1
A Terry Tice le gustaba matar a gente. Así de sencillo. Tal vez decir que le gustaba no sea lo más correcto. Hoy día le pagaban por eso, y le pagaban bien. Pero en realidad el motivo nunca era el dinero. Entonces ¿qué? Le había dado muchas vueltas al asunto, en distintos momentos a lo largo de los años. No estaba chiflado, y no era nada sexual, y tampoco es que fuese un enfermo; no era ningún psicópata.
La mejor respuesta que se le ocurría era que lo hacía para poner orden, para dejar las cosas en su sitio. Le contrataban para matar a personas que se habían metido donde no debían y había que quitarlas de en medio para que el negocio pudiera seguir adelante sin problemas. O eso o estaban de más, y esa era una razón igual de buena para librarse de ellas.
Ni que decir tiene, él no tenía nada personal contra ninguno de sus objetivos —que es como prefería pensar en ellos, pues «víctimas» sonaba como si él fuese el culpable—, excepto en la medida en que eran un estorbo. Sí, se sentía verdaderamente complacido al dejar las cosas pulcras y en orden de revista.
En orden de revista, eso era. Al fin y al cabo, había pasado una temporada en la Armada Británica al final de la guerra. Era demasiado joven para alistarse, pero había mentido respecto a su edad y lo habían aceptado, y había «entrado en combate» —como les gustaba decir a los jefazos de voz meliflua— cazando submarinos alemanes en el Atlántico Norte. En todo caso, la vida en el mar era aburrida, el aburrimiento era una de las cosas que Terry no soportaba. Además, se mareaba. Un marinero que se pasaba el día mareado, bonita cosa. Así que, en cuanto tuvo ocasión, pidió el traslado al ejército.
Sirvió unos meses en el norte de África, acodado en los wadis, espantando las moscas y disparando al tuntún contra el famoso Afrika Korps de Rommel cada vez que asomaba la cuadrada cabezota, mientras a lo lejos en el horizonte los tanques zumbaban como escarabajos y se escupían fuego día y noche. Después estuvo un tiempo en Birmania, donde tuvo ocasión de matar a un montón de esos tipos amarillos y lo pasó en grande una temporada.
En África había pescado una desagradable gonorrea —aunque, ¿acaso existía una gonorrea agradable?—, y en Birmania contrajo una malaria más desagradable aún. Si no era una cosa era la otra. En la vida siempre se pierde.
El final de la guerra fue una conmoción para el soldado Tice. En tiempo de paz no sabía qué hacer con su vida, y se dedicó a ir de aquí para allá por Londres, saltando de un trabajo a otro. No tenía familia, que él supiera —había crecido, o se había curtido, más bien, en un orfanato—, y había perdido el contacto con sus antiguos camaradas del desierto o las olas. De todos modos, tampoco eran muchos. Ninguno en realidad, para ser francos.
Por un tiempo probó suerte con las chicas, pero no tuvo éxito. La mayoría con las que se juntaba resultaban ser profesionales, debía de despedir un olor especial o algo así, porque había notado que las fulanas acudían a él como moscas a la miel. Por supuesto, iba en contra de sus principios pagar por eso, y además, en su opinión, eso tampoco era nada del otro mundo.
Hubo una que se le pegó y que no era una furcia. Era una pelirroja despampanante, medio respetable, que tenía un trabajo de oficina en la fábrica de coches Morris cerca de Oxford, aunque era cockney hasta la médula. Él no tenía coche, así que solo la veía si subía hasta allí en tren o algún fin de semana que otro que ella bajaba a Londres para divertirse en la gran ciudad.
Decía que se llamaba Sapphire. Oh-la-la! Una noche en el Dog and Bone le registró el bolso, por pura curiosidad, mientras ella estaba empolvándose la nariz, y encontró una vieja cartilla de racionamiento y descubrió que su verdadero nombre era Doris, Doris Huggett, de un barrio de mala muerte del East End. Esa misma noche reparó, al verlo de cerca, en que su pelo era teñido. Tendría que haberse dado cuenta, era muy llamativo, con ese falso brillo metálico, como el de la curva del guardabarros de un Morris Oxford nuevecito.
Doris-alias-Sapphire no le duró mucho más que las otras. En un bar del Soho en Nochevieja ella bebió un par de Babychams más de la cuenta y le dio la espalda, desternillándose de risa por algo que él había dicho. A él no le pareció que tuviese nada de gracioso. Aun borracha como iba, la llevó al callejón de detrás del club y le dio un par de bofetadas para enseñarle buenos modales. A la mañana siguiente ella le telefoneó gritándole y le amenazó con denunciarle por asalto y agresión, pero todo se quedó en nada.
Eso era algo que no toleraba, que le faltaran al respeto o se burlasen de él. Acababa de juntarse con una pandilla del East End y habían dado algunos golpes provechosos y cosas por el estilo. No obstante, tuvo que dejarlo cuando acuchilló a uno de los tíos más jóvenes de la banda por burlarse de su acento irlandés; un acento irlandés, hay que añadir, que hasta entonces no sabía que tuviera.
Era hábil con el cuchillo y con las armas de fuego —al fin y al cabo había estado en el ejército—, y cuando hacía falta también era bastante ducho con los puños. Uno de los gemelos Kray, Ronnie, lo contrató un tiempo de matón, pero su corta estatura era una desventaja. Por eso le gustaba Birmania, a pesar del calor y de las fiebres y de todo lo demás: los tipos que le habían mandado matar eran de su misma talla o más bajos.
No era fácil ganarse la vida como civil, y estaba empezando a desesperar, no le importaba admitirlo, cuando Percy Antrobus llegó pavoneándose a su vida.
Percy era..., en fin, cuesta decir qué era Percy con exactitud. Corpulento, pálido, con caderas femeninas, bolsas amoratadas debajo de los ojos y un labio inferior grueso que colgaba y se volvía de color púrpura brillante cuando había bebido de más. Su bebida favorita era el brandy con oporto, aunque empezaba el día con lo que él llamaba una coupe, que Terry descubrió que era solo la palabra francesa para una copa de champán. Percy tomaba el champán muy frío. Tenía una varilla de cóctel hecha de oro auténtico. Cuando Terry le preguntó para qué servía, Percy lo miró como hacía cuando fingía sorprenderse, con los ojos grandes y redondos como monedas y la boca cerrada en un círculo fruncido que no parecía tanto una boca como ya-sabes-qué, y dijo:
—Mi querido muchacho, supongo que no se te ocurriría tomar champán antes de mediodía ¡con burbujas!
Ese era Percy.
Y había que reconocerle que fue él quien reparó en el potencial de Terry y lo inició en su verdadera vocación.
Qué raro que, tal como fueron las cosas, su primer objetivo fuese nada menos que la anciana madre de Percy. Tenía un pellizco en el banco, un buen pellizco en realidad, y había amenazado con borrar a Percy de su testamento por algo que había o que no había hecho. Percy, a la desesperada, decidió que la única solución era acabar con ella antes de que tuviese tiempo de llamar a su abogado —«un auténtico mal bicho» que se la tenía jurada a Percy, según él mismo decía— y le pidiese que le llevase el susodicho documento para tachar el nombre de su único hijo, el mencionado Percival.
Terry conoció a Percy una neblinosa noche de noviembre en el pub King’s Head en Putney. Luego se le ocurrió que no había sido un encuentro fortuito después de todo, y que Percy lo había escogido a propósito como un tipo que podía ayudarlo con lo de la herencia. Cuando casi era la hora de cerrar, Percy empezó a contarle su problema con «la Máter» —de verdad que hablaba así— y cómo había pensado solucionarlo. Terry creyó que bromeaba.
Pero no era una broma.
Mientras se decían buenas noches a la salida del pub y su aliento se alzaba en grandes y densas vaharadas en el ya de por sí denso esmog, Percy le metió dos billetes de diez libras a Terry en el bolsillo de la pechera y propuso que se viesen en el mismo sitio a la misma hora la noche siguiente. Terry tenía sus dudas, pero al final fue. Cuando Percy lo vio entrar por la puerta le dedicó una enorme sonrisa y le invitó a una pinta de cerveza y un plato de anguilas en gelatina, y le susurró al oído que le pagaría cien libras esterlinas por meterle una bala en la sesera a la vieja.
¡Cien libras! Terry no había pensado que llegaría a ver tanto dinero junto.
Dos días después le pegó un tiro a la señora Antrobus en Kensington High Street, a plena luz del día, y le quitó el bolso para que pareciera un atraco común o un tirón en un parque a manos de algún chaval asustado. Percy le proporcionó la pistola —«Totalmente imposible de rastrear, muchacho, te lo garantizo»— y se encargó de hacerla desaparecer después. Así fue como Terry descubrió lo bien conectado que estaba el viejo marica gordinflón. Las pistolas imposibles de rastrear no crecían en los árboles.
A la mañana siguiente los periódicos publicaron a toda plana la noticia de la muerte de la vieja, con la recreación del «brutal asesino», obra de un dibujante. Un parecido espantoso.
Unos días después del funeral, su nuevo amigo invitó a Terry a una comilona en el Ritz. A Terry le inquietaba que los vieran juntos en un lugar público como ese, sobre todo después del repentino fallecimiento de «la Máter», pero Percy le guiñó el ojo despacio y le dijo que no pasaba nada, que iba allí a menudo con «chicos jóvenes y guapos como tú».
Al acabar la comida, a Terry le daba vueltas la cabeza por el vino y la peste de los cigarros que fumaba Percy incluso mientras comía. Bajaron sin prisa por Saint James Street y entraron en la zapatería John Lobb. Allí le tomaron medidas a Terry para un par de zapatos de cuero calado, él habría preferido algo más elegante, pero cuando le enviaron los zapatos un par de semanas después y se los probó, se sintió como un lord. Se las arregló para echarle un vistazo a la factura y se alegró de que estuviese a nombre de Percy. Percy también le compró un sombrero gris oscuro en Lock & Co., unas puertas más arriba del local de John Lobb.
—Un joven que se dedica a lo tuyo no puede permitirse el lujo de parecerlo —dijo Percy con su voz engolada de presidente del consejo, y soltó una risita.
Terry tardó un segundo o dos en entender la broma. Muy ingenioso.
—¿Y a qué me dedico con exactitud, señor Antrobus? —preguntó haciéndose el inocente.
Y Percy se limitó a sonreír e intentó pellizcar el joven y pequeño trasero de Terry.
Terry aún llevaba los zapatos Lobb en ocasiones, sobre todo cuando echaba de menos a Percy, aunque eso no ocurría demasiado a menudo. Los zapatos habían envejecido bien y cuanto más se los ponía más cómodos eran. El sombrero gris se había empapado bajo la lluvia —en las carreras de Ascot donde lo había llevado como premio especial un Percy enchisterado—, pero a Terry le daba igual porque nunca le había cogido el gusto. Pensaba que con él puesto parecía un estafador, no el gentleman en que Percy pretendía convertirlo. Pobre Percy.
Al final, también a él había tenido que liquidarlo, con los ojos abiertos por la sorpresa y la boca fruncida como un agujerito encogido y sonrosado. Cayó al suelo con un golpe y un murmullo ahogado, como un saco de patatas.
Donostia
2
La entrada a la bahía era estrecha, de modo que el agua, una vez dentro, se abría en abanico como una enorme concha marina. De hecho, la bahía se llamaba La Concha en español. Debido a ese canal en forma de cuello de botella y a la larga curva de la playa, las olas no llegaban al bies, como en las playas de su país. En vez de eso, había solo una ola inmensamente larga que rompía con un único estruendo amortiguado desde la punta de la Parte Vieja, a la derecha, hasta el cabo, allá lejos a la izquierda, donde un funicular recorría todo el día muy despacio y centímetro a centímetro su laborioso camino ladera arriba y abajo. Cuando Quirke despertaba de noche, con la ventana abierta junto a la cama, era como si hubiese un animal dormido, gigantesco y manso, que resollara dulcemente en la oscuridad.
Todo esto le fascinaba y pasaba mucho rato sentado delante de la ventana contemplando la vista, con la mente en blanco.
—Miras el mar como otros mirarían a una mujer —decía divertida su esposa.
Había sido ella, Evelyn, quien había sugerido San Sebastián y quien, antes de que a él se le ocurriera objetar algo convincente, había escrito solicitando un folleto al Hotel de Londres y de Inglaterra. «La verdad —había refunfuñado él—, ¡vaya nombrecitos que les ponen a estos sitios!». Evelyn hizo caso omiso. Aunque cuando él lo vio tuvo que reconocer que era impresionante, plantado en pleno paseo marítimo delante de la bahía, una mole sólida e imponente.
—Así que el Hotel de Londres y de Inglaterra, ¿no? —dijo, leyendo el nombre en el folleto—. ¿Por qué no podemos alojarnos en un hotel español?
—Es español, y lo sabes muy bien —replicó su mujer—. Es el mejor hotel de la ciudad. Una vez me alojé en él, durante la guerra. Era muy bueno. Estoy segura de que aún lo es.
—Mira qué precios —gruñó él. Se guardó de preguntar qué se le había perdido a ella en San Sebastián durante la guerra. Ese tipo de preguntas estaban verboten—. Y eso que ni siquiera estamos en temporada alta —añadió.
La primavera era la mejor época de todas, decía ella, e iban a ir a España de vacaciones, aunque tuviera que esposarlo y obligarle a subir la escalerilla hasta el avión.
—El norte de España es como el sur de Irlanda —afirmó—. No para de llover, todo alrededor es verde y todo el mundo es católico. Te encantará.
—¿Habrá vino irlandés?
—Ja, ja. Qué gracioso.
Ella se dio la vuelta y él le dio una palmada en el culo, con la fuerza justa para que temblara de aquel modo tan maravilloso.
Era raro, pensó, que siguiera habiendo entre ellos la misma pasión, la misma emoción erótica. Debería haber sido algo vergonzoso pero no lo era. Eran dos personas de mediana edad, se habían casado tarde —ambos en segundas nupcias— y, hasta ahora, seguían sin cansarse el uno del otro. Era absurdo, decía él, y Evelyn coincidía —«¡Oh, ja, ja, es cierrrto!»—, impostando un exagerado acento de Herr Doktor Freud para hacerle reír, al tiempo que guiaba las manos de Quirke hacia su ancho y tembloroso trasero sin encorsetar, y le besaba en los labios de aquel modo leve y particularmente casto que siempre le hacía hervir la sangre.
Para Quirke era un misterio no solo que ella se hubiese casado con él, sino que siguiera con él y no diera indicios de ir a dejarlo. Aun así, su resolución era justo lo que le ponía nervioso, y a veces, sobre todo a primera hora de la mañana, se incorporaba, presa del pánico, para comprobar que seguía a su lado en la cama, que no había perdido la fe en todos sus planes y se había escabullido en plena noche. Pero no, ahí estaba, su corpulenta y desconcertante esposa de mirada amable, tan cariñosa y despreocupada como de costumbre, con su aire de siempre, ligeramente jubiloso, ligeramente ido.
Su esposa. Él, Quirke, tenía una esposa. Sí, la idea nunca dejaba de sorprenderle. Ya había estado casado, pero nunca así; no, nunca así.
Y ahora estaban aquí, en España, de vacaciones.
Había acertado con lo del tiempo: llovía cuando llegaron. A ella no le importó y, en realidad, a él tampoco, aunque no se lo diría.
También había acertado en lo del verdor del lugar, y en lo del catolicismo: se notaba una sobria beatería que lo mismo podría haber sido irlandesa. Desde luego no era la España de la que escribían los viejos escritores españoles, con el polvo abrasador, las señoritas de ojos encendidos taconeando con los toscos zapatos negros, y los hidalgos —¿era esa la palabra?— de pantalones apretados peleándose a cuchilladas mientras todos gritaban ¡Viva España! y ¡No pasarán!, y estoqueaban entre los omoplatos a toros lentos, ensangrentados y perplejos.
De todos modos, por mucho que se pareciera a encontrarse en casa, a Quirke seguía sin gustarle estar de vacaciones. Decía que era como estar en un hospital para alcohólicos. Había estado en varios sitios así, en sus tiempos, y sabía lo que se decía.
—Te encanta estar deprimido —le decía Evelyn, con una de sus suaves risas quedas—. Es tu versión de ser feliz.
Su mujer era psiquiatra profesional y consideraba sus muchos miedos y fobias con una diversión benévola. La mayor parte de lo que él decía que le aquejaba, Evelyn lo diagnosticaba como una impostura, o una «defensa performativa», como lo llamaba ella, una barrera erigida por un niño crecido contra un mundo que, a pesar de su desconfianza, no pretende hacerle daño.
—El mundo nos trata a todos igual —decía.
—Nos maltrata, querrás decir —respondía él, sombrío.
Ella lo había comparado una vez con Ígor, pero como él nunca había oído hablar del quejoso amigo de Pooh —A. A. Milne no era un autor que hubiese desempeñado ningún papel en la desdichada infancia de Quirke—, la pulla no le hizo efecto.
—No tienes problemas —decía alegremente—. Me tienes a mí.
Luego él volvía a darle una palmada en el trasero, con fuerza, y ella se daba la vuelta, se metía entre sus brazos y le mordía el lóbulo de la oreja, con idéntica fuerza.
3
—¿Sabes ese nombre que oímos a todo el mundo mencionar, Donostia? —preguntó Quirke—. Pues significa San Sebastián en vascuence.
—O San Sebastián significa Donostia en español —respondió su mujer.
Siempre se las arreglaba para tener la última palabra. Él nunca había podido entender cómo lo hacía. Tal vez no fuese a propósito. Desde luego no era por terquedad —era la persona menos terca que conocía— ni para quedar por encima. Sencillamente, le daba el último retoque a la conversación, suponía él, igual que pondría el punto final al acabar una frase.
Era la mañana del segundo día de su estancia en el Londres. Estaban en el dormitorio de su suite —también había una salita— y él se había sentado al borde de la cama deshecha, al lado de la ventana abierta, y bebía una taza de café absurdamente minúscula mientras miraba más allá del paseo marítimo hacia la playa y el mar que relucía a lo lejos. Notaba vacía la cabeza. Suponía que era eso a lo que la gente llamaba relajarse. No le gustaba demasiado. Se veía a sí mismo como alguien al borde de un precipicio al que le costaba un gran esfuerzo no saltar al vacío. O así es como había sido, hasta que Evelyn llegó sin ruido por detrás, le puso las manos en los hombros, lo apartó del abismo y lo abrazó.
¿Y si un día le soltara? La idea le hizo cerrar con fuerza los ojos, como un niño que en la noche escoge la oscuridad de su interior antes que la otra más oscura que le rodea.
El café era tan amargo que, cada vez que daba un sorbo, la parte interior de sus mejillas se contraía hasta casi tocarse.
Fuera la lluvia había cesado, el cielo estaba despejándose y el sol hacía un decidido esfuerzo por brillar. Unos pocos turistas —con sus toallas, sus gorros de baño y sus libros en rústica— se habían aventurado a bajar a la playa todavía húmeda. La arena tenía el color de un caramelo chupado y parecía igual de lisa y brillante. Creía haber leído en alguna parte que la playa de La Concha no era una verdadera playa, que llevaban cada año la arena en camiones desde otro sitio antes de que empezara la temporada turística. ¿Sería cierto? Al menos desde allí arriba parecía sospechosamente fina e intacta y no se veía una sola piedra ni una concha. Por la noche, cuando bajaba la marea, la gente iba y escribía elaborados lemas en ella, con una extraña letra cursiva que ni él ni Evelyn sabían descifrar. Alguna antigua escritura vasca, tal vez, sugirió Evelyn.
Era fácil distinguir a los visitantes por la palidez de su piel y por el modo indeciso en que elegían dónde instalarse en la playa. Quirke dijo que le recordaban a un perro buscando un sitio donde hacer sus necesidades y Evelyn frunció el ceño y chascó la lengua con reprobación.
Para los bañistas y los que querían tomar el sol estaba además el peliagudo asunto de cómo ponerse el traje de baño. Los agentes de la Guardia Civil, con sus uniformes de opereta, patrullaban con regularidad el paseo para asegurarse de que nadie, sobre todo las mujeres, mostrara más piel desnuda que la estrictamente necesaria. Como no había ninguna definición oficial de qué estaba o no permitido al desvestirse, nadie podía tener la certeza de que no fuesen a llamarle la atención con ese peculiar tono gutural que empleaban para dirigirse a los turistas. Aunque Quirke reparó en que los que hablaban con más educación eran los que sonaban más amenazantes.
Detrás de él en la habitación, Evelyn soltó un gritito de espanto. Estaba leyendo un periódico español. Quirke se volvió hacia ella con mirada inquisitiva.
—El general Franco ha rechazado una petición del Papa para que perdone la vida a dos nacionalistas vascos —dijo—. Los van a ejecutar mañana al amanecer. ¡Dándoles garrote! ¿Cómo puede un monstruo así seguir en el poder?
—Será mejor que te guardes esas preguntas para ti, cariño —dijo él en voz baja—, incluso aquí en el País Vasco, donde aborrecen a esa bestezuela presuntuosa.
Era la hora de comer. Quirke había reparado ya en que, por mucho que se alargaran las horas, por alguna razón, inexplicablemente, siempre parecía la hora de comer, o de tomar una copa de vino por la tarde, o un aperitivo antes de la cena. Se quejó de eso a su mujer —«Me siento como un bebé en una incubadora»—, como se quejaba de tantas cosas. Ella fingió no oírle.
Había notado que bebía menos aquí, o menos, en cualquier caso, de lo que habría bebido en circunstancias similares en casa. Pero ¿podría haber jamás, en casa, circunstancias similares a estas? Tal vez, pensó, el modo de vida, las lentas mañanas, la suavidad del aire ligeramente húmedo y lacado, la laxitud general de las cosas: tal vez produjesen una transformación de su carácter, lo convirtieran en un hombre nuevo. Se rio para sus adentros. Ni en sueños.
Esa mañana ya había quedado como un idiota al decir no sé qué de la cualidad de la luz mediterránea.
—Pero estamos en el Atlántico —le había respondido Evelyn—. ¿No lo sabías?
Pues claro que lo sabía. Había estudiado el mapa de la península ibérica en la revista de la compañía aérea mientras volaban hacia aquí, intentando no pensar en las nubes cargadas de lluvia entre las que aquel avión alarmantemente delicado —un tubo de aluminio con alas— se abría paso entre turbulencias. ¿Cómo podría haber olvidado en qué costa estaban?
Volvió a mirar hacia la playa y hacia los pobres espectros temblorosos diseminados por la arena. Puede que no fuese muy ducho en cuestiones de geografía, pero al menos sabía que no debía exponer desnudas las canillas azul grisáceo a la fría brisa primaveral que llegaba a la orilla rozando las crestas de las agitadas olas atlánticas.
Había pocos españoles entre la gente de la playa, hombres en su mayor parte y fácilmente identificables por su piel brillante y de color caoba. Merodeaban en torno a las jóvenes norteñas de palidez lechosa, de las que llegaban nuevas bandadas en los vuelos chárter cada semana. A los aspirantes a donjuán no parecía importarles que fuesen guapas o no, la clave era la palidez, la palidez de la carne prieta y pulposa que no había visto el sol desde el viaje organizado del año anterior al bronceado sur.
Apuró los últimos posos amargos del café y dejó la taza a un lado, con la sensación de haberse tomado un vomitivo. Habría preferido un té, pero en España solo los ingleses podían pedir té sin sentirse cohibidos.
Haciendo un esfuerzo se sacudió de encima el letargo y fue al cuarto de baño, con