No sos vos, es él

Nati Jota

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Si hablamos de sobrevivir, hablamos de cómo hacer para vivir gustando de alguien. Somos una sumatoria de historias de amor y lo que hagamos con nuestro quilombito emocional seguramente está influido por todo lo que cargamos en la espalda.

Yo, por ejemplo, me crié mirando a Cris Morena y las películas de Disney. Tengo recuerdos de “amar” desde muy chica. Y cuando digo “muy chica”, es muy chica de verdad. Y cuando digo “amar”, digo amar amar amar.

Antes de pasar a preescolar ya estaba flasheando historias, peleas, histeriqueos y más. Me creía que era una de las protagonistas de Chiquititas, aunque ellos tenían doce años y yo, cuatro. Si no lo creen, ¡tengo archivo! Lo tengo registrado en diarios íntimos.

Es literalmente así: apenas podía hacer que los demás me entendieran, pero ya me moría de ganas de decir, de sentir y dejarlo plasmado en un papel.

Me gusta darme cuenta de que todavía soy la misma, aunque ahora con ortografía, gramática y sintaxis (¡buena, Borges!). Pero siempre fui esto, pura emoción e intención de gritar.

Por más que ni siquiera supiera unir letras con sentido, quería hacerlo, quería que mi diario íntimo entendiera por la agonía amorosa que estaba pasando. Porque, además de todo, el diario era alguien. Creo que escribir vale la pena por el alivio de descargarse, y por el placer de leerse tiempo después y reconocerse a uno mismo (o no, y ahí se da una explosión hermosa y necesaria).

Por eso, en estas páginas, vas a encontrar un poco de mi historia personal, pero también algunas conclusiones a las que a veces llego, o incluso preguntas que todavía me hago en relación al amor.

Una vez, le conté a un chico con el que estaba saliendo que estaba escribiendo este libro. A los pocos días, me dijo que estaba tan enganchado conmigo que iba a necesitar leerlo, que necesitaba saber “cómo sobrevivir a gustar de alguien”. Unas semanas después me había plantado y, de la nada, me había dejado de hablar por whatsapp. Este libro es eso.

BIENVENIDA.

REVISIONISMO HISTÓRICO

Tengo el recuerdo exacto de quién me gustó cada año desde la salita de cuatro. Porque sí, ¡era uno por año!

Así fue siempre hasta terminar la secundaria. Por más que todos fueron enamoramientos no correspondidos, todos me dieron las herramientas para poder armarme una película, para no aburrirme. Y eso es así hasta hoy. Tengo la capacidad de generar algo, aunque ese algo solo exista en mi mente, y hasta con el que menos bola me da. Tengo el talento de lograr que pase algo, que haya una disyuntiva, alguna incógnita. De encontrar una ventana, aunque sea muy chiquita, para que el otro me mire de la manera que quiero, imagino, espero. Y esa ventana siempre está.

EL CHICO QUE SE PUSO GUANTES PARA BAILAR CONMIGO

Matías era el lindo de la clase. Estaba en el grupo de los “capos”, pero era muy tímido. De hecho, a veces quedaba afuera de esa bandita por calladito. Además era muy inteligente y se portaba bárbaro. Las maestras lo amaban, y las alumnas también. Pero estábamos en esa edad en la que no se podía reconocer que te gustaba un chico, ni con tus mejores amigas. Los varones tenían que darnos asco. Y nosotras a ellos. Pero a pesar de todos mis esfuerzos para que no se note, estaba siendo bastante obvia. Entonces me percaté de que tenía que cambiar de actitud o, por lo menos, hacer algo que despejara las dudas.

Una mañana, estábamos todos contando qué íbamos a hacer el fin de semana. Uno por uno, y por turnos, Mariana, la maestra, nos preguntaba y cada uno respondía. Él, con voz bajita, porque le daba un poco de vergüenza, Matías dijo que se iba a cortar el pelo.

—Vas a quedar más feo de lo que sos —dije adelante de todos, con toda la fuerza de mi voz y toda la que él no se había animado a usar en su confesión.

Todos se giraron a mirarme, incluyendo la profesora, que me sacó del aula al instante. No me acuerdo bien del reto que recibí, pero mi comentario había sido innecesariamente hostil. Si tan solo le hubiera explicado a Mariana que me encantaba ese chico y nomás quería disimular… pero no lo hice. Y no saben cómo gritaba Mariana. Daba miedo. Me la fumé toda, pero había valido la pena: el pobre Matías seguro pensaba que lo odiaba.

Pero la historia no terminó ahí, porque algunos meses después, nos tocó bailar el pericón. Y aunque la suerte nunca había sido mi compañera —jamás en los trabajos en grupo me tocaba con él y cuando algo era de a dos, siempre iba a parar con el asqueroso que se comía los mocos y nunca se lavaba las manos— esta vez sí estaba sucediendo. Y era mucho mejor que cualquier actividad de clase, era bailar juntos.

Designaron las parejas por altura y se ve que más o menos éramos iguales de altos. Teníamos que ponernos uno al lado del otro, cruzar las manos, agarrarnos y hacer dos pasitos para un lado, dos pasitos para el otro, y ya no me acuerdo cómo seguía, porque nos teníamos que soltar.

Nos ordenamos en dos filas, las chicas de un lado y los chicos del otro, entrelazados. Y yo con Matías. Esperábamos que la profesora pusiera play y ahí empezábamos a bailar. Pero para mí ese empezar era un terminar, porque al toque de comenzada la canción yo tenía que soltar a mi chico. Mi momento soñado era la espera, esos instantes en los que ya estábamos tomados de las manos y en pausa.

Lo divertido de esta parte de la historia es que Matías me cobró la del corte de pelo. Cuando designaron las parejas, puso cara de asco. Todos los chicos se quejaban de tener que bailar con nosotras, pero la expresión de él había sido más repulsiva que la del resto. Y ni hablar de que fue el pionero en ponerse guantes para bailar. Sí, guantes. No quería tocarme. Algunos lo copiaron: “Germen de mujer”, decían por ahí mientras tocaban a una chica y después a un chico como pasándole la peste.

Así fue como bailé el pericón con un chico con guantes. Mejor dicho, con el chico que me gustaba con guantes.

LA ENFERMEDAD NAHUEL

Nunca antes me había gustado, pero yo había sentido que él sí gustaba de mí. Era el líder de los capos y particularmente molesto e insoportable. Se portaba mal, desde siempre. Mi mamá decía que era pícaro, que por qué no me gustaba.

—Estás loca —le respondía yo.

No me atraía para nada. De hecho, me había hecho llorar varias veces. Pero, y confirmado muchos años después: él gustó de mí mucho tiempo. Así que sí, era la típica historia del que te hace la vida imposible porque te ama. Eso que hacemos de chiquitos (y no tanto...) cuando la única forma de acercarnos mucho a alguien parece ser decirle que es horrible o meterle la traba.

Pero de repente, en cuarto grado me empezó a gustar. No tengo idea de por qué, ni siquiera era tan lindo (era un torbellino de pelo largo que comía papas fritas sin parar). Supongo que a medida que crecemos, de a poco vamos cambiando los parámetros. O mejor dicho, incorporando nuevos. Primero somos solo prestamos atención a lo estético, etapa que sellé con Matías. Después, empiezan a atraernos otras cosas. Y alguien nos gusta tanto que podemos llegar verlo hermoso aunque para el resto no lo sea ni por casualidad. Quizás Nahuel apareció en mi corazón para sumarme el parámetro del destrato. De que te guste el que te demuestra todo lo contrario.

Nahuel era el más malo de todos. Lo fue toda la primaria, y cuarto grado no fue la excepción. Una vez me robó un collar. Mi amiga Chelu me defendió, y la ahorcó un poco. Otra vez le hizo comer caca de gato a Andrés. Un día le hizo decir a un chico que yo me había “transado” (porque en ese momento se decía así) que había encontrado lechuga entre mis brackets. Otra, me pegó en la clase de música y lo mandaron a dirección. Pero todos lo adoraban, hasta los profesores que más lo retaban y el resto de los alumnos. Ninguno zafó de pelearse con él, pero igual lo querían. Porque era buen pibito, solo que ese era su modo de ser fuerte y de divertirse.

Y tal era su gracia (a pesar de la personalidad terrible) que no fui la única atrapada por sus encantos. En mi grupo de cuatro amigas, tres estábamos locas por él. Lo llamábamos “la enfermedad Nahuel”.

Me acuerdo de estar con Martu en su club, un domingo a las siete de la tarde, después de todo un día primaveral paveando por ahí. Caía el sol y estábamos charlando en el quincho. Tantas horas juntas y alejadas del resto de nuestros compañeritos de colegio nos habían dado una confianza especial.

—Me gusta alguien.

—A mí también.

Ya no solo no nos daban asco los varones, sino que había alguien que nos hacía sentir algo así como amor. Empezamos a dar pistas para descubrir quién era el de la otra.

—Es del “A”.

—El mío también.

—Es rubio.

—El mío también.

—Tiene el pelo largo.

—El mío también.

Y aunque ya era obvio, para nosotras no lo era.

—A la cuenta de tres decimos el nombre a la vez. Uno, dos... ¡tres!

—Nahuel Elapellidodenahuel.

—Nahuel Elapellidodenahuel.

Nos reímos. Juramos no contarle a nadie y juramos que nunca nos iba a dar bola a ninguna de las dos. Nos daba risa que nos gustara el mismo primate.

Martu sumó a la confesión que a Chelu también le encantaba. La cuarta del grupo era Cami, que estaba en otra: era de esas que jamás se animaba a decir que le gustaba alguien. Nunca falta esa. De hecho todavía no sé si realmente era así o simplemente no se animaba a contarlo. Pero esa carta le servía para hacerse amigota de todos, mientras las enamoradas mirábamos nerviosas desde lejos.

Pasamos todo ese año riéndonos de tener la “enfermedad Nahuel”. Buscándolo disimuladas, soportando sus agresiones y hasta disfrutando de alguna patadita. Porque eso era lo máximo que podíamos esperar de él: una patadita.

Muchas veces lo llamábamos por teléfono. Se acostumbraba acordar un horario para llamar y charlar por lo menos una hora. Así era como nos sentíamos grandes. Veíamos en las películas que los adolescentes hablaban mucho por teléfono y para nosotros esa era la definición de teen.

Me acuerdo de llamar a Nahuel mil veces desde casa de Martu. Algunas veces lo llamábamos y cortábamos porque atendía la mamá. Otras, nos animábamos y pedíamos por él pero decíamos ser otra chica del grado.

También alguna que otra vez lo llamé estando sola. Ese chico que en el colegio era el malo de los malos, en su casa era mucho más sensible.

Había algo conmigo. Yo lo sentía y cada tanto él me decía cosas de las que después se arrepentía. Además, en el colegio me trataba peor que a cualquiera. A veces me dolía que a mis amigas Chelu y Martu, que también morían de amor por él, les hablara mejor. En ese momento no pude verlo, pero era porque yo le gustaba y a ellas las veía como amigas.

Una vez le descubrieron en la billetera una foto conmigo de cuando teníamos tres años, estamos los dos en su casa, jugando desprolijos y felices. Pero no activé. Tenía miedo (cuando digo que Nahuel me trataba muy mal no estoy exagerando). No estaba segura, y no sabía bien lo que era tomar la iniciativa… ¡tenía ocho años!

Así que ahí está: la primera vez que coincidí con un chico, que nos gustamos mutua y locamente, pero no pasó nada. Mi primer pendiente.

UN BESO DE VEINTE SEGUNDOS

Escribiendo estas historias, empecé a recordar otras. Pero voy a contar la última porque no quiero aburrir antes de empezar. Gonzalo me gustó a los doce años, en séptimo grado. Creo que a esa edad aprendemos a ser sensibles. Aparecen nuevas sensaciones: el final de la primaria te flashea bastante. En mi caso, mi colegio no tenía secundaria, así que el tema de terminar e irme me generaba muchas cosas. Fui a la Escuela para el Hombre Nuevo desde los dos años, era mi segunda casa. Todos siempre amorosos e interesados. Pero cuando terminara el año, me iba a tener que abrir paso solita. Pasar de ser la más grande a ser la más chica. Supongo que estaba más sentimental que nunca y en eso me agarró el amor por Gon.

Había entrado al colegio en salita de cinco y nunca se destacó ni por lindo, ni gracioso, ni canchero, ni malo. De hecho, siempre era el fiel seguidor de algún líder. En los últimos años, su líder era Nahuel. Sí, el mismo que me gustaba en cuarto grado. Por eso Gon era un poco como Nahuel, pero en menor medida. Un poco malo, un poco gracioso, un poco canchero. Pero a mí me gustaba su sensibilidad. Eso que ocultaba, pero que estaba ahí.

Siempre recordamos cuando apenas entró al jardín. No hablaba porque recién llegaba de Inglaterra y no se animaba. Yo lo agarré, lo puse entre dos mesas sin dejarlo salir, y le dije “si no me decís tu apellido no te dejo pasar”.

Siempre fue fanático de San Lorenzo. Cuando le preguntaban qué quería ser de grande, él respondía “barrabrava”. Desde chica me pasa eso, me seduce la gente apasionada. Sea por lo que sea. Y el fútbol despierta cosas realmente profundas en los fanáticos. Si te dejás penetrar tanto por algo, sea lo que sea, ya me parecés alguien interesante.

Yo sabía (porque por algún motivo en estas edades siempre se sabe todo) que él había gustado de mí en grados anteriores. Pero no tenía ojos para él, gustaba de Nahuel, o de Andrés (uno más grande), o de algún otro que no quiero incluir para no marear. Gon no era de los que llamaban la atención. Con él debo haber incorporado al concepto de “gustar” el parámetro de la sensibilidad. De que no todo es la imagen (Matías) y el destrato (Nahuel).

Es que algo así pasó. Siempre fui directa, nunca supe esperar. Me gustaba Gonzalo, entonces trataba de hacer cosas con él. En los recreos, iba adonde él estaba, intentaba quedar adelante o atrás de él en el “Meneaito” (para las más pequeñas que no saben, el “Meneaito” era una de las canciones clásicas de boliche-fiesta-baile de los noventa y un poco más. Y consistía en moverse todos de un lado a otro, y a cada rato, justamente, menear. Si quieren, pueden buscar en Youtube).

Me ponía nerviosa cuando empezaban los lentos porque me tensaba la idea de que me sacara a bailar. Nunca lo hizo, y aunque era lo que yo más quería, los nervios eran tales que en esa parte me iba al baño. Quizás era porque no me quería sentir tan evidentemente ignorada y rechazada. Prefería quedarme con la idea de que era yo la que se había escapado de la situación.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos