Hijos de hombres

P.D. James

Fragmento

1. Viernes, 1 de enero de 2021

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Viernes, 1 de enero de 2021

Recién empezado el día de hoy, 1 de enero de 2021, tres minutos después de la medianoche, el último ser humano nacido en la Tierra murió en una pelea de bar en un suburbio de Buenos Aires, a la edad de veinticinco años, dos meses y doce días. Si hemos de dar crédito a los primeros informes, Joseph Ricardo murió como había vivido. La distinción, si se la puede llamar así, de ser el último humano cuyo nacimiento fue registrado oficialmente, desprovista como lo estaba de toda relación con cualquier virtud o talento personal, siempre le resultó difícil de manejar. Y ahora está muerto. La noticia nos llegó, aquí en Inglaterra, en el noticiario de las nueve del Servicio Estatal de Radio, y yo la oí de casualidad. Me disponía a empezar este diario de la segunda mitad de mi vida cuando me di cuenta de la hora que era, y pensé que podía escuchar los titulares del boletín de las nueve. La muerte de Ricardo fue lo último que mencionaron, y sólo de pasada, un par de frases pronunciadas sin énfasis en la voz cuidadosamente neutra del locutor. Pero me pareció, al oírlo, que el hecho constituía una pequeña justificación adicional para empezar el diario hoy; el primer día de un nuevo año y mi quincuagésimo aniversario. De niño siempre me había complacido esta distinción, pese al inconveniente de que mi cumpleaños siguiera a la Navidad demasiado de cerca, con lo que un solo regalo —que nunca parecía superior al que en todo caso hubiera recibido— tenía que servir para ambas celebraciones.

Según empiezo a escribir, estos tres acontecimientos, el Año Nuevo, mi quincuagésimo cumpleaños y la muerte de Ricardo, apenas justifican que emborrone las primeras páginas de este nuevo cuaderno de hojas sueltas. Pero continuaré, como pequeña defensa complementaria contra la apatía personal. Si no hay nada que registrar, registraré la nada, y si llego a la vejez, cuando llegue —como la mayoría podemos esperar, pues nos hemos convertido en expertos en prolongar la vida—, abriré una de mis latas de cerillas acaparadas y encenderé mi personal hoguera de las vanidades. No tengo el propósito de dejar el diario como crónica de los últimos años de un hombre. Ni siquiera en mis momentos más egocéntricos me engaño hasta ese extremo. ¿Qué interés puede haber en el diario de Theodore Faron, doctor en filosofía, miembro del Merton College de la Universidad de Oxford, historiador de la era victoriana, divorciado, sin hijos, solitario, sin otra pretensión de notoriedad que el hecho de ser primo de Xan Lyppiatt, dictador y Guardián de Inglaterra? En todo caso, no hay necesidad de crónicas personales. En todo el mundo, los estados nacionales se preparan para legar sus testimonios en vista de una posteridad que ocasionalmente aún logramos convencernos de que puede existir, esos seres de otro planeta que algún día pueden aterrizar en esta estrella moribunda y preguntarse qué clase de vida consciente la habitaba. Almacenamos nuestros libros y manuscritos, las grandes pinturas, las partituras e instrumentos musicales, los artefactos. Dentro de cuarenta años como máximo, las mayores bibliotecas del mundo quedarán oscurecidas y condenadas. Los edificios, los que aún queden en pie, hablarán por sí mismos. No es probable que la piedra blanda de Oxford sobreviva más de un par de siglos. En la Universidad ya se discute si vale la pena restaurar el ruinoso teatro Sheldonian… Pero a mí me gusta imaginar a esos seres míticos aterrizando en la plaza de San Pedro y entrando en la gran basílica, silenciosa y llena de ecos bajo los siglos de polvo. ¿Se darán cuenta de que éste fue en otro tiempo el mayor templo dedicado por los hombres a uno de sus muchos dioses? ¿Sentirán curiosidad por la naturaleza de esta deidad que con tal pompa y esplendor era adorada, les intrigará el misterio de su símbolo, tan sencillo (los dos palos cruzados), de naturaleza ubicua, pero al mismo tiempo cargado de oro, esplendorosamente enjoyado y adornado? ¿O tal vez sus valores y sus procesos mentales serán tan ajenos a los nuestros que ninguna admiración ni maravilla podrá tocarlos? Pero pese al descubrimiento —¿no fue en 1997?— de un planeta que, según nos dijeron los astrónomos, podía albergar la vida, pocos de nosotros creemos verdaderamente que llegarán. Tienen que existir. No es razonable suponer que en toda la inmensidad del universo sólo esta pequeña estrella sea capaz de producir y sostener vida inteligente. Pero no llegaremos a ellos, y ellos no vendrán a nosotros.

Hace veinte años, cuando el mundo ya estaba medio convencido de que nuestra especie había perdido para siempre la capacidad de reproducirse, el intento de determinar el último nacimiento humano conocido se convirtió en una obsesión universal, elevada a cuestión de orgullo patrio; una competencia internacional tan carente de sentido, en definitiva, como acerba y feroz. Para que el nacimiento fuera tenido en cuenta debía ser notificado oficialmente, haciendo constar la fecha y la hora exacta. Esto en la práctica excluyó a una elevada proporción de la raza humana que conocía la fecha pero no la hora, y se admitía, aunque no se recalcaba, que el resultado nunca podría ser concluyente. Casi con toda certeza, en alguna choza primitiva de alguna selva remota el último ser humano había llegado en gran medida inadvertido a un mundo que no miraba hacia allí. Pero tras meses de contrastes y revisiones, Joseph Ricardo, de raza mezclada, nacido ilegítimamente en un hospital de Buenos Aires a las tres y dos minutos, hora occidental, del diecinueve de octubre de 1995, fue oficialmente reconocido como tal. Salvo por la proclamación del resultado, se le dejó que explotara su celebridad como mejor pudiera, mientras el mundo, como si hubiera comprendido de pronto la futilidad de este ejercicio, volvía su atención hacia otros asuntos. Y ahora está muerto, y dudo de que algún país se apresure a sacar del olvido a los demás candidatos.

Nos sentimos menos ofendidos y desmoralizados por el inminente fin de nuestra especie, menos incluso por nuestra incapacidad para evitarlo que por nuestro fracaso en descubrir la causa. La ciencia y la medicina occidentales no nos han preparado para la magnitud y la humillación de este fracaso final. Han existido numerosas enfermedades difíciles de diagnosticar o de curar, y una que casi despobló dos continentes antes de agotarse por sí misma. Pero al fin siempre hemos podido explicar por qué hemos dado nombre a los virus y gérmenes que aún hoy hacen presa en nosotros, para nuestra gran mortificación, puesto que parece una afrenta personal que deban seguir atacándonos, como viejos enemigos que mantienen las escaramuzas y siguen causando ocasionales víctimas cuando su victoria ya es segura. La ciencia occidental ha sido nuestro dios. En la variedad de su poder, nos ha preservado, confortado, curado, calentado, alimentado y entretenido, y nos hemos sentido en libertad de criticarla y a veces rechazarla como los hombres siempre han rechazado a sus dioses, pero en el conocimiento de que, a pesar de nuestra apostasía, esta deidad, criatura y esclava nuestra, seguiría ve

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