INTRODUCCIÓN
Primera y muy necesaria aclaración: este libro, que suma muchas novedades y profundiza ciertos temas vinculados al lenguaje, contiene la mayoría de los capítulos de dos obras que fueron publicadas bajo los siguientes títulos: Historia de las palabras (2011) e Historias de letras, palabras y frases (2014).
Hace un par de años tomé la decisión de reunirlos en un solo volumen y quisiera compartir con los lectores cómo fue madurando la idea.
Cuando terminé el primer libro, estaba convencido de que ya había aportado suficiente material y que mi intromisión en los temas de etimología, orígenes de palabras, etc., ya se había completado.
Recordemos que mi primera aproximación en el apasionante mundo del origen de las palabras fue a comienzos de la década de 1990, cuando tuve la generosa invitación de Ricardo Naidich para escribir en Idiomanía, una revista que circulaba principalmente en el ámbito de los traductores, pero que, a la vez, evidenciaba que había un público ávido de ese tipo de lectura. Idiomaníacos, en definitiva.
Compartí espacio con otros apasionados buceadores del lenguaje. El propio Ricardo, Miguel Wald, Edgardo Ritacco, Martin Wullich, Graciela Cutuli, Leandro Wolfson, Martín Eayrs, Enrique Zagari y Pierre Dumas, quien terminó siendo un valorado jefe en otra redacción. De todos aprendí mucho y la Historia de las palabras reavivó mis recuerdos de aquellos tiempos.
Pero no logré desentenderme. Seducido por el tema, continué investigando y llegó un momento en que la cantidad de material decantó en un segundo volumen. Completada su publicación, presentada la obra en varias ferias del libro, usted sabe lo que pensé: “Hasta aquí llegamos, misión cumplida”. Y a esta altura, también advierte que una vez más no me hice caso.
Es crónico. Todo el tiempo me cruzo con palabras —en una lectura o en conversaciones cotidianas— que despiertan mi curiosidad y “necesito” indagar su historia.
El apasionante origen de las palabras completa la trilogía envolviendo a sus predecesores. Es el “no hay dos sin tres” donde conviven los vocablos, las frases, los números, los signos y también algunos gestos.
Aprovechando la nutrida base de las publicaciones previas, en este caso establecí divisiones —algo caprichosas— para darle mayor coherencia al entramado. Desarmé algunos capítulos reacondicionándolos para que la difusión sea más atrapante. Modifiqué los títulos con la intención de ser más directo, menos elíptico. Deben haberse sumado unos veinticinco capítulos inéditos. Y de los que fueron arrastrados de las publicaciones previas, por los menos sesenta han tenido incorporaciones.
A ojo diría que si usted ha sido lector de los otros dos libros, conoce dos terceras partes del contenido. Si solo leyó uno, estará al tanto de una tercera parte del total.
He sumado varias frases: “Al divino botón”, “Dar bola”, “Tirar manteca al techo”, “Keep calm and carry on”, “Más loca que un plumero” y decenas más. Conocerá la relación entre San Martín de Tours y el canto “a capella”, entre los astilleros y las subastas, el target, los blazers, el teatro y los embolados, las tropas de asalto y los copados.
¿Por qué se le entrega una copa al campeón? ¿A qué se debe que se les diga “pintón” a los buenos mozos? ¿Por qué Mar del Plata es MDQ? ¿Qué une a los esclavos de la Antigüedad con las modelos más célebres? ¿Cuándo se puso de moda tocar la bocina haciendo “tata tatata, ta tá”? ¿Quiénes fueron los primeros que “chocaron los cinco”? ¿Cuándo aparecieron los espacios para separar palabras?
Si estos conocimientos le resultan apasionantes, hablamos el mismo idioma. La palabra es una herramienta poderosa y admirable. Espero que este cóctel (con permiso del gallo) sea de su agrado.
PARTE 1: GUERRAS
DEADLINE, FREE-LANCE Y TARGET
Ghengis Khan, Napoleón, Rommel, Atila, Benkei, el Cid Campeador, William Wallace, Han Xing, Aníbal y tantos otros. La historia de la Humanidad acumula una recia colección de guerreros y episodios bélicos. Las lenguas del mundo rebosan de términos vinculados al entorno de las hostilidades. Antes de avanzar hacia los ejemplos que nos ofrece la lengua española, veamos algunos importados, como es el caso de deadline.
Henry Wirz, nacido en Suiza, participó de la Guerra Civil de los Estados Unidos, en el bando de los confederados, aquel grupo de estados separatistas. Dirigió la prisión de Andersonville, donde estableció un rígido sistema: a unos seis metros de los muros, en la parte interna, hizo trazar una franja a la que bautizó deadline (línea de la muerte). Los guardias de las torres tenían orden de disparar a todo aquel que cruzase la marca o simplemente la pisase. Si alguien tropezaba y caía accidentalmente fuera del límite impuesto por el trazado, también debía morir.
La opinión pública conoció el método de Wirz en 1865, luego de que el confederado fuera tomado prisionero y enviado a Washington, donde lo juzgaron y ahorcaron.
En la década de 1920, la palabra se convirtió en jerga del periodismo estadounidense, ya que en forma figurada estableció el rígido límite del horario establecido para cumplir con los plazos editoriales. De allí, fue ampliándose el concepto a otras disciplinas, como la publicidad.
Sin abandonar estas profesiones, tenemos free-lance. Debemos este vocablo a la imaginación del escritor escocés sir Walter Scott. En la novela Ivanhoe, publicada en 1820, definió de esa manera a un grupo de mercenarios de los tiempos de las Cruzadas: eran lanzas o lanceros libres, mercenarios en fin, que podían contratarse para pelear. Hacia mediados de la década de 1860, comenzó a emplearse free-lance para nombrar a aquellos que hacían trabajos por fuera de la estructura de una empresa. En 1882 se instaló en el periodismo, donde lo usaron aquellos que escribían notas o hacían reportajes para luego venderlos al mejor postor.
A continuación, veremos de qué manera las lanzas y el mejor postor seguirán unidos por otro camino. Pero antes, un breve aporte: el verbo lanzar surgió de “arrojar la lanza”.
Ahora sí, comenzamos con dos sinónimos de lanza: por un lado, “pica” (con su punta para picar, popularizada en la baraja francesa) ha dado el diminutivo “piqueta”, la herramienta utilizada sobre todo en las minas. El otro sinónimo es “asta”. Hoy la relacionamos con el mástil de la bandera por el hecho de que el abanderado del cuerpo militar irrumpía en el campo de batalla blandiendo el pabellón asido a una lanza —es decir, a un asta— para motivar a la tropa. Fue de esta manera cómo, a través del tiempo, asta y mástil se convirtieron en sinónimos.
Una de ellas aparece en otros rincones del vocabulario. Cuando decimos “astilla” estamos refiriéndonos a una pequeña asta. Los galpones donde se fabricaban las embarcaciones de madera quedaban llenos de astillas: pasaron a ser conocidos como “astilleros”.
El vocablo “asta” tiene más parientes. Los romanos la clavaban con un estandarte —del franco: stand (parar, plantar) y hard (duro)— distintivo para señalar el lugar donde estaba la propiedad o los objetos que iban a rematarse. Lo que se hallaba debajo de la lanza (es decir, “sub-asta”) se ofrecía al mejor postor.
Emparentada con la lanza tenemos a la flecha, proyectil que necesita el impulso del arco. Para defenderse de los ataques de estas armas, aparecieron los escudos. Entre ellos, la tarja. De gran tamaño, cubría buena parte del cuerpo, aunque con una dificultad: entorpecía los movimientos.
El entrenamiento de los arqueros se realizaba empleando maderas que en la parte central se pintaban de “blanco” y ese es el motivo por el cual a los objetivos a los que se disparaba se los denominó con el nombre del color.
También se empleaban tarjas que, para afinar la puntería, cada vez se hacían más pequeñas. Estas diminutas protecciones recibieron el nombre de targette en francés y target en inglés. En la década de 1940, comenzó a usarse “target” para referirse a un grupo específico de la sociedad hacia donde debían apuntar, con precisión, los vendedores.
“Tarjeta” también es diminutivo de tarja, pues los símbolos de cada escudo identificaban a su propietario, de la misma manera que el cartoncito rectangular con nuestros datos.
A propósito del escudo y la función de distinguirse, tómese un minuto para recordar el de su club favorito o el que adorna el bolsillo de algún blazer escolar. Reconocerá en su forma a los de grandes dimensiones que empleaban los guerreros durante las Cruzadas en la Edad Media.
RANGOS MILITARES
Aquel que por pelear recibía un sueldo era un “soldado”. Respecto de “sueldo”, proviene de solidus nummus (moneda sólida) con la que se pagaban los servicios. Entonces, la moneda sólida dio lugar al sueldo y el sueldo a los soldados. Pero, mucho antes de que la paga al guerrero se hiciera con monedas, se empleaban otros valores, como las especias y la sal, que originó el “salario”.
Estos hombres se ejercitaban para estar más preparados. Debido a esas ejercitaciones se los denominó “ejército”. A su vez, los cuerpos de combate se dividían en dos grandes conjuntos: de un lado, aquellos que eran reclutados en forma temporal; del otro, los que lo hacían de manera constante y profesional. Estos poseían un rango superior a los reclutados y, por ser ese su oficio, en el Imperio Romano se los llamaba officialis, es decir, “oficiales”.
Los galos empleaban troupe para referirse al grupo que se convocaba con un mismo fin. Entre sus derivados figuran “tropa”, “tropel” y “atropello”, que expresaba el concepto de un conjunto de jinetes pasando por encima al enemigo. En el mismo sentido, “tropelía” es un abuso.
Brigante, vocablo italiano que definía al bandido, dio lugar a “brigada”, conjunto de combatientes faltos de disciplina, saqueadores. “Bribón”, “brío” y “brigadier” son términos emparentados con brigada. “Teniente” es la forma abreviada de lugarteniente, que provino de la unión de lugar y teniente; significaba “el que tiene lugar”, en el sentido de poder y autoridad. “Coronel” se le decía al colonello. Esta locución italiana designaba a quien comandaba una colonna o columna. Mientras que “cabo” y “capitán” hacen referencia a caput, cabeza, por ser quienes se hallan a la cabeza de una formación. Decimos caput en latín, kopf en alemán y chef en francés, de donde obtuvimos “jefe”. Ahora bien, al jefe general, el que era la autoridad para todos, lo denominamos simplemente “general” (el general San Martín, el general MacArthur). En cuanto al “alférez”, viene de al-faris, la voz árabe para señalar al caballero. Sobre el “caballero” debemos decir que era aquel que tenía el privilegio de combatir montado a caballo y tal condición lo ubicaba por encima en la escala social.
El “centinela” (proveniente del italiano sentinella) se encargaba de sentire (oír) los ruidos extraños. Y de Francia proviene aide de camp (ayudante de campo), que originó “edecán”. ¿Quién mandaba sobre las tropas? El rey. Era la persona que “regía” (en la “región”) y bajo su ala tenía al “regimiento”. Siempre rodeado de hombres de entera confianza, como, por ejemplo, uno que presentaremos a continuación: el campeón.
LA COPA DEL CAMPEÓN
En todos los ejércitos podía encontrarse un grupo de élite, esos hombres que se manejaban con autoridad y experiencia, veteranos de mil enfrentamientos. Debido a su cómodo accionar en el campo de batalla, los llamaron campeadores o campeones. Por eso, en un principio, la palabra “campeón” era sinónimo de luchador. Un claro ejemplo es el vocablo alemán Kampf, “lucha” (el libro que escribió Hitler se llamó Mein Kampf, “Mi lucha”).
En Inglaterra existía una costumbre durante la asunción del nuevo monarca que protagonizaba el campeón del rey (o de la reina). La ceremonia de coronación se realizaba en la abadía de Westminster. Pero ese acto era precedido por la toma de posesión del reino y la aceptación de los lores, en el Westminster Hall, una de las salas más antiguas del Parlamento británico (para quien no lo recuerde, la abadía y el Parlamento son edificios vecinos). Allí, mientras el monarca disfrutaba de la mesa con sus hombres, irrumpía el campeón del rey, un caballero que ingresaba montado y armado de punta en blanco, con el rostro cubierto por el casco. A su lado, a pie, el heraldo (mensajero) del campeón preguntaba en nombre de su señor si había algún presente que osara cuestionar la coronación, puesto que él estaba allí para hacer valer los derechos de su señor y enfrentar en combate a quien lo contradijera.
Ante el silencio general, el rey tomaba un sorbo de vino en honor de su campeón y le enviaba la copa casi llena. El caballero bebía de ella y la alzaba mientras recibía una ovación. No la devolvía, la conservaba como un obsequio de Su Majestad. Esa es la explicación de por qué, en el deporte, el campeón recibe una copa.
LA COPA DEL ESCLAVO
Hace dos mil años, un buen banquete no era tal si no se hacía la salva. El encargado de ejecutarla podía ser un vasallo, un soldado o un esclavo, dependiendo de cada situación. El rey, el general o el amo tomaba un bocado de su plato —también lo hacían con la bebida— y se lo pasaba al salvador para que lo probara. Si se mantenía en pie, podía comerse. Si no superaba la prueba, retiraban el plato enseguida y, sin tanta prisa, el cuerpo del sacrificado comensal (o, mejor dicho, del comensal sacrificado). No había nada más parecido a un fusible. Claro que era la ruleta rusa de los catadores de alimentos y bebidas, pero muchos se sentían privilegiados por tener ese papel, sobre todo en tiempos de hambruna.
Por lo tanto, “hacer la salva” era conseguir que alguien estuviera a salvo de los conspiradores. Comenzó a multiplicarse la costumbre de lanzar voces de aprobación una vez que el vasallo había superado la prueba: se celebraba, no que hubiera sobrevivido, sino que el personaje protegido no corría peligro.
En el mismo sentido, cuando las legiones gritaban “Ave, Cesar, morituri te salutan” (Salve, César, los que van a morir te saludan), estaban anunciándole que se encontraba a salvo y, además, al decir “te saludan” lo que hacían era “desearle salud”. Así como Ave César era el saludo al emperador, Ave María es la salutación a la Virgen.
Aunque resulte obvio, acotamos que “saludar” es desear salud. De paso: cuando dos hombres se cruzaban en un camino, extendían su mano diestra, señal de que no tomarían la espada. Así surgió el saludo con la mano.
La ceremonia de hacer salva derivó en otra: la del brindis. Esta era una tradición alemana —la palabra “brindis” proviene de la fórmula Ich bring dir’s (te lo ofrezco)—, pero también se practicó en otras regiones donde se denominó salva. Concretamente, consistía en el acto de interrumpir una conversación, incluso algún discurso, para rendir un homenaje. De esa acción proviene la frase “hacer una salvedad”, en el sentido de interrumpir o desviar lo que se está diciendo. También allí debe buscarse la explicación del adjetivo “salvo” como sinónimo de excepción.
Asimismo, la celebración, el brindis y el homenaje llevaron a una nueva acepción de “hacer salva”, que era el saludo de un buque. Cuando un barco equipado con armamento ingresaba en un puerto extranjero, lanzaba algunas bombas al aire, señalando de esa manera que vaciaba sus cañones, es decir, que no arribaba con intenciones bélicas. La acción no pretendía dar a entender que se deshacían del arsenal del buque. Pero el solo hecho de disparar cada uno de los cañones y vaciarlos transmitía cierta seguridad, debido a que la acción de recarga demandaba un tiempo (por ejemplo, había que esperar que el cañón se enfriara) y jamás tomaría por sorpresa a la guardia del puerto.
El hábito de hacer salva se convirtió en un código militar de varias naciones y también fue implementado en tierra firme. Aún hoy es común hacer salva de veintiún cañonazos en determinados homenajes.
Una necesidad de economía de pólvora hizo que se inventaran las “balas de salva”, incluso para las armas de fuego portátiles. Son aquellas que solo replican el estampido. Inofensivas, como aquel plato de comida que ya fue probado —y aprobado, dado por bueno— por el esclavo.
TRIUNFOS Y DERROTAS
“Tronera”, “triunfo”, “trofeo” y “torneo” también son legados de los escenarios bélicos. Comencemos por el más sencillo. Al hablar de troneras, nos referimos a las aberturas en los costados del buque donde se colocaban los cañones que “tronaban”, es decir, emitían el sonido de un “trueno”. Luego, los orificios de la mesa de pool recibieron el mismo nombre: “troneras”.
Hoy “triunfo” es sinónimo de victoria. Pero antes fue una ceremonia que le debemos a los seguidores del dios Dioniso (griego) o Baco (romano), deidad del vino, de la danza y de los descontroles festivos. En las celebraciones helénicas se entonaba un himno que repetía la palabra thriambos como forma de reverencia al dios. De aquella algarabía surgió que los romanos denominaran triumphus al festejo por la llegada a la ciudad del general vencedor en alguna batalla. Pero no cualquiera. Que se le diera este tipo de recibimiento dependía de un requisito: contabilizar más de cinco mil enemigos muertos, lo que explica la crueldad de aquellos enfrentamientos.
Para dichos desfiles, más bien marchas triunfales, se inventaron los “arcos de triunfo”. Al tomar noción del significado, entendemos con más claridad la carga simbólica que tuvo en 1940 la imagen de ejército alemán desfilando bajo el Arco de Triunfo de París, en Champs-Élysées.
“Derrota” proviene de la francesa déroute, que originalmente significaba rotura. Es lo que ocurría cuando se vencía a una formación: esta se quebraba, se rompía, y comenzaban el desorden y la dispersión.
Pasemos a la griega trópaios que significaba tornar o hacer girar. Cuando el enemigo daba la vuelta para huir, se gritaba esa voz para anunciar que habían tornado, girado, y que comenzaba la persecución y el saqueo. Todos los objetos abandonados al pegar la vuelta —armas, ropa, valores— eran amontonados junto a un árbol o una roca. A ese conjunto se lo llamaba “trofeo”.
Una breve escala en la palabra “fuga”. En el castellano medieval, así como decían “Hernando” o “Fernando”, “hierro” o “fierro”, también se usaba “huir” y “fuir”. La palabra “refugio” definía al sitio que el “fugitivo” utilizaba como albergue. Hoy, el “tránsfuga” es quien se pasa de bando, mientras que “centrifugado” refiere al sistema que hace que la ropa huya del centro.
Y algo más antes de que retomemos el asunto principal. Se le decía “cimarrón” al esclavo que huía a la montaña y se quedaba viviendo en la “cima”. Luego, el término se empleó para señalar a los animales que escapaban a los montes. Ahora sí, continuamos.
“Tornar” dio origen al inglés to turn (girar) y al francés, tour (vuelta) que arribó a nuestra lengua en “turismo”. Entre otras derivadas mencionamos: “torno” (aparato que gira alrededor de su eje), “retornar”, “torniquete” (por la forma de girar un paño para ajustarlo y detener una hemorragia), “contorno” y “entorno” (aquello que rodea), “entornar” (volver hacia atrás sobre su eje), “trastorno” (giro en el sentido contrario al habitual), “torcer” (dar vueltas algo sobre sí mismo para formar un espiral), “torsión”, “contorsión”, “extorsión” (por la forma de sacarle plata a alguien, forzándolo, torciéndolo), “retorcer”, “tortícolis” (porque nos hace torcer la cabeza), “tormenta” (porque se tuercen los árboles), “tuerto” (por el ojo torcido), “tormento”, “tortura” y también un diminutivo de torno: “tornillo”. ¿A qué se debe la expresión “¡Qué tornillo!” cuando hace frío? A que en esa álgida situación uno se abraza y retuerce como un tornillo.
Los “torneos” se originaron en Alemania y fueron la mayor diversión de los siglos XIII y XIV. Eran disputas individuales o grupales entre nobles y se llevaban a cabo en un recinto cercado. Con la salvedad de que las hubo a pie, las más populares se hacían a caballo y cada jinete venía de su lado, más o menos bien protegido por su armadura (la “armadura” es el equipamiento de armas) y empuñando esas imponentes lanzas (de ahí el sustantivo “lance” dado a este tipo de confrontación) para derribar al adversario. Si no lo hacía, llegaba hasta el final de la extensión delimitada y daba la vuelta (tornaba) para volver a embestir.
A fines del siglo XVIII se generalizó el sentido y torneo abarcó todo tipo de competencias que contaban con público.
“Justas” era otra forma de mencionar a dichas pruebas medievales. Esto se debió a que el escenario del enfrentamiento comenzó a nombrarse como “el campo de la justa caballeresca” y también “del juicio de Dios” porque se asignaba al Ser Supremo tanto la victoria de uno como la derrota del otro.
Salvo pocas excepciones, la pista de acción estaba dividida en sendos espacios para cada contendiente. La separación se realizaba mediante unas vallas cuyo nombre era “tela” (tellum en latín). Así, cada cual andaba por su carril y lo único que invadía el sector contrario eran las lanzas.
Es tiempo de reunir los ingredientes: ya tenemos una disputa, un campo del juicio de Dios y una tela. Con estos elementos podremos comprender la frase “Poner en tela de juicio”, derivada de aquellas competencias con público espectador y con el sentido de “exponer en consideración de otros” y generar controversias.
SIN CUARTEL
En el capítulo dedicado a los campeones mencionamos al pasar que este caballero hacía su ingreso al salón armado “de punta en blanco”. Hoy es un concepto que se relaciona con el aseo y la prolijidad. Sin embargo, en la Edad Media, cuando se creó la frase, significaba otra cosa. Los caballeros avanzaban a embestir al enemigo ataviados con su armadura y la espada en la mano, desenfundada, lista para ser usada. Eso era “estar armado de punta en blanco”. Simplemente, con todos los componentes de la armadura en su sitio y con la punta del arma desnuda (en blanco). Y esto se encuentra claramente vinculado con las “armas blancas”, cuya particularidad era la de la falta de impurezas o marcas. Porque primero se llamó arma blanca a aquellos escudos, pecheras y espadas que no tenían las insignias de sus propietarios. Luego fue sinónimo de espada desenvainada, que es la que hemos desarrollado. Finalmente, quedó como genérico de las armas de filo.
Hay otra frase relacionada con el combate, que da la sensación de haberse originado en plena contienda. Nos referimos a “luchar a brazo partido”. ¿Expresaba que los guerreros combatían incluso cuando le quebraban el brazo o se lo cercenaban? Más allá de que es muy posible que esto ocurriera, el concepto es otro. Luchar a brazo partido era pelear en igualdad de condiciones, sin más armas que los brazos y las piernas. Se refiere al tipo de lucha libre que denominamos catch, donde los contrincantes se toman (el verbo inglés to catch es tomar, atrapar, agarrar) y —se viene la redundancia— se hacen tomas. Aclaremos que este tipo de enfrentamiento agazapado y con los brazos encogidos no tenía lugar en los combates, sino durante el adiestramiento o en tiempos de paz.
Pedimos al lector que sepa disculpar la inserción de párrafos que no tienen relación con lo narrado, pero la palabra “agazapado” es una tentación: el gazapo es la cría del conejo. Agazaparse es agacharse, adoptando la postura del conejo. Retomamos.
También tenemos la expresión “Luchar a capa y espada”. Esta es una tradición muy antigua, del tiempo de los romanos. Se trata de un sistema de riña callejera. En la Europa del siglo XVII, la capa y la espada formaban parte del atuendo de los señores, a diferencia del capote y el puñal característico de los compadritos de aquellos tiempos. Pelear o defenderse a capa y espada eran actitudes nobles, de caballeros. Hoy la entendemos como sinónimo de enfrentarse hasta el fin, de la misma manera que “luchar a brazo partido”. Estas locuciones están vinculadas a otra que claramente se relaciona con los combates. Hablamos de la “guerra sin cuartel”.
Cuando los de un bando llevaban la peor parte y advertían que irremediablemente serían vencidos, gritaban: “¡Cuartel!”. Se trataba de una convención en el ambiente bélico. Porque “dar cuartel” era un acto de benevolencia: si se rendían, serían llevados al cuartel en condición de prisioneros. Pero si los vencedores respondían que no daban cuartel, quería decir que la lucha sería a muerte. Por eso, “guerra sin cuartel” es una frase que sugiere el concepto original y significa pelear hasta las últimas consecuencias.
La alternativa era la escapatoria. Volvemos a las capas: “escapar” significa desembarazarse de un peligro, de una opresión o de una prisión. Este verbo se forma con el prefijo ex (fuera) más el sustantivo cappa (capa). Si estoy huyendo y el que me persigue alcanza a tomar la capa, me la quito y sigo huyendo. Así de simple.
EL TÍO SAM
Existe un personaje popular cuya historia se encuentra muy relacionada con la guerra y con Troya. Pero en este caso, el clásico Homero no tiene nada que ver. Tampoco los griegos.
Entre los numerosos hijos de Edward y Lucy Wilson, vecinos de Massachusetts, figuraban Edward, Ebenezer, Samuel y Thomas. La familia se trasladó a la ciudad de Troy (Troya en inglés), en el estado de Nueva York, y allí algunos de los hermanos instalaron un matadero. A fines de 1812, durante la guerra de la independencia de los Estados Unidos, un contratista del gobierno publicó un aviso en el periódico local, solicitando trescientos barriles de carne vacuna y otros doscientos de carne de cerdo, para ser entregados en los primeros meses de 1813. Los hermanos Wilson fueron los principales proveedores de esa partida. Dos de ellos, Edward y Samuel, eran conocidos en todo el pueblo con un cariñoso mote: eran los tíos Ned y Sam.
A partir de enero de 1813 comenzaron a circular por Troy y sus alrededores barriles de roble blanco con la inscripción U.S. que, por supuesto, significaba United States, es decir, Estados Unidos. Se esparció la broma de que los barriles llevaban tales iniciales debido a que el Tío Sam (Uncle Sam) era popular en todo el país. La ocurrencia pronto se convirtió en algo serio. Porque no era una mala idea tener un personaje que simbolizara a la nación, más aún si se tiene en cuenta que el enemigo, Inglaterra, contaba desde 1712 con su propio símbolo: el obeso John Bull.
En 1814 la denominación Uncle Sam era usada con frecuencia a lo largo del territorio norteamericano. Para 1830 comenzó a ser dibujado, más flaco que su par inglés y con más pelo. Cuando se desató la Primera Guerra Mundial (y el personaje ya contaba cien años de vida) apareció en un afiche su imagen más conocida: el Tío Sam, señalando a los lectores del cartel y diciendo: “I want YOU for the U.S. Army” (“Te quiero a vos para el ejército de los Estados Unidos” o, mejor, “Te quiero a vos para el ejército del Tío Sam”). Samuel Wilson, el famoso Tío Sam original, murió a los ochenta y siete años, el 31 de julio de 1854.
Se erigió un monumento en la ciudad natal para preservar la memoria de este hombre cuya contribución a la historia de su país fue embalar carne para las tropas y ofrecerlas a buen precio. Hasta la fecha, su hermano Edward, a quien llamaban Tío Ned (Uncle Ned), ni siquier