El otro nombre de Laura (Quirke 2)

John Banville

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Parte I

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Parte II

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Parte III

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Epílogo

Notas

Sobre el autor

La serie del doctor Quirke

Créditos

Parte I

I

Capítulo 1

1

Quirke no reconoció el nombre. Le pareció conocido, pero no supo ponerle cara. A veces sucedía así. Sin previo aviso alguien ascendía a la superficie desde las profundidades de su pasado alcohólico, y era alguien a quien había olvidado, alguien que se presentaba de improviso para pedirle un préstamo, ofrecerle un soplo infalible sobre tal o cual asunto, o sólo por trabar contacto movido por pura soledad, o por cerciorarse sólo de que seguía con vida, por comprobar que la bebida no había acabado con él. Por lo común se los quitaba de encima murmurando cualquier excusa sobre las presiones que tenía que soportar en el trabajo u otro pretexto parecido. Éste debería haber sido fácil de arrinconar, puesto que sólo era un nombre y un número de teléfono que había dejado en la recepción del hospital, y muy oportunamente podría haber perdido el papelito o haberlo tirado a la papelera. No obstante, algo le llamó la atención. Tuvo una impresión de apremio, de inquietud, que no supo explicarse y que le contrarió.

Billy Hunt.

¿Qué fue lo que ese nombre prendió en él? ¿Un recuerdo perdido, o tal vez, de un modo más preocupante, una premonición?

Dejó el papelito en una esquina de la mesa y trató de olvidarlo. En pleno centro del verano, el día era de un calor pegajoso, y en las calles el aire era apenas respirable, cargado como estaba por una fina cortina de humo de tonalidad malva, así que se alegró del fresco y de la tranquilidad que se palpaba en su despacho sin ventanas, en un sótano, en el departamento de Patología. Colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se quitó la corbata sin deshacerse el nudo antes de abrirse dos botones de la camisa y sentarse ante el desordenado, atestado escritorio de metal. Le gustaba el olor familiar que se respiraba allí dentro, una combinación de humo de tabaco rancio, posos de té, papeles, formaldehído y algo más, algo almizclado, carnoso, que era su aportación particular al conjunto.

Encendió el cigarrillo y la mirada se le fue por sí sola al papelito que contenía el recado de Billy Hunt. Tan sólo el nombre y el número que la operadora había anotado a lápiz, junto con las palabras «Llame, por favor». La sensación de imploración y de apremio era más intensa que nunca. Llame, por favor.

Sin que se le ocurriese una razón que lo explicara, se encontró recordando el momento en el pub de McGonagle, medio año antes, borracho como una cuba, cuando en medio del estrépito de los festejos navideños había visto su propio rostro, colorado, bulboso, empañados los ojos, reflejado en el fondo de su vaso de whisky ya vacío, y comprendió con una certeza inexplicable que acababa de tomarse el último trago. Desde entonces había estado sobrio. Fue algo que le asombró tanto como desconcertó a quienes le conocían. A su entender, no fue él quien tomó la decisión: ésta se tomó dentro de sí y por su propio bien. A pesar de su adiestramiento, a pesar de los años transcurridos en la sala de disección, tenía la convicción secreta de que el cuerpo posee una conciencia que le es propia, y que se conoce a sí mismo y conoce sus propias necesidades tan bien o mejor de lo que imagina la mente. El decreto que aquella noche emitieron sus intestinos y su hígado hinchado y los ventrículos de su músculo cardiaco fue terminante e incontestable. Había pasado casi dos años sumido de continuo en el abismo del alcohol, cayendo casi hasta los mismos extremos en que había caído dos décadas antes, cuando murió su mujer, y ahora, de golpe, se había interrumpido la caída.

Mirando de reojo el papelito en la esquina de la mesa, tomó el teléfono y marcó. Sonó el timbre a lo lejos, al otro extremo de la línea.

Después, por pura curiosidad, había vuelto del revés otro vaso de whisky, esta vez uno que no había apurado él, por si de veras fuera posible verse en el fondo del vaso, pero no apareció ningún reflejo.

El timbre de voz de Billy Hunt no le sirvió de ayuda; no lo llegó a reconocer más de lo que había reconocido el nombre. El acento era al tiempo llano y cantarín, con las vocales abiertas y las consonantes amortiguadas. Un hombre del campo. Notó una ligera agitación en su tono de voz, un leve temblor, como si estuviera a punto de echarse a reír, o de echarse a lo que fuera. Algunas palabras las chapurreó, como si pasara deprisa por encima de ellas. Tal vez estuviera achispado.

—Ah, entiendo. No te acuerdas de mí —dijo—. ¿Verdad?

—Pues claro que me acuerdo —mintió Quirke.

—Billy Hunt. Alguna vez me dijiste que el apellido sonaba a germanía rimada.[1] Estudiamos juntos. Yo estaba en primero y tú ya estabas terminando. La verdad es que no contaba con que te acordaras de mí. Salíamos con pandillas distintas. Yo estaba loco por los deportes, el hurling, el fútbol y todo eso, mientras tú salías con los que tenían afición por las artes. Tú andabas siempre con la nariz metida en un libro, o en el Abbey Theatre o en el Gate Theatre cualquier noche de entre semana. Dejé los estudios de Medicina. No tenía estómago para eso.

Quirke dejó pasar un breve silencio.

—¿Y a qué te dedicas ahora? —preguntó.

Billy Hunt soltó un suspiro sordo, desmadejado.

—Eso da igual —dijo, y pareció más cansado que impaciente—. Lo que cuenta es tu trabajo.

Por fin empezó a formarse un rostro en la denodada memoria de Quirke. Una frente ancha y despejada, una nariz sin lugar a dudas partida, una mata de cabello rojizo y crespo, pecas. El hijo de un tendero de algún sitio del sur, Wicklow, Wexford, Waterford, uno de los condados que empezaban por W. Un tipo tranquilo, aunque propenso a las agarradas ante la menor provocación. De ahí que tuviera el tabique nasal aplastado. Billy Hunt. Sí.

—¿Mi trabajo? ¿A qué viene eso? —dijo Quirke.

Hubo otra pausa.

—Es la mujer —dijo Billy Hunt. Quirke oyó una bocanada de aire engullida con sequedad, que silbaba en aquellas cavidades nasales aplastadas—. Acaba de poner fin a sus días.

Se encontraron en Bewley’s Café, en Grafton Street. Era la hora del almuerzo, y el local estaba lleno. El intenso, espeso olor de los granos de café tostándose en el gran recipiente metálico, nada más entrar por la puerta, a Quirke le produjo un vuelco en el estómago, el principio de una arcada. Era extraño qué cosas le provocaban ahora una arcada. Había dado por hecho que dejar de beber amortiguaría sus percepciones y le reconciliaría con el mundo y sus sabores y aromas, pero había sucedido todo lo contrario, de modo que a veces le parecía ser un manojo andante de terminaciones nerviosas enmarañadas y acosadas por todos los frentes, presa de desquiciantes olores, sabores, tactos. El interior del café le resultó oscuro; llegó la mirada acostumbrada al resplandor de la calle. Una chica que salía se cruzó con él; llevaba un vestido blanco y una pamela de paja, de ala ancha. Le llegó el cálido aroma del perfume que dejaba en su estela. Se imaginó que se volvía sobre los talones y la seguía y la tomaba por el codo y se alejaba con ella bajo el calor del verano. No le agradaba la perspectiva de encontrarse con Billy Hunt y con su esposa muerta.

Lo descubrió en el acto, sentado en una de las mesas próximas al cristal, erguido de un modo antinatural en el banco de terciopelo rojo, con una taza de café con leche que no había tocado aún, sobre el velador de mármol gris. Él no vio a Quirke al principio, y éste se contuvo unos instantes para estudiarlo, observando la cara pálida, apagada, en la que sobresalían las pecas, y la mirada vítrea y desolada, y la mano grande, como un nabo, enredando con la cucharilla del azucarero. Apenas había cambiado nada, lo cual era llamativo, en las más de dos décadas pasadas desde que Quirke lo conoció. Tampoco es que pudiera decir que lo había conocido. En los nada claros recuerdos que guardaba Quirke de él, Billy era una especie de chaval crecido en demasía, a rachas animado, a rachas truculento, a veces las dos cosas a la vez, que se alejaba al campo de deporte con su pantalón corto, de pernera ancha, y una camiseta de jugar al fútbol, a rayas, o un montón de palos de jugar al hurling bajo el brazo, las rodillas nudosas y pálidas, rosadas, y las mejillas adolescentes y encendidas, enrojecidas aún por el afeitado matinal, del que no tenía todavía costumbre. Hablaba siempre a gritos, cómo no, al contar chistes escandalosos a sus compañeros de juegos, tal como llamaba la atención cuando lanzaba una mirada malhumorada, resguardados los ojos por las pestañas incoloras, en dirección a Quirke y a los que, como dijo, tenían afición por las artes. Los años le habían metido en carnes, lucía una calva en la coronilla, como una tonsura, y una papada gruesa y roja que le sobresalía por el cuello de la deformada chaqueta de tweed.

Despedía ese olor, acalorado y crudo y salado, que Quirke reconoció al punto, el olor de los que recientemente han perdido a un ser querido. Estaba sentado en la mesa y se levantó como pudo, un abultado saco de pena, de tristeza, de rabia reprimida.

—No entiendo por qué lo hizo —dijo a Quirke con total desamparo.

Quirke asintió.

—¿No dejó nada? —Billy lo miraba sin entender a qué estaba refiriéndose—. Quiero decir… una carta, una nota.

—No, no, nada de eso —esbozó una sonrisa torcida, casi avergonzada—. Ojalá hubiera dejado una cosa así.

Aquella mañana, una partida de números de la Garda había salido a la mar en lancha y habían rescatado el cuerpo desnudo de la pobre Deirdre Hunt entre las rocas de la orilla de Dalkey Island que daba más a tierra.

—Me llamaron para que la identificara —dijo Billy sin que abandonase sus labios aquella extraña sonrisa de dolor, que no era una sonrisa, con los ojos saltones, como si de nuevo viesen con perplejidad, con desaliento, lo que habían visto sobre la mesa del hospital, pensó Quirke, y lo que con toda certeza nunca dejarían de ver, al menos mientras siguiera con vida—. La llevaron a St. Vincent. Parecía otra, no se parecía en nada a la que… Creo que no la habría reconocido de no ser por el cabello. Siempre estuvo muy orgullosa de su cabello —sonrió como si pidiera disculpas, encogiendo sólo un hombro.

Quirke se acordó en esos momentos de una mujer muy gorda que se había arrojado a las aguas del Liffey, de cuya cavidad pulmonar, cuando la abrió por el medio y separó las dos mitades de la caja torácica, salieron a borbotones, con el abotargamiento de los bien alimentados de veras, una nidada de animalillos traslúcidos, de muchas patas, parecidos a las gambas.

Una camarera de uniforme blanco y negro, con cofia de doncella, se acercó a tomar nota de lo que quisiera Quirke. Lo agobiaban los aromas de los almuerzos, de las frituras y las cocciones. Pidió un té. Billy Hunt se había alejado al interior de sí mismo y, ausente, enredaba en los terrones de azúcar del cuenco, haciéndolos sonar.

—Es jodido —dijo Quirke cuando se marchó la camarera—. Quiero decir, identificar el cuerpo. Eso siempre es jodido.

Billy bajó la mirada, y el labio inferior se le puso a temblar. Se lo sujetó con los dientes en un gesto infantil.

—¿Tienes hijos, Billy? —preguntó Quirke.

Billy, sin levantar la mirada, negó con un gesto.

—No —musitó—, no tengo hijos. Deirdre no estaba por la labor.

—¿Y a qué te dedicas? Quiero decir… ¿en qué trabajas?

—Viajante de comercio. Productos farmacéuticos. Es un trabajo que me obliga a viajar mucho, por todo el país, también al extranjero, de vez en cuando a Suiza, si toca reunión en la sede central. Supongo que eso era parte de lo malo, que yo estuviera tanto tiempo fuera de casa. Eso, sumado a que ella no quisiera tener hijos —ahí viene, se dijo Quirke: el problema. Pero Billy sólo añadió—: Supongo que se sentía sola. Claro que nunca se quejó de nada —miró a Quirke de repente, como si lo desafiara—. Nunca se quejó de nada. ¡Nunca!

Siguió hablando de ella: cómo era, qué hacía. La expresión obsesiva que tenía en el rostro se tornó más intensa, y miraba de acá para allá con extraña actitud de apremio, como si algo le estorbase o quisiera que se posaran sus ojos en algo que no terminaba de estar en donde lo buscaba. La camarera llevó el té que había pedido Quirke. Se lo tomó bien negro, escaldándose la lengua. Sacó la pitillera.

—Entonces… dime —dijo—, ¿por qué tenías tanto interés en verme?

Una vez más Billy bajó las pestañas pálidas y miró el azucarero. Una oleada de colores moteados ascendió desde el cuello de su camisa y lentamente le cubrió la cara entera, hasta el nacimiento del cabello, o incluso más arriba. Quirke se dio cuenta de que se había puesto colorado. Asintió sin decir nada e inspiró hondo.

—Quería pedirte un favor.

Quirke se quedó a la espera. El local se iba llenando a gran velocidad. Era la hora de almorzar y el ruido había alcanzado el nivel de un barullo variopinto y atronador. Las camareras circulaban veloces entre las mesas, con las bandejas marrones cargadas de platos: salchichas y puré de patata, pescado con patatas fritas, humeantes tazas de té, vasos de zumo de naranja recién exprimida. Quirke le tendió la pitillera en la palma de la mano y Billy tomó un cigarrillo como si apenas se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Quirke accionó el encendedor, del que manó una llama. Billy se encorvó con el cigarrillo entre los labios, sujetándolo con dedos temblorosos. Luego se recostó en el respaldo como si acabara de quedar exhausto.

—A todas horas sales en los periódicos —le dijo—. Casos en los que intervienes —Quirke, incómodo, cambió de postura—. Aquello de la chica que murió cuando… Y la mujer a la que asesinaron. ¿Cómo se llamaban?

—¿Quiénes? —preguntó Quirke sin que se le alterase el gesto.

—Aquella mujer de Stoney Batter. El año pasado, o hace dos, ¿no? Dolly… no me acuerdo qué —frunció el ceño, trató de acordarse—. ¿Qué fue de aquella historia? Salió en todos los periódicos, y de un día para otro no se dijo nada más, como si nunca hubiera pasado nada.

—No tardan mucho los periódicos en perder todo interés —dijo Quirke.

A Billy se le acababa de ocurrir algo.

—Joder —dijo en voz queda, apartando la mirada—. Supongo que también darán la noticia de Deirdre.

—Podría hablar con el juez de instrucción, si quieres —dijo Quirke, aunque de un modo que sonó a equívoco.

Pero no eran las noticias de prensa lo que ocupaba los pensamientos de Billy. Se volvió a encorvar, de pronto muy atento, concentrado, y extendió una mano con urgencia, como si estuviera a punto de sujetar a Quirke por la muñeca o por una solapa.

—Lo que no quiero es que la corten —dijo con voz ahogada, ronca.

—¿Que la corten?

—En la autopsia, o post mórtem, o como se diga. No quiero que se lo hagan.

Quirke aguardó un instante antes de contestar.

—No es más que un formulismo, Billy. Lo exige la ley.

Billy meneaba la cabeza con los ojos cerrados y la boca apretada en una mueca de dolor.

—No quiero que se lo hagan. No quiero que la rajen de arriba abajo, como si fuera una especie, un… eh… Como si fuera una res —se cubrió los ojos con la mano. El cigarrillo, olvidado, se le quemaba entre los dedos de la otra—. Ni siquiera soporto pensar en eso. Bastante terrible ha sido verla esta mañana… —apartó la mano y miró delante de sí como si fuera presa de un estupor invencible, de un asombro superior a sus fuerzas—. Pero pensar en que la pongan sobre una mesa, bajo una lámpara, con el cuchillo… Si tú la hubieras conocido, si supieras cómo era antes de… Y qué vitalidad tenía… —volvió a bajar la mirada y agachó la cabeza como si anduviera en busca de algo en lo que concentrarse, las tripas de una realidad corriente, de las que pudiera hacer corazón—. No lo puedo soportar, Quirke —dijo con ronquera, con una voz que apenas era un susurro—. Te lo juro por Dios, no puedo soportarlo.

Quirke dio un sorbo de té, que ya estaba tibio, y notó acre el sabor del tanino en la lengua escaldada. No supo qué debía decir, ni qué iba a decir. Rara vez tenía contacto directo con los familiares de los muertos, aunque alguna vez éstos lo habían buscado, como era el caso de Billy, para que les hiciera un favor. Alguno quería que se ocupara de devolverles un recuerdo, una alianza matrimonial, o que les facilitase un rizo del difunto; una viuda republicana una vez le pidió que recuperase un fragmento de una bala disparada en plena guerra civil, que su difunto esposo había llevado cerca del corazón durante casi treinta años. Otros tenían peticiones más serias y menos luminosas: que las magulladuras perceptibles en el cuerpo de un niño muerto encontrasen explicación, que la repentina defunción de un padre o una madre de cierta edad, y además enfermos, se aclarase de inmediato, o que un suicidio fuese piadosamente encubierto. Pero nadie le había pedido nunca lo que estaba pidiéndole Billy.

—De acuerdo, Billy —le dijo—. Veré qué se puede hacer.

La mano de Billy en ese momento sí que tocó la suya, un roce levísimo, con las yemas de los dedos, a través de las cuales pareció descargar una corriente de alto voltaje efervescente.

—Tú no me vas a decepcionar, Quirke. Lo sé yo —dijo, y fue más una afirmación neutra que un ruego, aun cuando le temblase la voz—. Aunque sea por los viejos tiempos. Aunque sea… —bajó la voz y aún dijo algo, a medias un sollozo, a medias una risa—. Aunque sea por Deirdre.

Quirke se puso en pie. Pescó media corona del fondo del bolsillo y dejó la moneda en la mesa, junto al plato de su taza. Billy volvía a mirar en derredor con inquietud, como haría un hombre que se palpase los bolsillos en busca de algo que no acertaba a encontrar. Había sacado un encendedor Zippo y abría y cerraba la tapa sin descanso, con inquietud. En la calva, entre las hebras de pelo escaso y claro, se le veían relucientes gotas de sudor.

—Por cierto, no se llama así —dijo. Quirke no lo entendió—. Quiero decir que sí, que ése es su nombre, sólo que se hacía llamar de otro modo. Laura, Laura Swan. Era su nombre de profesional. Tenía un salón de belleza, el Silver Swan. De ahí su nombre, Laura Swan.

Quirke aguardó, pero Billy no quiso añadir nada más. Se dio la vuelta y se marchó.

Por la tarde, de acuerdo con las instrucciones de Quirke, trasladaron el cuerpo desde St. Vincent hasta el céntrico Hospital de la Sagrada Familia, donde estaba esperando Quirke su llegada. Una serie de medidas de ahorro recientemente impuestas en la Sagrada Familia, objeto de acaloradas discusiones —aunque toda protesta fuese en vano—, había dejado a Quirke con un solo ayudante, por más que antes tuviese dos. A él le tocó elegir entre Wilkins, el protestante ejemplar, y Sinclair, el judío. Había preferido a Sinclair sin que mediara una razón clara, ya que los dos jóvenes tenían idéntica destreza o, en algunos aspectos, idéntica falta de destreza. Pero Sinclair le caía bien, le agradaba su independencia, su taimado sentido del humor, su tenue hosquedad en el trato; cuando Quirke le preguntó de dónde era oriunda su familia, Sinclair lo miró a los ojos sin cambiar de expresión y contestó a quemarropa: «De Cork». No le dio las gracias porque Quirke lo eligiera a él, y Quirke también lo admiró por eso.

Se preguntó hasta dónde era oportuno abusar de la confianza de Sinclair en el asunto de Deirdre Hunt, en la petición de su marido para que su cadáver quedara intacto. Sinclair, sin embargo, no era un hombre que causara complicaciones sin necesidad. Cuando Quirke le dijo que él haría la autopsia por su cuenta, solo —bastaría con un examen visual—, y que Sinclair podía aprovechar el rato para irse a la cafetería del hospital, a tomarse un té y fumarse un cigarrillo, el joven no vaciló durante más de un segundo, tras el cual se quitó la bata verde y las botas de goma y se largó del depósito de cadáveres con las manos en los bolsillos, silbando con suavidad. Quirke le dio la espalda y levantó el cobertor de plástico.

Deirdre Hunt, o Laura Swan, o como se llamase, debía de haber sido, le pareció, una joven de muy buen ver, tal vez incluso hermosa. Era, o había sido, bastante más joven que Billy Hunt. El cuerpo no había estado sumergido en el agua tiempo suficiente para sufrir un deterioro serio; era, o había sido, de escasa estatura y bien modulada. Era el suyo un cuerpo fuerte, de músculos robustos, aunque de curvas delicadas y de planos bien tallados en los flancos y en las corvas. No tenía el rostro una osamenta tan fina como habría sido de suponer —su apellido de soltera, como vio Quirke en la documentación, era Ward, lo cual le hizo pensar en que tenía sangre de buhonero, o de gitano—, aunque sí tenía la frente despejada, amplia, y la melena de cabello cobrizo que le caía hacia atrás debía de ser magnífica cuando estuvo viva. Se la imaginó desparramada sobre las rocas húmedas de la orilla, una larga guedeja de esa melena enroscada al cuello como una fronda espesa de algas relucientes. Se preguntó qué podía haber empujado a aquella mujer hermosa, sana, joven, a arrojarse en una noche de verano, en la playa de Sandycove, a las negras aguas de la bahía de Dublín, sin más testigos de su acto que las estrellas relucientes y la mole ceñuda de la torre Martello allá arriba. Sus prendas de vestir, según le había dicho Billy Hunt, quedaron ordenadas en un montón junto a la pared del muelle. Ése era el único rastro que dejó de su desaparición, además de su coche, que Quirke tuvo la certeza de que era otro objeto del que estaba orgullosa, y que sin embargo dejó bien aparcado a la sombra de un lilo, en Sandycove Avenue. Su coche y su cabello: fuentes gemelas de vanidad. ¿Qué era lo que había hundido aquella vanidad?

Vio entonces la minúscula huella de un pinchazo en la cara interna del brazo, blanca como la leche.

Capítulo 2

2

De pequeña la llamaban Zanahoria, cómo no. Nunca le importó; en el fondo, sabía que todos tenían celos de ella, salvo los que eran tan tontos que ni siquiera podrían tener celos, y por esa razón ni siquiera se tomaba la molestia de pensar en ellos. Su cabello no era rojo de verdad, no era de ese rojo herrumbre, como el de las otras chicas del colegio —sobre todo aquellas cuyos padres eran oriundos del campo, no genuinos dublineses, como eran los suyos—, sino que tenía un tono más intenso, más brillante, entre rojizo y dorado, como un millón de hebras finas de un metal blando, flexible, en el que se reflejaba la luz procedente de todos los ángulos, de modo que tenía ese relumbre incluso en penumbra. No se le alcanzaba a ella saber de dónde venía ese cabello, que desde luego no había heredado por vía directa de sus padres, y tampoco dio ninguna importancia a lo que un día dijo su tía Irene sobre su «cabello de gitana», antes de soltar aquella risa tan desagradable que tenía. Su madre, desde el principio, nunca permitió que se cortara el pelo, por más que dijera que salía a la familia de su padre, a los Ward, de cabellos rubios y de ojos azules, y su madre nunca había tenido ni tiempo ni ganas de aguantar a «esa gentuza», que así era como los llamaba cuando su padre no estaba a tiro y no podía oírla. Sus hermanos, por divertirse, le tiraban del pelo, agarrándola como si el cabello le formase unas cuerdas gruesas que se enrollaban en las manos antes de tirar con fuerza para obligarla a chillar. Esto era sin embargo preferible al modo en que su padre se lo alisaba con la mano cuan largo era, apretándoselo con los dedos y acariciándole los huesos de la espalda. Su color preferido era el verde esmeralda, a sabiendas, ya de niña, de que era el tono que mejor sentaba a su coloración natural, y que le daba más realce. Un cabello rojo como el suyo y unos brillantes ojos azules, o más bien de un violeta azulado, era algo insólito, desde luego, incluso entre los Ward. Todo el mundo la envidiaba también por su cutis: tenía una piel traslúcida como esa piedra, alabastro creía que se llamaba, tanto que se tenía la impresión de que se le alcanzaban a ver sus lechosas profundidades.

Aunque siempre fue plenamente consciente de lo atractiva que resultaba, nunca se las dio de estirada, ni fue una engreída. Sabía, por descontado, que los Bloques se le quedaban pequeños, y sólo era cuestión de tiempo que se largase de allí y que empezase su verdadera vida. Los Bloques… Alguna vez tuvieron que ser nuevos, seguro, pero ella no se lo imaginaba. ¿Quién sería el chistoso de la Corporación Municipal al que se le ocurrió la brillante idea de llamarlos «las Mansiones»? Los tabiques y el suelo eran delgados como el cartón —se oía a los vecinos de arriba e incluso a los de al lado cuando iban al retrete— y siempre había cochecitos de niño y bicicletas destartaladas en los rellanos, en los pasillos entre puerta y puerta, por donde correteaban los niños como salvajes y los gatos descarriados rondaban y maullaban, y las parejas de novios se toqueteaban en los rincones más oscuros. No había controles de ninguna clase —¿quién se hubiera encargado de aplicar las normas, caso de que las hubiera?— y los inquilinos hacían lo que les venía en gana. Los Goggin, en la cuarta planta, tenían un caballo en el cuarto de estar, un caballo grande, pinto; de noche, y a primera hora de la mañana, se oía el ruido que hacía con los cascos en las escaleras de cemento cuando Tommy Goggin y las mocosas de sus hermanas se llevaban al animal a que hiciera sus quehaceres y lo montaban un rato por el solar desierto que había detrás de la fábrica de galletas. Sin embargo, lo peor de todo, peor incluso que el frío en las habitaciones de techo bajo, peor que las cañerías que se estropeaban cada dos por tres, peor que la suciedad por todas partes, era el olor que se adhería a las escaleras y los pasillos, en verano y en invierno, el hedor marronáceo y cansino de los colchones con meadas y la hediondez de los váteres atascados, el olor, el olor exacto de lo que era la pobreza, un olor al que ella nunca podría acostumbrarse, nunca jamás.

Jugaba con los demás niños de su edad en la plaza polvorienta, a la entrada de los Bloques, en donde había unos columpios desvencijados y un balancín en el que había escritas guarradas de toda clase, y una verja de alambre que tendría que impedir que la pelota saliera rodando a la calle. Los chicos le daban pellizcos o empujones, y los mayores intentaron palparle por debajo de la falda, mientras las chicas hablaban de ella a sus espaldas y se conjuraban en su contra. Todo eso nunca le importó. Una vez, por Navidad, su padre volvió a casa con una cogorza y un regalo para ella, una bicicleta roja —seguro que robada, dijo su hermano Mikey con una risotada—, y ella se pasó el día andando en bici por la plaza donde jugaban, se pasó el día andando en bici durante una semana entera, aunque lloviese, hasta que con el Año Nuevo alguien se la robó y nunca más la volvió a ver. Enrabietada por haber perdido la bici se lió a tortas con Tommy Goggin, al cual le saltó un diente. «Ah, ésa es peor que un tártaro», dijo su tía Irene con los brazos cruzados sobre los pechos, voluminosos y caídos, y asintió malhumorada. Había en cambio momentos, en los anocheceres de verano, en los que se plantaba ante la ventana abierta del llamado cuarto de estar —en realidad, era la única habitación del piso, además de los dos dormitorios sin ventana, con el aire viciado, uno de los cuales tenía que compartir con sus padres—y saboreaba el olor delicioso y cálido que llegaba de la fábrica de galletas, y escuchaba el canto de un mirlo que se desgañitaba posado en un alambre tan negro como la misma ave, que parecía dibujada a tinta, con una pluma fina, sobre el rojo resplandor que se apagaba poco a poco en el cielo, más allá del campo de fútbol gaélico, y algo se henchía entonces en ella, algo secreto y misterioso, que parecía contener todas las abundantes e indefinidas promesas del futuro.

Cuando cumplió dieciséis años entró de aprendiza en un establecimiento de perfumería y farmacia. Le gustaba estar entre los medicamentos apilados con orden, entre los frascos de perfume y los jabones de capricho. A pesar de estar casado, el boticario, el señor Plunkett, intentó convencerla de que se fuese con él. Se negó, como es natural, aunqu

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