El día y la noche

Agatha Allen

Fragmento

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1

El conde Flor llevaba dos años casado con la señora Nieves cuando nació Severiano. Fue en marzo de 1757, cuando la isla de Menorca era gobernada por el conde de Lannion, tras ser conquistada para Su Majestad Cristianísima por el duque de Richelieu, que se había marchado a recibir las felicitaciones y agasajos de toda Francia. Entonces el conde Flor ya tenía su palacio en Ciutadella, un edificio grandioso, de salones amplios y lujosos que hasta tenía un picadero en el patio donde adiestraba personalmente a su magnífica colección de caballos. Era un hombre bajito y panzudo, de mirada irónica y demasiado rudo para su alto linaje, a pesar de que su título de conde fuera, como quien dice, acabado de comprar. La señora Nieves, en cambio, era toda finura, delicada y quebradiza como una estatuilla de yeso. Había adoptado en seguida las costumbres francesas y se la veía vestida de robes à la française[1] de colores vivos, que incluían una colgadura de tela que le bajaba de las espaldas hasta el suelo y tenían las caderas tan anchas, gracias al panier[2] de debajo, que el conde había tenido que hacer agrandar las puertas a fin de que ella pudiera pasar sin tener que ponerse de soslayo. Severiano ya era un niño precioso, con una melena espesa que le hacía la cabeza un poco grande, cuando cuatro años después, en febrero de 1761, nació Florián y la señora Nieves que, si alguna cosa tenía era eso, que era muy señora y de muy buen corazón, aceptó criarlo como si fuera hijo suyo. Porque es el caso que el conde Flor tenía un don, que era curar la mordedura del alacrán, y parece ser que cuando Paula, la lavandera, ya había perdido todo el color de la cara, estirada en el suelo junto a la pila, le mordió el dedo para chuparle el veneno y devolverla a la vida. Paula era entonces muy jovencita; tenía el pecho hermoso y los ojos verdes como la mar, y se conoce que el conde no pudo dejar de coger aquella flor virginal.

Florián se crio como hijo legítimo del conde, que no hacía distinciones entre los dos hermanos, ni tampoco las hacía, cosa extraordinaria, la señora Nieves. Pero Severiano sabía que, además de ser el mayor, él era el heredero y que Florián era solo medio noble. Siendo apenas un niño, cuando Paula venía a amamantar al recién nacido, Severiano se le plantaba delante y reclamaba su mitad, y no cejaba hasta que la recibía, por mucho que la señora Nieves dijera que era demasiado mayor para mamar como un angelito. Se quedaba de pie, con los brazos cruzados y con cara de pocos amigos, sin moverse hasta que veía satisfecho su deseo, de modo que Paula tenía que complacerle a escondidas y, aunque ella lo acariciaba con ternura, como si fuera fruto de su propio vientre, el muy tunante le mordía los pechos y le hacía mucho daño, y para colmo luego le decía a su madre que ella había desobedecido sus órdenes y le había incitado a beber hasta dejarla seca. Lo terrible era que a veces comparecía el conde Flor en persona, vestido con chaleco, medias con ligas y pantalón hasta las rodillas, pese a que aun así parecía un payés mal empelucado, y para vergüenza de la pobre Paula también exigía su parte, y cuando lo sentía chupar como un gorrino rezaba padrenuestros para que Dios le perdonara aquel pecado contra natura. Porque el conde era un demonio, y si le negaba el capricho enfurecía y le daba muchísimo miedo.

Florián se convirtió pronto en todo un hombrecito. La señora Nieves vestía a los dos hermanos con pantalón de terciopelo negro y camisa blanca, sarga de lana con bordados de color y casaquita con los puños de terciopelo adornado, y les hacía oír misa con zapatitos de hebilla de plata. Lo malo era que una vez terminada la misa, los niños se entretenían jugando a las canicas por la calle, o sacaban un trompo de los bolsillos y hacían demostraciones de su habilidad con pandillas de mozalbetes medio salvajes, o jugaban a la pelota sin red ni raqueta, sino con la palma de la mano, y sudaban y se desgarraban la ropa, y cuando llegaban a casa eran como dos pordioseros. La señora Nieves ponía el grito en el cielo y Florián corría a adecentarse por su propio pie y se frotaba el pelo con colonia, porque era muy presumido, pero Severiano se enfurruñaba y no había modo de corregirlo, y si le tiraban de la oreja para hacerlo entrar en razón, pegaba patadas a los criados y era capaz de romper jarrones y hasta los cristales de las puertas. A veces la cosa aún era más grave, porque los hermanos se enzarzaban en una lucha a pedradas con bandas rivales y se lastimaban de veras, y si los golfillos le llamaban cabezudo y Florián corroboraba que bien mirado sí tenía la cabeza un poco grande, Severiano agarraba la piedra más gorda que encontraba en medio de la calle para arrojársela de cualquier manera. Entonces Florián regresaba llorando, con la frente llena de sangre, y la señora Nieves le reñía y decía cómo puede ser que hagas estas cosas, ¿no ves que habrías podido matarle? Y Severiano se mordía la lengua y decía:

—Si vuelve a llamarme cabezudo, lo mataré.

Parecía decidido a hacerlo. Paula, que tenía manitas de oro y quería con delirio a aquel hijo que el conde le tenía medio secuestrado, le cosía la herida con minuciosidad y con la pericia suficiente como para que no le quedara cicatriz alguna, y Florián lloraba a moco tendido y ella le decía:

—Calla, tienes que ser valiente y, si eres valiente y no lloras, no te va a quedar señal. Si no, cuando seas mayor serás un hombre lleno de remiendos mal cosidos y no habrá ninguna chica que te quiera.

Florián sacaba fuerzas de flaqueza para ser valiente y no llorar, pese a que a menudo las heridas le supuraban debajo de las costras y tardaban mucho en curarse. Hasta podía tener mareos o fiebre, y el corazón se le aceleraba y de noche soñaba que Severiano le arrojaba piedras cada vez más grandes, que cuando caían al suelo hacían un ruido espantoso, como si fueran cañonazos repetidos una y otra vez, ¡bum, bum, bum! Por fortuna, Paula se encargaba de su aseo personal y le hacía ir como los chorros del oro, y parecía que eso lo terminaba de sanar. Eso y la musa Azhar, que era una doncella mora que una vez había surgido de las páginas de las Mil y una noches que le daba a leer don Andrés, que era su tutor, un hombre muy paciente, calvo y con una vocecita tan inconsistente que cuando hablaba parecía que se le acababa el aire y que se iba a desinflar, tan bajito que el conde Flor decía que daban ganas de medirlo por cuartas. La musa Azhar comparecía en los sueños febriles de Florián, cada vez que enfermaba por culpa de las palizas de Severiano, y era tan impalpable que flotaba en el aire, vestida de seda transparente, y solía curarle las heridas besándole con sus labios carnosos y sonriéndole con sus ojos grandes, resplandecientes como la luna llena sobre el mar. Tenía muy largo el cabello, liso y brillante como la miel, y cuando Florián le preguntaba quién era ella decía:

—Soy la musa Azhar y he venido a curarte.

Florián se dormía con el pensamiento fijo en la musa Azhar, que recostaba su cabeza sobre su misma almohada, cerraba los ojos y tenía una respiración muy fina, y si le preguntaba por qué Severiano siempre estaba en su contra, ella decía:

—Porque te tiene envidia.

—¿Por qué me tiene envidia?

La musa abría los ojos, sonreía con dulzura y decía:

—Si la envidia fuera tiña, ¡no

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