Donde vive el asombro

Fabiana Fondevila

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

A Las Magas, por hacer de la amistad una de las bellas artes.

{ Breves palabras }
para quienes se saltean prólogos

¿Notaste alguna vez que diferentes libros requieren diferentes formas de moverse a través de ellos? Hay libros para peatones y libros para velocistas. Hay libros que te hacen caminar lentamente a través de ellos, como si estuvieras paseando por un parque. Otros quieren que simplemente te balancees en una hamaca imaginaria, incluso mientras los estás leyendo en el subte en hora pico.

Donde vive el asombro es un libro para bailarines. Si te gusta bailar, bailarás a través de sus páginas y si necesitás aprender a leer bailando, no podrías encontrar un instructor más talentoso que Fabiana Fondevila.

Como el mejor de los maestros, esta autora enseña jugando. Casi sin darte cuenta, te llevarás ideas valiosas de psicólogos, antropólogos, biólogos y otros maestros, y te encontrarás con grandes poetas. Pero el proceso de aprendizaje será diferente del que conociste en la escuela. Esta vez, redescubrirás el arte del juego serio. Este es un arte que dominamos de niños y del que, por desgracia, las escuelas nos privaron a la mayoría de nosotros. Incluso si tuvimos la mejor de las educaciones, el dicho se sostiene: “La infancia es demasiado corta para convertirnos en el niño que estamos destinados a ser”.

Pero no es demasiado tarde. Cada ritual ofrece a nuestro niño interior una forma de juego con propósito y significado, y este libro nos enseña cómo convertir las acciones simples de la vida diaria en rituales. En la medida en la que adquirimos el arte de celebrar cada momento de esta manera, aprendemos a extraer el significado más profundo de la vida.

Cuando comiences a leer este libro, preparate para realizar un viaje diferente de cualquier otro que hayas realizado. En este viaje no caminarás, ni cabalgarás, ni volarás; bailarás. El asombro nos hace bailar, bailar como en una boda —la boda sagrada entre nuestro ánimus, que asciende a los reinos de la razón, y nuestra ánima, que desciende a los sentimientos—. Con un paso, explorarás los ejercicios que pueden llegar a ser, para vos, la parte más disfrutable y transformadora del libro.

“Estamos pereciendo por falta de asombro” escribió G. K. Chesterton. Pero no necesitamos perecer. En el torrente de desencanto en el que hoy vivimos, un libro que nos ayuda a descubrir dónde vive el asombro nos ofrece un salvavidas.

Hermano David Steindl-Rast *
Orden de San Benito 
En la fiesta de Candelarias, 2018

* David Steindl-Rast estudió artes, antropología y psicología, y fue uno de los primeros católicos en recibir formación en budismo Zen. Es un especialista en diálogo inter-religioso, orador y autor de una decena de libros, varios de ellos traducidos al castellano. Su video "Un buen día" recorrió el mundo con su llamado a vivir una vida de asombro y gratitud.

Instrucciones para vivir la vida:

Prestar atención.

Rendirse al asombro.

Contarlo.

Mary Oliver

{ Introducción }

Tenía unos ocho años. Mis padres habían comprado un terreno en las afueras de Buenos Aires, en una zona que alguien alguna vez bautizó, con más romanticismo que sentido de la realidad, “Las colinas”. Íbamos todos los fines de semana, salvo tormenta, a plantar árboles y verduras, cavar acequias a pico y pala y jugar a que teníamos un hogar allí, en la naturaleza.

Apenas mi papá estacionaba el Renault sobre la huella de pasto, mis hermanos y yo nos colgábamos de la tranquera como quien se arroja a los brazos del amado. La tranquera se abría… ¡y salíamos a la carrera! No recuerdo hasta dónde llegaban mis hermanos, pero yo corría hasta quedar sin aliento, casi siempre poco antes de arribar al alambrado opuesto.

El aroma a pasto y tierra seca, los yuyos altos que me rozaban la nariz y el espacio que se abría en todas las direcciones —más espacio del que una chica de departamento había visto jamás— me provocaban una borrachera de alegría que duraba toda la tarde, el viaje de vuelta y hasta que se hacía la hora de ir al colegio.

Nunca hubo una casa en ese terreno, como soñó mi padre (nunca modesto para los sueños, en verdad vislumbraba cinco: una en el centro, para su vejez junto a mi madre; cuatro alrededor para nosotros, los hijos). No hubo casa, pero sí hubo zapallos, melones, sandías, un sendero de eucaliptos, un galpón de cemento, una manguera eterna. Y para mí, una huella en el alma a la que volvería décadas más tarde, a buscar respuestas a preguntas que ya entonces empezaban a insinuarse: interrogantes de parentesco profundo, de la naturaleza del vínculo con el mundo, de pertenencia.

Esas aventuras campestres viajan conmigo todavía, en una suerte de altar nómade que, por fortuna, solo se encuentra en mi imaginación. De existir en el mundo material, ya se hubiera vuelto sepia hace tiempo, y no habría estante ni arcón capaz de contener todo lo que ahí convive. Quizás, más que a un altar se parece a un diario naturalista: cada día se inscriben ahí nuevos descubrimientos y deslumbres. Desfilan por sus páginas los gestos diarios (nimios y extraordinarios) de las personas que quiero, los colores (el turquesa del cielo de Buenos Aires, el verde del pajonal ribereño, el morado de las dondiego de día cuando sale el sol, el negro filigrana de los árboles al anochecer), las texturas (el pasto, la piel, la madera), los aromas (los tilos a la sombra, los pinos al sol), los asombros (la Vía Láctea, la bondad de algunas personas, la música de ciertos poemas), el amor en todas sus gradaciones.

Todo ello forma parte de mi panteón personal, el reservorio siempre creciente que honra y celebra “lo sagrado”. Soy consciente del halo de solemnidad que envuelve a la palabra; la uso con la intención cambiarle el signo.

Originalmente, “lo sagrado” era lo que ocurría dentro de la iglesia y “lo profano”, lo que transcurría fuera de ese umbral. En la visión que propongo en estas páginas nada queda, en verdad, fuera de la órbita de lo sagrado, porque no se trata de un lugar ni de un objeto, sino de una forma de mirar y sentir el mundo.

Como el poeta Thomas Berry, siento que “no hay lugares sagrados y lugares profanos; hay lugares sagrados y lugares profanados”. Si lo sagrado está en la mirada que percibe el amor y el misterio en el corazón de la vida, profanar es desconocer o violentar ese amor y ese misterio, desconocer o violentar los lazos que nos unen. Profano es el cinismo, la denigración, la humillación, el desprecio. Y hay que decir que no es coto de unos pocos seres bestiales. Sin quererlo, todos profanamos alguna vez, cuando actuamos con impiedad por causa del miedo, con rencor por causa de la confusión, con fiereza por no poder albergar alguna una emoción difícil.

Las prácticas que ofrecen estas páginas buscan restaurar las cualidades del corazón que nos ayudan a ver, apreciar y celebrar lo sagrado en los pequeños sucesos de cada día, y a través de ellos, a la vida misma. Todas nacen de la misma intuición de que si el misterio existe, está presente en el hormiguero en la misma medida que en el pico nevado; de que si el amor es nuestra verdadera naturaleza, no importa cuán rica o pobremente la expresemos en cada momento; de que si somos una amalgama de espíritu y materia, una habrá necesariamente de abrazar a la otra, como la noche penumbrosa cede paso al día.

Ese es el viaje que aquí propongo: despabilar la mirada, despertar los oídos, agudizar el olfato, respirar hondo. Explorar nuestras vidas con audacia de navegantes, enloquecer de amor por el mundo pródigo y salvaje, y, al final del camino, como piratas de buen corazón, devolver el tesoro en cuya búsqueda partimos.

Senderos que se bifurcan

Desde el principio, el ser humano ha buscado comprender las leyes que gobiernan el universo, el rol que le cabe en la gran orquesta cósmica, el sentido último de la existencia, marcada por la constante contraposición entre alegría y dolor, asombro y angustia, belleza y abominación, vida y muerte.

Esta búsqueda por el sentido llevó a la humanidad a sumergirse, desde sus albores, en la experiencia espiritual. Y esta exploración tomó, mayormente, dos caminos, siguiendo los dos movimientos cósmicos descriptos por Platón y los neoplatónicos: una direccionalidad ascendente, que va de la materia al espíritu, y una descendente, que va del espíritu a la materia. Según esta visión, el cosmos es un todo multidimensional, compuesto por corrientes ascendentes y descendentes de amor divino.

Los pueblos y tradiciones que adoptaron el rumbo ascendente —las religiones monoteístas (con notables excepciones, como el místico San Francisco de Asís)— buscaron al espíritu en las alturas y priorizaron valores “masculinos”, como la visión pura, lo celestial, lo trascendente. Mediante rezos, meditaciones, ayunos y austeridades, estas tradiciones buscaron principalmente dejar atrás el mundo sufriente y fallido de las formas para acercarse a la fuente luminosa y eterna de todo lo que existe.

Los pueblos que adoptaron la visión descendente —las culturas paganas, chamánicas, predominantemente matriarcales— hallaron lo divino reflejado en cada eslabón de la trama y cultivaron los valores femeninos, privilegiando los vínculos, lo terrenal, lo inmanente. Más que aspirar a la iluminación, estos pueblos se sumergieron en el submundo, que es el reino del alma.

¿Qué es el alma en esta concepción? Es el núcleo primitivo y esencial de nuestra individualidad, la porción del espíritu que nos habita y adopta nuestras características peculiares, las que nos distinguen de cualquier otro.

El viaje descendente se zambulle en las profundidades, en busca de esa expresión particular de lo sagrado que somos. Explora nuestra naturaleza animal, nuestros miedos más profundos, nuestro diálogo con la enfermedad y la muerte, nuestra vivencia de la sexualidad, nuestros anhelos, nuestras creaciones, nuestros sueños, nuestro inconsciente y sus símbolos.

Así define el brillante psicólogo junguiano James Hillman la diferencia entre espíritu y alma:

El alma se encuentra en el inconsciente, y el espíritu en el reino de lo supraconsciente, aquello que está más allá de cualquier objeto. Ambos se asocian con estados de éxtasis (fuera de la conciencia ordinaria), pero los encuentros con el alma se manifiestan en los sueños y las visiones del destino personal, mientras que la realización del espíritu engendra conciencia pura, sin contenido.

Ambos senderos —ascendente y descendente— se completan y complementan. Uno y otro por sí solos ofrecen una versión parcial de la experiencia humana de lo divino. Pero en las sociedades modernas el sendero descendente ha sido desalentado, cuando no prohibido. En su libro Soulcraft. Crossing to the Mysteries of Nature and Psyche (Moldear el alma. Cruzar los misterios de la naturaleza y la psiquis), el psicólogo Bill Plotkin dice: “Quizás nuestros antepasados religiosos y políticos les tenían miedo a las influencias de la naturaleza y el alma, y por eso nos alejaron de lo salvaje y trataron de controlarlo donde fuera que apareciera. El miedo a la naturaleza y al alma es el miedo a nuestra propia esencia”.

Desde esta visión escindida, la tierra y sus criaturas perdieron su condición de divinos. El cisma se agravó en el siglo XVIII, con el advenimiento del racionalismo. Sin minimizar los progresos que esta corriente de pensamiento trajo aparejados, a la vez instaló como nueva divinidad al intelecto y desterró toda otra forma de conocimiento al campo del oscurantismo y la superstición. Los saberes de los pueblos indígenas, basados en la intuición y el diálogo con las fuerzas naturales, fueron negados y desestimados, como si pertenecieran a un estadio infantil y precario de la especie.

En su lugar se impuso el mito del progreso científico e industrial ilimitado, que ve a la naturaleza como un recurso por explotar a discreción y amenaza hoy con acabar con el planeta. El rechazo de la materia —primero espiritual, luego intelectual— devino paradójicamente en un materialismo sin precedentes.

Este cambio de mirada empobreció nuestra experiencia del mundo: perdimos la capacidad de dialogar con otras especies, de reconocernos en los ritmos y ciclos de la naturaleza, de sentirnos a gusto en nuestros cuerpos y con los cuerpos de otros, de pertenecer.

En la segunda mitad del siglo XX la así llamada “Nueva Era” trajo aires de cambio y propuso un ideario ecologista, feminista, libertario y progresista. Fue una renovación necesaria, nutrida por el ingreso de saberes de Oriente a Occidente y el encuentro de dos mundos. No obstante, con el correr de las décadas terminó por abonar también el antagonismo, al priorizar la transcendencia como camino exclusivo de acceso al espíritu. Uno de los resultados más visibles de esta elección es el fenómeno que el autor Robert Augustus Masters denominó bypass espiritual: la propensión a querer resolver problemas físicos, psicológicos, emocionales o vinculares recurriendo a prácticas de naturaleza espiritual (meditativas, contemplativas, energéticas), como si estas fueran atajos a la sanación. Quienes caen en esta confusión pueden evitar consultar al médico por síntomas físicos preocupantes, reprimir emociones como el enojo o el miedo por considerarlas “poco espirituales”, soportar malos tratos en aras de “la compasión” mal comprendida o evitar mantener conversaciones difíciles, pero necesarias, para resguardar la paz.

Otro aspecto de este mismo fenómeno es el “materialismo espiritual”: la utilización de la espiritualidad para lograr objetivos personales en el mundo que, en última instancia, la desnaturalizan.

Ciertos autores como Ken Wilber, fundador del pensamiento integral, advierten que las décadas de ahondar en prácticas budistas de desapego y ecuanimidad no hicieron mucho por propiciar la maduración psicológica y emocional de los practicantes. En otras palabras, por mucho que alguien se esfuerce por lograr la paz y la disciplina en el dojo (espacio de práctica de artes marciales), el templo o el retiro de fin de semana, si al volver a su vida no trabaja en otros planos para resolver sus problemas laborales, vinculares o personales, si no examina su sombra (con las prácticas de “El pantano”), si no se ocupa de todo lo que hay para limpiar, ordenar y reparar en su existencia mundana, todos sus esfuerzos en pos de la iluminación serán en vano. Una prueba de esto son los escándalos que sacudieron al budismo norteamericano, cuando gurúes extraídos de sus monasterios de origen, donde habían tenido poco contacto con el dinero, las mujeres y la sexualidad, al llegar a Estados Unidos y verse rodeados de un mundo de tentaciones desconocidas, cometieron desatinos propios de adolescentes, o abusos graves. Advierte Wilber: no alcanza solo con despertar (wake up), también es necesario crecer (grow up).

Thomas Moore, autor del muy famoso libro El cuidado del alma, también descree de una espiritualidad que solo contempla la trascendencia, desentendiéndose de lo terrenal: “Si definimos la espiritualidad solo en términos positivos y radiantes nos volvemos sentimentales, y esto no nos sirve. Ser espiritual no es solo rezar y meditar, sino también involucrarse en los desafíos del matrimonio, el trabajo, la crianza, la responsabilidad social y en el esfuerzo por construir un mundo más justo y pacífico”. En esta cosmovisión, el activismo espiritual no es una contradicción de términos, sino una expresión concreta del amor en acción.

Lo cierto es que necesitamos de ambos caminos: el ascendente, que busca acercarse a la fuente a través del desapego, la visión y la sabiduría; y el descendente, que encuentra lo divino aquí en la Tierra y se expresa en el servicio, la generosidad y la compasión.

En nuestras vidas pasamos naturalmente de una polaridad a la otra: nos retraemos al silencio en busca de paz e inspiración, luego volvemos al mundo y compartimos esa paz con quienes compartimos nuestras vidas. Y a la inversa: nos conmovemos con algún acontecimiento mundano —un amigo que nos ofrece ayuda, un cielo sembrado de estrellas, un pájaro que alimenta a su cría— y nos vemos lanzados sin escalas al misterio.

Necesitamos abrazar la multidimensionalidad de la vida: aparear la luz con la sombra, el ser con el hacer, el dar con el recibir, la elevación espiritual con la maduración psicológica y emocional. Recuperar la cara femenina de lo sagrado es una forma de empezar a subsanar el desequilibrio y brindarle al mundo el alimento que añora desde hace siglos: el matrimonio sagrado que integra opuestos y nos devuelve la integridad. Ese es también el anhelo que inspira estas páginas.

Un mapa para acompañar el viaje

El ser humano es un hacedor de sentido por naturaleza. Así como aprendió a procurarse el sustento, protegerse del frío y construirse un cobijo, con idéntico ahínco buscó en los astros la razón de sus sentimientos, vio símbolos en las llamaradas y entendió que los árboles, las aguas y el cielo eran seres vivos, como él. Se hizo fuerte en sus vínculos: pidió protección a los árboles y las montañas, ofició ritos de expiación al derramar la sangre de sus presas, cantó para agradecer sus conquistas, celebró cada retorno del sol.

Hoy vivimos vidas infinitamente más cómodas y seguras que entonces, pero hemos perdido algo del sencillo encanto que el mundo guardaba para nuestros antepasados. ¿Podemos recuperar la vitalidad de esa pertenencia? ¿Podemos volver a encontrar en las criaturas y en los paisajes reflejos de nuestra propia experiencia? ¿Podemos sentirnos íntimamente conectados —sin que la razón interfiera— con otras personas, el cosmos, la vida?

Joseph Campbell, el genial mitólogo, aludió a este profundo anhelo cuando pronunció la frase tan citada: “Dicen que todos estamos buscando el sentido de la vida. Yo no creo que sea eso lo que buscamos. Creo que lo que buscamos es la experiencia de estar vivos, que nuestras experiencias en e

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