La profanación

Fragmento

Prólogo

Con el nombre La profanación, el robo de las manos de Perón, la primera edición de esta investigación periodística se conoció en julio de 2002, a quince años de la violación del cuerpo del ex presidente argentino. Todo comenzó siete años antes, el 23 de febrero de 1995, cuando el diario La Nación publicó una nota con un testimonio revelador. El doctor Juan Carlos Iglesias, abogado en los juicios políticos y amigo personal del juez de la causa Jaime Far Suau, reveló un hecho de la investigación judicial desconocido hasta entonces. Contó la propuesta recibida por el magistrado por parte de altos funcionarios del gobierno radical de Raúl Alfonsín para cerrar la investigación y a cambio prometían que iban a aparecer las manos de Perón. El día siguiente del artículo, el doctor Iglesias fue invitado a los estudios de Crónica TV para que le hiciera una entrevista en vivo que duró más de una hora. Ese primer contacto se extendió en otras conversaciones posteriores y en una cena en un restaurante de la calle Suipacha y Marcelo T. de Alvear fue donde acordamos escribir este libro. Se unían así un antiguo afiliado al radicalismo conmovido por el asesinato de su amigo el juez que se había comprometido a ir hasta las últimas consecuencias en la investigación, y quien había vivido como periodista el impacto social y político que produjo la profanación del cuerpo de Perón en junio de 1987.

Los dos coincidimos en que podíamos continuar el trabajo trunco de Far Suau, retomar su línea de investigación, cruzar y analizar la información reunida en el expediente, hurgar en nuevas pistas, profundizar datos, volver a interrogar a los principales protagonistas, entrevistar a otros, analizar declaraciones, interpretarlas, cruzarlas entre sí, encargar pericias técnicas, buscar datos fuera del país y armar el mapa de quienes se movieron para impedir conocer la verdad. En suma, procesar toda la documentación obtenida y confeccionar el rompecabezas de un misterio que ya lleva tres décadas.

El primer paso fue estudiar a fondo el expediente. Luego organizar el argumento judicial, detenernos en los detalles y los nombres que aparecían relacionados con la profanación. Después vinieron los tiempos de seguir las distintas líneas exploradas por el magistrado y agregar las propias, con una ronda de nuevas entrevistas y un segundo cruce y ordenamiento de la documentación. Con estos elementos pudimos armar la estrategia para orientar nuevas líneas de investigación, un viaje a Zurich para averiguar si en los años 70 existía en Suiza un sistema de apertura de cajas de seguridad mediante huellas dactilares. Otro a Washington para conversar con un ex agente de la CIA. Un intento infructuoso de entrevista a Licio Gelli en su casa italiana de Arezzo. Y un viaje a Asunción del Paraguay, donde se pudo escuchar la misma versión que circuló aquí acerca de que las manos robadas habían salido de la Argentina por esa vía. Tenía lógica: fuera del país ya no hay prueba y el delito no es judiciable.

Se hicieron más de cien entrevistas y se analizaron alrededor de ciento cincuenta documentos. Isabel Perón nunca respondió al pedido por escrito que se le formuló a través de su abogado defensor Atilio Neira. Tampoco quiso hablar su otro abogado Humberto Linares Fontaine, quien llevó adelante el acuerdo económico entre la viuda de Perón y el gobierno de Carlos Menem y el caso de Martha Holgado, la supuesta hija de Perón. Tampoco dieron testimonio Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Hugo Anzorreguy y Emilio Eduardo Massera, entre otros. Y un último intento fallido se hizo para esta edición con Eduardo Duhalde y con las estructuras de inteligencia del nuevo gobierno de Mauricio Macri: el Ministerio de Seguridad y la Agencia Federal de Inteligencia (la antigua SIDE). Todos sin resultados.

Juan Carlos Iglesias, además de su labor profesional como abogado penalista, fue una persona de máxima confianza, confidente y amigo del juez Far Suau. Desde su muerte tuvo siempre el valor de denunciar públicamente que lo habían asesinado y que detrás de ello había una trama oscura de intereses políticos vinculados con la profanación. Su condición de antiguo afiliado a la Unión Cívica Radical no le impidió indignarse y comprometerse para saber quiénes habían robado las manos de Perón y quiénes habían matado a su amigo. Por el contrario, fue para este libro una garantía de imparcialidad. Eso nos unió en los largos siete años que trabajamos juntos sin horarios ni días libres. Él ya no está más, falleció el 8 de octubre de 2007, casualmente la fecha del natalicio de Perón, pero aquel compromiso que asumimos, sigue intacto. Por eso, se publica esta nueva edición actualizada a tres décadas de un hecho que conmocionó a todos sin excepción.

Cuando salió al mercado por primera vez esta investigación al inicio del nuevo siglo, el país se encontraba en el momento más álgido de la crisis institucional, económica y social que había tenido hasta entonces la Argentina contemporánea. Puede parecer una interpretación extrema, pero el atentado político a los restos mortales de Perón es un punto de inflexión del inicio de un proceso que derivó en sucesivas crisis y cambios producidos en los años noventa y que terminaron en el estallido del gobierno de la Alianza. La crisis de 2002 la condujo el peronismo que empezó a preparar las condiciones para regresar al poder a través de las urnas surgidas de la emergencia. Entonces, se abría una nueva posibilidad de que una decisión en el más alto nivel político del partido que creó Juan Perón impulsara la investigación judicial para saber quiénes y por qué habían atentado contra sus restos mortales. Pero no fue así. Ahora que se cumplen treinta años de impunidad, tanto del robo de las manos como de los cuatro asesinatos de la causa, se confirma la nula voluntad del poder político y de los sucesivos gobiernos democráticos de querer encontrar la verdad de la profanación. Existe una sospechosa continuidad de mantener una deliberada inacción y un silencio absoluto como si se escondiera una maldición o un pacto inconfensable. La Justicia no ha hecho más que trámites menores y administrativos para mantener latente un expediente cuyo destino inexorable parece ser la languidez hasta su final. Mientras tanto, quienes dicen ser los herederos eternos de Perón explotan ese simbolismo y su recuerdo aún vigente disputándose cargos en una Argentina enferma de corrupción y pobreza.

Hasta hoy, la historia del robo de las manos de Perón tiene un final abierto y misterioso. Se puede afirmar que el inexplicable y permanente silencio de estos largos años ha desplazado a la lógica curiosidad de saber dónde están las extremidades desaparecidas. ¿Por qué se calla? ¿Por qué no se investiga? ¿Por qué se sigue negando lo ocurrido? ¿Qué lleva a que el peronismo, en cualquiera de sus versiones pragmáticas del poder, se haya transformado en cómplice de los profanadores al garantizar impunidad y olvido? Estas preguntas respondidas con silencios son las que dan vigencia al misterio.

De vez en cuando los medios de comunicación desempolvan el tema con la certeza de que cualquier noticia vinculada a Perón siempre convocará la atención social. Las que sí mantienen cierta perseverancia son las editoriales de libros. Desde que se conoció la profanación se publicaron en el país cinco libros con distintos enfoques y hasta con posturas contrapuestas. El primero se llamó Las manos de Perón. (¿Y por qué, señor Alfonsín…?), escrito por Jorge Boimvaser. Un relato novelado que planteó una versión conspirativa del atentado con centro en el gobierno radical de Raúl Alfonsín, en conexión con integrantes del mundo árabe. El segundo trabajo apareció en 1997 con motivo del décimo aniversario y se tituló Perón, la otra muerte. El robo de las manos del General, de los periodistas David Cox y Damián Nabot. Con formato periodístico, los autores describieron distintos escenarios que rodearon el hecho aportando un aspecto hasta ese momento poco explorado como la posible intervención de un sector de inteligencia del Ejército vinculado a la dictadura. La tercera obra fue la primera edición de este libro, una investigación periodística que tomó como fuente primaria de estudio la causa judicial analizándose las distintas hipótesis instaladas y desarrollando nuevas líneas de investigación. En 2003, y sin difusión, apareció en las librerías Las manos de Perón. De la profanación a las cuentas suizas y el oro nazi, con la firma de Adrián del Busto. La obra se presentó como ficción argumentándose que se hacía para no dejar en evidencia a los verdaderos protagonistas de la trama. Según el relato del propio autor, quien habría estado vinculado a los servicios de inteligencia, el robo de las manos fue para apropiarse de una fortuna de Perón guardada en los años 40 en un banco suizo y para ello eran necesarias las manos y sus huellas dactilares para abrir una caja de seguridad. Lo más increíble fue que una vez obtenidas las extremidades y para activar el supuesto mecanismo de identificación dactilar, una persona ocultó de las cámaras de seguridad una de las manos de Perón apretándola bajo una de sus axilas al tiempo que operaba con la otra. Como era previsible, todos los protagonistas de la novela mueren más tarde. El texto de Del Busto sí se encargó de despolitizar la historia al tiempo que desvinculó explícitamente del hecho a importantes dirigentes ligados al gobierno de entonces.

Finalmente, en diciembre de 2006, después de los escandalosos sucesos ocurridos en octubre de 2006 durante el traslado del cuerpo de Perón a la quinta de San Vicente, aparece un nuevo libro de David Cox y Damián Nabot que, en principio, pareció ser una reedición del anterior. Se conoció con el título La segunda muerte. Quiénes, cómo y por qué robaron las manos de Perón. El trabajo más voluminoso que poco tuvo que ver con el anterior. Se presentó como un thriller político y en el último capítulo con estilo periodístico y analítico se afirma que el robo fue una venganza de la logia masónica Propaganda Due. Los autores investigaron la extraña firma “IAE y Los 13” que los profanadores escribieron al final de la carta con la que notificaron a dirigentes peronistas que habían violado el cuerpo de Perón. Según esta interpretación, se trató de un crimen ritual inspirado por Licio Gelli. Estos dos últimos libros coincidieron en algo: no hubo participación política local en el hecho más allá de personajes provenientes de servicios de inteligencia.

Esta segunda edición de La profanación se propone rescatar de un silencio inducido un hecho repugnante desde donde se lo observe. Se reedita en una versión actualizada que preserva la investigación original. Se optó por mantener el valor documental, informativo y testimonial por la increíble vigencia que tiene y permite recordar, poner en evidencia una vez más, que en la Argentina de 2017 conviven múltiples estructuras mafiosas asociadas a sectores de la política como las que robaron las manos de Perón en los inicios de esta etapa democrática. Ya no llama la atención de los argentinos escuchar la existencia de zonas liberadas, vínculos políticos con el crimen organizado, involucramiento de estructuras del Estado con la impunidad, todas realidades que se reconocen en la violación del cuerpo del ex presidente Perón y también en los sucesivos casos irresueltos ocurridos después y hasta el presente. Todos tienen un denominador común: los criminales resultan ser exitosos y el fracaso queda en la sociedad y en sus instituciones democráticas. De alguna manera perdemos todos y la resistencia a esa derrota es, al menos, evitar el olvido. Es el aporte que intenta hacer este libro.

CLAUDIO R. NEGRETE

Introducción

Un profundo hedor salía de ese frasco que empujaba la curiosidad de los que participaban de ese acto extraño pero ineludible. Parecían contemplar la ceremonia previa a un truco mágico, como si de esa galera de vidrio fueran a salir las verdades ocultas del mito. Sabían que no era cosa buena lo que estaban haciendo, que violaban un mandato divino: los muertos son sagrados.

La culpa flotaba en ese cuarto pobre, chico, irrespirable por el intenso calor. El mal ya se había consumado y se debía seguir con el operativo pautado paso a paso y sin memoria. No había tiempo de arrepentimientos ni era un momento para cobardes. Los que estaban allí entendían que esas debilidades no cabían. Había que convivir con la muerte de la misma manera en que el cuidador del cementerio de la Chacarita se sienta a comer su vianda rodeado de huesos, pelos secos, tumbas malolientes, flores que se pudren y se marchitan en horas. Como la carne enterrada.

Las manos estaban guardadas perfectamente seccionadas por las muñecas, casi simétricas, sin desgarros, apoyadas en el fondo de ese cofre improvisado, apuntando hacia arriba como si quisieran salir. El corte se había hecho con prolijidad de cirujano. A través del formol que las conservaba tenían un color blanco pálido. Eran las manos del muerto más temido, del hombre que desató pasiones y odios profundos, al que nadie se hubiese animado a tocar con tanta osadía. Todos querían estar seguros de que eran ésas, las ahora más buscadas, luego del secreto y exitoso operativo de su secuestro. Las miraban con curiosidad macabra y sus yemas eran estudiadas sin piedad, dando vuelta su carne, como si alguna verdad se escondiera en su profunda frialdad.

Era octubre de 1967 en Bolivia. Las manos cortadas del argentino-cubano Ernesto “Che” Guevara estaban listas para que miembros de la Policía Federal Argentina comenzaran el trabajo: identificar si correspondían al líder guerrillero. Al cuerpo se le inyectó formol para conservarlo unos días más. Sus asesinos no sabían qué hacer con él. Sin quererlo, y en el mismo instante en que lo ejecutaron, habían transformado al enemigo marxista en un mito para siempre. Una vez terminada la exposición pública del cuerpo muerto del “Che”, decidieron cortarle las manos. Más tarde el ministro del Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, logró robarlas y las hizo llegar a Cuba, vía Moscú, junto con el microfilme del diario personal del guerrillero.

Treinta años después, en el pueblo boliviano de Vallegrande, se encontraron sus huesos y los de sus compañeros guerrilleros asesinados y enterrados a unos seiscientos metros de la pista de aterrizaje. Todos fueron a una fosa común que los puso en la misma puerta del infierno. En el hospital de Santa Cruz de la Sierra, los especialistas reconocieron en esos huesos mezclados los restos del “Che”. Hubo tres puntos de coincidencia con la información que se tenía de él: dos protuberancias en el cráneo sobre los ojos, la ficha dentaria y la falta de sus manos. En una sórdida escena repetida intencionalmente, el esqueleto armado del “Che” fue mostrado al mundo, en una bandeja de aluminio, en la misma posición de aquella foto histórica tomada por el fotógrafo Freddy Alborta, de United Press International, cuando se lo conoció con su torso desnudo y sus ojos abiertos mirando el cielo. Ahora, millones de personas vieron por televisión los huesos del Cristo del comunismo. Una forma de desmitificarlo.

Las coincidencias entre los destinos de las desaparecidas manos del “Che” y las de Juan Domingo Perón son parte de la trama de una historia signada por manipulaciones de muertos e intrigas de poder. Ambos casos muestran esa pasión tan humana de jugar con los cadáveres. Los muertos, y sus cuerpos, son utilizados como instrumentos de guerra y venganza, como trofeos que simbolizan el ejercicio de un poder que se cree divino pero que, en esencia, quizás esconda miedo, el terror a morirse.

El ritual de la profanación de cadáveres también forma parte del patrimonio de la Argentina. Muchos lo llaman la “necrofilia” nacional aunque, para ser justos con su definición etimológica, ésta se refiere a los que mantienen relaciones sexuales con los muertos. La enfermedad social practicada por muchos argentinos y comprobada a lo largo de la historia es “necromanía”, es decir, la manía por los muertos que lleva a la locura de profanar cuerpos en forma permanente. En esa línea, además, se practica la “necrodulia”, que es el culto por los muertos, a la que se debería agregar “necrolatría”, que es el culto exagerado a la memoria de los muertos.

Como en otros tantos temas, en la Argentina se hizo un cóctel de todas estas deformaciones. Los antecedentes delatan nuestra condición de necrómanos, y contamos con una historia jalonada por robos de cadáveres o de sus vísceras; mutilaciones varias; disputas de cabezas, manos y corazones; huesos en exilios permanentes; escondites secretos donde el trozo de un muerto pudo valer más que el oro mismo. Cuando murió Fray Mamerto Esquiú, el 10 de enero de 1883, su cuerpo debió recorrer kilómetros de calores insoportables mientras se lo veneraba. Después de décadas, abrieron el féretro. No quedaba nada de él excepto su corazón intacto. Un milagro, creyeron. Y lo llevaron a Catamarca, a una capilla lateral del templo de San Francisco.

Permaneció allí durante 107 años, hasta que en octubre de 1990 fue robado poco después del asesinato de la adolescente María Soledad Morales, que conmocionó a la sociedad. El corazón del fraile terminó siendo una prenda de canje: lo robó el hijo del dueño de la clínica donde estuvo la joven moribunda y misteriosamente regresó a su lugar sagrado cuando dejaron de inculparlo. Posteriormente fue sustraído por un demente que lo tiró a un tacho de basura de la vía pública catamarqueña.

Sobre la muerte del general Juan Lavalle y el destino de su cadáver se escribió infinidad de historias. Para evitar que fuera robado por el enemigo, sus partidarios lo llevaron bajo un sol implacable hasta la frontera boliviana. Fue envuelto en un poncho y depositado sobre su caballo, que encabezó el cortejo. Al día siguiente, el olor nauseabundo se volvió insoportable. Entonces, le sacaron las vísceras y las enterraron. La cabalgata siguió por catorce días más. Cuando llegaron a Potosí depositaron lo que quedaba de sus despojos en la Catedral.

La necromanía argentina no se detuvo ante nadie. Se practica desde todos los sectores. Parece ser una enfermedad de difícil extinción y asombroso perfeccionamiento. En marzo de 1988, en plena investigación judicial por el asesinato de la modelo Alicia Muñiz a manos del ex campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, los médicos forenses denunciaron que se habían quitado los músculos del cuello y “la carótida primitiva y la yugular interna”. En esas piezas anatómicas faltantes estaban las huellas y las evidencias de que el acusado la habría estrangulado antes de arrojarla por el balcón de su casa.

En 1990 el gobierno de Carlos Menem decidió meterse con un muerto ilustre. Había que repatriar los restos de Juan Manuel de Rosas, sepultados en el cementerio de Southampton, Inglaterra, desde 1877. Era un pesado ataúd de plomo de 400 kilos. El féretro estaba envuelto con la misma bandera argentina que había sido arriada de la embajada en Londres el día en que estalló el conflicto armado por las islas Malvinas. Lo destaparon y vieron que, en lugar de aquel temido Rosas, en el interior había un fango espeso, sólo se hallaron el cráneo y los huesos grandes de su esqueleto. Un crucifijo de madera que apenas fue tomado se partió, un plato de porcelana blanca, que podría haber sido usado en el velorio para poner agua bendita, y su dentadura postiza. Los restos fueron prolijamente limpiados y puestos en otro ataúd. La dentadura la tomó uno de sus descendientes y se la guardó en el bolsillo.

La última dictadura militar argentina llevó al extremo esta manía de vengarse de los muertos con la forma más brutal: hacerlos desaparecer. Previo a esto, tiros en las muñecas y corte de manos fue algo de todos los días. Laura Bonaparte es madre de un desaparecido. De acuerdo con lo que le relataron los sepultureros del cementerio de Avellaneda, en aquellos tiempos violentos llegaban camiones del Ejército cargados de muertos y prisioneros aún vivos. Los remataban ahí mismo, mientras cavaban sus tumbas. El Equipo Argentino de Antropología Forense comprobó que muchos de los cuerpos hallados habían sido mutilados a nivel del antebrazo y tenían las manos seccionadas. Los cortes fueron hechos con sierras quirúrgicas, como las que se usaron después con el cadáver de Perón.

En esta larga lista de historias necrómanas de la Argentina, la de Eva Perón es, quizá, la más emblemática. Insumió más de dos décadas, con una travesía de miles de kilómetros por el mundo. Fue santificada antes de morirse; después, su cuerpo se transformó en una obsesión de varias generaciones de argentinos. Fue orinado por los golpistas del 55 y cuando se lo devolvieron a su ex marido el viernes 3 de septiembre de 1971 (los militares se lo dejaron en el jardín de su casaquinta en España), el informe médico de Isidro Ventura Mayoral afirmó que tenía un corte importante en el cuello, hundimiento y fractura del tabique nasal, una cicatriz que abarcaba la mejilla y el pómulo izquierdo abriendo un colgajo de carne, cuatro cortes en ambos senos de 16 milímetros cada uno, otro en el brazo izquierdo a la altura del húmero, fractura de ambas piernas producida por presión o por un cuerpo pesado colocado sobre ellas, y los dedos de los pies aplastados y encimados.

Muerto Perón en 1974, la necromanía se ensañó una vez más con el cadáver de Evita. Para asegurarse de que el gobierno de Isabel Perón lo repatriaría desde España, el grupo guerrillero Montoneros se robó del cementerio de la Recoleta el féretro con el cuerpo del general Pedro Eugenio Aramburu, símbolo del golpe de Estado que derrocó a Perón en 1955. Tres horas antes de que aterrizara en el aeropuerto de Ezeiza el avión con los restos embalsamados de Evita, Aramburu apareció dentro de una camioneta en una de las calles laterales de la Recoleta.

El cuerpo de Juan Perón no iba a escapar a esta serie de manipulaciones y violaciones de cadáveres. Algunas señales de lo que ocurriría con él pareció recibirlas durante su exilio madrileño. Cada vez que entraba en la cocina y en el comedor diario de la quinta “17 de Octubre”, se topaba con una imagen que el destino transformaría en estigma. En cuatro azulejos con fondo celeste se reproducía una pintura con dos manos juntas, en posición de rezo, perfectas, con los detalles de sus venas y finos perfiles. La figura se cortaba en el exacto lugar donde comenzaban las muñecas. La obra origina es de 1508 y se llama Manos que oran, del célebre artista alemán Alberto Durero.

Muchos años después, en un día de junio de 1987, ese estigma se concretó gracias a los profanadores que entraron en la tumba de Perón y seccionaron sus extremidades con prolijidad. Los brazos quedaron mutilados al nivel de las mangas de su uniforme militar. Se habían robado las manos de un ex presidente, símbolo de toda una época de la Argentina. Las que practicaron box siendo cadete; escribieron el diccionario mapuche; despidieron a su primera esposa cuando murió; acariciaron con amor a Evita; dieron esperanzas a millones de pobres al firmar las leyes sociales y la ley que permitió votar a la mujer; escribieron libros y miles de cartas desde su exilio, acompañaron discursos encendidos, sellaron acuerdos políticos, apadrinaron candidaturas y se apretaron con las de líderes mundiales. Las que se unieron a las de Ricardo Balbín, tratando de pacificar la política argentina en los años 70.

Para otros, las manos de Perón pueden simbolizar historias oscuras. Verán en ellas el instrumento con el que se aprobaron decretos para encarcelar opositores; ofrecieron la bienvenida a López Rega; bendijeron el accionar de grupos guerrilleros. Pero cualquiera que sea el caso, representan un símbolo difícil de reemplazar, el atributo que marcó los días de gloria y ocaso de Perón. Ya no están en el cuerpo. Fueron secuestradas, escondidas y usadas para otros fines hasta ahora inconfesables.

La profanación de la bóveda y el robo de las manos de Perón conmocionaron a la sociedad argentina. Fue una operación política de alto nivel. Faltaban algo más de dos meses para las cruciales elecciones de gobernadores, y el país estaba inmerso en un clima polarizado entre el gobierno radical, cada día más débil, y un peronismo que renacía, dispuesto a recuperar su lugar. Los comicios cambiaron la relación de poder en el país y fueron la antesala de un profundo cambio que se consumó en la década siguiente. La derrota electoral del gobierno presidido por Raúl Alfonsín sepultó su proyecto de reforma constitucional. El peronismo regresó y poco tiempo después nació su propia contrarrevolución: el menemismo, que cumplió con éxito el proyecto alfonsinista de quedarse en la presidencia por una década.

Desde que se conoció la profanación, todos creyeron encontrar la primera parte de la verdad en el agujero del Blindex de seguridad que protegía el ataúd presidencial del viejo general. Se llegó a decir que los violadores habían logrado penetrar en el interior del féretro para cortar las manos y sacarlas de su oscuro letargo. Fue otra de las decenas de pistas falsas y dudas sembradas a propósito. ¿Qué seguridad hubo en la bóveda de Perón durante los diez años previos a su violación? Ninguna. Los profanadores entraron en el lugar utilizando una copia del juego de llaves que abría el Blindex para llevar adelante un operativo de varios días.

Aquel hombre que manejó el poder a su antojo por décadas quedó mutilado dando lugar a uno de los más grandes y extraños misterios de los últimos tiempos. Una trama que se alimenta de una rara mezcla de policial negro con prácticas esotéricas, fortunas escondidas, donde aparecen políticos y operadores de los gobiernos de turno, personajes de la farándula local, policías, militares y un grupo variado de personajes marginales. Una triste secuencia de hechos que se reconstruyen en este libro y que describe a los argentinos en su propio masoquismo histórico: utilizar a los muertos como macabros trofeos en las disputas terrenas.

Esta historia no es más que la última de una serie de hechos que superan la capacidad imaginativa de cualquier escritor. Se asemejan a una sucesión interminable de estertores de una sociedad enferma de pasiones y depresiones profundas. Que no conoce términos medios. O es bárbara o es utópica. Insiste en una obsesión de querer rescatar cada minuto de la historia o la invade un tenaz olvido.

Éste es el gran escenario del relato que sigue. La necromanía argentina en el poder, o esa costumbre nacional de manosear la paz de los muertos.

UNO
El escenario político

El ex presidente constitucional Arturo Frondizi había decidido salir de su ostracismo político y pasar a una activa ofensiva. A mediados de la década del 80 se había transformado en uno de los referentes más importantes de los nacionalistas criollos, espantados por lo que suponían que era el desembarco de la socialdemocracia desde el gobierno de Raúl Alfonsín y también en una parte importante del peronismo, sobre todo en los llamados renovadores. Las pocas veces en que el ex jefe de Estado, derrocado en 1962, poco tiempo después de su reunión con el “Che” Guevara, se refería a la situación del país lo hacía en forma muy crítica y reclamaba un brusco cambio de la política exterior argentina planteando el claro alineamiento con los Estados Unidos.

En Córdoba, Frondizi había denunciado al dirigente radical Carlos Becerra por darle apoyo económico al guerrillero Enrique Gorriarán Merlo, en el exilio, que a la postre fue el líder de la nueva organización de izquierda Movimiento Todos por la Patria, que desapareció después del fallido intento de copamiento del cuartel militar de La Tablada en enero de 1989. En aquellos años de debilidad democrática se alertaba que el país podía caer en una suerte de “libanización”, una anarquía interna producto del funcionamiento frágil de las instituciones y las luchas internas por el poder.

Decidido a romper el círculo de las complicidades, Frondizi resolvió convocar a una conferencia de prensa para el 20 de noviembre de 1988, en la sede del Centro Argentino de Ingenieros. Quería denunciar y mostrar las pruebas de los casos de corrupción que había reunido contra el gobierno radical. Pero el ex presidente nunca llegó al clásico edificio del CAI en la calle Cerrito, a pocas cuadras del Obelisco. Alguien llamó dos días antes para decir que no esperasen al ex presidente porque no iría a la convocatoria. Lo cierto es que Arturo Frondizi desapareció y nadie supo dónde estuvo durante más de veinte días hasta que fue encontrado en un hogar de ancianos de la provincia de Buenos Aires, bajo los efectos de una fuerte medicación y atado a la cama. Su médico personal lo rescató de esa situación misteriosa, inexplicable horas antes.

Los tiempos políticos en los años de la profanación fueron traumáticos en esos primeros años de la recuperación de la democracia en la Argentina. Fueron el preámbulo de hechos que marcaron un antes y un después de profundos cambios que se produjeron antes del fin de siglo XX en las estructuras políticas, económicas y sociales del país, y en su posicionamiento en el escenario internacional. Un momento de transición denso, clave, en medio de los resabios dejados por la dictadura militar y la primera experiencia de recambio democrático.

No parece casualidad, entonces, que la mutilación del cuerpo de Perón y el impacto que el hecho produjo en la sociedad ocurrieran en ese escenario, con instituciones de la democracia anémicas, en un momento de fuertes incertidumbres e importantes decisiones políticas para el futuro país. Desde el gobierno se salió rápidamente al cruce de las críticas que se venían como avalancha, y sin mayores pruebas, diciendo que se había tratado de un hecho de naturaleza perversa y que había sido, en esencia, una provocación política al peronismo.

El primer gobierno democrático de los 80 había intentado enfrentar a las principales corporaciones tradicionales del país, como son las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica y la dirigencia sindical. Además irritó a la banca financiera nacional e internacional cuando el primer ministro de Economía radical, Bernardo Grinspun, decidió unilateralmente y de hecho una moratoria de la deuda externa.

A estos problemas había que sumarles el progresivo distanciamiento de la oposición peronista a raíz de las elecciones de septiembre del 87 y una mala relación con la prensa privada por no haber cumplido con la promesa de privatizar los medios estatales. Comenzaba a profundizarse un proceso de paulatino aislamiento de la sociedad, que ya sentía la incipiente sensación de decepción.

A pesar de que el poder militar había quedado muy debilitado después de su frustrado paso por el gobierno, con la violación sistemática de los derechos humanos, la derrota en la guerra por la recuperación de las islas Malvinas, un desprestigio internacional irreversible y el posterior juicio y condena a las Juntas, seguía siendo el fiel de la balanza de la estabilidad democrática. No era menor lo que ocurría en el interior de las Fuerzas Armadas, qué hacían sus hombres más representativos, qué actitud había con relación a los juicios, qué pensaba la gran mayoría de la oficialidad ante una sociedad que los descalificaba a medida que se enteraba de lo que habían hecho en el pasado reciente.

Pero lo más preocupante era una importante fractura interna. La cúpula de las Fuerzas Armadas recibía duras críticas de los cuadros medios y bajos por no defender a sus subordinados en las denuncias judiciales por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Había un estado deliberativo que aumentaba las presiones contra el gobierno. Las relaciones con el presidente Alfonsín se tensaban día a día. Los militares argentinos, moldeados en la Guerra Fría para cazar izquierdistas en todas partes, veían con recelo cómo el radicalismo era apoyado por los sectores políticos de centroizquierda y se alarmaban porque creían que el supuesto desembarco de la socialdemocracia en el país era un nuevo capítulo de oleada comunista, similar a la de los 70.

Ese año 1987 comenzó muy mal para la estabilidad institucional de la Argentina. Se produjo la primera rebelión militar de los llamados “carapintadas”, que duró los cuatro días de la Semana Santa y que pudo haber terminado en un baño de sangre. Los rebeldes se amotinaron en la guarnición militar de Campo de Mayo y reclamaron el fin de lo que ellos definían como una persecución política a los miembros de las Fuerzas Armadas. También pidieron el relevo de la conducción del Ejército, a la que calificaban de traidora. Del otro lado de la alambrada del campo militar se empezaron a reunir miles de personas, conducidas por movimientos de izquierda, para enfrentar a los oficiales revoltosos.

Alfonsín negoció y llegó a un acuerdo con los sublevados. El tiempo demostró que se trató de una inoportuna concesión, en este caso de la democracia, al aceptar las condiciones de los rebeldes. Como consecuencia, el gobierno y la oposición peronista amnistiaron de hecho a gran parte de los responsables de la última dictadura. Fue a través de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, por las cuales se delimitaron las responsabilidades del pasado y se puso un cerrojo para impedir que la Justicia siguiera investigando.

Este episodio dejó en evidencia la profunda debilidad que todavía tenían las instituciones democráticas y la creciente ingobernabilidad de las Fuerzas Armadas. Si algo faltaba a la tensa relación entre la sociedad y los hombres castrenses fue la provocación del jefe del Ejército, Dante Caridi, cuando el 1º de junio reivindicó la lucha antisubversiva en un nuevo aniversario de la muerte del general Pedro Eugenio Aramburu ocurrida en 1970 a manos de la guerrilla montonera. Para completar el cuadro, mientras tenía lugar el discurso de Caridi, se desbarató una célula de ultraderecha integrada por miembros de inteligencia de la Fuerza Aérea.

Así, por debajo de odios, prejuicios y desconfianzas mutuas entre civiles y militares, se siguieron moviendo los ex represores, grupos operativos que se habían formado durante la dictadura y que, sin la cobertura política que tenían antes, se habían especializado en extorsionar y en realizar operaciones políticas para quien las pagara. La nueva democracia se había mostrado impotente para desactivarlos y después se transformaron en bandas “profesionales” a todo servicio, algunas de las cuales terminaron, incluso, cobijándose o siendo usadas por sectores políticos del propio radicalismo gobernante.

El gobierno de Alfonsín comprobó que el servicio oficial de inteligencia seguía formado por los cuadros de la época anterior y, por lo tanto, se mostraban incapaces para controlar los movimientos de estos grupos operativos. Por entonces, el jefe de inteligencia de la Casa de Gobierno era el capitán Adolfo Scilingo, quien cobró notoriedad en 1996 cuando relató en el libro El vuelo, de Horacio Verbitsky, cómo se arrojaban desde aviones al Río de la Plata a los secuestrados de la dictadura. Scilingo tuvo la misión de armar un nuevo grupo de inteligencia para el gobierno radical que,

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