a propósito de las manifestaciones de D'Annunzio en Roma, mayo de 1919
Benito Mussolini
Milán, mediados de mayo de 1919
El sombrero. No es más que un trivial bombín comprado en la tienda de Borsalino de la Galería por cuarenta liras y, sin embargo, ese casquete de fieltro negro atrae su mirada como un imán magnetiza las limaduras de hierro.
Los tañidos del campanario de San Gottardo llenan toda la pequeña y miserable habitación ya saturada por los olores acres del sexo. La mujer yace de espaldas, con los muslos aún separados, desfallecida pero soberana en su descarada desnudez. La campana marca las horas y los cuartos. Él vuelve a mirar el sombrero.
Tiene ya cuarenta años pero sigue siendo hermosa. Ojos de color verde grisáceo, cabello rubio cobrizo, pechos generosos y colgantes de madre que ha amamantado. Vestida es sin lugar a dudas lo más elegante y refinado que el portero de ese tugurio ha visto nunca entrar en el hotel por horas en el que se gana la vida. Pero ahora ella está desnuda, son las seis cuarenta y cinco —nueve tañidos del campanario de San Gottardo— y repasa en voz alta el discurso que su amante debe pronunciar el 22 de mayo en el teatro Verdi de Fiume.
Italia tiene una misión en el Mediterráneo y en Oriente. Basta con echar un vistazo a cualquier mapa para comprender la verdad axiomática de esa afirmación. A igual distancia entre el ecuador y el polo, Italia ocupa el centro del Mediterráneo, que es la cuenca marina más importante de la Tierra. La configuración, el desarrollo costero, la corrección de las líneas la sitúan en una condición privilegiada por la que Italia está destinada a ser la dominadora del Mediterráneo; y es indudable que, reconquistado después de dos mil años el gran baluarte de la muralla alpina, volverá a asomarse al mar que en todo tiempo le proporcionó prosperidad y grandeza. África es su segunda orilla. Puede decirse que esta necesidad mediterránea representa el derecho de cuarenta millones de italianos a disponer de campo libre para su expansión natural. Pero es necesario ser fuertes. La hora de Italia aún no ha sonado, pero inevitablemente llegará. En el orden interno, Italia primero ha de conquistarse a sí misma. He aquí la tarea del fascismo. Un destino imperial superior. Una tradición milenaria llama a Italia a las riberas del continente negro.
Ella aprueba con la cabeza, le gusta la palabra «dominadora». Después elimina algunas expresiones con un trazo resuelto de pluma y concluye que él debe encontrarse con Gabriele D'Annunzio. El aire en la habitación se vuelve irrespirable. Una vez más el sombrero.
Margherita Sarfatti y Benito Mussolini se conocieron en persona en febrero de mil novecientos trece cuando él, con solo treinta años, fue nombrado director del Avanti! Ella, responsable de la crítica de arte del periódico socialista, se había presentado ofreciendo su renuncia al nuevo director como se tenía por costumbre con cada cambio de línea política. De ese primer encuentro, ella había de recordar sus ojos exaltados, amarillos, su energía animalesca, su delgadez. Le había dado la impresión de un hombre que pugna por mantener cerrada una puerta que quiere abrirse a toda costa. En todo caso, ya había oído hablar de él con anterioridad. El primero en nombrarlo había sido su esposo, Cesare Sarfatti, un distinguido abogado, exponente de la corriente reformista del socialismo milanés. El 13 de julio de mil novecientos doce, Cesare había escrito a su esposa, que se había quedado en casa, una nota entusiasta desde Reggio Emilia, donde acababa de concluir el congreso del Partido Socialista: «Benito Mussolini. Apúntate este nombre. Él es el próximo hombre». Y Margherita se lo había apuntado.
En Reggio Emilia, el joven, oscuro delegado de la sección de Forlì, se había asomado a la tribuna tan sombrío como un verdugo, con chaqueta y corbata negras, cara pálida, ropa desgastada, cuerpo huesudo, ojos de loco, barba de tres días, y había hablado en un idioma que nunca se había oído antes. Frases quebradas, perentorias, martilleantes, casi siempre precedidas por un yo hipertrofiado, acompasadas por silencios amenazadores, significados inequívocos y militantes, aserciones histéricas y memorables. Benito Mussolini, oscuro delegado de la sección provincial de Forlì, barría en pocos minutos siglos de elocuencia armoniosa y culta, gesticulaba como un chino, maltrataba su sombrero de ala ancha de seguidor de Mazzini, maldiciendo a Dios desde la tribuna del pueblo. El público se había partido por la mitad: los ciegos y los arrogantes se habían reído de él como de una caricatura, todos los demás habían quedado fascinados y consternados.
El blanco de sus iras eran los viejos, señoriles, bondadosos notables del ala reformista. He aquí lo que había ocurrido: un albañil romano había disparado con un revólver al rey, y ellos, con Leonida Bissolati a la cabeza, el gran veterano del socialismo moderado, se habían ensuciado con la culpa de visitar al soberano, subiendo al palacio con sombrero blando y guantes de color pajizo. Y aquel Mussolini, entonces, se arremangó la camisa y los puso a todos contra la pared, para sacudirlos en plena cara. «No puedo aprobar vuestro gesto de cortesanos. Dime, Bissolati, ¿cuántas veces has ido a rendir homenaje a un albañil caído del andamio? ¿Cuántas a un carretero atropellado por su propio carro? ¿Y bien? ¿Qué otra cosa es un atentado contra el rey, más que un accidente laboral?» Aplausos. «Para un socialista, un atentado es una cuestión periodística o histórica, según los casos. Las dotes personales del rey están fuera de discusión. Para nosotros el rey es un hombre, sometido como todos los demás a las extravagancias cómicas y trágicas del destino. ¿Por qué conmoverse y llorar por el rey, solo por el rey? Entre el accidente que afecta a un rey y el que derriba a un obrero, el primero puede dejarnos indiferentes. El rey es un ciudadano inútil por definición.» Aplausos. Hurras. Triunfo.
Al final del día, Bissolati, Bonomi, Cabrini y Podrecca —los jefes del ala moderada— serán expulsados del partido; Benito Mussolini, el revolucionario salvaje llegado de provincias, se erige en su nuevo ídolo; unos cuantos meses más y Margherita, la fascinante hija de la gran burguesía judía veneciana, criada en el Palacio Bembo que da al Gran Canal, esposa del abogado Sarfatti, cultísima intelectual, paladina del socialismo, rentista de cuarenta mil liras al año, refinada crítica de arte, protectora de Boccioni, mecenas de las vanguardias artísticas futuristas, se habrá convertido en su amante.
Ahora, sin embargo, no estamos ya en mil novecientos doce. Han pasado siete años y una guerra mundial. Los socialistas han llegado incluso a expulsar del partido a ese Benito Mussolini que antes de la guerra era su estrella en ascenso, han señalado con una marca de infamia al traidor que se pasó de repente del frente pacifista al intervencionista, han derribado, sumiéndolo en la vergüenza, a su joven ídolo revolucionario al igual que él había derribado a los viejos patriarcas reformistas. Después de cuatro años de una guerra constantemente hostigada por los socialistas ortodoxos, el primero de mayo, la clase obrera, que odia a los veteranos e intervencionistas, ha celebrado con grandiosas manifestaciones la Fiesta del Trabajo. Las masas, embriagadas por su propio poder, afluyen gigantescas bajo las banderas rojas. El incendio del Avanti!, obra de los primeros fascistas, no parece haber hecho mella en ellos. En menos de un mes han recaudado más de un millón para su reconstrucción. Para Mussolini, en cambio, ese incendio ha quemado todos los puentes tendidos hacia sus viejos compañeros. Todos los intentos de crear una comisión para la unidad de las facciones intervencionistas de izquierdas han fracasado. Y además los Fascios de Combate también han resultado un chasco. Escasos centenares de adeptos, dispersos por toda Italia.
En ciertas noches de niebla fría, tiene que caminar arriba y abajo por via Monte di Pietà esperando a que lleguen Marinelli o Pasella para abrir la puerta de la sección. En Rusia, Trotski ha levantado en pocos meses un gigantesco Ejército Rojo de obreros socialistas y él hace semanas que ni siquiera es capaz de formar turnos de escuadras para defender el periódico. Y además las ventas siguen bajando. Morgagni, el administrador, da saltos mortales, pero a veces ni siquiera consigue pagar el papel. Y además está el presidente de los Estados Unidos de América que se obstina en humillar a Italia en la conferencia de paz de París. Y además está esa loca vengativa de Ida Dalser que lo enfanga públicamente. Ha puesto al hijo nacido de su relación clandestina su nombre —Benito Albino—, y ahora ha aceptado setecientas liras de Frassati, el director de La Stampa de Turín, para acusarlo de haber fundado Il Popolo d'Italia en mil novecientos quince gracias al oro de los franceses. Y además está Bianca Ceccato, la «chiquitina», que se empeña en jugar a los novios. Ha renunciado a su puesto de secretaria en el periódico y llora porque la tachan de mantenida. Antes, él la llevaba a alguna habitación amueblada en via Eustachi, pero ahora ella lo obliga a realizar viajes románticos. Han estado en el lago de Como, en abril estuvieron en Venecia. Se sacaron una foto de recuerdo en piazza San Marco, con palomas en la cabeza. Los porteros de los hoteles creen que es su hija. Tiene diecinueve años. Una carita de muñeca debajo del gorrito de encaje. Reza sus oraciones antes de meterse en la cama.
—Es imprescindible que conozcas a D'Annunzio.
Margherita Sarfatti le dice que el Vate es un amigo muy querido, que ella podría presentárselo. La capacidad de control de esa mujer llena la habitación: los dinamismos del siglo, la bohemia parisiense, la ciudad que se levanta, los escardadores de Novara que después de diecisiete días de huelga obtienen las ocho horas de trabajo, Umberto Boccioni, el mejor pintor de su generación, voluntario en el Batallón Nacional de Ciclistas, que muere en el frente con solo treinta y tres años por un trivial accidente. Ese obsceno cuerpo de mujer-ama los resume a todos, el siglo vibra en sus pechos, en su vientre, en sus muslos desnudos, descarados. Él, Benito Mussolini, originario de Predappio, hijo de Alessandro, se lanza contra esos muslos de señora al igual que una mosca enloquecida se lanza contra el cristal del vaso al revés. Entraría con un caballo, si pudiera. Y eso es todo. Poco más sabe.
El olor en la habitación se ha vuelto terrible. San Gottardo da las siete. Siete tañidos perfectos.
Se levanta, se aprieta el nudo de la corbata, luego deja que su persona fluya en la corriente magnética que lo atrae hacia el bombín. No, ninguna mujer puede presumir de acabar satisfecha del trato íntimo con él. Tan pronto como las ha poseído —algo de por sí rapidísimo—, siente la necesidad imperiosa de volver a ponerse el sombrero en la cabeza.
Benito Mussolini, maestro, hijo de Alessandro, nacido en Predappio el 29-7-1883, residente en Milán en Foro Bonaparte 38, socialista revolucionario, fichado, maestro de primaria habilitado para la enseñanza en escuelas de secundaria, fue en primer lugar secretario de la Cámara del Trabajo de Cesena, Forlì y Rávena, y más tarde, desde 1912, director del periódico Avanti!, al que imprimió un sesgo violento, sugestivo e intransigente. En octubre de 1914, tras entrar en conflicto con la dirigencia del Partido Socialista Italiano por su defensa de la neutralidad activa de Italia en la guerra de las naciones contra la tendencia de neutralidad absoluta, se retiró el 20 de dicho mes de la dirección del Avanti!
Inició a continuación, el 15 de noviembre, la publicación del periódico Il Popolo d'Italia, con el que defendió, en antítesis al Avanti! y en medio de una áspera controversia contra este periódico y sus principales inspiradores, la tesis de la intervención de Italia en la guerra contra el militarismo de los Imperios Centrales.
Por esta razón fue acusado por sus compañeros socialistas de indignidad moral y política y se decidió su expulsión...
Tuvo como amante, entre otras, a una cierta Dalser Ida, natural de Trento, de quien tuvo un hijo en noviembre de 1915, reconocido por Mussolini mediante acto público del 11 de enero de 1916... Abandonada por Mussolini, hablaba mal de él con todos, diciendo que lo había ayudado financieramente, sin hacer la menor referencia, sin emba