Apenas ofreció el Gobierno de Chile su hospitalidad al V Congreso Internacional de la Lengua Española —que antes habían brindado México en Zacatecas, España en Valladolid, la Argentina en Rosario y Colombia en Cartagena de Indias—, pensó la Asociación de Academias que, coincidiendo esa celebración con la del Bicentenario de la República de Chile y de otras repúblicas hispanoamericanas, el Congreso debía tener un marcado carácter americanista. De ahí el título de la convocatoria: «América en la lengua española».
Qué mejor para ello, en el orden de las ediciones conmemorativas, que hacer resonar en homenaje, con un timbre nuevo y amplificado, las voces de los hijos de Chile que el Premio Nobel reconoció como voces de América.
La primera, Gabriela Mistral. La mujer cuya escritura no traduce sino teje a contrapunto una vida llena de pasión trágica; de amores que no conocen fronteras; de experiencias vitales límite; de compromiso radical con su tierra matria y con el sueño de América; de compasión, en el sentido etimológico del término —sentimiento y vivencia compartida—, con los desheredados y oprimidos. Por eso, porque su voz literaria no solo traduce lo que ella vive, sino que forma parte de su propio vivir, ella se nos entrega en cada uno de sus escritos con su compleja visión del mundo y su mestiza pasión americana. Pero es importante señalar que su figura literaria se enriquece con las máscaras imaginarias que incorpora en su escritura, al tiempo que su voz se multiplica en voces y ecos.
Esta edición conmemorativa reúne íntegros los cuatro libros de poesía que publicó en vida —Desolación, Ternura, Tala y Lagar— cuyos textos fueron modificados en ediciones sucesivas. A ellos se suman inéditos poéticos de obras programadas que no llegó a publicar en vida, tales como Poema de Chile y Lagar II; una selección de otros poemas inéditos y dispersos, en algunos casos recogidos en Reino, Lagar II y Almácigo, y otros que proceden del legado que recientemente ha adquirido el Gobierno de Chile y ahora se conserva en la Biblioteca Nacional. Ofrece también este volumen muestras variadas de su prosa, injustamente poco conocida y en la que nos regala páginas admirables.
Por encargo de la Academia Chilena, se ha responsabilizado de la selección y fijación de los textos el profesor Cedomil Goic, miembro de ella. Para facilitar diversas vías de acceso a la obra, las creaciones mistralianas van acompañadas de estudios y breves ensayos de académicos de distintos países.
Gonzalo Rojas (Academia Chilena) habla de la experiencia de lectura juvenil de Gabriela y del relieve de su oralidad, así como de la visión de las «materias», tan cercana a la de Neruda. Describe Carlos Germán Belli (Academia Peruana) el itinerario real de sus encuentros con lugares mistralianos. Analiza Adolfo Castañón (Academia Mexicana) la relación entre la estética de Gabriela y su realidad personal. Bruno Rosario Candelier (Director de la Academia Dominicana) reflexiona sobre la vertiente interior y mística de su poesía. Pedro Luis Barcia (Presidente de la Academia Argentina de Letras) trata sobre la prosa de Gabriela Mistral. Cierra esta serie de estudios Darío Villanueva (Real Academia Española), quien ve a la poeta como el broche de enlace entre el Modernismo y la Vanguardia y se hace eco de la altísima valoración alcanzada por ella en la concesión del Premio Nobel.
Tras el conjunto de textos mistralianos se añaden seis estudios monográficos. Santiago Daydí-Tolson (Universidad de Texas) sobre la necesaria superación del autobiografismo; Grínor Rojo (Universidad de Chile) investiga el motivo de la niebla a lo largo de toda la obra; Ana María Cuneo (Universidad de Chile) escribe sobre Desolación; Mauricio Ostria (Universidad de Concepción) sobre Ternura; Adriana Valdés (Academia Chilena) sobre Tala; y Mario Rodríguez (Academia Chilena) sobre Lagar y la poesía inédita.
El volumen se completa con una «Bibliografía» esencial preparada por Cedomil Goic y el «Glosario» de voces e «Índice onomástico» también al cuidado de Cedomil Goic, en colaboración con un equipo de la Real Academia Española integrado por Carlos Domínguez y Abraham Madroñal.
A todos ellos manifiestan su gratitud la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Agradecimientos especiales merecen la Orden Franciscana por su generosa cesión de derechos de publicación, y el Gobierno de Chile, que nos abrió las puertas del valioso legado. Acceder a él significa entrar en el taller literario de Mistral y también, un poco, en su santuario privado. Porque, en efecto, junto a borradores de escritos en distintos estadios de redacción —de indudable interés para el conocimiento de la génesis de sus obras—, las cartas y otros escritos permiten una aproximación a lo más íntimo de una mujer de riquísima personalidad.
Gracias, en fin, a Eugenio Llona (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes), a Pedro Pablo Zegers (responsable del Archivo del Escritor, de la Biblioteca Nacional), así como a Alfredo Matus (Director de la Academia Chilena de la Lengua).
Gabriela Mistral
© Colección Archivo del Escritor. Biblioteca Nacional de Chile
GONZALO ROJAS
GABRIELA
No siempre el ensayo es un ensayo
sino una ventolera que no se deja escribir.
DE LA ANIMALA SOLA
¡Si sabremos Gabriela y yo de la maleza venenosa del chismerío y del rencor! Le dijeron de todo: mediocre, impostora, retardataria, decimonónica. Desde las infancias debió soportar la suficiencia y la mala fe. Borges le dijo no, Huidobro le dijo no, de Rokha casi no, ¿quién no le dijo no entre los letrados de la pedagogería del Mapocho y los vanguardistas vanguarderos del 38 que la negaron y la renegaron? Pero yo le digo sí, siempre le dije sí. Me cautivó desde los quince años ese tono tan suyo: rigor y desenfado, manejo abrupto del lenguaje que a lo mejor aprendió en el piedrerío de sus cerros, freno y desenfreno; las grandes sílabas del viento me cautivaron, esa especie de asma, la espontaneidad inmediata, y hasta el mal gusto del gran léxico Elqui arriba.
DE LA VISIONARIA
De niño no la supe oír en su palabra desollada, por la vocinglería acaso, tan opuesta al natural de su sencillez, y esa reverencia didáctica exterior. Cualquiera hablaba de ella en esas aulas húmedas de los viejos liceos chilenos. Cualquiera la declamaba y la vaciaba. ¡Pobre Gabriela! ¡Lo que fueron para ella esos horrorosos libros de tapa dura, de Guzmán Maturana, irrisoria contribución al aura no tanto de su prestigio como de su descrédito entre los muchachos ásperos y limpios de corazón, como yo mismo; mamotretos de la pedagogería donde de veras no leímos sino que tuvimos-que-leer aquellos «Piececitos» a la fuerza, esas «Caperucitas» de las que Dios nos libre! ¡Y la declamación de los lunes de la Mistral, qué horror! Me cerré, literalmente me cerré, como sin duda les ocurrió a tantos otros. Pero ya al clarear la adolescencia —quince, dieciséis—, cuando por la oreja izquierda me entraba lo áureo de la clasicidad mientras por la derecha la modernidad irreverente de Apollinaire para acá, se me dio la gran síntesis en la punta de mi cabeza de muchacho. Cayó de golpe en mis manos por azar Selva lírica (1917), la antología cruel y antimodernista de Julio Molina Núñez y Osvaldo Segura Castro. Una de las figuras máximas allí era la Mistral y entré en sus grandes textos desgarrados. Estrecho de entendederas, paré la oreja en las disonancias y en la fiereza verbal más que en la melodía. Versos como: «el hierro que taladra tiene un gustoso frío / cuando abre, cual gavillas las carnes amorosas. / Y la Cruz (Tú te acuerdas, ¡oh Rey de los judíos!) / se lleva con blandura, como un gajo de rosas», me zumbaban con un zumbido especial, tenso y desmesurado. Aún recuerdo lo cortante y finísimo de líneas como aquella de «La maestra rural»: «... largamente abrevaba sus tigres el dolor», —unos tigres por cierto que nada tienen que ver con los tigres de Borges—; u otros acordes entrañables como «Cien veces la miraste, ninguna vez la viste». Pero nada acaso como el desparpajo de sus blasfemias, a lo Isaías. Voy hablando de Desolación, como se ve. Intensidad y patetismo, todo lo que quieran; desmesura, mal gusto. Pero una cosa sí: veracidad de sentimiento, desgarrón afectivo casi quevediano. Y no es que por esos días yo fuera un consentidor, un complaciente: muy por el contrario. Estaba de acuerdo con el Neruda de Caballo verde y su sentencia: «Quien huye del mal gusto, caerá en el hielo». Me conocía, ya entonces, con relativa información el arco mayor de la lírica hispana del Renacimiento y del Barroco: «Mi Manrique (personal), mi Góngora, mi Quevedo», como está escrito en la pauta nerudiana, aunque él no incluía a «mi Juan de Yepes». Hasta el posmodernismo me lo conocía ya: Eguren, Herrera y Reissig, López Velarde, incluso; ¡sin olvidar al mejor Rubén Darío que me mostró en Los raros (1896) a mi primer Lautréamont! Por eso mismo pude registrarla en su prodigio barroco y desigual, más allá de las dulzainas de un Nervo cursi en exceso (¿qué pudo fascinarla en él, salvo el culto del ocultismo y del esoterismo?); y más allá también de las piruetas precursoras de la vanguardia. No incluyo en esto último por cierto lo que ella misma llamó «la reforma poética de anchas consecuencias» de Vicente Huidobro, el inventor del creacionismo. Pero no fue solo la «veracidad» alabada por Keyserling, y opuesta a la otra cuerda suramericana de la «delicadeza» lo que dinamizara o tonificara en mí esta primera adhesión a la Mistral, sino otro estímulo: el riesgo de una plasmación verbal siempre al filo del estallido y esa suerte de pedregosidad en la expresión, tan ajena a la proporción áurea de Valéry cuyos textos «La joven Parca» y «El cementerio marino» ya me había leído igualmente fascinado; lo que ahora me prueba que siempre funcionó en mi adolescencia la imantación y el reclamo de los dos polos: el volcán y el sosiego. Volvamos, pues, a la «visionaria» para insistir en que tal desborde impuro obedecía acaso a un insistente NO a las acechanzas del encantamiento verbalizante del modernismo, o del post. Veracidad, austeridad al fondo del gran pathos, eso me conmovía: «concupiscencia como espesa lava», aunque el adjetivo no pareciera muy feliz al crítico del lugar Raúl Silva Castro. Lo volcánico, y hasta lo frenético, pero a la vez el rigor. Por eso me dolía tanto que unos cuantos necios la compararan sin más con algunos versificadores pomposos y livianos.
Pero mi mocedad me exigía otras búsquedas más estrictas y temerarias y no transaba por entero con esa poética anterior a Tala. Más bien me quedaba con la prosa de sus «Recados» que iban apareciendo en periódicos o en revistas de nuestra América y que yo leía con avidez. Mi diálogo con ella entonces, en ese primerísimo plazo mío larvario, fue más bien pobre; y más bien —¿por qué no decirlo?— desdeñoso. Su ritmo abrupto y delicado no entró en mi respiro ni en mi memoria de loco. Pudo influir la exclusión que de su obra hicieran los dos jóvenes antólogos —jóvenes, ay, entonces— Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita en aquella Antología de la poesía chilena nueva, en 1935.
Recuerdo que, pese a mis limitaciones de muchacho, me indignó esa acusación que hicieron de ella en cuanto a vieja y retardataria. Como si desde ese enfoque equívoco alcanzara a ver a mis dieciocho años lo que le ocurriría a mi propio primer libro La miseria del hombre, en 1948. Porque justo cuando ese año 1948 Gabriela en persona celebraba La miseria del hombre en la edición más fea que se haya visto, los disparos llovieron sobre mí: del Este y del Oeste, y esa Rezeption Geschichte de mi primera salida de don Quijote fue para la risa: Teófilo Cid me acusó de expresionista demodé, sin saber lo que era el expresionismo; Alone de «catastrófico», un señor Rossel de «hijo de Campoamor», Ricardo Latcham de «morbo nuevo», Silva Castro —el mismo detractor de la Mistral— de libertino y exhibicionista de mis vísceras, el profesor Elliott de vehemente y vociferante. ¿Qué será de esos críticos sagaces? ¿Dónde habrán anclado por fin? ¿En cuál de los cementerios? Me gustaría invitarlos a un buen trago. Total, no estaban tan equivocados.
Concentrémonos otra vez en lo nuestro. Por ahí anda todavía, si es que anda; o estará durmiendo polvoriento en algún anaquel de biblioteca de provincia, un artículo mío publicado en 1936 en la Revista Letras, del Liceo de Hombres de Concepción de Chile, con el nombre de «Los 30 años de Pablo Neruda», a propósito de la publicación de los dos volúmenes de Residencia en la tierra el año anterior, impresos por Cruz y Raya de Madrid. Allí sostuve el parentesco de las materias nerudianas y las materias mistralianas precursoras que venían apareciendo desde 1926 en textos en prosa; antes de los poemas cosmogónicos que después vieron la luz en la primera zona de Tala, de 1938, con el designio genérico de «Materias».
Reitero lo dicho: me gustaba la Mistral en sus claves mayores de Tala y de Lagar que, habiendo vivido en el plazo de las vanguardias, no se encandiló con las vanguardias sino más bien se quedó oyendo sin prisa la lengua oral de sus paisanos de América con arcaísmos y murmullos, como Teresa de Ávila, y así nos dijo el mundo entre adivina y desdeñosa. Mis compañeros del 38 se burlaban y, sin leerla, le decían vieja novecentista y retardataria; pese a que ese mismo año se estaba publicando en Buenos Aires Tala, una obra maestra. Hasta hoy hay letrados incapaces de entrar en la trama viva e imaginaria, que insisten en proscribirla y hasta negarla. Y es que no quieren distinguir en nuestra fundadora el oficio lateral de enseñar del oficio mayor de escribir y de apostarle la palabra al mundo. Como yo todavía sigo enseñando y conozco el remo del galeote, siempre supe establecer el deslinde. Alguna vez en mis años mozos coincidí con la experiencia de silabear el mundo con los niños de nuestra América oscura y enseñé a leer a los míos lo mismo que Sarmiento y que Vallejo, lo mismo que la Mistral, en el momento justo en que lo dejé todo por hartazgo. Hartazgo de un Santiago-capital-de-no-sé-qué; de un surrealismo libresco, de una facultad de letras irrisoria en esos días para mí; del ruido y de la furia. Hartazgo en fin de la publicidad vergonzosa.
Me dieron ese trabajo en la Sierra de Domeyko y allí fundé mi dinastía en la ventolera de esas nieves. Por ahí o más abajo pudo haber entrado en 1535 Diego de Almagro, el primer hombre blanco, a nuestro Chile. En alguna medida lo aposté todo como él y lo perdí.
Los cicateros de Mandrágora me fueron a acusar ante Huidobro, ¿saben ustedes de qué? De tránsfuga de la poesía y buscador de tesoros en esos cerros. «Déjenlo —les dijo riendo—, Gonzalo es un loco que necesita cumbre».
Perdón por el desvío hacia la órbita personal pero la naturaleza misma del testimonio me lo exige. Cuando bajé de aquellos cerros no lo hice cantando como un converso más, sino como un poeta enriquecido por los tres estadios leídos en Zaratustra: el del camello, el del león y el del niño. Sigo inconcluso, como entonces y me sigo haciendo entre mi mora y mi demora. Solo que tal vez con mis noventa años en el seso, estoy viviendo un reverdecimiento en el mejor sentido, una reniñez, una espontaneidad que casi no me explico.
En 1948, sobre septiembre, llegó a mi casa del Cerro Alegre de Valparaíso esta carta de reconocimiento con su destello caligráfico: «Caro Gonzalo Rojas», ese «caro» tan suyo. Transido de su humor leo este solo párrafo por su sabor y lozanía: «Si no me le quedo en el camino, yo cumpliré con usted. Aunque diario ya no tengo allá. Me echaron sin palabra de El Mercurio. No publicaban mis textos».
SOY MISTRALIANO, ¿Y QUÉ?
Alguna vez he dicho con desenfado: «Soy mistraliano, ¿y qué?». Y no lo hice por mero desafío. No es que a la vez no me sienta rokhiano y huidobriano en esto de la dialéctica de las influencias, pero ella se me ofrece con singular afinidad, desde el arcaísmo al murmullo, y de lo secreto al piedrerío.
Algo que aprecio mucho en esta adivina es ese coloquialismo tan suyo, que nunca llega al facilismo retórico y ramplón de las modas que envejecen; ese coloquialismo abrupto y fresco que nos trae la gracia oral de los paisanos de su Chile y de su América.
Otra estrella mayor en el firmamento del 38 es de Rokha, nuestro padre violento, quien puso la revista Multitud al servicio de los jóvenes. Me leí en 1933 Los gemidos, a diez años de publicado —1922 es la fecha exacta, como se sabe, año de Trilce— y esa lectura áspera me llevó a los Cantos de Maldoror que ya Darío me había descubierto en Los raros. Todo eso hacia los quince. Después seguí entrando en su visión tremenda celebrada por el Neruda adolescente en un artículo del 16 de diciembre de 1922 aparecido en Claridad, órgano oficial de Federación de Estudiantes de Chile. Hace un año volvió a estremecerme con sus memorias desollantes. Podrán enterrarlo o desenterrarlo, pero ahí sigue intacto y los jóvenes de hoy lo han hecho más suyo aunque la crítica oficial persiste en su rechazo. Lo cierto es que su germinación no termina.
Personalmente creo que, desaforado y todo, e informe, fue el primer demoledor del posmodernismo entre nosotros y el progenitor de esa ruralidad y esa elementalidad trascendida, con cierto enfoque primordial y cosmogónico, desde sus versos iconoclastas de 1915; o —por lo menos— el gran adelantado en cuanto a registrar el trauma primario de lo natural, visión compartida y afinada, como se sabe, por la Mistral en la sección «Materias» de su libro Tala, y por el joven Neruda de Residencia (1925-1935) en sus célebres «Tres cantos materiales». Desigual y ciertamente enfático, de Rokha no alcanzó la plasmación como Neruda, pero él es nuestra levadura primigenia y, pedregoso como fue, mantuvo su fidelidad a la piedra de Chile. Su temple anarco lo llevó a toda clase de infortunios y fue el marginado de los marginados, pero libros como Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, Elegía del Macho Anciano, Heroísmo sin alegría, U, Escritura de Raimundo Contreras, son libros necesarios. Además, con décadas de anticipación, vaticinó la caída del Chile clásico y democrático en su libro La república asesinada. Me honro, pues, en nombrar aquí al más desconocido de nuestros «cosmogonautas».
No se puede hablar de todo, y ya es demasiado; por eso me eximo esta vez de volver sobre las figuras necesarias de Huidobro y Neruda, invitados permanentes de todos los congresos, igual que Vallejo o Borges. Demás insistir en que los volcanes son ellos y cada uno de nosotros no pasa de aprendiz; algunos con mayor arrebato de innovación que otros, como para salvar distancias pero —por lo menos en Chile— no alcanzamos a las alturas visionarias.
Uno que llegó lejos sin haber escrito versos fue Matta, nacido el año 1911 entre el plazo de Neruda y el nuestro, y acaso sea el más joven. No hay portento imaginario como el suyo, ni más lozanía. Ni más humor, ni más vivacidad; pije y roto de Chile hasta el fundamento. No pienso en su pintura mágica sino en su luz de ver y de decir. Me basta el registro de sus Conversaciones publicadas en Santiago en 1987.
De los desaparecidos estoy con Lihn y entre los visibles con Hahn, dos poetas cuya lectura airea. Eso no quiere decir que no me deslumbre Eduardo Anguita y su Venus en el pudridero, aunque lo hayan omitido los antólogos, de México a Caracas, o de allí a Buenos Aires. Miseria de las modas y salvación de él. Ni quiere decir que el otro poeta nacido en 1914, Nicanor Parra, no merezca a sus 95 años el mayor reconocimiento. Lo merece. «Soliloquio del individuo» es una pieza inolvidable y también «El hombre imaginario» que consuena en el mecanismo expresivo con «El texto invisible» de Enrique Gómez-Correa. En su conocida propuesta de 1958 «Poetas de la claridad» Parra dice textualmente: «En las conversaciones de Los Guindos (se refiere a nuestros diálogos entre el año 1947 y el año 1950) Gonzalo me entregó las llaves de la poesía negra, pero yo aticé en él el fuego de la poesía blanca». Es posible. En todo caso él y yo inauguramos otro ciclo en la poética y en la poesía de Chile. Naturalmente él hace su poesía como la hace él y yo como hago la mía. Alguna vez dije que los poetas son niños en crecimiento tenaz y eso también es cierto, siempre que la niñez empiece en Homero. Montaigne asegura —siguiendo en eso a Aristóteles— que Homero fue el primero y el último de los poetas. No sé. Desde luego un juicio así es el extremo de lo que afirma Harold Bloom en su tesis sobre la angustia de las influencias y la clave de la mala lectura de unos poetas sobre otros en el intento de esclarecer la genealogía de la imaginación. ¿Cómo leyó Rimbaud a su Baudelaire, «rey de los videntes» según le dijo? ¿Cómo hemos leído nosotros mismos a nuestro Darío, a nuestro Borges, a nuestro Vallejo? ¿Cómo nos leerán en los cuatro o cinco poemas que queden de nosotros si es que quedan? Difícil, todo difícil. Me permito cerrar con dos papeles exiguos, uno con mis «Saludos a Tzara», figura central de las vanguardias, quien me enseñó desde temprano aquello de que «en la escala de lo eterno todo es efímero: ¿para qué escribir?», y otro con mi «Ejercicio respiratorio» en el rehallazgo de Homero. Leo entonces sin mayor comentario:
SALUDOS A TZARA
Tarde vine a saber que lo que no es aire
en poesía, ni rotación y traslación, son míseros libros
oliscos a inmortalidad, pura impostura
con vernissage y todo en la farsa
del agusanamiento general, llenos de hojas,
donde no hay una en que leer las estrellas, una
encinta del mundo, una tablilla fresca
ligeramente órfica.
Y ahora el otro, siempre sobre el oficio de decir lo indecible, pero desde otra visión:
EJERCICIO RESPIRATORIO
Azar
con balbuceo son las líneas de Ilión
en las que está escrito el mundo, con
balbuceo y tartamudeo y
asfixia, el oleaje
de las barcas exige ritmo, Homero
vio a Dios.
GABRIELA Y EL ORITO
Por eso me gustaba la Mistral en sus claves mayores de Tala y de Lagar. Poetas o no poetas todos fuimos recibiendo de su mano el beso caligráfico que no esperamos nunca. Es que uno no sabe. Está aquí mismo uno en Nueva York oyendo hablar de ella como cuando era niño, y no sabe. ¿Por qué la vi esa vez desde ángulo tan lento en el zumbido del Caupolicán hace ya cuarenta años, o esa otra en Valparaíso, la plaza desbordante, siempre en el vocerío con su abeja secreta para mí?
Preferible eso. Al que conoció bien fue a don Jacinto, mi abuelo de Vicuña, maestro como ella de primaria, con el latido de los Rojas al fondo, donde hasta el río Limarí y el Elqui son parientes. Con ese, sí, habló en la dignidad del valle sobre el oficio. De pastores y de hortelanos, según irían apareciendo en el monólogo; de herreros tejedores en la gran patria pequeña, de músicos.
Copio larga esta cita de los recados justo por el remate, porque ahí anda mucho del misterio de eso que ella pluralizó con el designio insistente de sus «infancias» o sus «niñeces»; «estabilidad esencial liberada de la gran muerte», como pensó por su cuenta Roger Caillois. Por esta pauta numinosa anduvieron siempre sus exégetas más exigentes, a la siga de su apetencia de absoluto, de su «anhelo religioso de eternidad», según Onís, entendido eso religioso como un mirar o admirar el mundo para ver y más ver.
Por mi parte, me crié oyendo hablar de ella pero no como de una diosa sino por paisana de mi gente: los Pizarro Pizarro, los Rojas Villalón, unos Álvarez por ahí y unos de la Rivera que la trataron en Tongoy o en Tamaya, en Paihuano, en Limarí, o en Cogotí o en Zorrilla. O, más arriba en lo castizo de La Serena; gente mía que debió emigrar por la costa difícil desde Coquimbo a Arauco —recién entrado el siglo— a bordo del Guayacán, dejando aquellos huertos bíblicos por lo abierto y tormentoso del océano.
Así, casi simultáneamente, empezarían a bajar hacia el sur en los días del centenario las dos vetas de mi parentela en un trasbordo apresurado por mejorar de suerte con la manía ambulatoria de los chilenos. ¿Pero qué podrían con la lluvia y los ventarrones del golfo turbulento la trasparencia cálida del sol por la otra patria pequeña, áspera y estallante de Baldomero Lillo?
Piques de Millaneco y de la Amalia, de la Fortuna y Bocalebu, solo yo me sé el horror de esos chiflones insanos con sus pulperías y sus fichas, el luto por el muerto, la viudez de mi madre, y ese invierno, ese invierno que no paraba nunca. Pero el carbón tenía que subir hasta la fundición cuprífera de Tamaya y el negocio era ese, José Pedro Urdaneta y compañía, de Coquimbo hasta Lebu, de Lebu hasta Coquimbo, leguas de agua; de aquí para allá, de allá para acá. Está escrito que la loca geografía no va con lo sedentario y exige recomenzar todo en el ejercicio nada idílico de unas marchas forzadas, como lo dijo ella en su Chile y la piedra. Cierto es que la clave primordial de sus visiones es la patria inmediata de la infancia como si en ella se suspendiera el tiempo: «Errante y todo, soy una tradicionalista que sigue viviendo en el valle de Elqui de su infancia». Pero la cordillera viva que fue siempre Gabriela nos enseñó la piedra fundadora como nadie. Así se lo dijo una vez a Alfonso Reyes, el mexicano de la región más transparente. «Esto de haberse rozado en la infancia con las rocas es algo muy trascendental».
Así también —hallazgo y más hallazgo— viniera a entrar yo mismo en la materia porfiada y ácida de las piedras de 1942 sin más impulso que el tirón de mi pasión, harto ya del Santiago-capital-de-no-sé-qué, como le dije tantas veces.
CARLOS GERMÁN BELLI
TRECHOS DEL ITINERARIO MISTRALIANO
A la memoria de mi hija
Mariella Belli de Lancellotti
Gabriela Mistral, visitada y leída. Sí, en efecto, he llegado hasta su lugar natal y he repasado sus versos más extraños. En realidad, no aquilataba esta redonda experiencia, porque siempre he creído que es suficiente conocer al autor únicamente por su escritura, y que el visitar su mismísimo lugar de nacimiento era un hecho secundario. Sin embargo, sea como fuere, percibo ahora que mi itinerario mistraliano es completo, como si lo hubiera cumplido de pe a pa. Si además de la lectura, hay también el conocimiento de la patria chica del escritor admirado, que enhorabuena ocurra, pues tal cosa es algo especial para cualquier lector.
Son aproximaciones entre sí diferentes, aunque hoy creo que constituyen una indivisible relación literaria, más rotunda que la solitaria lectura en un gabinete de trabajo o en una biblioteca pública. Resulta que al libro, que es el receptáculo de los poemas, se unen entonces los lugares emblemáticos del autor. Dos eslabones que vinculan más al lector con este. Y no es frecuente que se produzca tal cosa, pero así ha sido mi aproximación a la poetisa chilena, ya que antes solo pensaba en el propio acto de leer sus versos, y nada más que ello.
Pues bien, sin proponérmelo, mejor dicho, como algo llovido del cielo, un buen día primero me hallo en el valle de Elqui, lugar donde nació Gabriela, y posteriormente discurro también por la ciudad italiana de Rapallo, incluso delante de la casa en la que ella residió. Estos recorridos, sin duda inusuales, se van a completar con los decisivos tránsitos por las páginas de sus libros. El lector le estrecha la diestra con efusión al visitante, que en cierta manera han juntado la vida y la obra de la escritora objeto de su interés. Y ahora sí, no por casualidad sino deliberadamente elijo un puñado de versos para releerlos, los cuales todos son de tema escatológico, pero digámoslo directamente: relacionados con la ultratumba. He aquí, el extremo de los extremos: por un lado, dos puntos del mundo terrenal ante los ojos corporales, y, por otro, el mundo sobrenatural apenas vislumbrado por los ojos del espíritu.
Fue en septiembre de 1989 (por generosa recomendación de Pedro Lastra, fui designado miembro del jurado de un concurso en torno a Gabriela Mistral, conmemorando los primeros cien años de su nacimiento. Los otros miembros eran los escritores chilenos Roque Esteban Scarpa y Gastón von dem Bussche, así como la poetisa argentina Tamara Kamenszain. En dicha ocasión, en compañía de ellos, visité el valle de Elqui), cuando después de una justa en torno a Gabriela Mistral, los miembros del jurado tuvimos la oportunidad de visitar el valle de Elqui, legendario por haber nacido allí la poetisa cien años antes. (Falleció en las antípodas, en Nueva York, el año 1957). Su lugar natal está enclavado en el corazón de los Andes, aunque sospecho que el escenario no es tan recóndito ni tan elevado como el igualmente célebre Santiago de Chuco de nuestro Vallejo. Primero fuimos a Montegrande, una pequeña aldea donde quiso ser enterrada por haber sido feliz en ese lugar; luego llegamos a Vicuña, que fue su cuna en realidad. Allí, en el remoto valle de Elqui, donde vivirá hasta adolescente, vio la primera luz, aprendió las primeras letras, escribió sus primeros versos y dictó sus primeras clases.
Gabriela era pues una maestra rural, y lo era por sus cuatro lados, pues también lo fue su padre y varios familiares más. Pero ello quedará eclipsado gracias a su vocación por la poesía, que le cambiará la vida enteramente. Es así que la sedentaria y tímida moradora andina pasará a ser una nómada cosmopolita, por añadidura elocuente según veremos más adelante. Porque al ganar unos Juegos Florales, alcanza nombradía en el ambiente literario chileno, la llaman entonces de México para apoyar allí la reforma educativa, y finalmente en 1945 obtiene el Premio Nobel, convirtiéndose en el primer escritor latinoamericano que recibía esta distinción universal. Forma parte del servicio diplomático chileno, y precisamente en Rapallo, donde ella ejerció las funciones de cónsul, una vez en que hice allí una corta visita pasé casualmente delante de la casa en que vivió, y en cuyo frontis hay una placa muy visible indicando a todas luces tal hecho. (Poco tiempo antes mi hija Mariella había pasado delante de la casa de Gabriela en Rapallo, y prácticamente este hecho fue como un poderoso imán que atrajo mis pasos. El azar nos condujo a ambos: ella no sabía nada sobre el particular y yo llegué allí sin conocer la dirección, y creo que hasta de modo inconsciente). En suma, antes, el valle de Elqui; después, Rapallo. En verdad, finalmente lo aquilato, tal como debe hacerlo todo lector mistraliano que se aprecie.
La entrevistaron muchas veces (la periodista y profesora Cecilia García Huidobro Mc A. es autora de la obra Moneda dura. Gabriela Mistral por ella misma (García Huidobro [2005]), que constituye una suerte de «diccionario mistraliano», según lo define, realizado a base de una selección de 31 entrevistas de 53 recopiladas. Este útil libro es como una autobiografía, tal como lo evidencia el propio título, y nada dejaba en el tintero, sobre todo literalmente hablaba con el corazón en la mano. Así solía referirse a sus ancestros quechuas, a sus preocupaciones sociales, a su repulsa del materialismo o paganismo contemporáneo, y más aún a cierta experiencia sobrenatural que la pinta de cuerpo entero. Entonces el enunciado de las ideas, el mero relato de la anécdota personal se convierte en la más entrañable de las confesiones, con respecto a algo literalmente excepcional. He aquí lo que la entrevistada cuenta: «Un día vi frente a mí a uno de mis muertos. Estaba ahí y yo no estaba dormida. Me apreté los puños, me restregué los ojos, me erguí de la cama; y ahí estaba eso. La tensión era imposible. No puedo resistir, dije. Y aquello estaba ahí. Mis muertos vinieron porque me vieron flaca de creencias». La interviú prosaica deja paso a la muerte, ni más ni menos, y a la par revela lo intenso de la religiosidad de Gabriela, y también permite al creyente acarrear a su propio reino interior la extraordinaria vivencia.
Queremos ahora completar nuestro itinerario mistraliano iniciado en dos parajes distantes y distintos, como alguien a la intemperie tal vez bajo el impulso del azar. Este par de visitas se empalmará con el acto de leer cuando repasamos un puñado de determinados poemas de tema escatológico, sin duda bajo la impresión de saber aquello experimentado por Gabriela al vislumbrar a uno de sus muertos amados, estando aún en el reino de los seres vivos. No es una composición aislada, aunque sí un buen número las que están ambientadas en el más allá, presentando unos difuntos entrañables y en circunstancias diversas. Constituye uno de sus temas preferidos y, por añadidura, presente desde cuando era joven. Por tal motivo hasta resulta fácil optar por los poemas, y elegir el de Eva enamorada, el del amor filial y el de la amistad.
Romelio Ureta se llamaba el enamorado de la joven Gabriela, quien se suicida no por ella, sino angustiado por unas deudas contraídas. Él le inspira los tres «Sonetos de la muerte» (Mistral [1922]), escritos en alejandrinos, con los que gana su primer lauro. Es la escritora posmodernista que el dolor la convierte —ojalá que no me equivoque— en una expresionista a ojos vistas, y, más aún, en una tremendista a carta cabal. Los victoriosos sonetos sobrepasan la convencional elegía, pues el hablante poético desde el verso inicial se sitúa en la ultratumba y allí entonces dialoga con el ser querido. En el primer soneto, es el descenso de Eva en lo insondable, para que ninguna mujer le dispute los huesos de su Adán; en el siguiente, se deja enterrar al lado de él, para así hablarle eternamente; y, en el texto final, le impetra al Señor para que lo salve de las manos del sino fatal, y se lo devuelva a ella. Creo que una secuela temática de los tres sonetos es la breve composición titulada «Los huesos de los muertos» (Mistral [1922]), donde el hablante poético proclama que la mortal osamenta resulta más poderosa que la carne de los vivos.
Enseguida, en «Lápida filial» (Mistral [1938]), Gabriela se ubica al pie del nicho de su madre, y no le habla directamente a ella, sino que lo hace de modo muy extraño como es a las diversas partes corporales de su progenitora difunta, con las cuales ha tenido una relación estrechísima. Así, de tal modo, sucesivamente le dirige la palabra a los pechos que la amamantaron, a los ojos que la miraban, al regazo que la calentó y a la mano que la tocaba. El objetivo es para rogar a Cristo que cada parte resucite y alcance la plenitud de las grandes madres universales.
El amigo no queda olvidado en esta perspectiva escatológica, y es el admirado colega con quien está vinculada únicamente a nivel epistolar. Tal es el caso de Amado Nervo, cuya muerte le inspira otro profundo tránsito por la ultratumba, aunque los dos nunca se hayan visto acá. Bastaba el ser colegas literarios y, sobre todo, sentirse unidos por un análogo espíritu religioso. Mistral le habla a Nervo como si fueran hermanos de padre y madre, si bien en realidad huérfanos, que han ido solos por el mundo terrenal, como lo confiesa (el poema se llama «In memoriam», Mistral [1922]).
Porque no suelen ser frecuentes estos recorridos —a través de los parajes y los poemas emblemáticos de un autor—, por ello nos complace sobremanera el haber estado en el valle del Elqui y en Rapallo, y repasar las composiciones más raras de nuestra poetisa, lo cual, sin duda alguna, al más pintado lo deja de una pieza. Por un lado, llegar hasta allí merced a la casualidad, y, por otro, el leer ciertos textos de temas de veras inusuales, que todo resulta una experiencia literaria singular. Así, la conjunción del suelo y del cielo, que lo primero lo vivió Gabriela y lo segundo su estro lo imaginó con la fuerza del amor, el dolor y la fe más absoluta, alimentada desde niña cuando solía leer la Biblia, y como lo prueba más tarde el ser miembro de la Orden Tercera de San Francisco. Por cierto, hay otros lugares en su vida y muchos otros versos de temas diferentes en su obra, pero nos quedamos con lo que hemos visto y leído, puesto que es un privilegio el haber llegado a los Andes y al Mediterráneo; y también coronar el más allá, aunque sea mentalmente, bajo la guía de ella.
ADOLFO CASTAÑÓN
SEMEJANZAS DE GABRIELA
EN VOCES DE MISTRAL
Cuando el 10 de diciembre de 1945 Gabriela Mistral recibió, en Estocolmo en el Palacio de los Conciertos, el Premio Nobel de Literatura de las manos descarnadas del rey Gustavo V de Suecia, en los ojos de la poeta chilena brillaba la emoción contenida y pasaban por su mente a galope tendido y en desorden voces e imágenes de su vida. Como se lo había dicho al escritor argentino Manuel Mujica Lainez, quien la acompañó a esa ceremonia y dejó un testimonio escrito del episodio, sabía que «lo que Suecia deseaba es que la alta recompensa recayera en América del Sur. Otros hubo que pudieran recibirla con tantos o más méritos que yo: Alfonso Reyes, Larreta, Rómulo Gallegos, Juana de Ibarbourou...» (Mujica Lainez [1986]: 120-125). Esa presea le venía literalmente del cielo: a los 56 años, después de una vida plena pero solitaria y errante, afanosa y en lucha tenaz por mantener su errancia y altiva independencia. Ese 10 de diciembre traía los rasgos de la cara algo hundidos, y la mirada verde de sus ojos clarísimos se había hecho un poco más vaga, como si se asomara lejos y adentro de sí misma. Era Gabriela Mistral el primer escritor sudamericano que recibía el Nobel de Literatura, la cuarta mujer después de Selma Lagerlöf, Grazia Deledda y Pearl S. Buck. Al igual que Selma, Gabriela había empezado su carrera como maestra de escuela primaria y, al igual que ella, había conocido y enseñado en su país desde la infancia. Por eso no rechazó la invitación para ir a Gotenburgo a saludar la casa natal de la narradora sueca. Gabriela Mistral había recibido el premio con cierto temor por las consecuencias que este pudiera acarrear en su vida. Pero también había bajado la escalera con lentitud y dignidad, consciente de su metro ochenta, atenta a esa talla casi descomunal que en su adolescencia le había ayudado a imponerse cuando le tocó dar sus primeras clases. No había sido fácil. Ni siquiera le fue fácil nacer: su padre, Jerónimo Godoy, tuvo que llevar a su madre sentada a la inglesa en una mula hasta Vicuña, la ciudad más próxima, para que ahí la alumbrara.
Nació Lucila Godoy Alcayaga, la que luego se haría llamar Gabriela Mistral, el 7 de abril de 1889, el mismo año en que vendrían al mundo Henry Miller, Charlie Chaplin, Anna Akhmatova y Alfonso Reyes, el mismo año en que empezó a levantarse la Torre Eiffel y el mismo en que nació en Austria el siniestro precursor del genocidio generalizado cuyas iniciales son A. H.
Lucila llegó al mundo atravesada en el vientre de su madre, tan mal acomodada que la partera tuvo no pocos trabajos para extraerla viva de aquella nativa cavidad. Su padre, temeroso de que muriera apenas nacida, la bautizó de inmediato. Estaban esperando mellizos pero les nació aquella robusta criatura a la que él le compuso de inmediato una canción en que se lamentaba de su suerte y pedía para ella un destino venturoso. «Fue casi lo único que le dio», dice Alone. Era la hija de una ex viuda de 44 años, llamada Petronila Alcayaga y de Jerónimo Godoy Villanueva, un maestro de escuela lleno de proyectos, alegre, «aficionado a los famosos vinos regionales tanto como a las fiestas con amigos» —según lo evoca el mismo crítico en sus «Recuerdos de infancia y juventud de Gabriela Mistral» (Alone [1957]: 79)—, hombre sabedor de músicas, canciones y latines, hombre inquieto como tantos otros de la región y de la época y que terminaría dejando la casa cuando la niña ni siquiera tendría cuatro años. Lucila pasó toda su infancia en la pequeña y casi de juguete ciudad de Montegrande, en el semibíblico y semitropical valle de Elqui. En su reino solitario la niña fue feliz persiguiendo aves, acechando reptiles, coleccionando semillas y guijarros, mirando piedras de colores a través del sol.
I
La tristeza vendría después, cuando su madre decide enviarla a proseguir sus estudios a Vicuña, atendiendo como lazarillo a una señora ciega, doña Adelaida Olivares, a quien la tímida Lucila debía guiar y ayudar en sus tareas de directora de una pequeña escuela. A la pequeña le tocaba distribuir entre las alumnas «esos cuadernillos con membretes de las escuelas fiscales», pero las muchachas impacientes tomaban mayor cantidad de la debida. Un día la joven repartidora se encontró con que tenía un faltante; se le pidieron explicaciones pero con su enfermiza timidez no supo darlas y «entonces la directora reunió a todo el colegio y solemnemente, delante de todos, la llamó ladrona y la expulsó». Lucila se desmayó de la impresión. Cuando acertó a salir de ahí, ya estaba oscuro, y un grupo de niñas armadas con piedras la aguardaba para perseguirla y lapidarla. No olvidaría nunca esa noche en que llegó a su casa aterrada sangrando. De esos años puede ser la fotografía en que aparece de pie una niña espigada y ojerosa, tímida y con los ojos medio velados por la tristeza. Entonces a su madre se le ocurre mandarla con su medio hermana —quince años mayor que ella—, Emelina Molina Alcayaga. Esta joven sería la encargada de enseñarle las primeras letras. Su medio hermana fue su primera maestra, su hermana mayor y por así decir la madre de sus ideas y la nodriza de sus letras. Con ella aprendió a leer y a escribir, a cantar y a contar, aprendió a bailar y a hacer bailar, a jugar diversos juegos de mesa o al aire libre, a improvisar y repetir canciones de cuna, a llevar una casa. Emelina no solo le enseñaría; le enseñó a enseñar, ya que, gracias a ella, empezó a dar clases a los catorce años a niños de su edad y aun a muchachos mayores que no solo la respetaban por su tamaño de titán araucano —en carta a Alfonso Reyes habla de su cuerpo de «caupolicana» parecido al de Manuela Mota de Reyes, dice: «el cuerpo de Manuela Reyes es el alma mía» (Vargas Saavedra [1991]: 55)— sino por su dulzura y su fuerza de carácter. Más tarde, el poeta nicaragüense Pablo Antonio Cuadra se referiría así a la semejanza aborigen de Gabriela:
Hay que saltar desde Teresa de Jesús a nuestra época para encontrar otra poesía tan entrañablemente femenina —no suave, ni gravitada por el sexo— sino infinitamente más honda, serena o desesperada pero siempre dueña (o doña) de su lengua; una lengua tan nueva como añosa, y una dulzura terrible, esa dulzura materna de milenios que hermana el vientre y el mar. A Gabriela le decían: «La india». Y es la expresión más americana de la mujer: la mujer aborigen.
La abuela paterna, la «abuela loca», una severa puritana de origen argentino y de raíz hebrea será otra presencia decisiva en su formación. La «locura» de esa anciana consistía en que ella era la única señora que en el pueblo de La Serena tenía una Biblia, y se dedicaba a leerla a todas horas, en silencio y en voz alta, a solas o acompañada. La abuela sentaba a la niña en una silla, le deshacía los rizos y los moños del vestido y se ponía a leerle los Salmos. De ahí que Lucila pudiese decir más tarde que su primer amor, su primer amante invisible fue el rey David. Empieza entonces a escribir primero para sí misma y muy pronto en los periódicos. Los primeros textos que de ella se guardan se remontan a 1902, cuando despunta doce o trece años. Se trata de un par de poemas: «A Lola» y «Los suspiros», versos de lectura algo floja pero no exentos de vehemencia y ánimo sublime. Pronto en 1905, cuando cuenta entre quince y dieciséis años empezará a colaborar en las revistas y diarios de la región. Nunca dejaría de frecuentar las páginas de los diarios, y el periodismo sería una cantera que le permitiría conocerse y darse a conocer, compartir ideas y lecturas, escribir y ser leída. En diciembre de 1914, a los veinticuatro años, la Sociedad Chilena de Escritores le concede a la flamante Gabriela Mistral (era la primera vez que usaba el seudónimo) el premio de los Juegos Florales por su obra Los sonetos de la muerte (la edición más completa de este enigmático libro es la de Satoko Tamura (Tamura [1998]). Se las arregla —y eso es ya característico— para no asistir oficialmente a la premiación pero presencia el acto escondida entre el público. A partir de entonces, el seudónimo recién acuñado recorrerá el mundo como santo y seña de un lirismo expresivo y adusto y de un pensamiento leal a su raíz de barro. Esa voz inventada evoca tanto el nombre del poeta italiano Gabrielle d’Annunzio como el de un viento mediterráneo, y el apellido del poeta provenzal moderno y Premio Nobel, Frédéric Mistral. Aquellos primitivos «sonetos de la muerte» se remontan a 1912, pero la autora los tocará y retocará durante años antes de incluirlos en Desolación (1923).
SONETO DE LA MUERTE
Mis manos campesinas arañaron la peña
para clavar una cruz donde mi sueño cabe,
hecho amor a un suicida por cuya mano suave
sentí rodar la sangre rota que se despeña.
Sangre de mis delirios y de mi voz que sueña
gritando por las noches como el vuelo de un ave
doliente a jaramago o a la remota nave
en donde van los seres que la muerte desdeña.
Mis manos de labriega domeñaron el frío
por Monte Grande arriba, bebiendo vino fuerte,
por Peralillo alegre, cogiendo luna amarga.
Pero mi voz de mujer lloró en el desafío
bestial e impenitente que le lanzó la muerte
sobre la carne herida como una eterna carga.
(El Mercurio, Antofagasta, 4.2.1912)
Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!
(Desolación, 1923, 2.ª ed.)
LA CONDENA
¡Oh fuente de turquesa pálida!
¡Oh rosal de violenta flor!
¡cómo tronchar tu llama cálida
y hundir el labio en tu frescor!
Profunda fuente del amar,
rosal ardiente de los besos,
el muerto manda caminar
hacia su tálamo de huesos.
Llama la voz clara e implacable
en la honda noche y en el día
desde su caja miserable.
¡Oh, fuente, el fresco labio cierra,
que si bebiera, se alzaría
aquel que está caído en tierra!
(Desolación, 1923, 2.ª ed.)
Desde su nacimiento hasta su viaje a México en 1922 esos primeros años en Chile, la infancia en Montegrande, en Elqui, en La Serena, la adolescencia angustiada en Vicuña, la juventud curiosa en Concepción y en Punta Arenas y en otros sitios de su país fueron —y ella lo sabe— el espacio donde todo sucedió y sucedería: «Eso de haberse rozado en la infancia con las rocas —le dijo alguna vez a Octavio Paz— es algo muy trascendental». El amor y el desamor, el amor-pasión, el descubrimiento de los buenos y no tan buenos sentimientos, la revelación de la amistad y de la responsabilidad hacia la tierra, la voz de la generosidad, las voces ambiguas de la letra, la vanidad de los escritores, los nombres de las plantas y los de las espinas, los de las estrellas y los de las piedras, el timbre de las emociones, la música de las entrañas, el tartamudeo y el mutismo de las pasiones, el silencio. Esos primeros años de infancia despreocupada y ávida, de adolescencia atormentada y de juventud curiosa fueron el baño lustral en que se templaría su áspera voz dulce. Nunca dejaría de beber en la copa de barro de esos años de formación. La experiencia mexicana será decisiva para la poeta: México le recuerda Chile y algo más; a su vez los mexicanos también la recordarán. Dice Gabriela:
Hermanito, le escribo cerca del Pacífico, en una sierra del estado de Michoacán. Ando inspeccionando a los misioneros maestros de indígenas. Esto es pleno trópico, tierra de piñas, caña de azúcar, café, etc. Descanso en las huertas y el calor me adormece... (5 de abril de 1923).
Presidí el Congreso de Maestros misioneros (maestros de indios) i me cojió el corazón la obra, todo el corazón. Me resucitó el espíritu apostólico; me mudó el alma vulgar en que me iba encenagando. Caso me ofreció en una fiesta que enseñara en la Universidad. Ni allí ni en enseñanza secundaria; con ninguna dirección de pedagogos. No creo en la gran farsa pedagójica de todas partes, el mercantilismo disfrazado de ciencia i de retórica embustera (31 de diciembre de 1923).
Palma Guillén en el prólogo a Lecturas para mujeres (México, Porrúa, 1967), escribe:
La gente en los pueblos o en las ciudades acudía a oírla y la oía con verdadera religiosidad. Ella era muy intuitiva y se daba cuenta inmediatamente de su auditorio, así es que sabía encontrar siempre el tono justo para que cualquier tema se volviera interesante y asequible. Visitaba mercados y talleres; hablaba con los maestros, con los obreros y sobre todo con las mujeres. Todo el mundo la quería. Cuando murió, de muchos de esos pueblos, recibí yo cartas de pésame de personas que, 35 años antes, la habían conocido y que me escribieron a mí porque no sabían si ella tenía aún familia.
De aquellos paisajes chilenos y mexicanos, le vienen las flechas que todavía muchos años después le atraviesan el cuerpo y le prestan a su continente ese aire a la vez digno y triste, tímido y altivo con que asoma su rostro en las fotografías tomadas aquel 10 de diciembre de 1945, cuando la sorprendieron dándole el Premio Nobel de Literatura, —«eso de Estocolmo», diría años después a la presea— asombrando de paso a los poetas y escritores de Chile que solo le concederían el Premio Nacional de Literatura varios años después, en 1951.
Por su brevedad e interés documental, transcribo a continuación el discurso de Gabriel Mistral al Premio Nobel de Literatura.
VOZ DE LOS POETAS DE MI RAZA
Gabriela Mistral
Hoy Suecia se vuelve hacia la lejana América íbera para honrarla en uno de los muchos trabajos de su cultura. El espíritu universalista de Alfredo Nobel estaría contento de incluir en el radio de su obra protectora de la vida cultural al hemisferio sur del continente americano tan poco y tan mal conocido.
Hija de la democracia chilena, me conmueve tener delante de mí a uno de los representantes de la tradición democrática de Suecia, cuya originalidad consiste en rejuvenecerse constantemente por las creaciones sociales más valerosas. La operación admirable de expurgar una tradición de materiales muertos, conservándole íntegro el núcleo de las viejas virtudes, la aceptación del presente y la anticipación del futuro que se llama Suecia, son una honra europea y significan para el continente americano un ejemplo magistral.
Hija de un pueblo nuevo, saludo a Suecia en sus pioneros espirituales por quienes fue ayudada más de una vez. Hago memoria de sus hombres de ciencia, enriquecedores del cuerpo y del alma nacionales. Recuerdo la legión de profesores y maestros que muestran al extranjero sus escuelas sencillamente ejemplares y miro con leal amor hacia los otros miembros del pueblo sueco: campesinos, artesanos y obreros.
Por una venturanza que me sobrepasa, soy en este momento la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lenguas española y portuguesa. Ambas se alegran de haber sido invitadas al convivio de la vida nórdica, toda ella asistida por su folclore y su poesía milenarias.
Dios guarde intacta a la nación ejemplar su herencia y sus creaciones, su hazaña de conservar los imponderables del pasado y de cruzar el presente con la confianza de las razas marítimas, vencedoras de todo.
Mi Patria, representada aquí por nuestro culto ministro Fajardo, respeta y ama a Suecia y yo he sido invitada aquí con el fin de agradecer la gracia especial que le ha sido dispensada. Chile guardará la generosidad vuestra entre sus memorias más puras.
Este breve discurso, pronunciado en 1945, podría completarse con otras palabras: «Me gustaría que nuestra juventud pensara y repitiera —dijo Gabriela Mistral— la inscripción grabada en el dintel de la puerta de la Universidad sueca de Upsala: Los pensamientos libres son buenos, pero los justos son mejores».
II
Desolación (1922, 1923, 1926) fue su primer libro y el que marcó el rumbo de su vocación. Siguieron Ternura (1924, 1945), Tala (1938), Lagar (1954) y su canto póstumo Poema de Chile (edición de Jaime Quezada de Mistral [1996a]). Cuando le dieron el Premio Nobel, en rigor solo había publicado dos libros —pues el segundo es un desprendimiento del primero—, como ha señalado el estudioso chileno Jaime Quezada (Mistral [1993]). Alfonso Reyes consigna en su inédito Diario (25 de enero de 1952) que «Gabriela Mistral ha dicho que ella practicó el budismo 20 años». Ciertamente, hay en la figura de Gabriela Mistral un aura mística, y ella aparece como una figura ambigua, secreta, pagana, inclemente, tierna y abrupta, perseguida en vida y aún póstumamente por su presunto lesbianismo (Fiol-Matta [2003]). Pero también se le representa como una madre de la patria, cuya silueta ostentan los billetes de 5.000 pesos expedidos por el Banco Central de Chile. Gabriela Mistral se dio a conocer con la publicación de un libro incandescente: Desolación —publicado por primera vez en Nueva York, gracias a la iniciativa de un grupo de amigos y admiradores encabezados por el español Federico de Onís—. En sus páginas el modernismo se liquida en arrebatado tartamudeo que ya anuncia la vanguardia. Historia secreta de una viudez acaso imaginaria pero vivida con intensidad inigualable. Desolación es un libro más que escrito, inscrito, esculpido en carne y hueso por la voz de una mujer fuerte, una varona hembruna que, como ave de presa, parecía alimentarse de carne cruda —la observación es de Rosario Castellanos (Rosario Castellanos, Sobre Gabriela Mistral, ensayo inédito, escrito hacia 1945, diario Milenio, 25 de mayo de 2005, p. 44)— sin por ello renunciar a la delicadeza, al tacto, con que su oído interior escucha las batallas de su propio cuerpo. Gabriela Mistral, dice Alfonso Reyes en su Diario en 1927: «Parece una gran montaña por cuyas faldas ruedan ventisqueros y aludes, y sigue quieta, entre los truenos debajo».
Hay en las planas de ese primer libro decisivo una espontánea fusión sensitiva, inteligente pero subrepticia de modos de hablar regionales y provincianos, ecos de la poesía simbolista de Francia y de Bélgica, huellas de los libros bíblicos del Antiguo Testamento, ecos evangélicos y relentes de Rabindranath Tagore. Y todo eso para dar aliento y alimento coloquial y casual a la clave amorosa de la ausencia y del suicidio del amado. El tema mitológico de La amante invisible (Elémire Zolla, La amante invisible. La erótica chamánica en las religiones, en la literatura y en la legitimación política, traducción de Bárbara Piano, Caracas, Venezuela, Mandirla, 1988) cuya ubicuidad han señalado la etnología y la antropología contemporáneas cobra en las hondonadas en verso de Gabriela Mistral una realidad inquietante y perturbadora cuando se piensa en la instintiva disponibilidad con que esta especie de monja o de novicia laica de la poesía se abre a la experiencia incisiva y contundente de lo sagrado que la devora. Pero al mismo tiempo y en paralelo, Gabriela Mistral es una recadera, una autora de artículos y cartas, de mensajes e impresiones que va publicando en los periódicos como quien va afilando en público su espada antes de entregarse a los combates más secretos y entrañados del poema. Esta segunda Gabriela Mistral sabe que la tierra tiene actitud de mujer y que, junto a la severa llamada del decir poético, estremece el aire otra convocatoria: la de la guía espiritual, la de la maestra, la de la mujer que sabe —como lo dijo en su brevísimo discurso al recibir el Premio Nobel— que toda su dignidad le viene de la raza y de la palabra. Si la persona llamada Lucila Godoy tenía —como ella misma lo decía— dos ángeles de la guarda, uno era el del poema y otro el de la prosa y la lección, del discurso y de la doctrina crítica y humanitaria; y si Chile —según Eugenio d’Ors— vive bajo el patronazgo de un ángel de la guarda, a su vez Gabriela Mistral flota sobre la cultura de su país como una presencia «gnómica» que funde en sí los rasgos del poeta y del maestro, los del trovador y los del legislador. Pero de tal fusión —advierte D’Ors— puede resultar una suerte de riesgo y de confusión profética. Esa ebriedad profética que se le puede encontrar a la prosista y doctrinaria Gabriela Mistral está por fortuna templada por la aridez de la desolación inaugural que da a su fibra una condición mineral (D’Ors [1947]: 975-976). De este doble registro Gabriela Mistral era consciente desde muy joven, por lo menos desde que tenía 23 años, cuando en 1912 y firmando como Lucila Godoy, le escribe a Rubén Darío una carta, entre conmovedora e imperativa, que el poeta debe haber leído con una sonrisa agradecida. Darío tenía programado viajar a Chile ese año pero no llegó a hacerlo, y Gabriela se dirige a él así:
YO, DEVOTA DE HOY...
República de Chile
Dirección:
Lucila Godoy,
Los Andes, Liceo de Niñas, Chile
Nuestro grande y nobilísimo poeta:
Soi una que le aguardaba al pie de los Andes para presentarle su devoción i la de sus niñas —discípulas— que charlan de Ud. familiarmente después de decir su «Cuento a Margarita» i su «Niña-rosa». Pero Ud. no vino i yo le mando en estas hojas extensas todo aquella cosa pura i fragante que es el querer de cien niñas a un poeta que les hace cuentos como nadie jamás lo hizo bajo el cielo!
Poeta: yo, que soi mujer i flaca por lo tanto, i que por ser maestra tengo algo de las abuelas —la chochez— he dado en la debilidad de querer hacer cuentos i estrofas para mis pequeñas. Y las hecho (sic); con rubores lo confieso a Ud. Yo sé que Ud. es tan grande como bueno.
Pretendo —¡pretender es!— que Ud. me lea lo que le remito, a saber, un cuento, original, mui mio, i unos versos, propios en absoluto.
Pretendo —¡pretender es!— que si Ud. sonríe con dulzura fraternal leyéndolos i halla por ahí núcleos de semillas que dicen algo, una promesilla para el futuro, en «Elegancias» o en «Mundial», Ud. me las publique.
Yo, Rubén, soi una desconocida; yo no publico sino desde hace dos meses en nuestros «Sucesos»; yo, maestra, nunca pensé antes en hacer estas cosas que Ud., el mago de la Niña-Rosa, me ha tentado i empujado a que haga. ¡Es Ud. culpable de tantas cosas en el campo juvenil! ¡Si supiera, si supiera!
Rubén; si Ud. no encuentra en mi cuento i en mis estrofitas sino cosa hueca, hilachas volantes de cosa inútil i vulgar, escríbame solo esto en una hoja de papel: malo, malo. Y fírmela. ¡Yo, devota de hoy seguiré siéndolo tanto o más!
Una explicación: Uds. —Ud. y el Sr. Guido— dejaron en Chile como encargado de visar las colaboraciones al Sr. Malvenda. Perfectamente, pero yo no he podido vencer mi ingenuo (sic), i tanto santo deseo: escribir a Rubén i, directamente, recibir su rechazo.
Con emoción me despido de Ud. i le deseo primavera eterna en su campo de triunfos, en su corazón nobilísimo y en su vida, gloria de nuestra América latina.
Humildemente,
Lucila Godoy
Prof. de castellano del Liceo
de Niñas. Los Andes, 1912.
Bórquez-Solar —¿Ud. lo conoce?— me ha ofrecido prólogo para mis «cuentecillos» («Carta de Gabriela Mistral a Rubén Darío» reproducida por Faustino Sáenz en «Dossier de Gabriela Mistral» —Sáenz [2005]—. Previamente esta carta se había reproducido facsimilarmente y comentado por Luis Sáenz de Medrano —Sáenz de Medrano [1995]—).
Sobra decir que aquellos textos efectivamente serían publicados en la revista de Darío. Ambos ángeles, el de la poesía y el de la política —hay que tenerlo claro— se cuidaban entre sí y la protegían a ella. La protegían desde que llegó a México, en 1923 invitada por José Vasconcelos («... Gabriela es mucho más inteligente de lo que cree el mismo José Vasconcelos», dice Alfonso Reyes en su Diario, en 1927) y aún antes, en 1920, cuando la descubrió Enrique González Martínez, quien por entonces representaba a México en Chile. A su vez, la joven poeta se expresará con entusiasmo sobre el escritor jalisciense en carta a Genaro Estrada y fuera de todo protocolo:
Estamos muy contentos con el poeta que nos ha mandado su gobierno y que matará la leyenda única que circula en América Austral sobre México: Pancho Villa y la revolución permanente.
«La influencia de Gabriela —dijo el crítico franco-argentino Max Daireaux en su Panorama de la littérature hispano-américaine (Daireaux [1930])— es profunda; no es hablando con propiedad una influencia literaria, no se ejerce sobre los escritores sino sobre los hombres, es una influencia moral que actúa misteriosamente sobre las inteligencias y corazones y parece, a primera vista, inexplicable. La juventud inquieta o sencillamente pensante va hacia ella como hacia la Meca espiritual de América Latina [...] ella es socialista y es cristiana [...]. Su socialismo es más una manera de sentir que una manera de pensar [...]. Es cristiana, pero no según la Iglesia sino según Cristo; su misticismo es, por así decirlo, una poesía del dolor [...]. Esta mujer es un Sócrates cristiano que todavía no ha encontrado su Platón [...] y ella representa la mayor fuerza espiritual de América Latina» (pp. 169-174).
Lucila Godoy sabe que Gabriela Mistral es el nombre de dos personas por lo menos: la poeta y la maestra, la trovadora y la guía intelectual de una raza, entendida esta voz emblemática, en un sentido simbólico. La unión, la amistad de las dos Gabrielas dejarían en México una honda huella, pero a su vez México dejaría impresa su marca en ambas. ¿Cuántos amigos y admiradores y lectores y seguidores no tiene Gabriela Mistral en México? Los ya mencionados José Vasconcelos y González Martínez pero sobre todo Alfonso Reyes, con quien la unirá una profunda amistad que se transparenta en la hermosa y jugosa correspondencia que intercambia (Vargas Saavedra [1991]) a lo largo de muchos años tanto como en los apuntes que él escribe sobre ella tanto en sus obras como en su Diario inédito. Hay que decir en favor de Gabriela que su mejor espada fue su veracidad. Gabriela Mistral es una de las pocas personas cercanas a José Vasconcelos que con amistad varonil le dice la verdad sobre su bipolaridad política y literaria (Vargas Saavedra [1991]: 51-52):
Pensado y vuelto a pensar, Vasconcelos:
Yo no puedo callar más ni puedo tampoco morigerar en una pavesa menos, este descargo de sinceridad. Ud. me conoce y Ud. sabe que por ímpetu de decoro doy en palabras como quien da en saetazos, la verdad que otros pretenden poner pintarrajeada en un ataúd.
Yo no podría ser fiel a México, fiel a Ud. y tampoco fiel a mí misma, si sumiese este borbollón de franqueza. De absoluta franqueza.
Y voy al grano; que ya he puesto demasiada fronda.
Convénzase, amigo mío, que no es usted pasta de general o almirante, ni siquiera de cabo ni grumete. Lo suyo es gobernar ideas. Dios le ha dado sesos para que conduzca con lucidez al mocerío, a los vejestorios, a toda criatura que sepa leer y oír.
Ya se lo he dicho y lo he escrito: Ud., como maestro queda a la par con Sarmiento; Ud. cuajó, en sus años de ministerio, siglos de cultura. Siglos, amigo. Porque Europa se ha tomado Medioevos y Renacimientos para darle tuétano a su cultura.
Lo que Ud. propulsó para beneficio de la indiada, no lo lograron ni las huestes ni las misiones del imperio español; no pudieron tamañamente ni la espada ni el catecismo. En Ud. se restituye la pérdida de Las Casas y en Ud. no debiera cesar esa caridad de la cultura.
Desengáñese en cuanto a su capacidad de discernimiento. Es muy otra la faena de escoger entre informes que se codean sobre el escritorio y escoger entre ambiciosos que compiten por adularlo. Y Ud., como hombre, es indefenso al adulo. Se le rinde como la cobra al hábil flautista que... acaba por meterla en su canasta.
Acuérdese de las experiencias con T. G. y con P. S. (prefiero ni ensuciar la tinta con sus nombres completos).
Tengo la honra de no haberlo adulado jamás. Debiéndole, como le debo, los años de sosiego en México, mi gratitud no me venda los ojos para contemplarle en toda su reciedumbre de intelectual y en toda su fragilidad de seudo líder. En lo primero es un bronce insigne, en lo segundo, un embeleco. Y Ud. se menoscaba al consentirse el embeleco.
Mas debo decirle.
Dése cuenta de que un pretendiente a héroe, un candidato a prócer, no puede ostentar el más leve desliz en su vida personal, si es que quiere merecer nuestro respeto. Ud. ha hecho de su vida íntima un espectáculo banal.
Ud. viajó pavoneándose como un... lord Byron mexicano, pero sin tener la genuina vocación para los derroches sentimentales. No en vano se hace noble...
He escuchado, tanto del lado de los suyos como del opuesto, una crítica unánime, toda adversa, caldeada de irritación; y la he escuchado con los labios pegados por la falta de razones con las cuales silenciar ese torrente nítrico. ¿Cómo se las arregla Ud. para engruesar el tímpano y deambular sobre los bulevares como si paseara por la gruta de Cacahuamilpa?
Retírese a sus libros, como Quevedo, y no como él: que fuera obligado, a lanza. Refúgiese en la paz fértil, gobierne sus letras, conduzca su pluma y así alcanzará a poner a salvo lo que aún queda de su prestigio. Se lo agradecerán su madre y sus amigos todos.
Gabriela Mistral
Además, alrededor de Gabriela están Carlos Pellicer (quien coleccionaba sus recados y cartas), el abate González de Mendoza, los hermanos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte, Andrés Henestrosa, Emma Godoy, el doctor Ignacio Chávez, Daniel y Emma Cosío Villegas, y su amiga de toda la vida Palma Guillén, para no hablar de los amigos de la letra y en la letra como era Rosario Castellanos que le escribe un texto admirativo y admirable (aunque poco conocido). La amistad con Palma Guillén es por lo menos significativa de que Gabriela Mistral conocía por adentro el mapa mexicano, hasta el punto de que a finales de 1948 y principios de 1949 le toca recibir una carta de Antonio Castro Leal solicitándole que apoye la candidatura de Enrique González Martínez al Premio Nobel, cuando era sabido de muchos que ella ya se había manifestado a favor de que Alfonso Reyes fuera distinguido con esa presea. De hecho, en la obra en prosa de la poeta constan varios apuntes sobre Alfonso Reyes y en la correspondencia Reyes-Mistral se recoge, entre otros papeles sobre Reyes, un perspicaz ensayo sobre la poliédrica figura del regiomontano que transcribo al final de esta semblanza como anexo. La trascendencia de México en la obra de Gabriela Mistral no se podría medir por el número de poemas que ella le dedica a este país, a sus escritos y asuntos; esa medida en realidad no daría justa cuenta de la íntima y profunda liga recíproca que hace de Gabriela Mistral una voluntaria de México, una hija adoptiva de este país, ciudadana de nuestra república literaria y cultural más allá del espacio y del tiempo. A su vez, las cuerdas de la lírica mexicana no pueden dejar de tomar en cuenta la calidad poética de Gabriela Mistral. No es casual que Alfonso Reyes y Octavio Paz, entre los escritores mexicanos que la admiraron, hayan dejado cada uno un testimonio de su magnetismo. Dice Reyes (Reyes [1989]: 142-143) en su «Himno a Gabriela»:
Montañosa y profunda como los barrancos y las arrugas graníticas de los Andes; severa y solitaria en sus alturas de nieve, mansa y juguetona en los deshielos que bañan con su caricia las risueñas laderas; y por encima de las miserias naturales, depositaria y emisaria de la salud y el alimento —Ceres transmutada al orden del espíritu—, yo le ofrecería el sacrificio de la pancarpia, amasada con todas las pulpas frutales, que el griego silvestre brindaba, en las primeras cosechas y vendimias, a sus divinidades agrarias y benéficas.
Ya he dicho en todos los tonos y en varias ocasiones lo mucho que admiro las letras de Gabriela Mistral: su verso que, sin dejar nunca las excelencias técnicas y aun las agilidades ingeniosas, descubre una nueva dimensión en las honduras de la conciencia; su prosa, brotada de fuentes nativas, que parece continuar a la naturaleza, y que por ese y otros motivos, a un tiempo artística y sencilla, hace pensar en santa Teresa. Hasta el coloquio sale aquí consagrado; y como surge de una íntima necesidad, el modismo americano entra por su propio derecho en el torrente de la len