El mártir

Mariano De Vedia

Fragmento

Corporativa

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INTRODUCCIÓN
El pastor de los pobres

“Paz y Justicia.” El lema del escudo episcopal del obispo Enrique Angelelli, a la luz de los acontecimientos que signaron la década más violenta de la Argentina, tuvo un carácter premonitorio. Ejerció su misión pastoral en escenarios políticos y sociales agitados, que se volvieron incontrolables y precipitaron el final de su vida. El primer mártir argentino proclamado por la Iglesia, junto con los sacerdotes Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville y el laico Wenceslao Pedernera, predicó la promoción social y el reconocimiento de la dignidad de las poblaciones más postergadas de La Rioja, diócesis a la que sirvió entre 1968 y 1976. Su misión concluyó abruptamente a los 53 años, el 4 de agosto de 1976, cuando regresaba manejando su camioneta Fiat 125 multicarga a la capital riojana desde Chamical, adonde había ido a despedir los restos de dos sacerdotes asesinados. En ese último viaje, según consta en la sentencia del Tribunal Oral Federal de La Rioja, una “acción premeditada, provocada y ejecutada en el marco del terrorismo de Estado” ocasionó su muerte. La Justicia se pronunció definitivamente 38 años después, con el fallo que condenó a prisión perpetua, en julio de 2014, a los autores mediatos del crimen.

Aún cuestionado por sectores católicos, Angelelli es la primera víctima de la dictadura militar en llegar a los altares. Fue una figura discutida dentro y fuera de su diócesis, preocupada por la defensa de la justicia social, en un período sacudido por una frenética ola de violencia política en el país que probablemente empañó la dimensión de su acción pastoral y su mandato evangélico. Muchas heridas aún no cicatrizaron, pese a que transcurrieron más de cuarenta años de su muerte, e incluso en la Iglesia hay quienes se preguntan si con el paso del tiempo los ánimos se han serenado lo suficiente y si es este el momento apropiado para su beatificación.

El padre Jorge Bergoglio estuvo con Angelelli en La Rioja, junto con otros sacerdotes jesuitas, en un retiro espiritual en junio de 1973, al día siguiente de que el obispo fuera atacado a piedrazos en una visita pastoral a la ciudad de Anillaco. Y 45 años después, ya siendo papa Francisco firmó el reconocimiento de su martirio por “odio a la fe” el 8 de junio de 2018, en la festividad del Sagrado Corazón de Jesús. Extendió la proclamación del martirio a los padres Murias y Longueville y al dirigente rural Wenceslao Pedernera, acribillados días antes que su pastor en las ciudades riojanas de Chamical y Sañogasta. Angelelli y sus compañeros mártires fueron proclamados beatos, paso previo a la santidad.

La muerte del obispo, cuatro meses después del golpe militar de 1976, estuvo rodeada de circunstancias extrañas que dieron sustento a las sospechas de una secuencia de espionaje, persecución y muerte. En febrero de ese año fueron detenidos en La Rioja los sacerdotes Esteban Inestal, vicario general de la diócesis, y Eduardo Ruiz, párroco de Olta. Al mes siguiente, la Base Aérea de Chamical suspendió los oficios religiosos, luego de que el vicecomodoro Lázaro Aguirre, jefe de la base, interrumpiera la homilía de Angelelli acusándolo de hacer política, y exigiera a los sacerdotes que dejaran anticipadamente una copia de sus homilías por escrito. Después fue apresado el padre Águedo Puchetta y en Chamical fue requisado el automóvil en el que viajaban cinco religiosas, entre otros hechos que apuntaban a controlar los movimientos del obispo. El 18 de julio tuvieron lugar los asesinatos de los padres Murias y Longueville, y siete días después el laico Pedernera fue ultimado delante de su familia, en Sañogasta1.

La espiral de violencia llegó a su punto más alto con la muerte del obispo, el 4 de agosto de 1976, cuando viajaba por la ruta nacional 38. Llevaba consigo una carpeta con testimonios y documentación que había recogido en Chamical para aportar a la investigación de la muerte de los dos sacerdotes. Misteriosamente esa carpeta desapareció. Hay firmes sospechas de que luego de que el automóvil volcara y retiraran el cuerpo, una cubierta del vehículo habría sido cambiada, presumiblemente en dependencias policiales. Y un dato objetivo envuelve al juez que intervino en ese momento en la causa. El doctor Rodolfo Nicolás Vigo, abogado que había trabajado en la Policía Federal Argentina y que nunca ejerció la profesión ni tenía experiencia como letrado litigante, residía en la provincia de Santa Fe. Fue designado titular del Juzgado de Instrucción Criminal y Correccional N.º 1 de La Rioja pocos días antes de los asesinatos de los curas Murias y Longueville. Archivó la causa Angelelli 26 días después de ocurrida la muerte y renunció al cargo de juez en diciembre de ese mismo año. Así se menciona en la sentencia final del Tribunal Oral Federal de La Rioja que condenó a prisión perpetua al ex general Luciano Benjamín Menéndez y al ex comodoro Luis Fernando Estrella. La causa también involucraba al ex presidente de facto Jorge Rafael Videla, pero este falleció el 17 de mayo de 2013, un año antes de la sentencia.

El proceso judicial, que se había cerrado menos de un mes después de la trágica muerte en la ruta, se reabrió en 1983, recuperada la democracia, por impulso de Jaime de Nevares, obispo de Neuquén, quien insistió con que había elementos para investigar si se había cometido un crimen. Una vez derivada la denuncia a La Rioja, el juez Aldo Fermín Morales abrió un sumario y llegó a la conclusión de que había sido un homicidio. La sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida frenó nuevamente la causa judicial. Pero volvió a ser abierta en 2006.

Severamente cuestionado por reivindicar demandas sociales en tiempos de avasallamientos, libertades conculcadas y persecuciones políticas, aún hoy se identifica al tercer obispo de La Rioja con posiciones extremadamente ideologizadas y hay sectores que siguen planteando que el origen de su muerte es dudoso. Su insistente prédica en favor de las cooperativas, que lo enfrentó a productores y terratenientes de la provincia, continúa generando miradas contrapuestas y es fuente de disputas en el campo político y también en el religioso. Aunque parezca un lenguaje de otro tiempo, siguen vigentes las acusaciones de obispo “rojo” y “marxista”, exponente de la extrema izquierda y promotor de la violencia, que mezcló la vida pastoral con intereses propios de la subversión, en la convulsionada década de 1970.

Angelelli participó del Concilio Vaticano II y actuó en los tiempos de la asamblea de obispos latinoamericanos en Medellín, que marcó el compromiso de la Iglesia de la región con los pobres y los excluidos. El doctor Guzmán Carriquiry, el primer laico nombrado subsecretario de Estado en el Vaticano, designado por Juan Pablo II, y actual presidente de la Pontificia Comisión para América Latina, escribió en 2005, en su libro Una apuesta por América Latina, que “la Iglesia se yergue en América Latina como lugar, signo y custodia de la libertad de los pueblos en los tiempos de las dictaduras militares, del cierre de los canales participativos y de representación, de la represión en masa, de la práctica de las torturas y las desapariciones. No deja a la vez de condenar la violencia que se desata desde estrategias de insurrección armada e incluso de acciones terroristas”2. En ese libro, con prólogo del cardenal Jorge Bergoglio, Carriquiry cita a Pablo VI en ese conflictivo año 1968 e insiste en que “la Iglesia rechaza toda violencia, que no es cristiana ni evangélica”, y define esa violencia como “política de muerte y la muerte de toda política”. En ese sentido, afirma que la Iglesia “paga también por todo ello su precio con la sangre de pastores, catequistas y fieles en medio de los opuestos extremismos”.

Entre la documentación que el Episcopado y el papa Francisco aportaron al tribunal en los tramos finales del juicio a los autores del crimen del obispo de La Rioja, se encuentran cartas enviadas por el propio Angelelli al arzobispo Vicente Zazpe —su amigo y vicepresidente del Episcopado— y a la Santa Sede, a través del nuncio apostólico Pio Laghi. En ellas denuncia y detalla, según los términos expresados por los jueces en la sentencia, “la desesperante y angustiante situación vivida en la diócesis los días previos al homicidio”. “Estamos permanentemente obstaculizados para cumplir con la misión de la Iglesia. Personalmente los sacerdotes y las religiosas somos humillados, requisados y allanados por la policía con órdenes del Ejército. Ya no es fácil hacer una reunión con los catequistas, con los sacerdotes o las religiosas”, relató el obispo en las horas que resultarían finales, en una carta remitida al nuncio, quien le respondió: “No dejaré de hacer conocer a la Santa Sede cuanto ha acaecido”.

Monseñor Angelelli ejerció su misión pastoral en tiempos apremiantes, con “un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”, y en medio de las dificultades solía animar en su diócesis con otra frase: “Hay que seguir andando, nomás”. La Iglesia argentina, cuya jerarquía episcopal había acompañado con el silencio —y durante treinta años— la tesis de una muerte accidental, a partir de 2006 reivindicó la figura de un pastor que hace más de cuarenta años practicó la opción preferencial por los pobres, con gestos y mensajes que llevan la misma matriz que hoy moldea a Francisco. Ese cambio se dio a partir de la llegada del cardenal Bergoglio a la presidencia de la Conferencia Episcopal Argentina. Una de sus primeras medidas fue la constitución de una comisión ad hoc que investigara las circunstancias de la muerte del obispo, misión que entre 2006 y 2008 cumplió con abnegada dedicación el arzobispo Carmelo Juan Giaquinta, de indeclinable compromiso con la democracia y la defensa de los derechos humanos, fallecido tres años después.

Ya en mayo de 1974 Angelelli hablaba de una “Iglesia anquilosada, cerrada sobre sí misma, una Iglesia que en nombre de una falsa tradición permanece marginada del mundo y de la vida; una Iglesia que es puramente ritualista, pero que va perdiendo su contenido; una Iglesia que ya no dice nada al hombre de hoy, con sus profundos interrogantes, es una Iglesia infiel porque no responde a su cuna”3. Frente a esa imagen poco atractiva, sostenía la necesidad de una Iglesia misionera, peregrina y dinámica.

En términos similares se expresó cuatro décadas después el papa Francisco en su encíclica Evangelii gaudium,4 al llamar a la “transformación misionera de la Iglesia”. Incluso, en una entrevista con el diario madrileño El País, el pontífice argentino describió los riesgos de una Iglesia “anestesiada y clericalizada”, y señaló tenerles más miedo “a los anestesiados que a los dormidos; a aquellos que se anestesian y claudican ante la mundanidad”,5 al transmitir sus preocupaciones.

En los tiempos de Angelelli se discutía el papel de la Iglesia en el mundo. El Concilio Vaticano II —en cuyas sesiones de 1962, 1964 y 1965 Angelelli participó— constituyó un soplo fresco de renovación, que proclamó la actividad misionera de la Iglesia e inspiró posteriormente a los obispos de la región a elaborar en 1968 el Documento de Medellín, en la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Allí se denunciaron los problemas de “la auténtica promoción humana, en relación con las exigencias de la justicia y de la paz, de la familia y demografía, de la educación y de la juventud”, y se llamó a una “revisión evangélica de la Iglesia visible y sus estructuras”. También se advirtió sobre el testimonio de la pobreza evangélica y la utilización sabia de los medios de comunicación social6.

En plena sintonía con ese pensamiento, Angelelli llamaba a la renovación y recordaba que “a Jesús lo mataron en nombre del orden establecido y de una tradición mal entendida”. Nunca lo conformó la concepción de quienes se sentían cómodos con una Iglesia “metida en el templo, celebrando ceremonias, pero no metida en la vida”. Y lo decía abiertamente: “Es el mismo principio de la moral individual: yo en mi fuero interno creo en Dios, pero afuera no importa si este marido es infiel a su mujer o viceversa; no importa si vengo aquí a golpearme el pecho delante de Dios y voy allá, hago el gran negocio y dejo muertos de hambre a veinte o treinta hermanos míos”7.

A lo largo de los años distintos autores abordaron el estudio de la figura del obispo Enrique Angelelli y contribuyeron a difundir aspectos de su vida pastoral. Cada diez años, en general, se fue enriqueciendo su bibliografía. En 1986, se publicó el libro Pastor y profeta, que reúne una selección de mensajes y cartas pastorales de Angelelli; otras publicaciones recogieron las homilías de sus misas radiales. Dos años más tarde, fueron compilados en un libro los reportajes publicados a monseñor Angelelli durante su ministerio en La Rioja. En 1996, Luis Miguel Baronetto escribió la biografía Vida y martirio de Monseñor Angelelli, reeditada en 2006 al cumplirse treinta años de la muerte, aún antes de la sentencia judicial que confirmó el homicidio. En 1996 los sacerdotes Armando Amiratti y Miguel Ángel La Civita dejaron sus testimonios como discípulos en el libro Monseñor Enrique Angelelli. El corazón de un mártir. El perfil de un obispo del Concilio, y el periodista Fabián Kovacic narró la vida del obispo en su biografía Así en la tierra. En el año 2000, el periodista Pedro Siwak reseñó la vida de Angelelli en Víctimas y mártires de la década del setenta en la Argentina. El padre Luis O. Liberti editó cinco años después la minuciosa investigación Monseñor Angelelli, pastor que evangeliza promoviendo integralmente al hombre, una completa tesis doctoral que conserva plena vigencia. En 2001, el periodista e historiador Roberto Rojo escribió Angelelli. La vida por los pobres, y en 2007 Juan Aurelio Ortiz, que fue secretario del Obispado de La Rioja entre 1970 y 1976, narró su experiencia al lado del pastor, con reflexiones y anécdotas, en El Angelelli que yo conocí. Al año siguiente, el padre Pablo Nazareno Pastrone dio a conocer Pascua en La Rioja. Pastor con el pueblo y desde el pueblo.

Teniendo en cuenta ese caudal de antecedentes y a partir de testimonios recogidos especialmente, este libro procura profundizar en el pensamiento y la acción del obispo Angelelli, así como también en las implicancias políticas y sociales que rodearon su ministerio y su trágica muerte. Se encara el trabajo a la luz de la decisión del papa Francisco de proclamarlo mártir y beato, medida que ha generado algunas resistencias.

A una distancia razonable de los acontecimientos vividos en aquel tiempo dominado por la violencia, las declaraciones y pruebas acreditadas por la justicia resultan muy esclarecedoras. Una visita a La Rioja permitió recoger testimonios fundamentales de sacerdotes, monjas y laicos que compartieron el trabajo pastoral con Angelelli, así como opiniones enfrentadas con el reconocimiento de la Iglesia. Se trata de explicar, en definitiva, por qué hoy la Iglesia del papa Francisco reivindica al mártir riojano, muchos años después de silencios y especulaciones. Tal vez era el tiempo necesario para que germinara la semilla del trabajo pastoral de un obispo que, sin embargo, aún despierta pasiones y posiciones encontradas.

1 PASTRONE, Pablo Nazareno: Pascua en La Rioja. Pastor con el pueblo y desde el pueblo, Buenos Aires, Editorial Docencia, 2015.

2 CARRIQUIRY, Guzmán: Una apuesta por América Latina, Buenos Aires, Sudamericana, 2005.

3 BARBIERI, Sergio: “Yo no puedo predicar la resignación”, entrevista con Enrique Angelelli, revista Crisis, Buenos Aires, 1974.

4 SANTO PADRE FRANCISCO: Evangelii gaudium, Conferencia Episcopal Argentina, 2013.

5 CAÑO, Antonio y Pablo ORDAZ: “El peligro en tiempos de crisis es buscar un salvador que nos devuelva la identidad y nos defienda con muros”, entrevista con Francisco, diario El País, Madrid, 2013 (https://bit.ly/2RUqEO1).

6 II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano: Documento final de Medellín, 1968 (https://bit.ly/2SWgvgQ).

7 BARBIERI: entrevista con Angelelli, Crisis, op. cit.

CAPÍTULO 1
La formación

Unos 564 kilómetros separan en Italia las ciudades de Montegiorgio, cerca de Ancona, en la región de Marcas, y Portocomaro Stazione, en el Piamonte. Uno es el pueblo de origen de la familia Angelelli, que emigró a Córdoba en 1911 y en cuyo seno nació Enrique Ángel, que entregó su vida al sacerdocio y ejerció su misión pastoral en aquella provincia mediterránea argentina y en La Rioja. El otro es el lugar donde creció la familia Bergoglio, uno de cuyos hijos dilectos, Jorge Mario, cuyo padre había emigrado a la Argentina, debió cruzar el Atlántico décadas más tarde rumbo a Roma para dirigir los destinos de la Iglesia Católica como el primer papa latinoamericano. Los caminos de ambos se cruzaron en los tumultuosos años 70 y fueron protagonistas de un “reencuentro” a mediados de 2018, cuando el sumo pontífice proclamó mártir a monseñor Angelelli, la primera víctima de la dictadura militar argentina en llegar a los altares.

En el medio, la historia de Angelelli transitó por senderos intrincados, sinuosos, llenos de curvas y contracurvas, condenas y reivindicaciones, a lo largo de cuarenta años, a partir del momento en que su vida se vio truncada y se apagó en la ruta nacional 38, a la altura de Punta de los Llanos. Como signo del destino, el obispo de La Rioja ofrendó su última imagen con los brazos extendidos en el pavimento y su cuerpo inerte con su sotana negra, luego del vuelco fatal de su automóvil, formando una cruz y con los ojos mirando hacia el cielo, aunque hay sospechas de que pudo haber sido colocado intencionalmente en esa posición.

Su padre, Juan Angelelli, había dejado la tierra de sus ancestros cuando en el horizonte amenazaba la guerra de 1914. Había nacido el 13 de diciembre de 1896 en Montegiorgio y desde chico se familiarizó con el trabajo en el campo. Llegó a la Argentina cuando tenía 15 años y puso manos a la obra como inmigrante campesino. Se instaló en la periferia sur de Córdoba, en Villa Eucarística, una zona de producción agrícola donde se ganó el pan con el sudor y el arte del cultivo, como tantos compatriotas de su tiempo. A los 24 se casó y formó un hogar con Celina Carletti, originaria de la provincia italiana de Macheratta, única mujer en una familia que tuvo siete hijos. Se asentaron en el Barrio Las Margaritas y, con el tiempo, llegaron tres hijos: Enrique Ángel, el 17 de julio de 1923, futuro sacerdote y obispo; Juan, en 1926, que ingresó a la Fuerza Aérea —donde curiosamente también se formaron algunos de los que en 1976 le quitaron la vida a su hermano—; y Elena, en 1930,8 quien falleció poco después de la llegada de Enrique como obispo a La Rioja (a raíz de ello, tuvo una relación muy cercana con sus sobrinos Quique, Susana y Marilé, hijos de Elena).

Enrique cursó hasta cuarto grado en la Escuela Nacional N.º 286 del Barrio La France, hasta que sus padres decidieron mudarse a una quinta, donde pasaron a trabajar como productores de hortalizas, entre otras actividades rurales, en la zona sudeste de la ciudad. En esa etapa Enrique concurrió durante dos años al colegio de Villa Eucarística, de las Hermanas Adoratrices Españolas, en cuyo huerto también comenzó a trabajar su padre.

A los 15 años, con su familia instalada ya en el Barrio Alberdi, donde su padre fue empleado en una fábrica de cal, sintió el llamado de la vocación sacerdotal, una decisión temprana que no sorprendió a don Juan y doña Celina, que tenían un contacto frecuente con la congregación religiosa debido a su trabajo rural. En la decisión de Enrique probablemente hayan ejercido influencia los sacerdotes Ramón Varas, capellán del colegio de Villa Eucarística y profesor de catequesis —sus alumnos lo apodaban “Matón” por una herida no del todo curada en su rostro—, y el padre Pueyrredón, que también oficiaba misa en la institución educativa.

Con un camino por explorar y el entusiasmo propios de la edad, el 6 de marzo de 1938 Enrique Angelelli ingresó al seminario Nuestra Señora de Loreto, de la ciudad de Córdoba, en la calle Vélez Sarsfield 5549. Se destacó como estudiante de Teología, pero especialmente por su compañerismo y actitud de servicio, su constancia y concentración, aunque las notas no lo consagraban como un alumno brillante. Tampoco se lucía entre los mejores en los deportes. Acostumbraba jugar al fútbol, en el puesto de marcador lateral derecho, y no podía olvidar su identificación con el club Instituto, apodado “La Gloria”, del cual surgirían futbolistas de renombre. Además, practicaba informalmente básquet en la antigua casona de Los Molinos, donde los seminaristas pasaban sus tiempos de recreación y encuentros de reflexión.

Tras completar su formación inicial, en 1943 Angelelli comenzó a cursar los tres años del ciclo de Filosofía, donde sí logró muy buenos resultados. En 1946 empezó la licenciatura en Teología y fue designado prefecto de los seminaristas menores, por lo que debía cuidar la disciplina, la formación y la dedicación al estudio de los ingresantes. Al año siguiente, sus formadores advirtieron su capacidad y, como era habitual en ese tiempo, cuando las instituciones religiosas notaban un fuerte potencial en un futuro sacerdote, fue enviado a estudiar a Roma10. “Se alojó en el Colegio Pío Latino Americano, donde convivían cerca de treinta seminaristas argentinos, y concluyó el ciclo teológico en la Universidad Gregoriana. Recibió la ordenación sacerdotal en Roma, de manos del cardenal Luis Taglia, el 9 de octubre de 1949, en la iglesia del Gesù, de la Compañía de Jesús, un templo construido en el siglo XVI, cuyo diseño arquitectónico sirvió de modelo para varias iglesias jesuitas. Al día siguiente celebró la primera misa en el altar de la Basílica de San Pedro y dos años después obtuvo la licenciatura en Derecho canónico”, detalla el sacerdote Pablo Nazareno Pastrone, quien investigó la vida de monseñor Angelelli y la recepción diocesana de su muerte en La Rioja11. En la misma universidad se formaron en distintas épocas varios pontífices, como Eugenio Pacelli (futuro Pío XII), Giovanni Battista Montini (Pablo VI) y Albino Luciani (Juan Pablo I), además de varios obispos argentinos, como los cardenales Santiago Luis Copello, Nicolás Fasolino, Juan Carlos Aramburu, Estanislao Karlic y Leonardo Sandri, además del arzobispo José María Arancedo, entre otros. También allí estudiaron el arzobispo de San Salvador Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980 mientras oficiaba misa, en un contexto de fuerte violencia en su país, y el obispo Fernando Lugo, que años más tarde dejó la carrera eclesiástica para convertirse en presidente de Paraguay.

Ya en ese tiempo, cuando contaba con 27 años, a Angelelli le decían “Pelado”. Así lo recordó con afecto años después el arzobispo Carmelo Giaquinta, quien compartió con él estudios en el Colegio Pío Latino Americano, en Roma, entre 1949 y 1950: “Lo llamábamos cariñosamente ‘el Pelado’. Pero más que la pelada, lo que en él refulgía era la alegría y la bondad. Y, por lo mismo, la capacidad de acrecentar el espíritu de comunión entre los compañeros”, reveló el destacado teólogo.

En la primera misa de Angelelli en la Basílica de San Pedro, bajo el imponente Baldaquino de Bernini, fue acompañado como asistente por el seminarista Juan Carlos Gorosito, que también estudiaba en Roma y con quien, años más tarde, Angelelli compartió su trabajo pastoral en Córdoba y en La Rioja. El futuro obispo vivió en Roma las fiestas extraordinarias del Año Santo, proclamado por el papa Pío XII en 1950, y transmitió esa singular experiencia en cartas enviadas a sus padres. Al concluir sus estudios en la Universidad Gregoriana, Enrique emprendió unas vacaciones con algunos compañeros de estudios en el verano europeo de 1951, y recorrió ciudades de Italia, Suiza, Francia, España y Portugal. Internamente sobrellevaba la ansiedad y las sensaciones por su inminente regreso a la Argentina para volcarse a su misión sacerdotal, según describió en unas líneas que le mandó a su hermano Juan desde Barcelona, el 4 de agosto de 1951, en las que le recomendaba que no divulgara la noticia de su viaje hasta su llegada12.

En la Argentina lo esperaba una Iglesia que ya comenzaba a mostrar cambios. “Angelelli pertenece a una generación que modernizó el clero. A partir de la década de 1940, comienzan a producirse modificaciones en la organización de la Iglesia”, explica la historiadora Miranda Lida, investigadora del Conicet y colaboradora de la revista Criterio.

Pese a que en esa época el 90% de la población se declaraba afín al credo católico, en la década de 1920 del siglo pasado en la ciudad de Buenos Aires apenas había unas veinte parroquias. A partir de la década siguiente, el arzobispo Santiago Luis Copello —poco después, cardenal— desarrolló un plan para la creación de

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