1. Entre los picoteadores del Muro
Los del Archivo lo llamábamos Fonty; no, muchos, al encontrárselo, le decían:
—¿Qué, Fonty, otra vez correo de Friedlaender? ¿Y cómo está su hija? Por todas partes corre la voz de la boda de Mete, no sólo en Prenzlauer Berg. ¿Qué hay de eso, Fonty?
Hasta su Sombra-de-noche-y-día exclamaba:
—¡Hombre no, Fonty! Eso fue años antes de las intrigas revolucionarias, cuando usted ofreció a sus compañeros del Tunnel, bajo una luz mortecina, algo escocés, una balada...
De acuerdo: suena idiota, lo mismo que Honni o Gorbi[1], pero tendrá que ser Fonty. Hasta su deseo de una «y griega» final tendremos que refrendarlo con sello hugonote.
Según sus papeles se llamaba Theo Wuttke, pero, como había nacido en Neuruppin, y además el penúltimo día de 1919, había materia suficiente para reflejar las tribulaciones de una existencia fracasada, sólo tardíamente famosa, aunque se le levantara luego un monumento que nosotros, con palabras de Fonty, llamábamos «El Bronce sentado».
Sin considerar muertes ni lápidas, y más impulsado por aquel monumento de cuerpo entero que de niño había contemplado a menudo solo y a veces de la mano de su padre, el joven Wuttke —de estudiante de bachillerato o vistiendo el azul de la Luftwaffe— solía preparar tan verosímilmente su fama después de su fallecimiento, que el Wuttke entrado en años, al que se le quedó de mote Fonty desde que comenzó sus giras de conferencias para la Kulturbund, tenía siempre una multitud de citas a flor de labios; y todas ellas eran tan oportunas que en alguna que otra tertulia podía pasar por su autor.
Hablaba de «mi harto conocida balada de las peras», de «mi Grete Minde y su incendio» y, una y otra vez, se refería a Effi como su «hija del aire». Dubslav von Stechlin y la rubia ceniza Lene Nimptsch, la Mathilde de rostro de camafeo y Stine, que había resultado demasiado pálida, junto con la viuda Pittelkow, Briest con su debilidad a cuestas, Schach, cuando hizo el ridículo, el guarda forestal Opitz y la delicada Cécile..., todos eran su elenco. No guiñándonos un ojo, sino consciente de sus vividos sufrimientos, se nos quejaba de su duro trabajo como boticario cuando la Revolución del 48, y luego de su precaria situación como secretario de la Academia Prusiana de las Artes —«Todavía sigo enormemente desmadejado y de los nervios»—, para hablar inmediatamente de la crisis que casi lo llevó a un psiquiátrico. Él era lo que decía, y los que lo llamaban Fonty le creían a pies juntillas mientras charlaba y envolvía la grandeza y el ocaso de la nobleza de la Marca en anécdotas sabrosas.
De esa forma nos hacía cortas las tardes tristonas. Apenas se sentaba en el sillón de los visitantes, comenzaba a largar. Lo sabía casi todo; hasta podía enumerar los errores de sus biógrafos, a los que, cuando estaba de humor, llamaba «mis beneméritos borradores de huellas». Y, cuando le pareció indudable que se estaba convirtiendo en modelo para nosotros, exclamó: «¡Sería ridículo presentarme como alguien “serenamente por encima”!».
Con frecuencia era mejor que nosotros, sus «diligentes esclavos de las notas de pie de página». La correspondencia que estaba en nuestro poder, por ejemplo con su hija, la podía espigar citándola tan literalmente, que debía de ser un placer para él continuarla con tono epistolar imperecedero; no olvidemos que, inmediatamente después de la apertura del Muro de Berlín, escribió una carta de Mete a Martha Wuttke, la cual, por razón de sus nervios afectados, estaba en tratamiento en Thale del Harz: «... Mamá, naturalmente, se emocionó hasta llorar, mientras que, para mí, esos acontecimientos, que quieren ser grandiosos a toda costa, significan muy poco. Me importan más los detalles curiosos, por ejemplo esos muchachos, algunos exóticamente extranjeros, que en calidad de, así llamados, picadores o picoteadores del Muro, se dedican a la demolición, sin duda loable, de ese logro de kilómetros, como iconoclastas o pequeños comerciantes; arremeten contra esa obra de arte panalemana con mazo y cincel, para que todo el mundo —y no faltan clientes— pueda tener su souvenir...».
Con lo que queda dicho en qué época pretérita hacíamos revivir a Theo Wuttke, al que todos llamábamos Fonty. Lo mismo ocurría con su Sombra-de-noche-y-día. Ludwig Hoftaller, cuya vida anterior había aparecido en el mercado de libros occidental con el título de Tallhover, entró en activo a comienzos de los años cuarenta del pasado siglo, pero no se retiró de sus actividades allí donde su biógrafo fijó el punto final, sino que, a partir de mediados de los cincuenta de nuestro siglo, siguió sacando provecho de su superdesarrollada memoria, debido, al parecer, a los muchos asuntos no resueltos, de los que formaba parte el asunto Fonty.
Por eso fue Hoftaller quien, en la estación de metro del Jardín Zoológico, plateó dinero oriental de hojalata para poder celebrar con su amigo, gracias a la moneda occidental, el septuagésimo cumpleaños de éste:
—Eso no se puede dejar pasar en silencio. Hay que mojarlo.
—Es como si se me quisieran rendir los penúltimos honores.
Fonty recordó a su viejo compinche una situación que se produjo a consecuencia de una invitación del Vossische Zeitung. Se había recibido en casa una carta de Stephany, el redactor jefe. Sin embargo, ya entonces, cien años antes, él había reaccionado con desánimo, a vuelta de correo: «Los setenta puede cumplirlos cualquiera, con tener un estómago sufrido».
Sólo cuando Hoftaller prometió no reunir, como en otro tiempo el Vossische, a unas cuatrocientas notabilidades de la sociedad berlinesa, sino reducir el círculo de los celebrantes e incluso, si quería, limitarlo radicalmente al anciano homenajeado y a él, su salvador en situaciones difíciles, se resignó Fonty:
—Desde luego, preferiría acurrucarme en un rincón del sofá —a los casi setenta años te dejan hacerlo—, pero, si no se puede evitar, que sea algo especial.
Hoftaller propuso el club de artistas Möwe, de la Maternstrasse. Luego rogó a su huésped que considerase el popular restaurante-teatro Ganymed, en el Schiffbauerdamm. A él nada le parecía bien. Y tampoco el Kempinsky, en el oeste de la ciudad, se ajustaba a los deseos de Fonty.
—Me imagino —dijo— algo escocés. No necesariamente con gaiteros, pero podría ser algo más o menos escocés...
Nosotros, los supervivientes esclavos de las notas de pie de página del Archivo, nos exhortamos a no relatar precipitadamente la celebración del septuagésimo cumpleaños, sino informar sobre el paseo que tuvo lugar ya a mediados de diciembre y que sólo después de un rato bastante largo ofreció oportunidad para hablar del próximo cumpleaños y planificar su celebración.
Un día de invierno de frío helador, con el que concordaba un cielo de azul acuoso sobre la ahora indivisa ciudad, el 17 de diciembre, en que se reunió en el Dynamo-Halle el Partido hasta entonces gobernante, para disfrazarse con un nuevo nombre, un domingo que movilizó a grandes y pequeños, entraron en foco también ellos, perseverantes, en la esquina Otto-Grotewohl y Leipziger Strasse: el alto y delgado junto al ancho y pequeño. Una silueta de sombreros y abrigos de fieltro oscuro y mezclilla de lana gris, fundidos en un todo que se iba agrandando. Lo que, emparejados, los aproximaba parecía imparable. Ya habían pasado junto al edificio de los Ministerios; mejor dicho, junto a su costado norte. A veces gesticulaba la mitad alta, a veces la pequeña. O se mostraban ambas elocuentes a la vez, con manos que salían de anchas mangas: uno dando grandes pasos, el otro pasitos cortos. Exhalando el aliento, evaporado luego en nubecitas blancas. De esa forma se mantenía cada uno, respectivamente, por delante y por detrás del otro, pero sin embargo estrechamente unidos y formando una sola figura. Como aquel tronco de caballos no conseguía llevar el paso, parecía como si se movieran unas sombras chinescas ligeramente nerviosas. Aquella película muda iba en dirección de la Potsdamer Platz, en donde el Muro, erigido como frontera, había sido demolido ya a todo lo ancho de la calle y aparecía abierto en ambas direcciones; sin embargo, aquel paso, por estar frecuentemente atascado, permitía sólo un tráfico lento de una mitad de la ciudad a la otra, entre dos mundos, de Berlín a Berlín.
Atravesaron una tierra de nadie desolada durante decenios, que ahora, como gran superficie, ansiaba propietario; ya había primeros proyectos, que pugnaban entre sí, ya se había desatado la furia constructora, ya subían los precios del suelo.
A Fonty le gustaban esos paseos, sobre todo desde que el Oeste, recientemente, le ofrecía expansión en el Tiergarten. Sólo entonces entró en escena su bastón. De Hoftaller, que se le colgaba sin bastón pero con cartera repleta, se sabía que, además de termo y fiambrera, llevaba siempre un pequeño paraguas que, al oprimir un botón, se desplegaba hasta el tamaño normal.
En su estado ya sin vigilancia apenas, el Muro les ofrecía posibilidades de paso por ambos lados. Tras un breve titubeo, decidieron ir por la derecha en dirección a la Puerta de Brandeburgo. Metal sobre piedra: desde lejos habían oído ya el agudo picotear. Con temperaturas por debajo de cero, un ruido así se oye desde muy lejos.
Unos al lado de otros, los picoteadores del Muro estaban de pie o de rodillas. Los que trabajaban en equipo se relevaban unos a otros. Algunos llevaban guantes contra el frío. Con martillo y cincel, a menudo sólo con adoquín y destornillador, iban desmoronando la muralla, cuyo lado occidental, durante los últimos años de su existencia, había sido ennoblecido, como obra de arte, con intensos colores y duros trazos de contorno: no escatimaba los símbolos, escupía citas, gritaba, acusaba y, ayer mismo, todavía era actual.
Aquí y allá, el Muro estaba ya agujereado y mostraba sus vísceras: hierros de refuerzo que pronto echarían herrumbre. Y, en extensas superficies, aquel mural de kilómetros, prolongado hasta poco antes del final, revelaba, en fragmentos aptos para museos, manchas como la palma de la mano y, en trozos diminutos, pintura salvaje: fantasía liberada y códigos de protesta anquilosados.
Todo estaba pensado para servir de memoria. Con independencia del martilleo, en la, por así decirlo, segunda línea del desmantelamiento que se realizaba desde el Oeste, ya estaba en marcha el negocio. Extendidos sobre paños o periódicos, había trozos pesados y fragmentos diminutos. Algunos vendedores ofrecían de tres a cinco pedazos, ninguno mayor que una moneda de un marco, en bolsas transparentes. Podían admirarse detalles mayores desprendidos con paciencia de las pinturas del Muro, como la cabeza de un monstruo con un ojo en la frente o una mano de siete dedos; objetos expuestos que no se vendían baratos pero encontraban compradores, sobre todo porque con el souvenir se entregaba un certificado con fecha: «Muro de Berlín original».
Fonty, que no podía dejar de comentar nada, exclamó:
—¡Mejor en fragmento que entero!
Como sólo tenía suelto dinero oriental, un joven vendedor, que por lo visto había ganado lo suficiente, le regaló tres pedazos desprendidos, del tamaño de una moneda, cuyos rastros de color —uno, negro sobre amarillo, otro azul junto a rojo y el tercero de tres clases de verde— pasaban por preciosos:
—Toma, abuelo, sólo para clientes del Este y porque es domingo.
Al principio, su Sombra-de-noche-y-día no quería ser testigo de aquella diversión popular, sin duda ilegal pero tolerada a ambos lados del Muro; Fonty tuvo que tirarle de la manga. Arrastró literalmente a su compinche por delante de metros de imágenes en movimiento. No, aquello no era para Hoftaller. Aquel arte mural no le agradaba; y, sin embargo, tenía que presenciar lo que siempre le había repugnado:
—¡Caos! —exclamó—. ¡Nada más que caos!
Cuando llegaron a un punto de las placas de hormigón estrechamente ensambladas y peraltadas por un abultamiento, que ofrecía vista hacia el Este porque en la fronteriza construcción, en su parte superior, se había abierto recientemente una brecha enorme, se detuvieron y miraron por la cuña abierta, de cuyos bordes dentellados sobresalían unos hierros de refuerzo, en parte torcidos y en parte serrados. Miraron el cinturón de seguridad, la cinta para los perros, el amplio campo de tiro, miraron por encima de las franjas de la muerte, miraron las torres de vigilancia.
Vistos desde el otro lado, Fonty se asomaba de medio cuerpo por la ensanchada grieta. Junto a él, Hoftaller quedaba visible desde los hombros: dos hombres con sombrero. Si, por necesidades de la seguridad oriental, hubiera habido aún algún guardia fronterizo vigilando, habría podido hacer una foto de los dos para el servicio de identificación.
Durante largo rato guardaron silencio a través de la cuña abierta, pero tenían recuerdos que corrían de formas distintas. Finalmente, Hoftaller dijo:
—Me entristece, aunque, como muy tarde, pronosticamos esta demolición desde el asunto de la revista Sputnik[2]. Un día se podrá leer nuestro informe sobre la desintegración del orden público. Nadie lo tuvo en cuenta. No se podía hablar con ninguno de los camaradas dirigentes. Eso lo conozco bien: el ensordecimiento habitual en una etapa tardía...
Más susurrando que en voz alta, Hoftaller liberó a través de la brecha del Muro sus preocupaciones laborales. De pronto soltó una risita. Una risita largo tiempo contenida, almacenada hasta desbordar ahora, lo sacudió. Y Fonty, que tuvo que inclinar su oído hacia el que susurraba, oyó:
—En realidad cómico. Un caso típico de cansancio de poder. Nada atrapa más. Pero saber quién abrió el cerrojo, eso sí que querría saberlo. ¿Quién pasó al camarada Schabowski la chuleta? ¿Quién le permitió transmitir un mensaje? Frase por frase y a bombo y platillo... «A partir de la fecha...» ¿Eh, Fonty? ¿A quién se le ocurrió el conjuro «Sésamo, ábrete»? ¿A quién? No es de extrañar que el Oeste se sintiera aterrado cuando, a partir del 9 de noviembre, decenas de millares, ¿qué digo?, centenas de millares se pasaron al otro lado, a pie o con sus trabis[3]. Se quedaron realmente perplejos... Gritaron que era una locura... ¡Locura! Pero eso es lo que pasa cuando, durante años, se lloriquea: «El Muro debe desaparecer...». Bueno, Wuttke, ¿quién dijo «Por favor, tragadnos»? ¿Lo entiende ahora?
Fonty, que hasta entonces había guardado silencio, con la cabeza inclinada, no quiso adivinar. Más bien con indiferencia le soltó otra pregunta:
—Por cierto, ¿dónde estaba usted metido cuando, en aquella época, todo se cerró herméticamente, de un extremo al otro?
Seguían de pie ante la grieta abierta a la altura del pecho y los hombros, como enmarcados: un doble retrato. Como ambos se sometían de buena gana al ritual de los interrogatorios ensayados, suponemos que Fonty sabía de antemano lo que Hoftaller recitó como una letanía: «Como consecuencia de la contrarrevolución... Cuando sólo con ayuda del poder soviético... Poco después se produjeron depuraciones...».
Enumeró medidas de seguridad omitidas y habló de decepciones. Todavía seguía lamentando los fallos del sistema. No se podía liberar del recuerdo del 17 de junio[4]:
—Me sancionaron con un cambio de destino. Estaba en el archivo estatal sin nada que hacer. Caí en un estado de ánimo depresivo. Por eso tuve que abandonar el Estado de los Obreros y Campesinos. Sin embargo, en principio no fue una crisis espiritual. No, Tallhover no cambió todo, sólo cambió de lado, allí sí que lo quisieron. Sin embargo, desgraciadamente, mi biógrafo no quiso creerlo, valoró erróneamente la libertad habitual en el Oeste, me vio sin salida y me atribuyó una nostalgia de la muerte, como si nosotros pudiéramos acabar. ¡Para nosotros, Fonty, no hay final!
Hoftaller no hablaba ya en susurros. Ahora no delante de la boqueante construcción de losas que forzaba a la confesión sino otra vez a pasitos y a lo largo de la imagen interminable del Muro, parecía de buen humor:
—Ahora se puede hablar sin ambages: fui acogido con todo agrado. Se comprende: ¡mis conocimientos especializados! Circulaba por allí con el nombre cambiado. Me registraron como «Revolat». Me sentó bien el cambio de clima. Sin embargo, tampoco en el otro lado se me ahorraron decepciones. Mis advertencias del peligro de un bloqueo fueron inútiles. En Colonia, justifiqué con recibos fotocopiados todas las compras mayoristas hechas en el Oeste: todo lo que se necesitaba para el Muro de la paz, cemento, hierros de refuerzo, un montón de alambre de espino. Finalmente, di a Pullach un aviso. No sirvió de nada. Por último, cuando era demasiado tarde, el agente «Revolat» se dio cuenta de que también el Oeste quería el Muro. Después, todo fue más sencillo. Por ambos lados. Hasta los yanquis eran partidarios. Imposible lograr más seguridad. ¡Y ahora, esta demolición!
—Nada dura siempre —fue el consuelo de Fonty. Con la luz de la tarde cayendo diagonalmente, anduvieron a pasos y pasitos hacia la Puerta. El sol, ya bajo, hizo que arrojaran en el mural una sombra emparejada, que los seguía e imitaba sus gestos en cuanto hablaban con las manos desde las amplias mangas del abrigo, valorando como riesgo la reciente brecha de la seguridad: «¡Algún día querrán volver atrás!» o celebrándola como «inmenso beneficio»: «¡Sin es mejor que con!».
Algunos picoteadores de muros se dedicaban encarnizadamente a su oficio, como si los pagaran a destajo, y un hombre de edad avanzada lo hacía incluso con una perforadora eléctrica alimentada por una batería. Llevaba gafas protectoras y orejeras. Los niños lo contemplaban.
Había mucha gente en camino, también turcos. Jóvenes parejas se hacían fotografiar contra el fondo, para poder acordarse después, mucho después. Aquí se encontraban familias largo tiempo separadas. Personas llegadas de lejos se asombraban. Japoneses en grupos. Un bávaro en traje regional. Un ambiente alegre pero no ruidoso. Y, planeando sobre todo aquello, el ruido atribuido a los pájaros carpinteros.
Dos policías occidentales a caballo vinieron hacia ellos, mirando por encima de aquel trabajo dominical. Hoftaller se irguió como correspondía a la autoridad pero, a su pregunta sobre la permisibilidad de aquel proceso destructivo, uno de los guardias dijo:
—Permitido no está, pero prohibido menos aún.
Para consolarlo, Fonty regaló a su Sombra-de-noche-y-día los tres pedacitos de Muro del tamaño de una moneda. Y, mientras ponía a buen recaudo en su portamonedas aquellos fragmentos abigarrados de una sola cara, como elementos de prueba, Hoftaller dijo:
—En cualquier caso, desde agosto del sesenta y uno[5] se esperaba algo. Mi antiguo servicio llamó a la puerta. No me hice esperar mucho. Pero eso ya lo sabe usted, que siempre he sido pangermanista...
Su ritual no daba para más. En silencio recorrieron el Muro. Su aliento se disipaba sólo en vapor. Paso a paso, la pareja se detuvo, en medio de una masa remansada, ante la Puerta de Brandeburgo o, mejor, ante el muro de cemento de amplia curva que seguía cerrándola y cuyo derrumbamiento aguardaba el mundo desde hacía semanas con acechantes equipos de televisión.
Masivo, como construido para siempre. Sólo el desconcierto de algunos soldados de fronteras, que en la prominencia superior del bastión, en aquel punto transitable, más que hacer acto de presencia no sabían qué hacer por allí, anunciaba la caída del baluarte prevista para fecha próxima. Estamos seguros: Hoftaller miraba todo aquello con sentimientos encontrados, pero Fonty se alegraba de la trama secundaria del idilio dominical. Mujeres jóvenes y niños que sus madres sostenían en alto regalaban a los soldados flores, cigarrillos, naranjas, chucherías de chocolate y, naturalmente, plátanos, aquella fruta meridional entonces ostensiblemente popular. Y, maravilla de maravillas, aquellos hombres de uniforme, recientemente todavía dispuestos a disparar, se dejaban agasajar y hasta aceptaban champaña occidental.
Y allí, acunados por el ambiente de domingo, rodeados de curiosos, entre los que algunos jóvenes, más acervezados que agresivos, berreaban «¡Abrid la puerta!», entonces, en la época de las esperanzas escarpadas y de las mesas redondas, de las grandes palabras y de las dudas pusilánimes, en la hora de los mandamases destituidos y de los primeros negocios rápidos, en un día de diciembre tranquilo y claro del ochenta y nueve, cuando la cotización de la palabra «Unidad» iba aumentando más y más, Fonty recitó de pronto en voz alta y sin que Hoftaller pudiera contenerlo, aquel largo poema llamado «Entrada victoriosa», que el 16 de junio de 1871 había aparecido puntualmente para la ocasión en el Berliner Fremden-und Anzeigenblatt, y cuyas rimas celebraban el victorioso final de la guerra contra Francia, así como la fundación del Imperio y la coronación del rey de Prusia como Emperador de los alemanes, haciendo desfilar, en abundantes estrofas, a todos los regimientos que regresaban y, en primer lugar, a la Guardia —«Ya vienen ahora, cerrados, unidos, el sable en la diestra, aún no vencidos, azules jinetes los de Mars-la-Tour pero hay otros muchos que han muerto en el sur...»—, haciéndolos marchar al paso por la Puerta de Brandeburgo y subir luego por la gran avenida de Unter den Linden: «Van todos mezclados, prusianos, hesienses, los bávaros siempre, detrás los badenses, sajones y suabios, después cazadores, los cascos agudos, los mil tiradores...».
No era la primera vez que ocurría, porque después de la victoria prusiana sobre Dinamarca y Austria, en las primeras guerras por la Unidad, hubo igualmente desfiles y poemas rimados sobre entradas victoriosas; un celo homenajeador que Fonty, con la primera estrofa, había evocado para los curiosos que había ante la cerrada puerta: «Y ved ahora cómo, por tercera vez, hoy cruzan la Puerta con gran altivez, el Káiser delante, el sol de esta hora, hay gente que ríe, hay gente que llora...».
Por marcadamente que declamase, allí, al aire libre, la voz de Theo Wuttke, ex orador de la Kulturbund al que todos llamaban Fonty, no llegaba suficientemente lejos. Sólo algunos se rieron y ninguno lloró de alegría, y también los aplausos fueron escasos cuando, con la última estrofa, el desfile de la victoria terminó ante el monumento a Federico II, el «Monumento a Fritz».
En cuanto se apagó el eco de los versos, los dos se separaron de la multitud. A Fonty pareció entrarle prisa y Hoftaller le dijo desde atrás:
—¿Va a ser ésa su aportación a la futura Unidad? Atrevida y enérgica. Todavía me suena: «Por Linden arriba retumban marciales, y Prusia, Alemania, avanzan iguales...».
—¡No sé, no sé! No era más que un trabajo retribuido, mal pagado además...
—De ésos hay más, a veces rimados con rigidez, a veces con insolencia.
—¡Por desgracia! ¡Pero también los hay mejores... y ésos quedan!
Entretanto, se alejaban bajo los árboles entumecidos por el invierno. Su conversación sobre el valor de la poesía de circunstancias se extinguió rápidamente; la dejaremos sin comentario. Dieron sus pasos de distinta longitud hacia los transeúntes domingueros que se dirigían a la Puerta. Su objetivo era la Columna de la Victoria, cuyo ángel de remate fanfarroneaba al sol de la tarde como un espanto recién dorado. Querían ir hacia la Gran Estrella, a través del Tiergarten que los seducía con bancos para el reposo en los caminos secundarios que salían a la izquierda hacia el puente de Luisa, hacia la Amazona y en dirección de la isla de Rousseau. Pero ellos no se desviaron. Apenas acortaron el paso junto al monumento soviético.
Vistos desde la Puerta de Brandeburgo, se hacían cada vez más pequeños. La pareja de distintas alturas. Otra vez gesticulante: el uno con el bastón, al que llamaba «mi bastón de caminante por la Marca», el otro con los cortitos dedos de su mano derecha, porque en la izquierda llevaba la panzuda cartera. Película muda. A grandes pasos el uno, a pasitos el otro. Vistos desde la Gran Estrella, avanzaban mucho. Abrigo con abrigo, entretejidos en una silueta, aunque no iban cogidos del brazo. Al final de la avenida de los desfiles, desaparecieron los dos un rato, porque tuvieron que evitar el desenfrenado tráfico circular en torno a la Columna de la Victoria, sumergiéndose en un túnel expresamente construido para peatones.
Ahora que la pareja ha desaparecido, sentimos la tentación de mofarnos de los monumentos de Berlín, que han soportado, en toda su altura, las dos guerras mundiales, pero Fonty nos corta la palabra; apenas emergieron otra vez los dos, hubo oportunidad, desde el pedestal de la alta columna, que mide sesenta y seis metros hasta la punta del estandarte vencedor, para digresiones hacia el campo histórico, ya fuera con ayuda de poemas de muchas estrofas, ya de una memoria que se remontaba hasta Sedán y más allá aún.
Según se dice, habían presenciado el 2 de septiembre de 1873 la inauguración de la Columna de la Victoria. En aquella época, la alzada Borrusia estaba, como Victoria, en la Plaza del Rey, la actual Plaza de la República. Poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial, y por orden suprema, fue trasladada y situada ante la explanada del edificio de Reichstag, junto a la Gran Estrella.
Una curiosidad es, al parecer, un relieve que, a la altura de los ojos, celebra las guerras por la Unidad, victoria tras victoria. Aquí, un chico de cabello rizado lleva el fusil a su padre, que abraza a su madre como despedida; allí, los hombres de la Reserva Territorial calan la bayoneta. Un trompeta llama al ataque. Avanzan pisando cadáveres.
Midieron el pedestal a pasos. Como la columna, incluido su granito rojo-sueco, las partes de metal fundidas y la diosa de la Victoria coronadora, había sufrido daños en la última guerra, miserablemente perdida, el dedo de Hoftaller señaló agujeros por todas partes, en los que no se podía saber si habían sido fragmentos de bomba o, al final, de granada, los que habían encontrado su objetivo. Perforado el pecho de un soldado de infantería. Yelmos en dos. La mano de sólo tres dedos. Aquí le falta a un caballo de dragones la pata delantera derecha, allí un capitán sin cabeza se lanza hacia delante, ya sea en Düppel, ya en Gravelotte. Afligido, Hoftaller hizo balance. Cincuenta y tantos orificios contó, sin incluir los daños del pedestal de granito. Sin embargo, Fonty, en lo que a victorias se refería y hasta donde se remontaba la historia de Prusia, tenía algo más que ofrecer que la columna.
Citó al conde de Schwerin y su bandera, al viejo Derfflinger, a los generales Zieten y Seydlitz, y además todas las batallas, desde Fehrbellin a Zorndorf, pasando por Hohenfriedberg. Ya iba a relacionar la victoria de Prusia y ocasionales derrotas con los estandartes de regimientos famosos y a presentar a los celebrados espadones de Federico el Grande con breves citas —«Seydlitz rompe el cuello a las botellas al beber, de romper cuellos nada tiene que aprender...»— cuando Fonty, que estaba tomando aliento para coger el tono de las baladas y había levantado los brazos, con el bastón, fue empujado por detrás.
Un chico, al que luego nos retrató como pecoso, expresó un deseo:
—¿Me pue datar el sapato? Yo no sé. Sólo tengo sincaños.
Fonty se inclinó, dejó a un lado su bastón de caminante y, como le habían pedido, ató con un lazo el suelto cordón de aquel zapato derecho.
—Ya está —dijo—, aguantará.
—¡Bueno, la prósima vez podré yo! —exclamó el chico, y corrió hacia los otros chicos, que, rodeando la Columna de la Victoria y rodeados por el tráfico circular, jugaban al fútbol.
—¿Ve? —dijo Fonty—, sólo eso es lo importante. Batallas, victorias, Sedán y Königgrätz son nulos de pleno derecho. Todos absurdos y ridículos. La unidad alemana, ¡pura especulación! Sin embargo, el primer cordón de zapatos que se consigue atar, eso cuenta.
Hoftaller llevaba zapatos de hebilla desgastados. No quiso acordarse.
Entonces se fue el sol. Una vez más atravesaron la Gran Estrella por el túnel de peatones, recorrieron la calle del 17 de Junio y quisieron tomar el metro en la estación de Tiergarten. Dos hombres de edad que conversaban. Sus gestos más torpes ahora. No arrojaban ya ninguna sombra.
Y sólo entonces, no de forma precipitadamente prematura, sino apenas quince días antes de la ocasión redonda, Hoftaller comenzó a preparar su invitación:
—No todos los días se cumplen setenta años.
—Para celebrarlo me faltan quintales de convicción.
—La convicción llegará, seguro.
—¿Y de dónde la voy a sacar?
—Propongo la estación de la Friedrichstrasse, el restorán Mitropa. En otro tiempo, lugar de cita de agentes. Histórico, por decirlo así.
Fonty puso un rostro subversivamente reservado y dio pasos más largos.
Por corto de piernas que fuera Hoftaller, permaneció a su lado:
—Sin mucho jaleo, lo prometo. Sólo una copa agradable...
—Sin embargo, se convertirá como siempre en un alboroto... Además, me da mala espina...
—¿Debo entenderlo como una negativa?
—¿Quiere decir eso que estoy obligado?
—Por no decirlo con más claridad: creo que sí.
—Y si dijera que no...
—Me entristecería, Wuttke. Como sabe, también podemos hacerlo de otro modo.
Después de haber dejado los dos atrás, en silencio, el último trecho, Fonty se detuvo poco antes de la estación. Ahora ya sin expresión subversiva, levantó el brazo derecho, como si lo necesitara para su discurso, pero luego lo dejó caer y habló por encima de Hoftaller:
—¿Cómo dijo el viejo Yorck en Laon, cuando los rusos no avanzaron?... «Bueno, nos las arreglaremos.»
Esa frase, como sabemos los del Archivo, es cita de una carta a Heinrich Jacobi, párroco de la Marca, en la que puede leerse luego: «No le escribo nada sobre mi “Jubileo”. Los diarios conservadores, que me han considerado “renegado” —lo que no se ajusta totalmente a la verdad—, han publicado muy poco al respecto...».
2. Más o menos escocés
Luego, la carta al párroco Jacobi decía: «Me han festejado de una forma increíble... y no lo han hecho. El Berlín moderno ha hecho de mí su ídolo; pero la vieja Prusia, a la que durante más de cuarenta años he glorificado en libros de guerra, biografías, descripciones de gentes y paisajes, y poemas populares, la “vieja Prusia” apenas se ha conmovido y (como en muchas otras cosas) lo ha dejado todo a los judíos...».
Para examinar el original de esa carta de 23 de enero de 1890, en la que, en fin de cuentas, se dice que el ministro von Gossler, su antiguo protector, ha «resuelto la cosa personalmente», Fonty, pocos días antes de Navidad, nos visitó.
—Ya no es un viaje alrededor del mundo como antes, aunque la conexión de tren con Potsdam no sea muy buena aún. ¡Pero con el autobús no hay problema!
Eso lo dijo todavía en la puerta, y entregó a las señoras, como siempre que nos visitaba, un ramo de flores, o mejor dicho, tres ramitas de muérdago con sus frutos pálidos y vidriosos, una tradición —según nos aseguró— inglesa, pero viva igualmente en Gales y hasta más arriba, en las islas Orcadas:
—Les ruego que tomen nota: That’s British Christmas!
Cuando le preguntamos qué deseaba para su cumpleaños, Fonty nos preguntó a su vez:
—¿Por qué se cumplen setenta años? —y mencionó cartas, entre ellas la dirigida a Jacobi, que trataban todas del cumpleaños del 30 de diciembre y su celebración oficial posterior, que tuvo lugar nada más comenzar el nuevo año, el 4 de enero, en el restaurante Englisches Haus de la Mohrenstrasse.
No se quedó mucho tiempo ni tomó notas. Apenas si asentía con la cabeza o levantaba las cejas al leer. Además de las cartas, pudimos presentarle algunos artículos de periódico que celebraban al provecto anciano y que él —incluso los elogios del Vossische— leyó sólo superficialmente. Su interés no iba más allá. Antes de que, tras un poco de charla —se habló de los acontecimientos del día, entre los que se encontraban los sangrientos disturbios en Rumania—, nos dejara a nosotros, al Archivo, se refirió otra vez al cumpleaños celebrado hacía cien años, contemplando no sin recelo, casi con temor, el suyo inminente:
—No tiene por qué hacerse. ¡Realmente, no tiene por qué hacerse nada!
Por eso rechazó la fiesta que Hoftaller deseaba. Nada resultó como estaba previsto. En la estación de Friedrichstrasse, en cuyo restorán Mitropa Hoftaller había reservado una mesa, no hubo ningún ambiente festivo. Es verdad que tres o cuatro jóvenes, que debían reunirse en torno al anciano cumpleañero, se presentaron puntualmente, pero el huésped de honor se hizo esperar.
Seguramente eran algunos de Prenzlauer Berg, éste o aquél. Al parecer, no había entre ellos ninguno de los que luego, al conocerse los documentos, ocuparon los titulares. Muchas cosas se han solucionado desde entonces por el olvido, otras siguieron viviendo aún mucho tiempo de puras sospechas; sin embargo, en aquella época se podía hablar sin preocupación de talentos a los que Hoftaller había invitado.
La selección era grande. Y a Fonty, a quien los talentos incipientes servían siempre para hacer comparaciones con los poetas que, en otro tiempo, en el Herwegh-Club de Leipzig o en el Tunnel über der Spree de Berlín, habían recitado sus versos, le gustaba comparar a los de Prenzlauer Berg con Wolfsohn, Lepel o Heyse, sobre todo contemplando en retrospectiva los tiempos revolucionarios; eso era para él un salto de nada: del Vormärz[6] a las manifestaciones de los lunes[7]. Y como los jóvenes poetas no se burlaban del anciano caballero como extravagante Theo Wuttke, sino que lo estimaban mucho como Fonty, conseguían sin esfuerzo condensar su amena concepción de política y literatura en unos dogmas o un chiste: a veces lo mitificaban hasta las nubes y a veces lo trivializaban, convirtiéndolo en mascota. Y como, aparentemente, estaba por encima del diario acontecer, había recaído sobre él la tarea de mediar entre los poetas que se las daban de anarquistas y la siempre solícita Seguridad del Estado.
Sólo podemos sospechar que la tolerancia de años del jaleo de Prenzlauer Berg, inquieto y a veces inoportuno, no se debía sólo a lo inofensivo de sus productos sino también a Fonty, quien, con sin duda documentados y —de acuerdo con su carácter— sarcásticos informes y con ingeniosas descripciones de personas, satisfacía los deseos de su Sombra-de-noche-y-día y, de esa forma, reducía a estatura media a los genios sospechosos para el Estado. Se lo agradecían. Pasaba por santo patrón. Sin embargo, ¿no habría que suponer que también él, la mascota de reuniones supuestamente conspiradoras, debía ser objeto de dictámenes periciales, y concretamente por parte de los jóvenes talentos? Esos reflejos exigía un sistema orientado al reaseguro y tutela preventiva permanentes, siempre en deuda con alguien como Hoftaller, incluso después de su hundimiento.
Los huéspedes aguardaban, decepcionados, al huésped de honor. Comenzó la intranquilidad. Nos imaginamos conversaciones preocupadas. Hoftaller tuvo que calmar los ánimos.
—¿Qué pasa con Fonty?
—Se habrá perdido en el Tiergarten.
—Es siempre la puntualidad personificada.
—Nuestro amigo vendrá sin falta. Dijo que vendría.
—Podemos esperarlo sentados. Estará disfrutando de la libertad del otro lado y gastándose su subvención de bienvenida[8].
—Para él nos hemos convertido en Historia, bueno, como sus compañeros del Tunnel...
—¡Ya verás! Ahora se lo llevarán a pasear por el Oeste, posiblemente al Wannsee. Con motivo de sus setenta años, una fiesta de gala para Fonty en el Sandwerder. Y uno de esos superwessis de corbata de pajarita pronunciará una conferencia solemne sobre la inmortalidad como producto desechable...
—¡Tonterías! Si habla alguien, será Fonty, y dirá algo sobre Jenny Treibel. De cómo vivió, con su clan, el fin de la era del Muro. Y de los beneficios obtenidos.
—O lo llevarán de un lado a otro: de una tertulia televisiva a otra. Le gusta cotorrear. Nos hemos librado de él.
—¡Yo os lo traeré! —dijo, o hubiera podido decir, Hoftaller—. Nuestro Fonty tendrá que comprender quiénes son los suyos, incluso en su cumpleaños.
Con esas últimas palabras, golpeó duramente con los nudillos en la mesa y prometió que «en breve» estaría de vuelta con el desertor. A los jóvenes talentos los invitó a un plato combinado, picadillo de carne con huevos fritos y patatas salteadas, otra ronda de cerveza y —como consuelo— una de aguardiente de Nordhaus.
—Está bien, esperaremos hasta que aparezca por aquí de una vez.
Entonces, al parecer, Hoftaller, con su olfato siempre profesionalmente competente, se puso a buscar. Sin rodeos, tomó el metro hasta la estación del Zoo. Y como su sistema de seguridad incluía la parte occidental de la ciudad, no se apeó en país enemigo, por muchas veces que hubiera asegurado a Fonty que le dolía la apertura, ahora necesaria, de la frontera de la paz. Hasta a nosotros nos decía:
—Llegará el día en que se añore la muralla de protección.
En aquella época, en el momento en que se precipitaban los acontecimientos mundiales, cuando se disparaba intensamente, no sólo en Rumania sino, como para compensar, también en el canal de Panamá, la estación del Jardín Zoológico, especialmente sus vestíbulos abiertos a todos los vientos, hasta la librería Heine, se utilizaba como oficina de cambio. Por un lado, se ofrecían a buen precio fajos enteros de dinero del Este; por otro, había demanda de pequeñas cantidades de marcos occidentales. El inestable cambio de diez coma cinco a once marcos del Este por un marco del Oeste animaba el negocio, tanto más cuanto que muchos habitantes de aquella parte de la ciudad hasta hacía poco cerrada buscaban liquidez para poder visitar la otra: al menos para ir al cine y tomarse una cerveza luego debía bastar.
Y, en medio de los cambistas y clientes que cambiaban, con abrigo, sombrero, bufanda y bastón, había un observador que se contentaba con poco. Fonty estaba clavado, inmóvil, en medio de aquel tráfico cambiario constantemente renovado, y se divertía con el espectáculo gratuito. Sospechaba trucos de prestidigitación, veía el lenguaje de los dedos en medio de la confusión de voces y era testigo de peleas rápidamente apaciguadas. El pueblo de los cambistas y su móvil clientela lo asombraban. Como enviados de un Estado multinacional, podían ser los precursores de una mayor afluencia. En un lenguaje exótico se pronunciaba el cambio fluctuante de la divisa de hojalata en liquidación, con registros vocales también cambiantes, aquí susurrando, allá con fuerte acento. Y luego predominaba otra vez la mecánica del habla berlinesa, entre seca y húmeda. Pero no había nadie que, proclamando templo aquellos vestíbulos, expulsara de allí a los mercaderes.
Además del marco alemán, había demanda de dólares norteamericanos y coronas suecas. Se hacían transacciones de importe mínimo a través del rublo[9]. Fonty veía cómo dedos finos o gruesos contaban con la misma agilidad fajos de billetes. Por todas partes se utilizaban calculadoras de bolsillo. Alguien llevaba un sombrero, de cuya ala colgaban tres billetes de moneda extranjera, asegurados con pinzas de ropa. Fonty veía cómo bolsas de plástico, mochilas y flamantes carteras de attaché repletas cambiaban de propietario, algunas varias veces, como si siguieran las reglas de un ritual por todos tolerado. Entonces alguien le habló desde atrás.
—Sus jóvenes amigos le aguardan hace más de una hora. Están muy decepcionados, sumamente decepcionados.
—Sólo puede tratarse de huéspedes a los que nadie ha invitado.
—Quería haber sido una sorpresa...
—Bueno, puestos a festejar, habrá que hacerlo bien.
—¿Y dónde? ¿En esta especie de party, que en cualquier momento puede acabar con una redada?
—Si tuviera pasta, sabría muy bien dónde.
Obligado a invitar, el anfitrión cambió con el ofertante más próximo varios billetes orientales por unos cincuenta marcos occidentales. Sin embargo, sólo en la explanada, igualmente activa, de delante de la estación nombró Fonty el establecimiento de su elección: no en el Kurfürstendamm ni en la Savigny-Platz, sino muy cerca, en las proximidades del pabellón de los elefantes del Jardín Zoológico, frente a la estación, en un establecimiento que, entre un comercio de radios y un café danzante, se anunciaba con rótulo luminoso, debía celebrarse el redondo cumpleaños del Inmortal y de su heredero:
—Sigo creyendo que mis setenta años no son motivo suficiente, pero ciento setenta son otra cosa. Sin embargo, no espere que ponga además cara de circunstancias.
Eso era, pues, lo que entendía Fonty por «más o menos escocés». En McDonald’s había el ajetreo habitual. Sin embargo, delante, hacia un lado de la larga barra y las seis cajas registradoras, encontraron una mesa para dos desde la que se podían ver las salas contiguas. Ocuparon las sillas con sus sombreros, y Fonty la suya además con el bastón. Hoftaller no se separaba nunca de su cartera de documentos.
Se situaron ante la caja número cinco y tuvieron que decidirse rápidamente, porque la mirada interrogante de la cajera, que, como todo el personal de McDonald’s, llevaba corbata verde con camisa verde y blanca bajo una verde gorra de visera y —según la chapa con su nombre a la izquierda del corazón— se llamaba Sarah Picht, exigía que encargaran inmediatamente.
Tras echar una ojeada a la oferta, bien legible y acompañada de precios, Fonty, para quien el Super Royal T-Bone Steak por 5,95 marcos occidentales resultaba demasiado caro, se decidió por un Cheeseburger y una ración de Chicken McNuggets. Hoftaller vacilaba entre el Evergreen Menu —Hamburger Royal T-Bone Steak, ración mediana de patatas fritas y refresco mediano— y un sencillo McRib, pero prefirió la hamburguesa de dos pisos llamada BigMac, con un batido de leche de sabor a fresa; Fonty quiso una coca-cola en vaso de papel. Tomaba sus decisiones con tanta firmeza como si McDonald’s fuera su establecimiento habitual. Aconsejó a Hoftaller, que en definitiva pagó por los dos, que encargara otra cosa además: patatas fritas con salsa de mostaza. Cuando empujaron hacia cada uno de ellos su bandeja por encima del mostrador, le correspondieron dos clases de salsa —una se llamaba Barbecue— para sus Chicken McNuggets. Sarah Picht sonrió al siguiente cliente.
Luego se sentaron, y cada uno comió para sí a dos carrillos. Si el uno se esforzaba con su BigMac, el otro mojaba sus Chicken McNuggets, como hombre experimentado, unas veces en uno y otras en el otro cacharrito de salsa. De las patatas fritas comían los dos. Siguieron comiendo en silencio y, aunque sentados frente a frente, no se miraban a los ojos. La coca-cola y el batido disminuyeron. Naturalmente, las pajas no eran de paja, pero la carne prometía ser de vaca al ciento por ciento, y las Nuggets empanadas de pollo. Como no sabían qué hacer con él, los dos tenían puesto el sombrero. El bastón de paseo o excursión de Fonty colgaba del respaldo de la silla. Se escuchaban comer y escuchaban a otros.
Animaba el negocio una clientela de paso, que encargaba y se llevaba, mucho público joven, pero también cambiantes de divisas de enfrente; sin embargo, los dos no eran los únicos ancianitos o de la tercera edad, como se decía en el Oeste. Aquí y allá había hombres y mujeres de edad del entorno de la estación, bastante venidos a menos, que se calentaban en McDonald’s; y a veces les llegaba incluso para una ración de patatas fritas. Con tanta afluencia hubiera podido reinar el estrépito, pero en todas las salas se hablaba amortiguadamente.
Fonty no aguardó a haber terminado su Cheeseburger y sus Chicken McNuggets. Entre bocado y bocado, comentó, masticando, el establecimiento: los candeleros de latón sobre el mostrador, la cocina rápida apantallada, por cuya oferta abogaban las tablas de precios: un Fish Mac por tres marcos treinta. Y mencionó el logotipo de la casa, con su doble barriga, que hacía publicidad por todas partes, incluida la verde gorra de visera de la cajera Sarah Picht, para dejarse llevar y traer por aquel nombre occidental, que ahora conquistaba el mundo y cuyo emblema se consideraba signo de salvación.
Cargado con el peso temporal que se le había endosado, Fonty comenzó por los Macdonald históricos y sus enemigos mortales, los Campbell. Habló, como si hubiera estado presente, de una helada mañana de febrero de 1692, en la que más de cien portadores de kilt del clan de los Campbell cayeron sobre los todavía adormecidos Macdonald, exterminando casi al clan. Y, desde la matanza de Glencoe, llegó hasta los actuales imperios económicos de las dos grandes familias escocesas, cuyos nombres se habían dado a conocer en todo el globo:
—No lo querrá creer, Hoftaller. Dispersos por todo el mundo viven hoy, a ojo de buen cubero, trece millones de Campbell y unos tres millones de Macdonald. Hasta usted tendría que asombrarse...
Y ya estaba en marcha, partiendo de la sede de la empresa de fast-food, el castillo de Armedale: peregrinajes más allá del Tweed[10], por las altas turberas escocesas. Entre la niebla hacia el aquelarre. Tras las huellas de María Estuardo, propuso excursiones para ver castillos, de ruina en ruina. Podía nombrar todos los clanes, tenía presente cada dibujo a cuadros de kilt, hasta en sus menores matices de color. Fonty sólo quería saber de Escocia. Por eso, después de haber liquidado los últimos bocados de pollo y haberlos enjuagado con un resto de coca-cola, vino a parar, a través de landas azotadas por el viento y a lo largo de charcas negroazuladas y profundas, a la corriente de estrofas de aquellas baladas aparentemente interminables, que el Inmortal había leído en gran parte en el Tunnel über der Spree a los igualmente poetizantes tenientes y aspirantes, sus compañeros de la asociación, unos versos que Fonty valoraba como «mis baladas un tanto polvorientas»; y a veces hablaba de «nuestras baladas» como si fueran una obra común.
Sin transición, conectó a la mortífera contienda entre los Macdonald y los Campbell la larga discordia entre los hermanos Douglas y el rey Jacobo. Como si tomara impulso, citó al principio las canciones jacobeas —«Los Duncan vienen, los Donald vienen...»—, pasó luego al ciclo de romances en torno a María Estuardo —«Castillo de Holyrood, desierto y sombrío, el viento nocturno lo inunda de frío...»—, vagó luego por el ciclo de la hermosa Rosamunda —«Castillo de Woodstock, vieja construcción de los tiempos del buen rey Alfredo...»—, estuvo de pronto con los zapateros de Selkirk y luego otra vez en la abadía de Melrose, para citar una vez más a los Pherson, los Kenzies, los Lean y los Menzies de las canciones jacobeas: «Y Jack, Tom y Bobby vienen, su flor azulada obtienen...». Luego, sin embargo, después de que la hermosa doncella de Inverness lo hubiera llevado al ensangrentado pantano de Drummossie y el conde Bothwell hubiera matado al rey, Fonty se levantó de pronto, como obedeciendo una orden. Se puso firmes y se quitó el sombrero, sosteniéndolo a un lado, empujó con la mano izquierda las cajitas, los cacharritos de salsa y el vaso de papel, junto con la pajita, tomó aliento y, con voz clara que, aunque temblaba a veces, dominaba cualquier ruido, recitó su Archibald Douglas. Una estrofa siguió a otra. Una rima concordó con otra. Desde el conocido comienzo —«Lo he aguantado siete años, no puedo aguantarlo más...»—, pasando por el ruego del viejo conde —«Mírame con indulgencia, rey Jacobo...»— y el brusco rechazo del rey —«Un Douglas en mi presencia sería un hombre perdido...»— hasta la perspectiva de la conciliación final, que aún conmueve, aunque falsifique la Historia —«¡A caballo hacia Linlithgow, cabalgarás a mi lado! Cazaremos alegres como en tiempo pasado...»—, recitó la balada que difícilmente falta en ningún libro escolar: veintitrés estrofas sin equivocarse, sin tropezar, con entonación. Hasta llegar al punto culminante: «Saca tu espada, hiere certero, deja que muera...», lo recitó de una forma realmente conmovedora. Y, sin embargo, no era un actor el que declamaba, no, hablaba el Inmortal.
No es de extrañar que en todas las mesas se hubiera acallado el jaleo. Nadie se atrevía a morder su Cheeseburger, su BigMac. Fonty fue recompensado con aplausos. Jóvenes y viejos aplaudieron. La cajera Sarah Pitch gritó desde el mostrador:
—¡Fenomenal! ¡Ha estado fenomenal!
Su recital había causado tanto entusiasmo, que dos chicas estridentes que estaban sentadas cerca se pusieron en pie de un salto, se acercaron a saltitos, lo abrazaron y lo besaron, como flipadas. Y un cabeza rapada, hinchado de cerveza y embutido en mucho cuero con remaches, dio a Fonty un golpecito en el hombro:
—¡Ha molado mucho, tío!
El personal y la clientela habitual estaban boquiabiertos de asombro: nunca había pasado en McDonald’s nada semejante.
Los del Archivo hubiéramos estado menos sorprendidos. Desde hacía años Fonty nos recitaba, a veces a petición, con más frecuencia sin que se lo pidieran, «sus» baladas, y también poemas de circunstancias, como el dedicado al septuagésimo aniversario de Menzel, En las escaleras de Sanssouci, o breves dedicatorias sólo, destinadas a Wolfsohn, Zöllner o Heyse. Es inolvidable para los más viejos una tarde nublada de finales de otoño del sesenta y uno, cuando, a causa de las medidas por desgracia necesarias en las fronteras de nuestro Estado, quedamos sin duda protegidos de los enemigos de la clase obrera, pero también como encerrados. En esa época, debía de ser noviembre, Fonty vino a visitarnos, obligado ahora a dar largos rodeos, y trató de consolarnos con la tardía balada John Maynard, que trata del barco en llamas sobre el lago Erie: «Y se alza un lamento: “¿Llegaremos... no?”. Aún quince minutos para Buffalo».
Es posible que, en aquella época, cuando el Dr. Schobess era todavía director del Archivo, la hazaña salvadora y heroica del timonel —«... Por el humo, ciego, mantuviste el rumbo en medio del fuego...»— nos diera esperanzas de tiempos mejores, de mayor libertad de palabra, de menos coacciones; en cualquier caso, consiguió animarnos un poco. Y lo mismo que entonces Fonty había iluminado la diaria realidad socialista con su representación llena de estrofas, caldeó ahora el ambiente en McDonald’s. Hasta Hoftaller aplaudió.
Después volvieron a estar solos. Clientes que se iban, clientes que entraban. Fonty otra vez con sombrero. Como los vasos de papel estaban vacíos, Hoftaller fue a buscar otra coca-cola y, para él, otro batido de leche, esta vez de sabor a vainilla. En el mostrador había cambiado el personal: ya no estaba Sarah Picht. Sorbieron parsimoniosamente, dejando que sus pensamientos volvieran al suelo. Llegando finalmente a donde estaban, Fonty dijo:
—Leí esa balada en el Tunnel, con cierto éxito, pero con otro título: El proscrito[11].
Hoftaller se acordaba:
—Fue dos años después de su primera estancia en Londres, patrocinada por nosotros. Mucho tiempo después de las intrigas revolucionarias. Para ser exactos: el 3 de diciembre de 1854. Lo habíamos vuelto a aceptar en la Oficina Central[12]. La verdad es que no fue fácil encontrar una base existencial para aquel frustrado farmacéutico. Naturalmente, Merckel dio su bendición. En aquella época no se podía observar nada más en usted. Su amigo Lepel había quitado a aquel revolucionario aficionado sus últimas tonterías del 48. Él era noble, como la mayoría de los del Tunnel, liberal y, sin embargo, con conciencia de clase. En cualquier caso, aquel amable señorito no permitía ya herweghiadas[13]. ¡Así se encontró usted entre los prusianos! Y les gustaron los hábiles versos de aquella historia sentimental —«Acortó Douglas las riendas, manteniéndose al paso del rey...»—, que todavía, como se puede escuchar, le vienen sin titubeo a los labios. ¡Respeto, Fonty, respeto! Sin embargo, no fue su primer éxito en las reuniones de los domingos de aquellos antros de tabaco y café. Su modo de hacer gustaba ya antes. Uno tras otro, una serie de homicidas prusianos —«El viejo Derffling», «El viejo Zieten», «Seydlitz», «Schwerin» y «Keith»— fueron aplaudidos para dejar constancia. Sin embargo, en la época del llamado Vormärz, ya había fracasado muchas veces. Por lo menos mientras siguió la escuela del por nosotros observado Herwegh. Sus traducciones de poetas obreros ingleses: ¡un rotundo fracaso! Por ejemplo, El bebedor, recitada en el Tunnel el 30 de junio del cuarenta y tres. Al parecer, quería sacudir con ella a su amigo Lepel y a toda la nobleza versificadora. El retrato de un proletario borracho. No gustó. Ni tampoco El sueño del preso: «El pueblo es pobre, ¿por qué? ¿Por qué derrochan los señores lo que es del pueblo?». Penoso, Fonty, todavía resuena en mis oídos aquella acusación social demasiado cruda. Al fin y al cabo, no se trataba sólo de seguir las huellas del objetivo Herwegh, sino también, lo que mi biógrafo creía que no debía mencionar, de los epígonos de Herwegh, entre ellos un tal Fant de veintidós años que aún no había acabado su carrera de farmacéutico, pero en Leipzig y otros lugares se dedicaba a conspirar contra la autoridad. ¿Quiere que le eche una mano? «Y es que escuchan las paredes y yo no sé quién te envía, pero estaría perdido si me oyera un policía...» Fue en el cuarenta y dos. Wolfsohn, Max Müller, Blum y Jellinek se llamaban aquellos amigos que lo escuchaban y que usted, a todos juntos, cambió por Lepel cuando las cosas se pusieron feas. Y él lo introdujo entonces en el reaccionario Tunnel. Los señores Merckel y Kugler se llamaban a sí mismos nacional-liberales. Se daban nombres altisonantes, ¡qué risa! Jenofonte y Aristófanes, Petrarca naturalmente. El amigo Lepel era Schenkendorf. A usted le endilgaron como apodo en la asociación, casi demasiado obvio, el de Lafontaine. Y a mí, a quien el superreaccionario redactor del Kreuzzeitung, una celebridad hace tiempo olvidada llamado Hesekiel, me introdujo más clandestina que abiertamente, a mí, el más bien pasivo amante de la literatura, creyeron honrarme con el nombre de un dramaturgo muerto y bien muerto que había estado al servicio ruso. ¿Por qué no? No estaban mal sus comedias. Por otra parte, nací cuando un estudiante apuñaló a Kotzebue. Sin ese atentado no hubiera habido probablemente Decisiones de Karlsbad, ni procesos de «demagogos», ni qué sé yo qué más[14]. «Es cuento largo», como solía decir su Briest. Sin embargo, fundamentalmente, estaba bien visto por los compañeros del Tunnel, a pesar de sus versos proletarios. ¿No encontró el joven Heyse, que lo admiraba, versos apropiados? Todavía los recuerdo. «¡Es un poeta! Que su voz se abra. ¡Silencio! Lafontaine trae la palabra.»
Fonty sonrió por encima de su resto de coca-cola, pero a su apariencia alegre se mezclaba un rastro de color bilioso. Muy presente y muy perteneciente al pasado, dijo:
—Sí, Hoftaller, usted estaba espléndido como Tallhover. Incluso sin relación con Kotzebue, sus cualidades de miserable se me han quedado grabadas. Sin embargo, en mi, por lo demás, bien ordenada memoria no encuentro ninguna referencia a que usted haya leído en público nada en forma rimada, aunque fuera alguno de sus informes para la policía. Menzel, al que llamábamos «Rubens», dejó sobre el papel, a pesar del humo de tabaco y de la luz mortecina, algunos dibujos y, de esa forma, inmortalizó a algunos de aquellos, entretanto, totalmente olvidados versificadores, pero de usted, por desgracia, no nos ha quedado ninguna lámina. Sin embargo, puede ser que a los como usted los arrancaran de los cuadernos de dibujo. Borrar huellas. Permanecer escondido. Entrar en la clandestinidad, un método muy suyo.
Hoftaller estaba sentado tras su vaso vacío, pero quizá seguía saboreando un resto de sabor a vainilla. Una y otra vez creyó que tenía que limpiarse la boca con una servilleta de papel nueva. Cuando Fonty insistió, citándole a las víctimas del club de Herwegh en Leipzig —«¿No fue usted responsable de que Hermann Jellinek y Robert Blum fueran luego fusilados?»— fingió con la pajita restos de batido de leche y dijo por fin:
—¡Vacío! ¡Absolutamente vacío! Pero se equivoca, Fonty, exagera de forma desmesurada. No soy ningún sabueso. Lo único que me importaba era la seguridad. Mi biógrafo lo atestigua. La política la hacían otros, lo mismo entonces que ahora. Con frecuencia era una política que no nos gustaba, bajo Manteuffel o durante el mandato de nuestros compañeros dirigentes. Sobre todo en la fase final: atolondrada. ¿Qué no habremos intentado para preservar a nuestro Estado de los Obreros y Campesinos del derrumbamiento que lo amenazaba? Acabamos de presenciar el resultado de nuestros esfuerzos desestabilizado por el enemigo de clase. A usted le gusta algo así, naturalmente: ¡picoteadores del Muro! Igual que nos gustaba en otra época vuestro establecimiento de conservación de pequeños talentos, el Tunnel über der Spree. Los autores renombrados, como Storm o Keller, no querían tener nada que ver. Las «astillas», como se llamaba allí a los poemas que se podía escuchar, eran totalmente inofensivas. Ni siquiera su primer cóctel a lo Herwegh, con trémolo de crítica social y comportamiento de revolucionario del Vormärz, merecieron un informe. En el fondo, allí estaba usted a gusto: totalmente entregado al arte y políticamente desactivado. Me recuerda el escenario de Prenzlauer Berg. También ese encuentro de poetas resultó ser un útil establecimiento de conservación y prevención, y eso sin nobleza ni prusianidad, sino más bien como producto típico de nuestra sociedad sin clases.
Fonty guardó silencio. Salvo el cansancio debido a los años, no se notaba nada en él. También Hoftaller guardaba silencio ahora. Tampoco en él se notaba nada, salvo la atención prestada durante mucho más de cien años. Y como los dos pertenecían al siglo xix, Fonty, recientemente, había hecho un regalo a Hoftaller, al cumplir éste los setenta, que ya el biógrafo de Tallhover había considerado apropiado y, por ello, propuesto: al homenajeado le gustó aquel puzzle de muchas piezas, producto original del Oeste, cuyo tema era una estación de gasolina con todo detalle; un siglo atrás hubiera podido representar muy bien, con todas las piezas en su sitio, un campo de instrucción prusiano, el de Tempelhof, igualmente con todo detalle... Tan intemporalmente había cumplido Hoftaller el 23 de marzo los setenta. Con retraso, Fonty había comprado el puzzle de la gasolinera en el departamento de juguetes del KaDeWe, con el entonces habitual «subsidio de bienvenida» y, con retraso, se lo había hecho llegar a su anciana Sombra-de-noche-y-día.
Como ahora estaban allí sentados frente a frente, mudos y secos, Hoftaller trajo una tercera coca-cola y otro batido de leche más; éste prometía sabor a chocolate. Levantaron de broma los vasos de papel, cuadrándose. Fonty dijo:
—¡Muy bien hecho! Vamos a brindar, aunque todavía no me siento con ganas de celebrar nada. ¿Por cuál de los dos setenta años?
El cumpleaños actual había pasado ya su punto culminante. Sin insistir demasiado, Fonty se distanció:
—Esta mañana, un largo desayuno con mujer e hija a base de champán Rottkäppchen fue más que suficiente, teniendo en cuenta mi escasa afición a lo solemne. Además, Mete sigue teniendo una salud regular, a pesar de su tratamiento en Thale...
Sólo el primer puente tendido por Hoftaller —«Bueno, ¿por qué no festejamos el gran impulso del 4 de enero, cuando el Vossische Zeitung invitó a una celebración a posteriori?»— les permitió un rápido cambio de trajes y decorados. McDonald’s y su clientela se hicieron borrosos y retrocedieron muy lejos.
Al fin y al cabo, el acontecimiento había sido organizado por el proveedor de la corte imperial. En las tarjetas de invitación se indicaban la sociedad literaria y los amigos del Inmortal: Brahm, Stephany, Schlenther. El Vossische Zeitung, como apoyo existencial de muchos años de quien era crítico teatral de la Königliche Schauspielhaus —butaca de esquina 23—, quería mostrarse generoso. Había invitado a todo Berlín.
Sin embargo, Fonty censuraba el derroche: para él, aquello había sido de un acierto dudoso. El número de sus adversarios se había duplicado, triplicado. Los más de cuatrocientos invitados se habían concentrado en la aniquilación de platos caros y vinos más caros todavía. Adondequiera que se mirase: exhibición de pechos condecorados y colecciones de joyas. Por encima de todo ello, un ruido que crecía y decrecía, mezcla de parloteo y fanfarronadas. Todo enormemente insípido y presuntuoso.
—¡Nada más ridículo que las recepciones!
Y cuando, hacia el final de aquella alimentación en masa, recitó su Archibald Douglas, la mayoría de los huéspedes revelaron su ignorancia con un aplauso prematuro. Hubiera querido que el suelo se lo tragara.
—En cualquier caso, en lo que al público se refiere, el McDonald’s de hace un momento era mejor que la Englisches Haus de entonces —exclamó Fonty—. ¡Pero qué digo! Vuestra dignísima Acechanza y humilde espiadora Alteza estaba allí, invitada o no. Arrojando indulgentemente su sombra, el señor pudo darse cuenta de con cuánta confusión miraba yo durante el recitado al único rabanito que había en mi plato, como si me hubiera caído en el plato una caca de gallina. ¡Todo vergonzoso! Hubiera tenido que rechazar la invitación cuando Stephany, amable como siempre, me la hizo. Hubiera debido decir que no y que muchas gracias, lo mismo que mi Emilie, y también Mete, que no estaban allí, según dijeron por falta de vestimenta apropiada pero más bien porque a mi querida esposa le preocupaba una vez más que no supiera comportarme como es debido en compañía distinguida y dijera quizá algo impropio que las avergonzara. Por eso escribí a Stephany como contestación: «¿Tengo que describirle a las mujeres? Las mías tienen un miedo atroz a que pueda ponerme en ridículo. Ese miedo no abandona a la mujer jamás; la culpa debemos de tenerla nosotros...».
Fonty miró fijamente las cajitas vaciadas, como si en su centro estuviera aún aquel rabanito único del 4 de enero de 1890. El año del joven emperador, que, desde el principio enérgico, mandó a paseo a su canciller. Y, en el año anterior, el triunfo de la Freie Bühne, a cuya dirección artística había recomendado el Inmortal una obra: la primicia de Gerhart Hauptmann, Antes de que salga el sol.
—¿Qué, Tallhover, ha comprendido por fin? ¿A finales de octubre del ochenta y nueve? En el Lessing-Theater: estreno. Escribió bastante entusiasmado dos veces seguidas en el Vossische Zeitung. Y enseguida Emilie tuvo miedo otra vez de que, en lo relativo a Hauptmann y su pandilla de sombríos realistas, yo pudiera ir demasiado lejos. Dijo que me comprometía indebidamente. En cualquier caso, ni siquiera usted pudo detener a aquel Ibsen sin retórica. Y, cuando luego el Deutsches Theater presentó Los tejedores, estando Liebknecht y otros sociatas en el patio de butacas, se acabaron las leyes socialistas de Bismarck[15]; lo que, naturalmente, no dejó sin trabajo a los de su calaña. Las delaciones no acabaron nunca. Hasta hoy. Una suscripción perpetua. ¡Mis respetos, Tallhover! ¡Mis respetos, Hoftaller!
Ahora, la Sombra-de-noche-y-día de Fonty miró fijamente las cajitas vacías, los vasos de papel y las servilletas de papel arrugadas, como si estuviera en medio de todo aquello el programa de teatro que anunciaba el estreno de Los tejedores de Hauptmann. Fue algo más que un escándalo. Tanta seguridad vulnerada. Tantas prohibiciones omitidas y propuestas sobre subversión fracasadas por culpa del Parlamento. Tantas solicitudes y advertencias prematuras desde la época del emperador hasta la Stasi[16], todas ellas desatendidas. Cuánta inutilidad.
—¡Vámonos! —exclamó Hoftaller—. En el Mitropa nos aguardan aún nuestros jóvenes poetas.
—No creo que tenga muchas ganas de seguir de cháchara.
—¿No se irá usted a rajar?
—Basta de celebraciones. ¡Mis necesidades han quedado cubiertas!
—Pero bueno. ¡No querrá escabullirse de una pequeña segunda fiesta!
—¿Y si dijera que no?
—No sería aconsejable.
Mientras Fonty se ponía de pie a cámara lenta, como movido por una vacilación interior, dijo:
—Por cierto, me gustaría saber en qué nómina figurará usted cuando nuestro Estado de los Obreros y Campesinos sólo exista ya como masa de la quiebra —luego suspiró y se apoyó en su bastón—. Indudablemente, esto no acaba nunca. ¿Por qué se cumplirán los setenta?
Dejaron atrás alguna basura cuando los dos, entre las mesas totalmente ocupadas, pusieron rumbo a la salida. De pronto, Fonty se detuvo como si lo llamaran. Cerca del mostrador con las seis cajas registradoras y cajeras de gorra verde, vio a una mujer de su edad que, mirándolo, cerraba continuamente el ojo derecho, como si quisiera hacerle un guiño. Se había trenzado el cabello gris piedra en dos coletas y se las había atado con dos lazos grandes y arrugados, uno rojo y otro azul. Las coletas estaban tiesas. En torno al enjuto cuello llevaba un collar de escaramujos secos, de doble vuelta. Se envolvía en una manta con aberturas para los brazos. Sus guantes agujereados. Llevaba chanclos de madera. La bolsa semillena que tenía al lado no decía nada sobre su voluminoso contenido. Un cinturón de cuero, cuya hebilla lo identificaba como del Ejército Rojo, cerraba la manta. Y con los dos guantes, por cuyos agujeros movía los dedos, agarraba un BigMac que, por los dientes que a ella le faltaban, le daba trabajo. Sin embargo, mientras mordía y luego masticaba mascullando algo, guiñaba sin cesar el ojo, hasta que finalmente Fonty se lo guiñó también, varias veces.
Ella debía de parecerle conocida. Una de sus brujas herbolarias, como la Buschen de El Stechlin o la Madre Jeschke de Bajo el peral. No, apostamos por la Hoppenmarieken de Antes de la tormenta. Ésa sí que hubiera podido guiñar el ojo así.
Hoftaller lo arrastró hacia la salida:
—Bueno, vámonos, Fonty. Ya basta de McDonald’s.
Fuera soplaba un viento racheado. La estación, que estaba enfrente, no quedaba muy lejos. Mientras andaban, se convirtieron de nuevo en pareja. Los dos abrigos entretejidos. Vistos por atrás ofrecían un cuadro armónico. Y, de forma concordante, se inclinaban contra el viento del Noroeste.
3. Como dibujado por Liebermann
¿Qué aspecto tenían? Hasta entonces, sólo siluetas: dos abrigos, dos sombreros, uno alto y abollado, el otro plano. Comenzar por un retrato aislado significa renunciar temporalmente a Hoftaller y su aspecto, porque no se parecía a nada, se parecía a cualquiera; Fonty en cambio se quedaba grabado, porque su característica cabeza prometía ser el retrato de algún personaje famoso.
Tanto se parecía que se podía suponer: es él; si la inmortalidad —o, dicho de otro modo, la continuación ideal de la vida después de la muerte— tiene un aspecto descriptible, sus facciones reproducían las del Inmortal, tanto de frente como de perfil. Tanto en el metro como en Unter den Linden, en el mercado de los Gendarmes o en el ajetreo de la Friedrichstrasse, la gente se volvía a mirarlo. Los transeúntes se sorprendían, titubeaban. Hubieran querido quitarse el sombrero, tan de anteayer parecía.
Algunos colaboradores del Archivo, que conocían a Fonty desde los años cincuenta, afirman todavía hoy que siempre aparecía en una nueva edición. Sin embargo, sólo en el año en que cayó el Muro y desde que la atención de todos nosotros se centró en él como orador en la Alexanderplatz, su aspecto se aproximó al de la conocida litografía de Max Liebermann de 1868, realizada a partir de unos dibujos a tiza en los que se subrayan especialmente nariz y ojos; sin embargo, la longitud del ligeramente curvado caballete de la nariz quedó ya demostrada en un dibujo a lápiz, relativamente temprano, que nos ha transmitido a aquel hombre a sus treinta y cinco años.
Entre sus viajes a Inglaterra, lo dibujó Hugo von Blomberg, un amigo del Tunnel. Eso ocurrió poco después de la muerte de su tercer hijo. A Theodor Storm, que había huido a Prusia desde el Schleswig ocupado por los daneses, pero no estaba a gusto en el Potsdam de su exilio, le escribió sobre aquel hijito perdido: «Además de padre y madre, asistieron al entierro el cochero borracho del coche fúnebre y el sol poniente...».
El dibujo de Blomberg, de un biedermeier tardío, que representa a un joven, vestido como un pisaverde y peinado a la moda, confirma los testimonios de los colaboradores mayores del Archivo, según los cuales Fonty, en los años cincuenta, aparecía, como conferenciante itinerante de la Kulturbund, con cabello largo y patillas con tendencia a la barba inglesa, y debía de causar impresión especialmente en las oyentes: una de aquellas señoras, entretanto madura, sigue haciéndose lenguas aún de la «brillantez sin duda tardío-burguesa pero al mismo tiempo seductora» de sus actuaciones en Oranienburg o Rheinsberg, dondequiera que lo hubiese visto; «realmente, nos hechizaba».
Nada de esto refleja la litografía de Liebermann que difundió la revista Pan. Cuando Thomas Mann, todavía joven pero, sin embargo, escritor de éxito desde Los Buddenbrook, compara en su ensayo de 1910 el «rostro pálido, exaltado-enfermizo y un poquitín insulso de entonces» con aquella «cabeza de anciano espléndida, firme, bondadosa y de aspecto alegre», y quiere ver además que «en torno a su boca desdentada e invadida de blanca maleza hay una sonrisa de serenidad racionalista», debe de haber comparado también el dibujo de Blomberg con la lámina de Liebermann, en la que el cabello que se acerca a lo canoso se deshilacha sobre boca y orejas, voluntariamente despeinado, y cae ralo desde el cráneo.
Esa misma escasez hacía que Fonty tuviera una gran frente. También él había conservado su pelo sobre las orejas y hasta la nuca. También a él le gustaba dejar caer desordenadamente sobre el cuello de su traje los mechones plateados. Y sus patillas proliferaban, entre ensortijadas y plumosas, junto a los lóbulos de las orejas.
No retorcidamente guillermino, sino apenas cepillado, como una maleza salvaje no recortada, el bigote le caía sobre el labio superior, ocultando, con las comisuras de la boca, la contracción de ésta, frecuente por nerviosa. Sus globos oculares estaban engastados en párpados plásticamente curvos. La mirada cómplice y —aunque acuosamente flotante— firmemente dirigida a lo que tuviera enfrente; fueran personas o cosas. Observador y oyente para quien el chismorreo de sociedad y las historias de fantasmas de la Marca eran igualmente verdaderas, por mucho que pareciera atado por sólidas realidades. Nos miraba desafiante y un poco desdeñoso.
La barbilla más bien temerosa, blanda y retraída. Y esa fuerza de voluntad deficientemente formada en la parte inferior de su rostro, que no quedó oculta al Liebermann dibujante, podría explicar la debilidad con frecuencia demostrada de Fonty: frente a Tallhover o Hoftaller, cedía bajo presión. Prueba de ello son vinculaciones ya prescritas con la censura durante sus actividades en la Oficina Central de Prensa, tanto en Berlín como, más tarde, en Londres; y lo mismo el servilismo de Fonty en la Casa de los Ministerios. Otras fases de su revivida biografía, como los repetidos partes de guerra de la, una vez más, ocupada Francia y todas las conferencias que pronunció para la Kulturbund, estuvieron al servicio de la institución estatal correspondiente; por mucho que hoy estemos dispuestos a perdonarle muchas cosas y a considerar otras como censurable adaptación a los tiempos: sus intentos de ampliar la comprensión de la literatura de los años que siguieron al XI Pleno del Comité Central[17], con referencias a la censura prusiana, fueron valorados entonces como arriesgadamente valerosos. Eso le trajo disgustos. Y disgustos se buscó siempre, de un modo o de otro.
Ninguna foto prueba el aspecto de Hoftaller, y mucho menos ningún retrato dibujado. Y como el biógrafo de Tallhover no nos ha confiado nada y ni siquiera nos ha facilitado un retrato-robot, sólo podemos esperar que, con la aparición completa de Fonty, lo acompañe, al menos a grandes rasgos, su Sombra-de-noche-y-día.
Tan pronto como Fonty visitaba el Archivo, se nos animaba una descripción en verso que Paul Heyse, con motivo de las lecturas de la tertulia literaria del Tunnel über der Spree, había escrito: «Se abrió la puerta y, en el salón, con paso ágil como el de un dios, entró tardío y se unió a nos, saludó a todos con mucho fuego, echando atrás la cabeza luego...». El Inmortal fue capaz hasta edad muy avanzada de hacer a ese paso sus entradas en escena. Ya hemos visto que, al lado de Hoftaller, que, como si tantease terreno siempre inseguro, andaba como un viejo, el paso alado de Fonty llamaba especialmente la atención: un adolescente con envoltura de anciano.
Así veíamos a Theo Wuttke. Y Julius Rodenberg, que había visto al que estaba al final de sus setenta «en el Tiergarten, en el crepúsculo vespertino, envuelto el cuello con aquel pañuelo grueso e histórico», señaló en otro lugar: «Sigue dando, a pesar de su bigote de anciano, esa impresión adolescente con la que sobrevivirá...».
Aquí entra sin más la inmortalidad; y Fonty practicaba la supervivencia como programa. Por eso no sólo le tomábamos la palabra de cita feliz, en conversaciones o páginas y columnas de versos, sino que además nos dejábamos arrastrar por su aspecto a la convicción: él no engaña. Él es lo que simboliza. Él sobrevive.
Nuestras dudas quedaban anuladas por su aparición; y también todos los demás que se lo encontraban se veían frente al verdadero, aunque, con la frase habitual —«¿Qué, Fonty, otra vez en danza?»—, se refugiaran en una distancia irónica.
Por eso, en los años setenta, cuando la protesta política indujo a algunos artistas a parábolas ambiguas, sirvió de modelo al pintor Heisig o a alguno de los muchos discípulos de Heisig para un mural, que reunía, al estilo neoexpresionista del realismo socialista, a un grupo de escritores importantes. Así se encontró el modelo Fonty, por delegación, entre Georg Herwegh y el joven Gerhart Hauptmann. Puestos de acuerdo, los hermanos Mann, irreconocibles Brecht y la severa Seghers, y naturalmente Johannes R. Becher; también se incorporaron al retrato de grupo algunos escribidores sólo entonces de actualidad.
Al parecer, el encargo de aquella pintura, que se regodeaba violentamente con todos los colores, lo hizo la Kulturbund. Una de sus casas, quizá el nuevo edificio de Bitterfeld, necesitaba adornos pictóricos. Por desgracia, esa obra, como tantas otras, fracasó por la oposición de los compañeros dirigentes. Hubo que hacer autocrítica, invocar la plataforma ideológica, blanquear el mural y entregar el boceto a un depósito del Estado, porque Heisig o alguno de sus discípulos había llenado la reunión de eminencias literarias con representantes de, como se dijo, «el campo de los belicistas e imperialistas».
Hay que imaginárselo: el retrato de Franz Kafka llenaba, al parecer, un hueco del tamaño de una cabeza; alguien pretendía haber reconocido en una aparición barbuda, que flotaba sobre la reunión como una imagen onírica, al personaje de culto de la decadencia burguesa: Sigmund Freud; según declaraciones de algunos contemporáneos, el prematuramente fallecido Uwe Johnson miraba, haciendo conjeturas, por encima del hombro del Fonty representado por delegación, el cual sostenía una pluma de ganso, dispuesto a escribir en cualquier momento; Christa Wolf, todavía recientemente reprendida por el colectivo del Partido, aparecía colocada detrás de Anna Seghers; a los pies de Heine, del que se dijo que tenía en la mano un librito de canciones de Wolf Biermann, un chiquitajo golpeaba un tambor de hojalata; y por añadidura, al parecer había en el mural alguien escondido pero, sin embargo, como en un acertijo gráfico, reconocible; aquí corriendo, allí acurrucado y allá petrificado como fantasma.
Se dijo: al multiplicado Hoftaller se le reconocía por su permanente sonrisa, su invariable expresión de amenazadora omnisciencia y por ser llamativamente poco llamativo. El rostro más redondeado que largo que se le atribuía debe ser confirmado, y lo mismo su sonrisa. Detrás de Herwegh y pegado a él, sólo era desenmascarado, al parecer, como Tallhover por un rótulo en la solapa, apenas legible. En otro lugar de la pintura se pretende haber visto cómo formaba con una página del órgano central un puzzle de muchas piezas, en cuya parte ya terminada podía leerse el adjetivo schädlich («dañino»)[18]. Como la biografía de Tallhover no se publicó como libro en el Oeste hasta mediados los ochenta, hay que suponer que al pintor se le comunicó una buena cantidad de informaciones específicas. Lástima que la estrechez de miras de aquellos años ya muy lejanos no quisiera tolerar la compleja densidad de ese mural.
Por lo que a Fonty se refiere, queda por decir: llevaba, como modelo e imagen superviviente, aquella bufanda que Rodenberg consideró «histórica» y que Servaes, el historiador literario, describe el año de la muerte del Inmortal como una reliquia: «... muy cerca de la Potsdamer Platz. Allí estaba ante el Palast-Hotel, con la bufanda escocesa verdiazulada suelta sobre los hombros...».
Con ello se justifica en definitiva el que Fonty llevara, en invierno y verano, uno de esos largos signos distintivos de los clanes celtas; por ejemplo, cuando celebró en McDonald’s con Hoftaller su septuagésimo cumpleaños y se vio forzado a continuación a asistir a otra celebración, que tuvo lugar en el restorán Mitropa de la estación de la Friedrichstrasse y terminó de forma más bien desanimada. La bufanda formaba parte de la supervivencia del original. Sin embargo, Max Liebermann pintó al anciano —que, entretanto, tenía setenta y seis años— sin cuadros escoceses y con un alto cuello cerrado. Las sesiones tuvieron lugar en la Pariser Platz, en el estudio del maestro o, si él lo pedía, en el número 134 c de la Potsdamer Strasse. En la carta del 29 de marzo de 1896 dice: «Hace un frío de perros y me resfrío muy fácilmente. Por ello me atrevo a rogarle que volvamos a tener la última sesión en nuestra casa...», pero las sesiones en el estudio predominaron.
Le gustaba ir allí. No sólo porque Liebermann, tal como escribió en una carta en que hablaba de todo a su hija, en tratamiento por los nervios, «... es un auténtico pintor en cuyas manos he caído», sino más aún porque el pintor, con su sentido del humor al que nunca faltaba la gracia, le acortaba aquellas fatigosas sesiones; no perdonaba emperador ni canciller, ni mucho menos al gremio de los pintores de la Corte. Aunque apreciaba más a Menzel, Liebermann era totalmente de su gusto. No tenía pelos en la lengua. Su método de pasar a los burgueses nuevos ricos y tenientes endeudados, a los insulsos doctrinarios y consejeros privados, que no sólo tronaban el día de Sedán, por el fino cedazo de su ironía se parecía, incluso en sus resonancias, al método de Fonty de burlarse de la nobleza prusiana, aunque en las diatribas de éste el tono lo diera un amor ofendido, rechazado o ignorado.
—Ha pasado la época de la retórica. Lo que ahora vale es ¡la franqueza! —gritó en la mesa a sus asustados hijos.
La buhardilla de la Potsdamer Strasse conoció esa consigna, cuya agresividad escuchó igualmente espantada su Emilie, a la que siempre preocupaba que él posase. Aquella «audacia» traía disgustos, como recientemente el jaleo con motivo de su tardía balada Las balinesas de Lombok; cuyos versos finales, después de la matanza, «Mijnheer[19] en tanto, en su negociado, pretende ser cristiano acabado», habían causado escándalo. E, igualmente, el pareado «Con fusiles Mauser, los holandeses cristianizan pronto a los balineses» fue acogido con susceptibilidad en los Países Bajos. Lo llamaron «maestro de la construcción a martillazos». Listillos que todo lo investigaban descubrieron que las tropas coloniales neerlandesas no habían ido armadas de fusiles Mauser sino Mannlicher y que su expedición había sido misionera.
Todo eso se lo contó a Liebermann, mientras que, en realidad, durante sus sesiones como modelo, hubiera tenido que mostrar un digno rostro de anciano.
—Así son los colonialistas. En Inglaterra, por cierto, no lo son menos. ¡Dicen Salvación cuando quieren decir algodón! O, como digo en mi poema sobre John Bull: «Con cientos de pantalones han llegado las misiones...».
Daba suelta a su irritación acumulada, porque, pocos días antes de aquellas sesiones como modelo, hasta el Ministerio de Asuntos Exteriores se había mostrado preocupado porque su balada, impresa y comentada en el Börsenkurier como causante de muchos remolinos, había desencadenado una guerra periodística.
—Nada más que disputas diplomáticas. De poesía, naturalmente, ¡ni palabra!
Liebermann dibujaba hoja tras hoja, pero no en silencio. Ahora hablaban de Bismarck, del que el pintor había oído que, desde su destitución, se pasaba el día lanzando venablos. En cuanto tenía visita, el anciano de Sachsenwald[20] sacaba un nuevo registro de su órgano de invectivas.
—Y siempre arremete contra el Káiser y sus discursos, tonterías o telegramas más recientes.
El modelo asintió, pero no quiso dejar que se hiciera burla sólo de Guillermo II y, para compensar, llamó al Canciller de Hierro «llorón espantoso, aunque genial».
El viejo servidor de Liebermann, que se afanaba por allí durante aquellos diálogos mordaces, dijo, temiendo que fueran a más:
—Mehor salgun rato, pa noír todeso.
Y Liebermann, que acababa de empezar otro boceto, le dijo:
—Sí, sal: todavía falta para que me haya desfogado.
Cuando Fonty, durante la segunda celebración de su septuagésimo aniversario rodeado de sus amigos de Prenzlauer Berg, habló de esas sesiones o cuando, preguntado, nos informaba en el Archivo, sus recuerdos sonaban curiosamente distantes, por mucho que acercara a sus oyentes el ambiente del estudio, con luz cenital, tarros de pinceles, palmeras y, tirados por todas partes, bocetos de caballos:
—Se discutía la pintura más reciente, de un noruego loco llamado Munch. Sin embargo, la mayoría de las veces se hablaba de política. Bueno, del amarillo azufre[21]. Por cierto: fue Henryk Sienkiewicz quien escribió lo más exacto sobre Bismarck; el resto es chatarra, aunque esté recién impreso en el Spiegel. O bien hablaban de Stökker, el comejudíos: de la última maledicencia del predicador de la Corte. O del último discurso de Bebel en el Reichstag. Era estupendo cuando el viejo maestro tornero desenvainaba y arremetía contra la dominación colonial, hasta que saltaban astillas. Sin embargo, cuando reavivo palabras —«¡Todo el interés está en el cuarto estado! El burgués es horrible, y la nobleza y el clero están rancios. El mundo nuevo y mejor comenzará con las gentes sencillas. Porque ellas, los trabajadores, lo abordan todo de una forma nueva, no sólo tienen nuevos objetivos, sino también nuevas vías...»— y comparo rigurosamente mis profecías de mediados de los noventa —unos añitos, antes de que se me fuera la luz— con el final, ahora inminente, del Estado de los Obreros y Campesinos, que durante cuarenta años fue calificado de «el primero en suelo alemán», la nobleza y el clero de entonces no salen mejor librados, pero en lo que se refiere a los trabajadores: ¡se les ha acabado el fuelle! Liebermann era ya entonces escéptico, y yo, en el fondo, también. Eso se aplica igualmente a hoy, mis jóvenes amigos. Seguir siendo escéptico es mejor que volverse cínico. De todas formas, todo cambia, en Rusia y en otras partes. Apenas sospechamos todo lo que. Es como en El Stechlin, que tenía entre manos desde el invierno del noventa y cinco; allí dice mi Dubslav: «Nada es imposible. ¿Quién, antes del 18 de marzo, hubiera creído posible el “18 de marzo”, en este Berlín, en este verdadero nido de filisteos?»[22]. ¿O hubiera sido imaginable acaso aquel 4 de noviembre[23], en el que me llamaron al estrado después de todos aquellos oradores listísimos, súbitamente valientes y, entonces, borrachos de libertad, desde donde pronuncié mi discurso, necesariamente teñido de escepticismo: «¡Todo es ilusión y engaño!»? Porque estaba seguro de que consignas como «¡Somos el pueblo!» son volubles. Sólo había que cambiar una palabra para que desapareciera la Democracia y surgiera la Unidad. Tan rápidamente se acabó la pólvora de la última revolución...
Cuando Fonty —que a menudo nos había asegurado: «Tener que hablar ha sido siempre para mí algo eminentemente horrible; de ahí mi aversión al parlamentarismo»— comenzaba, porque se lo pedíamos, a hablar así, se le arrebolaba el rostro, y con especial intensidad en los pómulos. Esas actuaciones ponían luces en sus ojos. Su cabello deshilachado, como agitado por el viento. Su nariz de perfil audaz. Su mirada que pasaba sobre todas las cosas. Y así quedó en el recuerdo de aquella parte de los quinientos mil que, en la Alexanderplatz, estaban cerca del estrado. En toda su estatura y hablando sin papeles.
—¡En Alemania, la Unidad ha echado siempre a perder la Democracia! —gritó en el micrófono, y lo aplaudieron. Y así, como orador, hubiera habido que dibujarlo, ligeramente coloreado.
En cuanto comparamos el retrato de Fritz Werner, el discípulo de Menzel, con las láminas de Liebermann, nos llama la atención que, para Werner, la hinchada condecoración de la chaqueta fuera más importante que la cabeza de su modelo, que nos resulta ajena porque parece la de un consejero comercial. Fonty, a quien sus distinciones como meritorio activista cultural importaban tan poco como al Inmortal su condecoración de tercera clase, aludía con frecuencia a las sesiones del estudio de Liebermann, y citaba al pintor, en toda ocasión propicia, cuando trataba de abreviar la verborrea de sus discípulos de Prenzlauer Berg o nuestras reservas archivísticas.
—A mi pregunta sobre el Arte, el maestro dijo: «¡Dibujar consiste en omitir!»... Y yo le respondí: «Pero hay que tener bastante entre manos aún para poder hacerlo».
Dijera lo que dijera, era más que una simple cita. Su forma irrefutable de expresarse eligiendo relajadamente las palabras cautivaba a sus oyentes. El concentrado triángulo de su nariz y ojos, la mirada a la vez atractiva y distanciadora con que Fonty nos examinaba en cuanto nos acercábamos demasiado no cejaban. Por eso, a la pregunta «¿Qué aspecto tenía?» responden de la forma más exacta los dibujos a lápiz de Max Liebermann, que omiten todo lo accesorio.
—¡Habría que clavarlos como una orden de busca y captura! —se burló Hoftaller, que, a última hora de la tarde, el día de la celebración del cumpleaños en McDonald’s y Mitropa, ajustaba cuentas y no sólo con el pintor—: ¡Liebermann, siempre Liebermann! ¿Qué quiere decir: importante impresionista? Hablando en buen alemán: ¡el judío Liebermann! Muy bien, lo dibujó y litografió, mejor que otros, lo reconozco. Pero sigue siendo judío, aunque diseñara aquellas ilustraciones tan bonitas para Effi Briest. Y, en general, los muchos judíos que usted tiene al lado, a su alrededor. ¡Su amigo epistolar que le suministraba material para escribir, el judío Friedlaender! ¡Durante decenios su principal editor fue judío: el judío Wilhelm Hertz! Y la primera colección de sus efusiones líricas la puso en el mercado naturalmente, porque Cotta no la quería, cierto señor Katz. Y además el judío Schottländer, que publicó L’Adultera, una novela en la que Rubehn, el adúltero protagonista, un genio de las finanzas que ha quebrado, es judío, naturalmente. Y Rodenberg, que era Rodenberg en Hesse y en realidad se llamaba Julius Levy, editaba, como judío, la Deutsche Rundschau y prepublicó en ella tres de sus novelones; el último, Effi Briest. Comiendo con judíos, en Karlsbad rodeado de judíos, alabado en el Vossische Zeitung por judíos, nada más que judíos. En cuanto se le rasca, salta un judío. Hasta cuando su hijo Friedrich fundó una editorial y publicó los libros de su padre, sin mucho éxito, el socio pasivo se llamaba Fritz Theodor Cohn. Judío como aquel Cohn, al que usted, al final de sus fáciles versitos de cumpleaños con motivo de sus setenta y cinco, desea una larga vida: «¡Pase, Cohn!». Además, al fundar la editorial de la familia, otro judío al que usted, cuando estaba de humor, llamaba «el gordo Lewy», aportó capital, y de esa forma se prefinanció la novela La señora Jenny Treibel, entre cuyos figurantes hay igualmente judíos. ¡En fin! Era una cuestión que se hubiera prestado para una conferencia de la Kulturbund: «Los judíos en las novelas del Inmortal». O bien: «¡El Inmortal y los judíos!». Por ejemplo, esa fatal Ebba Rosenberg —sí, la escena en el castillo en llamas— de Irrecuperable, en donde, al principio, se habla brevemente de un veterinario llamado Lissauer, que nunca aparece. O sus consejeros comerciales judíos, como Blumenthal y el banquero Bartenstein, que llega a cónsul general. O la empresa Silberstein und Isenthal, que al final de Mathilde Möhring desempeña un papel significativo, al confirmar Isenthal a la heroína del título, ávida de negocios, que oye crecer la hierba: «Decididamente, tiene algo de nuestra gente». ¿El qué? ¿El acento judío? ¿El ir directamente al grano? ¿El regatear? Y en El Stechlin, son los Hirschfeld padre e hijo, con su pelea constante. ¡Hasta el final judíos! ¡Nada más que judíos en calidad de superprusianos! Sin olvidar a sus mejores amigos: ¿no se llamaba en realidad Abrahamson su mayor promotor, el judío Brahm? O el judío Theodor Wolff, al que después, mucho después, le quedó sólo el campo de concentración; lo que le hubiera pasado también rápidamente a la viuda Liebermann, de no haber puesto ella misma punto final. Eso empezó ya pronto, en el Herwegh-Club, cuando usted todavía versificaba revolucionariamente... ¿Cómo se llamaba aquel chico de Odesa? Wolfsohn se llamaba aquel chaval judío, y además, descaradamente, Wilhelm. Y otro, al que luego turbios negocios dieron mala fama, se llamaba Moritz Lazarus. Y además una multitud de cartas, dirigidas a judíos. Eso no acababa nunca. Hasta el final, epístolas a Friedlaender, una y otra vez a Friedlaender; lo mismo que hoy tiene usted como amigo epistolar a cierto profesor Freundlich o, mejor dicho: al ex compañero Freundlich. Tanto en uno como en otro caso: un grueso montón de elocuentes cartas a judíos. A uno se le quejaba de su preocupación por la alianza prusiana entre trono y altar, a otro le confirmaba aún recientemente su furia revisionista por el —me permite citar— «engendro del socialismo prusiano». Ya fuera con Friedlaender o con Freundlich, con los dos se podía despotricar a gusto e imitar a los eternos renegados. No es de extrañar que, desde puestos de responsabilidad, no se viera con agrado cómo, a expensas de sus prusianos, en otro tiempo tan queridos por usted, se relacionase con judíos, dependiera de judíos y quisiera cantarnos las alabanzas de los judíos como verdaderos portadores de la cultura. Es verdad que, en la última de sus cartas a su hija Martha, dice: «Una y otra vez me asusta la total “judeificación” de los llamados “bienes más sagrados de la Nación”», pero luego aprueba esa judización total, dando gracias a Dios «... de que haya judíos. ¡Qué ocurriría si la conservación de esos “bienes más sagrados” estuviera confiada a la nobleza! Caza del zorro, iglesia blanqueada, sermón de domingo y juegos de azar...». Y por eso, en su poema de cumpleaños frívolo, enormemente ingenioso pero en conjunto aberrante, porque dañó para siempre su reputación de escritor alemán, hay un despreciativo rechazo de esa nobleza prusiana y una panegírica enumeración de judíos. Judíos que lo adulaban. Judíos serviciales. Judíos con los que se podía charlar de sobremesa. Judíos que pagaban. Sus lectores, los judíos...
Todo eso y más dijo Hoftaller, que lo recordaba como Tallhover, la víspera de Año Nuevo, sin dejarse interrumpir por Fonty; como su mujer y su hija eran de salud delicada y, por eso, querían entrar en el nuevo año durmiendo, su Sombra-de-noche-y-día no había tenido dificultad para convencerlo de que se corrieran una «juerga de Fin de Año»:
—¿Qué es eso de estar siempre metido en casa?
Y Theo Wuttke, llamado Fonty, tal como lo vemos ahora gracias a los dibujos a lápiz de Liebermann, alzó levemente las cejas, porque se dio cuenta de que el aspecto de Hoftaller, mientras los dos, a hora tardía, bajaban desde la Marx-Engels-Platz por Unter den Linden, con el emparejamiento ya conocido, había cambiado: aquella amplia sonrisa permanente que formaba hoyitos se había convertido en un odio rectangular que hacía sus labios cuadrados.
Fonty dijo:
—Lo que escribí a mi Mete, por cierto en el año de mi muerte, era absolutamente exacto. ¡Así era, Hoftaller! Recuerde, pero no torcidamente. Como pude comprobar hablando con el profesor Lasson —usted dirá que otra vez un judío—, los judíos realizaban entonces la labor cultural y los alemanes les correspondían con antisemitismo. Y lo que escribí a mi Mete sobre Stöcker, el cristiano-social predicador de la Corte, y el venenoso Ahlwardt, es decir, que Ahlwardt era un canalla, sigue siendo verdad, aunque mis señores hijos y mi señor yerno estimaran luego que debía tener consideración y tachar eso de «canalla demente» al publicar las cartas de la familia. Probablemente por eso se negó Mete a figurar como coeditora. Igualmente falta el poema que escribí con motivo de mis setenta y cinco años en la edición posterior de mi poesía. A eso hay que decir —¡con toda franqueza!— que en las celebraciones, como ya con ocasión de mis setenta, la nobleza prusiana brilló por su ausencia. Fue como solía predicar aquel pastor desde el púlpito: veo a muchos que no están aquí... Y por eso versifiqué: «No había Bülow ni Arnim, Treskow, Schliefen ni Schlieben... Aunque yo he escrito sobre ellos como no hay muchos que escriben. En cambio, la antigua nobleza: Abram, Isack, Israel... Todos aquellos patriarcas, y todos en su papel. Amables conmigo fueron los judíos, ¡cómo he de olvidarlos, si son como míos!».
Como Hoftaller callaba o, callando, buscaba su desaparecida sonrisa permanente, Fonty, que ahora llevaba ventaja, insistió enseguida:
—¡Así que estaba usted en la fiestecilla de cumpleaños, Tallhover! Indudablemente de servicio. Levantaría diligentemente una lista para su informe. Claro, Brahm, Lazarus, Wolff, todos estaban allí. «Los acabados en “berg” o “heim” llenan la casa, se han apresurado a felicitarme en masa.» Hasta Liebermann, a quien esa aglomeración, como a mí, resultaba desagradable, me honró con su visita. Y, naturalmente, Fritz Theodor Cohn, mi coeditor con mi hijo Friedrich, no siempre afortunado en asuntos editoriales. Y, por eso, el poema fabricado en esa ocasión termina con una cortés reverencia: «Con todos he departido, y todos me han leído, ya me conocen de otra ocasión y eso es lo importante... ¡Pase, Cohn!».
Entretanto, los dos juerguistas de Fin de Año habían pasado junto a la universidad Humboldt y el monumento a corcel y caballero[24].
Habían dejado atrás la Staatsoper. A consecuencia de aquellos tiempos ricos en sucesos, había en Unter den Linden una resaca en dirección a la Puerta. No era un año cualquiera el que terminaba. Y mientras los dos avanzaban ahora como empujados por el espíritu del siglo —«Go West!», decía un anuncio de tabaco de aquellos años— el Tallhover sumergido en Hoftaller volvió a encontrar su permanente sonrisa.
—Para decir la verdad, usted pasa por amigo empedernido de los judíos. Sin embargo, hasta su biógrafo Reuter tiene dificultades para aceptar esa leyenda. Tuvo que tragarse bastante de su balada, inspirada en un asesinato ritual (según Percy), La judía: «Tenía un cuchillo de plata, que cortaba y separaba bien...». Se leyó en el cincuenta y dos en el Tunnel, pero hasta cuarenta años más tarde no atendió usted los deseos de Heyse, su amigo del Tunnel, y eliminaron ese infanticidio de la siguiente edición de sus poemas. Y además: ¡qué opinión más vacilante la suya sobre el caso Dreyfus! De todo queda constancia epistolar en sus charlas por escrito con su amigote Friedlaender: «Al principio, naturalmente, estaba totalmente a favor de Zola». Luego, sin embargo, llega a la conclusión opuesta. Rastrea una «conjura periodística» judía: «... la prensa europea es un gran poder judío que ha tratado de imponer al mundo entero su opinión». Allí —¡con la mano sobre el corazón, Fonty!— el benevolente filosemita —«¡Pase, Cohn!»— se convierte en un antisemita apestosamente normal. En el Schwarzes Korps de Himmler no se tardó en imprimir con negrita, concretamente en el treinta y cinco, su condena —todavía utilizable, como sabemos— del judaísmo internacional. Y lo mismo que, por una parte, usted aseveraba melifluo: «Desde la más tierna infancia he sido amigo de los judíos y, personalmente, sólo he tenido con ellos buenas experiencias...», no escatimaba por otra terribles profecías, concretamente en esa misma carta; porque lo que pregonó el 1.