1. Despertar
EL AFRICANO QUE LLEVÁS DENTRO
El 14 de agosto de 2011 dejé de usar jabón y shampoo para bañarme. Cuando escribo esto, ya pasaron siete años. Soy y siempre fui una persona muy limpia. Sigo siéndolo. Me baño a diario, una o dos veces por día. No usar shampoo ni jabón no quiere decir no lavarse el pelo y la piel. Raspo con mis dedos el pelo bajo la ducha. Fin del lavado de cabello. Froto con mis manos mis brazos y piernas bajo la ducha. Fin del lavado de piel. Si preparé un asado, que deja olor a humo en el pelo, uso shampoo, porque a alguna gente puede molestarle o no gustarle el olor a humo.
Estoy en condiciones de anunciarle al mundo un secreto: el jabón y el shampoo son absolutamente superfluos. Se puede estar igual de limpio usando shampoo y jabón que usando solamente agua. Por supuesto, aquí no valen los argumentos, solo vale la experiencia. Probalo vos mismo. Yo lo hice y lo sigo haciendo.
Es cierto que los primeros días sin usar shampoo el cuero cabelludo se vuelve graso. Son tres o cuatro días. El efecto principal del shampoo, además de dejar olor a shampoo, es secar el pelo de ese sebo capilar. Pero la causa y el efecto son más complicados que eso. El sebo capilar aparece cuando el pelo está muy seco. Es decir, el shampoo, al secar el pelo, genera más producción de sebo. Si se deja de usar shampoo, cesa la sobreproducción de sebo. Estoy limpio y, creo, no huelo mal. Mi pelo huele a pelo. O a agua: inodora, incolora e insípida.
Todo esto es experiencia. Mía y de algún otro que lo probó. Insisto: no hay otra manera de comprobarlo que probarlo. Si no creés en mi experimento todavía en curso, es poco esforzado desmentirlo. Diez días sin shampoo y verás que tenés el pelo tan poco grasoso como si usaras shampoo. Si después de una semana de lavarte solo con agua tu pelo sigue muy grasoso, te devolvemos el dinero de este libro.
¿Por qué decidí probar la vida sin shampoo, que (me enteré luego) se convirtió en una tendencia en los Estados Unidos, llamada “no poo” (nombre infeliz cuya traducción es “no caca”)? La especie Homo sapiens usa shampoo hace muy poco tiempo, pero sí chapotea en el agua desde sus inicios. Nuestra biología es prácticamente idéntica a la de los primeros humanos. (Volveremos más adelante sobre esto: no es idéntica, como no es idéntica la biología de un japonés y de un africano subsahariano; pero hay menos diferencia entre la biología de un humano de hace 200.000 años y cualquier humano actual que entre un humano actual y su contemporáneo genéticamente más diferente).
Razoné que el no uso de shampoo no podía ser un problema para el Homo sapiens, especie a la que pertenezco. No era posible que, en humanos sanos, la producción de sebo capilar hubiese sobrevivido a las fuerzas de la selección natural si realmente fuera un fenómeno problemático o insalubre para la especie humana. Si el sebo fuera un problema, algún humano o ancestro humano habría nacido sin sobreproducción de sebo (al cabo, un ahorro de energía) dándole ventaja sobre sus semejantes, haciéndolo más exitoso a él o ella y a sus descendientes. Sin embargo, pasó lo contrario: los que nacieron sin producir grasa en el pelo (alguno tiene que haber habido en esa lotería de miles y miles de millones de números que es el linaje humano) no ganaron la lenta batalla de la selección natural: la perdieron. Por lo tanto, tenía que ocurrir que, absteniéndome de shampoo —como se abstuvieron todos los humanos hasta hace unas pocas generaciones— o bien la producción de sebo capilar se atenuaba o bien su producción daba lugar a algo bueno.
Pasó lo primero: el cuerpo autorregula la producción de sebo. El uso diario de shampoo estimula la producción de sebo. Usás shampoo para sacarle grasa a tu pelo; tu cuerpo siente el cuero cabelludo seco y produce sebo; usás shampoo para sacártelo, y así te pasás la vida, como un perro tratando de morderse la cola.
Confío en que quizás también hay algún beneficio del no shampoo y del no jabón, además de ahorrar y desenmascarar las falsas promesas de la industria del tocador. Quizás la disminución en el trabajo de las glándulas seborreicas, que ya no tienen que andar como dueño de auto viejo, reponiendo aceite todos los días, puede traer algún beneficio de largo plazo en tu salud capilar. No lo sé, y la continuada expansión de mi calvicie en los últimos años no ayuda a esta parte del argumento, pero ¿quién sabe? Mientras yo seguía con mi experimento, el movimiento no poo se extendió (dentro de las minúsculas minorías occidentales ocupadas en estas cosas) y empezó a encontrar su justificación científica: lo mismo que tus órganos digestivos, la piel en general y el cuero cabelludo en particular son un ecosistema de 1,8 metros cuadrados (según tu altura y anchura), colonizado por microorganismos que pueden ser muy útiles para tu salud. Esos seres minúsculos (bacterias, virus, hongos) tienen mala prensa, pero forman un ecosistema que hace de barrera para otros seres minúsculos, primos de los primeros, que sí pueden hacerte daño.1 Habría que hacer las cosas bien para probar que el shampoo y el jabón sirven de algo, en comparación con rasparte el pelo con agua: cien niños sin shampoo, cien con shampoo, y hacerles un seguimiento capilar durante 50 años. Complicado, sí. Igual de complicado que demostrar que el “shampoo Sedal Dúo fortifica y da larga vida a tu cabello”. Pero quizás con más onda: en 2016 los diarios ya hablaban de “las diez celebridades de Hollywood que abandonaron el shampoo”, incluyendo a Adele y una diva de nuestra juventud, Gwyneth Paltrow.2
El argumento contra el shampoo forma parte de una peligrosísima familia de argumentos, que podríamos llamar “naturalistas”. En resumen: la idea de que lo que es natural es bueno. Los argumentos naturalistas aplicados a la salud humana llevan a la muerte temprana, epidemias, enfermedades, dolor. Es natural que los humanos sean comidos por leones, pero no te conviene bajarte del auto en el Parque Kruger, en Sudáfrica. Es natural que si tu colesterol está peligrosamente alto no tomes estatinas (que reducen el “colesterol malo”), pero probablemente eso aumente tus chances de morir. Es natural que no te des la antitetánica si acabás de pisar un clavo oxidado. Pero —humildemente— te aconsejo que lo hagas.
Lo natural no siempre es lo bueno. ¿Por qué, entonces, me hice creyente en la “doctrina del carácter superfluo del shampoo”? Porque cumple, creo, las condiciones, bastante peculiares, para que el argumento naturalista sea correcto. El argumento en contra del shampoo es un ejemplo de un tipo de argumento naturalista bastante más específico, que es el argumento evolutivo. En dos palabras, el argumento evolutivo sostiene que así como el cóndor está habituado a los Andes y la ballena franca austral a los mares del sur, la biología y los instintos humanos están mucho mejor preparados para lidiar con las condiciones de vida en las que el Homo sapiens se desarrolló como especie que con las de nuestra vida contemporánea. Hay un desfasaje entre las condiciones de vida para las que fuimos diseñados y las que nos toca enfrentar. Ese desfasaje no nos hace bien. E incluso puede ser mortal.
Bueno, fueron más de dos palabras. Y hay más.
Ni nuestra especie ni ninguna otra fueron diseñadas con una finalidad. No fuimos diseñados por nadie ni para nada. El ser humano simplemente ocurrió. Eso es lo que dice la mejor evidencia disponible. ¿Cómo podemos estar tan seguros de que no hubo una inteligencia detrás de nuestro diseño, algo parecido a lo que algunos llaman Dios? Del mismo modo que podemos estar seguros de que el universo no está sostenido por ocho tortugas gigantes bailando sobre una alfombra mágica que vuela en otro universo inmaterial que a su vez es el sueño de una ballena: no podemos, pero tampoco es muy interesante. No es solo que no hay manera de demostrarlo. Y no solo no hay evidencia para desmentirlo: no es concebible para el ser humano que se produzca ninguna evidencia que lo contradiga. No es concebible, para un fan de la teoría de las ocho tortugas, ninguna evidencia que lo vaya a convencer de lo contrario. Tampoco puede ser desmentida ni confirmada ninguna de las innumerables doctrinas sobre la creación de los miles de religiones que existieron hasta el momento. Y que, si nos ponemos a inventar, podrían ser millones o miles de millones, todas contradictorias entre sí. La probabilidad de que una de ellas sea cierta es matemáticamente cero.
La teoría de las ocho tortugas, lo mismo que la teoría de un diseño inteligente de los seres vivos o incluso del universo, es lo que Karl Popper llamaba una “proposición no falsable”: está tan lejos de la evidencia (a favor o en contra) que no solo no puede demostrarse su falsedad, sino que es inconcebible la aparición de evidencias que demuestren su falsedad. El filósofo Bertrand Russell bromeaba que él creía que una tetera de porcelana flotaba en el espacio, orbitando entre la Tierra y Marte, pero que era tan pequeña que ni los más potentes telescopios podían detectarla ni podrían detectarla jamás. Su creencia en la tetera era tan válida o tan poco válida como la creencia en Dios: pretender que hay que demostrar que Dios no existe es como pretender que para desmentir la existencia de la tetera hay que demostrar que la tetera no está ahí dando vueltas con los asteroides. La teoría de las ocho tortugas es como el amigo invisible de tu hijo, los ángeles, los demonios, las brujas y la tetera de Russell. Una rama de la literatura fantástica. El que quiera creer, como decía Jesús de Nazareth, que crea.
Volvamos al “para”, a la finalidad: la selección natural actuó sin ninguna intención, pero genera la ilusión de una intención. Todos coincidiríamos, en el lenguaje habitual, en lo que le dijo el Lobo Feroz a Caperucita: los ojos son para ver, los oídos para oír, la boca para comer. La ilusión de un “para” en la naturaleza debe ser uno de los motivos de la popularidad de la idea de que hay una inteligencia consciente que diseñó el universo, un Creador, y es una de las pruebas que da San Agustín de la existencia de Dios: si hay un diseño, tiene que haber un diseñador. En mi colegio católico nos ponían los casetes del padre Mamerto Menapace, un monje de trayectoria interesante (me sopla Wikipedia que dio refugio al padre Carlos Mugica antes de que lo mataran en 1974) que contaba parábolas cristianas con estilo gauchesco. En una de ellas, explicaba que los científicos habían determinado después de mucho estudiar que el color ideal para un pizarrón era el verde, porque era el que más descansaba la vista. Mamerto reflexionaba que era obvio que Dios había diseñado al ser humano como para que el verde le descansara la vista, puesto que la naturaleza era, en su mayoría, de ese color. O, más probablemente —ya no recuerdo bien, y no sé cómo se consiguen esos entrañables casetes—, decía Mamerto que Dios había diseñado la naturaleza de color verde para que la vista de los humanos descansara. En todo caso: las evidentes armonías de la naturaleza tenían que provenir de un diseño.
El “para” de la selección natural es diferente. Es más análogo a lo que pasa en cualquier sistema en que lo que no funciona cae en desuso y lo que funciona se reproduce. La consecuencia es que todo lo que sobrevive tiene algo que podríamos llamar una función. Así lo explicaba mi profesora (católica) de tercer año del colegio: “Toda forma biológica está asociada a una función”. Su frase es tan compatible con el diseño por el Creador como con la fuerza arrasadora de la selección natural. (Todos recordamos a esa profesora porque nos mostraba las tablas de su ciclo menstrual para convencernos de la eficacia del método “natural” del doctor Billings para el control de natalidad).
Pero qué funciona y qué no funciona depende del contexto. Los criadores de vacas las fueron eligiendo como para que dieran más carne, y las especies vacunas que hoy conocemos tienen poco que ver con la vaca ancestral que el ser humano empezó a domesticar hace unos 100 siglos. (El último ejemplar de la especie ancestral y silvestre de la vaca, el Homo erectus de ellas, llamada Auroch, murió en el bosque Jaktorów, a 30 kilómetros de Varsovia, en 1627; tiene ahí un monumento). ¿Son las mejores vacas las que sobreviven hoy? Son las mejores para la industria de la carne, pero muy malas para enfrentar a potenciales depredadores. Sobrevivieron las especies de perro que resultaban más atractivas para sus dueños, aunque no necesariamente las mejores (y muchas francamente malas: varias especies perrunas son freaks genéticos proclives a enfermedades).
Hasta ahí, selecciones artificiales, por criterios estéticos o utilitarios. Cuando elige la naturaleza, su criterio es menos arbitrario: lo que no sirve para vivir en esa naturaleza se muere y no deja descendencia, lo que sirve sobrevive. La selección natural, como la selección artificial, no elige a los mejores: elige a los que tienen más chances de sobrevivir en un cierto contexto.
El Homo sapiens, como todas las especies, fue diseñado con ese mismo criterio simple de “lo que sirve se mantiene; lo que no sirve se muere” en un espacio específico: África, durante centenas de miles de años. Imaginar ese mundo ayuda a entender tu cuerpo y tus instintos de una manera incluso más precisa que conocer la biografía de tus abuelos o bisabuelos. La naturaleza fue limpiando todos los rasgos humanos desventajosos para ese contexto, del modo más sencillo y más cruel: los que los poseían no sobrevivían o no dejaban descendencia. Solo quedaron vivos los rasgos humanos que aseguraban a sus portadores la supervivencia en el África de tiempos prehistóricos. Estamos diseñados para vivir ahí, con cada una de esas palabras entre comillas.
Durante algunos años hice un experimento para intentar convencer y convencerme de la presencia viva de nuestra raíz silvestre y africana: cuando me encontraba en un grupo que se había quedado corto de conversación, se me ocurría hacer la siguiente encuesta: “Elegí una escena agradable de tu vida. Un momento específico, algún instante que no tiene que ser el más feliz, pero en el que tenías una sensación de ‘qué bien estoy’. Describime esa foto: dónde estás, con quién estás, qué estás haciendo”.
¿Serías capaz de dejar este libro, cerrar los ojos, e imaginarte esa escena antes de pasar al párrafo siguiente? No tiene que ser el momento más feliz de tu vida: solo tiene que ser una situación agradable, y no del modo “cuando hago tal cosa”, sino un día específico que recuerdes. Una foto, existente o no, de un momento en el que sentiste: qué agradable, me siento muy a gusto. ¿Cómo es esa foto imaginaria? ¿Dónde estabas? ¿Con quién? ¿Haciendo qué?
La encuesta era solo moderadamente científica. No llevé la cuenta. Pero las fotos imaginarias que mis amigos describían solían tener las siguientes características, empezando por las de menciones más frecuentes: 1) la compañía de personas cercanas y queridas; 2) la escena era al aire libre; 3) había un curso de agua cerca; 4) a veces había comida o bebida involucradas. Típicamente: “una tarde en que hicimos un picnic en el lago, con mis hijos”, por ejemplo. Creo que Jorge Luis Borges coincidiría conmigo. En el cuento “El encuentro” escribe: “Ahí estaban, sentí, las antiguas cosas elementales: el olor de la carne que se dora, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que reúne a los hombres”.3
Descubrí más tarde, leyendo a Edward Wilson, estudioso de la sociología de las hormigas y padre de la disciplina de la sociobiología, que el ejercicio que yo hacía con mi encuesta aludía a lo que se llama biofilia. Los seres humanos extrañamos la naturaleza de nuestra cuna como especie: instintivamente, nos resulta agradable lo que hacíamos entonces, como el oso polar gusta de los polos y el tigre de Malasia, de Malasia. En aquel ambiente se formaron nuestro cuerpo y nuestros instintos.
Es cierto que mucha gente abandona la vida rural y ya más de la mitad del mundo vive en ciudades. ¿Desmiente eso la biofilia? No necesariamente. En las condiciones de hoy, vivir en la ciudad tiene ventajas que la vida bucólica no tiene: la comparación es desigual. Pero los hipermillonarios quieren casas frente a cursos de agua y rodeados de verde. Los lotes más caros de los barrios cerrados valen más con árboles y frente al laguito artificial. Y la clase media suele irse de vacaciones frente a cursos de agua. “Porque es más lindo”. No, al revés: “lindo” es una adaptación. Nos parece lindo porque el Homo sapiens está adaptado a eso. Los que añoraban un río tanto que cruzaron bosques y desiertos para encontrarlos son tus tatarabuelos.
“Eso fue hace mucho, ya estamos adaptados a otra cosa”. Fue hace mucho, sí, pero ni nuestro cuerpo ni nuestros instintos (que están escritos en una parte del cuerpo: el cerebro) cambiaron tanto. No cambiaron casi nada. La palabra “adaptación” lleva a muchos malentendidos. Una cosa es acostumbrarse, esa idea de que el hombre es un animal de costumbres. El ser humano tiene un mecanismo psicológico que lo acostumbra a cualquier cosa: a vivir encerrado en una cárcel, o a la intemperie de una playa, o a trabajar 12 horas bajo una lámpara violácea de bajo consumo en la oficina. El hecho de acostumbrarse a casi cualquier cosa es probablemente una adaptación. Es útil que uno tenga un disparo de adrenalina en el primer salto en paracaídas; pero si un instructor paracaidista que hace 10 saltos por día tuviera disparos de adrenalina cada vez que salta con un alumno, terminaría turuleco. Es útil que uno tenga un disparo de adrenalina la primera vez que oye un rugido de un león en una selva. Pero a los que tenían disparos de adrenalina con cada trueno que oían hace 100.000 años en África la selección natural los dejó en el camino; unos inadaptados.
No es lo mismo acostumbrarse a algo que adaptarse en un sentido evolutivo. La biología humana, los genes donde están inscriptos la forma de tu nariz, tu instinto sexual, tus mecanismos gastrointestinales, no cambian en el curso de tu vida. Por supuesto que no todo lo que sos depende de tus genes: influyen nature and nurture, como dicen los gringos: la naturaleza y la crianza. Pero tu nature, tus genes, no cambian a lo largo de tu vida. Solo pueden cambiar en la transmisión de esa información genética de una generación a otra; y solo se vuelve dominante un nuevo rasgo si es tan ventajoso que su portador empieza a reproducirse más rápido que los que no lo tienen, porque les gana en la competencia por la vida. Ese proceso de selección natural lleva cientos de generaciones para generar cambios significativos. Al resultado de ese proceso se lo llama, en un contexto evolutivo, “adaptación”: la lenta suma de azar y selección; azar genético que hace que los genes de un niño no sean exactamente los mismos que los de sus padres (en parte porque mezclan los de padre y madre, en parte porque las copias no son perfectas), selección de los individuos cuyos rasgos los hacen sobrevivir y tener mayor descendencia. En el largo transcurso de los siglos, ese proceso de azar y selección va moldeando la naturaleza de una especie.
Por lo tanto, sí: somos casi exactamente el mismo animal que hace 100.000 años todavía no había salido de África a conquistar el mundo. Vos y yo somos ese animal diseñado o —más correctamente— adaptado a vivir en grupos, al lado de los ríos, de día persiguiendo animales y recolectando frutos, raíces y hojas; al atardecer juntándose alrededor de un fuego para compartir una comida, de noche cobijándose y amándose y procreando bajo una enorme luna, el único objeto del universo que todos los seres humanos alguna vez miraron de frente con los ojos bien abiertos.
¿DARWIN VERSUS FREUD?
Llegué a estas ideas difusas y peligrosas después de un día de trabajo particularmente largo. Un día de sol en el que no había visto el sol. “No nací para trabajar”, me dije. Tenía un trabajo privilegiado: era profesor de economía e historia, temas que me apasionan, en una universidad privada, con un sueldo que me sobraba para mis costumbres de soltero bastante austero, con horarios flexibles, compañeros de trabajo interesantes y tiempo para hacer deporte y leer.
Pero era literalmente cierto no solo que yo no había nacido para eso, sino que nadie había nacido para eso, ni para nada que se le pareciera: ¿qué había de distinto, esencialmente, entre la vida de un trabajador urbano de 12 horas diarias a la sombra y un chimpancé encerrado en la jaula de un zoológico? ¿No estaban, uno y otro, llevando una vida en condiciones muy diferentes a aquellas en las que habían evolucionado, a aquellas para las que habían sido diseñados inconscientemente por la selección natural? ¿No era evidente que esa colisión llevaba a un malestar, más o menos consciente? Por supuesto, podíamos listar mil logros culturales a cambio de todos esos esfuerzos. Pero ¿no se me figuraba más feliz la idea del grupito africano al lado del río, bajo la luna, cansado y feliz después de una cacería, compartiendo carnes y frutas con amigos y parientes, y amando seguido y variado? Había un desfasaje entre lo que yo era y lo que yo hacía. Y no era solo una revelación personal, era casi un motivo de subversión social: había un desfasaje entre lo que el ser humano era y lo que el ser humano hacía.
¿Hasta dónde podía llevarse el argumento? ¿Tenía que convertirme en algo parecido a hippie? ¿No me moriría de hambre? ¿Por qué los humanos ancestrales no se morían de hambre? ¿Y todos los beneficios de la civilización: los remedios, los aviones, ¡internet!? Todo eso no habría sido posible viviendo en algo parecido a un estado de la naturaleza. Evidentemente, tenía que reformular o precisar un poco más esta idea de desfasaje.
Argumentos como el del shampoo, a favor de estilos de vida (“no uses shampoo”, “no uses vacunas”, “disfrutá la vida al natural”) que suponen cierta perfección del diseño humano son un auténtico peligro para la humanidad. El mecanismo de evolución por selección natural no da lugar a individuos perfectos ni mucho menos. La selección natural solo consigue que el modelo con el que se dibuja cada individuo sea el que logre una mayor supervivencia y una mayor descendencia en las circunstancias en las que vivió habitualmente la especie a la que pertenece ese individuo, con la regla de que la selección natural no puede introducir mejoras súbitas, sino solamente graduales. Así de largo, así de restringido y así de complicado.
Quizás el individuo no salió tan bien como el modelo, y necesita artificios (remedios, por ejemplo) para sobrevivir; quizás el individuo no vive exactamente en el ambiente para el cual su especie está adaptada, y es extremadamente imperfecto para, por ejemplo, limpiar vidrios de un rascacielos o habitar en esas tierras frías y mojadas bajo una nube permanente a las que llamamos Europa al norte de los Pirineos; quizás no tenemos ganas de que nuestra descendencia sea la máxima posible; quizás no aparecieron en el cuerpo adaptaciones que mejorarían en algún sentido la vida de la especie, y lo natural es no ser tan natural al respecto (no tenemos alas: ¿te molesta si me tomo un avión?). ¿Qué onda esto de “vivamos naturalmente”? El hippismo fracasó.
Charles Darwin, autor de la teoría de la evolución por selección natural, cuenta en su autobiografía que tuvo su momento Eureka leyendo a otro genio, en octubre de 1834: el reverendo Thomas Malthus. Malthus creía que la humanidad estaba condenada a la pobreza. Un pésimo pronóstico: escribió su libro (Un ensayo sobre el principio de la población) en 1798, justo cuando Inglaterra daba los primeros pasos de la Revolución Industrial, es decir: Malthus pertenecía a la primera generación de la historia humana que conoció el crecimiento económico como fenómeno permanente. Quizás no se dio cuenta. Ya van, desde Malthus, unas ocho generaciones cuyo nivel de vida es superior al de la generación anterior, una serie que no había pasado nunca antes de Malthus.
El argumento de Malthus es conocido: la capacidad de producción de alimentos es limitada; la población tiende a crecer muy rápido: si una pareja tiene 4 hijos (y ese era un número bajo para la época de Malthus, aunque él tuvo 3 justamente para contribuir a evitar una crisis malthusiana), cada generación duplicaría en número a la anterior: 2, 4, 8, 16... y así sucesivamente. En apenas 33 generaciones, unos 1000 años, se llegaría de Adán y Eva a la población mundial de 2020: ocho mil millones de personas. Por supuesto, eso no pasa. Mucho antes, decía Malthus, empieza a morirse gente: si no hay suficientes guerras y epidemias, tendrá que haber hambrunas, porque los alimentos alcanzan hasta ahí nomás. Se morirán tantos seres humanos como sea necesario para que los que sobrevivan tengan lo mínimo indispensable. El choque entre la fertilidad proveniente del irrefrenable deseo sexual y la capacidad limitada para producir alimentos condena a la humanidad a un estado de miseria permanente.
La teoría malthusiana no era mala para explicar lo que había pasado en el mundo hasta 1800, y de hecho sigue siendo la principal hipótesis de por qué la producción per cápita no creció de manera relevante en ningún lugar del mundo hasta el siglo XIX. Por eso en mi primera semana de la materia “Historia Económica Internacional, del Paleolítico a la Crisis de 2008” no hablo casi de otra cosa que de Malthus. Incluso las mejoras e inventos que desde el principio de los tiempos habían aumentado la capacidad de producción (la agricultura, el arado, los molinos de viento y de agua que permitían moler el grano más fácilmente) eran incapaces de luchar contra la fuerza incontenible de la población. Sí, quizás por un tiempo se podía producir un poco más, pero en seguida esa mayor disponibilidad de recursos era carcomida por más bocas que alimentar.
Malthus podía explicar con este criterio nada menos que el nivel de población de la humanidad en cada momento: la población de cada época y lugar es la máxima que puede alimentarse con la capacidad productiva de cada región en cada momento. Y la hipótesis Malthus también sirve para cualquier otra especie, aunque él no estaba tan interesado en ello: es la población que puede sostenerse con los recursos a disposición de la especie. No puede ser más, porque no alcanza para que coman todos; no puede ser menos, porque si fuera menos, si los recursos alcanzaran para dar de comer a más bocas que las que existen, la mortalidad sería más baja y la población tendería a aumentar. Una hermosa encarnación de Malthus: lo que muestra el documental Our Planet tras treinta años de la explosión nuclear en Chernobyl. Como los humanos abandonan la ciudad y los alrededores, vuelven los bosques. Como vuelven los bosques, vuelve la cadena alimenticia, aparecen ciervos, se reproducen, aparecen lobos: aumenta la población animal, vuelve la vida.
El genio de Darwin le hizo una pregunta simple al sistema malthusiano: “Okey, algunos tienen que morirse en cada generación (de humanos, pero también de otras especies animales) como para que el aumento de la población no sea mayor del que permite la disponibilidad de alimentos; si la natalidad es alta, quizás tienen que morir muchos; o muchísimos. Ahora bien, ¿quiénes? ¿Qué individuos de cada especie serán las víctimas inexorables de esas crueles fuerzas malthusianas?”. Si los individuos no son todos exactamente idénticos, sería natural que sobrevivieran los más adaptados; es más, esa es la definición de “adaptado”: el que tiene mejores cualidades para sobrevivir en un determinado contexto.
Pero esto empezaba a verse como una teoría sobre cómo cambian las especies: aquellos con rasgos más adaptados a un contexto se reproducirán más, de modo que sus características se harán más predominantes en la generación siguiente. Y, dando una vuelta de tuerca: si de casualidad un individuo naciera con un rasgo diferente, y resultara (también de casualidad) que ese rasgo diferente lo favorecía para sobrevivir, entonces el nuevo rasgo pronto se haría más dominante en la población: sus hijos, en caso de heredar ese rasgo, también tendrían más chances de sobrevivir, al igual que sus nietos, y así sucesivamente hasta que sus descendientes resultaran la mayoría. El mecanismo actuaba redoblado por la llamada “selección sexual”: un rasgo ganador era justamente que cada individuo buscara para la reproducción, de manera consciente o —más probablemente— inconsciente, una pareja que tuviera genes ganadores. Con el tiempo, todo este proceso de filtración por azar y selección (natural y sexual) incluso podría dar lugar a individuos genéticamente tan diferentes a sus ancestros que conformarían en realidad una especie nueva.
Darwin merecería varios Nobel juntos. Con una idea muy sencilla, que puede entender un niño en media hora, logró explicar nada menos que el mecanismo que dio origen a todas las formas de vida, y a los rasgos peculiares de cada forma de vida, incluyendo a la especie humana.
Ahora bien, ¿qué tenía que ver esto con las insatisfacciones de la vida urbana en Occidente en el siglo XXI? Darwin simplemente describía el origen de las especies, incluyendo la nuestra. Pero no nos decía nada de cómo vivir, qué era bueno o qué era malo, qué nos hacía felices y qué nos ponía mal. En un punto, me resultaba paradójico. Casi todas las guías para vivir que yo conocía (las religiones, las filosofías orientales y occidentales, las psicologías más diversas, desde los apesadumbrados europeos continentales como Sigmund Freud o Jean-Paul Sartre hasta las cruzas asiático-californianas de los beatniks, el New Age y la secta de Osho) tenían su punto de partida en una concepción del ser humano. En general, partían de concepciones bastante disparatadas sobre el ser humano, y de todos modos se animaban a decirnos cómo vivir, a describir fórmulas para la felicidad o al menos la salvación. Con el darwinismo me pasaba al revés: me resultaba una concepción muy razonable sobre qué era exactamente nuestra especie, pero no nos decía absolutamente nada sobre cómo vivir.
El solo hecho de plantearme la pregunta de si el hallazgo de Darwin sobre la naturaleza humana nos daba también alguna pista sobre cómo vivir empezaba a darme culpa. El único darwinismo que alguna vez pasó de la descripción a la prescripción, de lo que es a lo que debe ser, fue el darwinismo social, una de las teorías de la sociedad más execrables que se recuerden, y que no se seguía en absoluto de la teoría de la selección natural. (Aunque, snif, algunos párrafos de Darwin lo aproximan bastante al darwinismo social). El darwinismo social es un típico caso de salto lógico del ser al deber ser, basado no en un razonamiento, sino en una analogía: “en la naturaleza sobreviven los mejores; por lo tanto, en la sociedad humana elijamos a los mejores”. Cuando Mr. Scrooge en Cuento de Navidad de Charles Dickens se niega a dar limosna dice: “Así terminaremos con la superpoblación”, una frase en la que se mezcla el maltusianismo y el darwinismo social de época. Durante las primeras décadas del siglo XX la eugenesia —la promoción de la selección artificial con vistas a “mejorar” la población humana, con medidas como la esterilización de ciertos grupos sociales— se hizo popular en todo Occidente. Uno de sus fundadores fue Francis Galton, primo y admirador de Darwin. El darwinismo social fue una de las pocas víctimas del nazismo de cuya muerte podemos alegrarnos.
Quizás fue por esa merecida impopularidad del darwinismo social que nunca resultó muy apropiado preguntarse si de la única hipótesis razonable sobre el origen del ser humano podían rescatarse algunas conclusiones sobre cómo vivir. Las guías para vivir siguieron siendo escritas en el siglo XX por los poderosos de siempre: los Estados, los mercados y —en ropajes antiguos o nuevos— los sacerdotes. Para el Estado del siglo XX, y especialmente para los Estados fascistas y comunistas, el ser humano debería ser antes que nada un buen ciudadano. El Che Guevara llegó hasta el extremo de querer reformatear la naturaleza humana con su “hombre nuevo” que, desprendido de todo afán individualista, debía ir a cortar caña de azúcar (como hizo él mismo siendo ministro de Economía de Cuba) a favor de la revolución. Y en la Unión Soviética un trabajador muy esforzado (Alexey Stakhanov) se convirtió en un sustantivo y una doctrina: el stajanovismo fue una campaña de la Unión Soviética para promover entre sus trabajadores un sentido de productividad que alimentara la gran causa socialista. Pero Occidente también pedía mucho de sus ciudadanos: el patriotismo, por ejemplo. Nada menos que entregar la vida por la nación, además de trabajar duro y parejo, pagar todos los impuestos y formar una familia que contribuyera a aumentar el número de conciudadanos.
En el Occidente de la posguerra, la guía para vivir escrita por el Estado fue convergiendo hacia la escrita por el mercado a medida que fue imponiéndose la noción de que la búsqueda del bien individual contribuye finalmente al bien colectivo. La economía de mercado implica que quien produce algo valioso para la sociedad gana dinero (no aplica a vos, Mark Zuckerberg: Facebook apesta); ergo, una guía para vivir que fuera esencialmente idéntica a la lógica capitalista también terminaría favoreciendo a la comunidad. Como dice Adam Smith en su más famosa cita: “No es gracias a la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que podemos esperar tener nuestra cena, sino gracias a que persiguen su propio interés”.
En la ciencia económica, pero también en otras ciencias sociales, la concepción dominante sobre el ser humano fue durante mucho tiempo la del homo economicus: un agente racional que toma decisiones sopesando costos y beneficios, especialmente vinculados a su propio bienestar material. Claro que esfuerzo y bienestar material tienen alguna relación: la capacidad del individuo para posponer su bienestar y esforzarse en nombre de un bienestar futuro (por ejemplo, ahorrando o estudiando una carrera universitaria) es decisiva en lo que podríamos llamar “la ética” del capitalismo. Quizás el libro más entretenido de historia económica de los últimos tiempos —que es decir bastante— sostiene que un hecho crucial para que se produjera la Revolución Industrial fue el desarrollo cultural de la paciencia: sociedades como la británica se fueron haciendo más pacientes (lo que se reflejó, por ejemplo, en que los prestamistas estaban dispuestos a cobrar una menor tasa de interés por un préstamo) y eso ayudó a financiar la expansión económica.4 Del maridaje entre el Homo economicus y la proposición de Smith sobre la confluencia entre intereses individuales y sociales podía construirse una guía para vivir en la que, a diferencia de lo que ocurría en el mundo socialista, el egoísmo era la mejor manera de contribuir a la sociedad.
Pero es bastante obvio que la ética del capitalismo está llena de problemas como guía para vivir. ¿Queremos realmente trabajar y estudiar tanto? ¿Tener más dinero nos hace más felices? Por supuesto que la pobreza es trágica para el que la padece, pero tomando situaciones no extremas: ¿vive mejor un miembro de la clase media alta que gana buen dinero en un banco, no ve el sol porque está en su oficina y viaja tres horas por día entre su suburbio y el centro; o un modesto comerciante de pueblo que vuelve todos los mediodías a su casa a comer una milanesa y dormir la siesta? En los países o franjas sociales para los que la pobreza no es una amenaza cotidiana, entre jóvenes relativamente prósperos que van desde el movimiento hippie hasta los millennials, corre una misma línea de cuestionamiento a la ética del capitalismo. “No quiero trabajar, no quiero ir a estudiar, no me quiero casar, quiero tocar la guitarra todo el día”, dicen los Auténticos Decadentes.
Por supuesto, las religiones siguieron proveyendo sus guías para vivir, con más o menos éxito. De mi educación católica siempre me llamó la atención el trasfondo egoísta que tenía la justificación de la virtud: tenía que amar al prójimo en este mundo para poder salvarme en la próxima vida. Parecía buen negocio: un cierto esfuerzo durante unos 80 años contra la felicidad plena por toda la eternidad. Pero incluso ese esfuerzo de unas meras siete u ocho décadas le resulta demasiada carga al Homo sapiens del siglo XXI.
En los últimos setenta años, las mejoras de educación, salud y bienestar en el Occidente rico conspiraron contra las religiones cristianas. La extensión de la educación laica y científica fue ganándole a la religión la batalla por la mente y los corazones de los ciudadanos. El aumento en la expectativa de vida hizo más extenso el esfuerzo para conseguir una recompensa cuyo momento era, por el mismo motivo, más lejano: la muerte ya no era ese hecho casi cotidiano del Medioevo o de un mundo en guerra. El consumo capitalista hacía mucho más costoso llevar adelante la vida austera que pregonaban los Evangelios. Para completar el panorama, la liberación sexual se fue expandiendo como un virus: cuantos más se liberaban sexualmente, más atractivo abandonar el rebaño, o formar parte de ese rebaño nuevo de ovejas descarriadas y de fiesta.
Muchos en Occidente, desencantados con la ética del capitalismo, pero también con la de sus antiguas religiones monoteístas, buscaron en nuevos sacerdotes sus guías para vivir. El nuevo sacerdote de Occidente por antonomasia fue el psicoanalista, y sus escrituras, las de Sigmund Freud. La conversación en el confesionario en la que un sacerdote escuchaba las penas de un feligrés dio lugar a otra conversación en otro confesionario en la que otro sacerdote escuchaba las penas de otro feligrés. Por supuesto, el psicoanálisis freudiano tiene su propia concepción del ser humano, y una guía para vivir diferente. Su guía para vivir tiene más elementos individuales que el de las religiones o que el Homo economicus: cada persona tiene su propia historia y su propia circunstancia, y por ende la guía será diferente para cada individuo. En ese sentido, el psicoanálisis (como la homeopatía o la astrología) tenía una ventaja de mercado sobre la religión: en el mundo más individualista de la posguerra, el diagnóstico y el tratamiento personalizado eran más valorados que las generalidades impersonales de la religión.
Freud, un gran lector de Darwin, atribuía gran parte de la miseria humana al choque entre los instintos (“las pulsiones”) y la civilización: el malestar en la cultura. La represión de los instintos sexuales y violentos, por ejemplo, era una de las causas del malestar del ser humano moderno. Pero Freud es mucho más nurture que nature: la experiencia individual, especialmente en la infancia, es la que talla tu estructura psicológica, no tanto lo que dicen tus genes. No hay tal cosa como una naturaleza humana que no sea cultural; no es extraño, dado que murió mucho antes de que supiéramos todo lo que tiene nuestro ADN. Un ejemplo típico de su énfasis en lo cultural: el “tabú del incesto”. Tanto Freud, fundador de la psicología, como Claude Lévi-Strauss, uno de los fundadores de la antropología, creían que el tabú del incesto (la prohibición en las sociedades humanas del sexo entre hermanos y especialmente entre padres e hijos) era un hecho cultural: algo originado en algún momento de la historia humana y luego transmitido culturalmente de generación en generación. Más aún: para Freud ese tabú era una primera represión contra una pulsión básica y universal que es el deseo de tener sexo con tu madre, el famoso complejo de Edipo.
Hoy es más habitual considerar que la rareza del incesto en los humanos es en realidad un hecho biológico: no un tabú, sino simplemente un instinto resultante de la selección natural. Los primates (es decir, nuestros primos más cercanos), lo mismo que la mayoría de los animales, también evitan el sexo entre hermanos y entre padres e hijos. Tiene sentido evolutivo: la mixtura de genes diferentes da lugar a un jardín más colorido, y por lo tanto menos expuesto a que un cambio ambiental que afecte específicamente a cierto rasgo genético acabe con toda la especie. Tanto es así que la selección natural decide castigar con defectos genéticos a los hijos de hermanos: tiene poco sentido para una especie dedicar energía (tiempo de gestación, esfuerzo de alimentación) a individuos que no enriquecen la variedad de la especie; la consecuencia lógica es que los individuos que rechazaron acostarse con sus hijos y sus hermanos (los que desarrollaron un instinto favorable al sexo fuera de la familia genética) dejaron más descendencia. Descendemos de ellos y tenemos sus instintos, y por eso no deseamos, por lo general, acostarnos con nuestros hermanos. Ni con nuestras madres, Sigmund.
Darwin 1; Freud y Lévi-Strauss 0.
Con todo, Freud seguramente tiene razón en que nuestras experiencias tempranas influyen mucho sobre lo que nos hace felices a cada uno y lo que no. Por eso mismo, por ese foco en la historia individual, el psicoanálisis nos puede decir poco que sirva para todos. Y para decírnoslo hay que trabajar bastante, porque la clave para destrabar es que hable el inconsciente, cuya esencia es precisamente esconderse. Quizás lo trabajoso del proceso psicoanalítico, además de los cuestionamientos teóricos, fue un factor para que aparecieran otras técnicas psicológicas que van más al grano para ayudarnos a lidiar con la vida que nos tocó, desde las terapias conductuales hasta el coach de nuestra era.
Ni Freud ni la psicología, con su énfasis individual, nos pueden dar una pista general sobre cómo vivir. Otros europeos continentales tan angustiados como Freud fueron los existencialistas, que sí planteaban reflexiones aplicables a todas las personas. En este caso, más que una noción de la esencia del ser humano se trataba precisamente de la negación de que hubiera tal esencia. “La existencia precede a la esencia”, dice Sartre en uno de sus textos. En otras palabras: lo que nos hace humanos es la capacidad de ser cualquier cosa. Cada uno tiene que escribir su propia guía y al escribirla está definiendo lo que es el ser humano. Estamos condenados a ser libres. No sorprende que una tesis que ponía una responsabilidad tan enorme sobre nuestros hombros no haya sido adoptada masivamente como guía para vivir.
En las últimas décadas, el coqueteo de muchos occidentales con las religiones orientales antiguas o nuevas fue en realidad una nueva forma de religiosidad. Hoy un amigo nuevo me dijo: “¿Sabías que yo soy budista?”; “No”; “Sí, muy copado”. La religión no como herencia cultural, una tradición colectiva transmitida por generaciones y aprendida de los mayores, sino como el resultado de una búsqueda individual de bienestar o de superación: una terapia. De nuevo, estas r