Contenido
Prólogo
Buscadores de emociones
Desconocidos
El triángulo es un polígono de tres lados
¿Dónde dice usted que ha sido el atentado?
Bombas son blasones
El muerto desconocido y la carta al Rey
La revolución sexual traerá la rebelión de las masas
Todo lo que sea ameno y frívolo
Lo sicalíptico
Vida ociosa, muerte anticipada
Fondo de reptiles
El ectoplasma bélico
El Cuarto Estado va a la playa
Sherezade
¡Será por revoluciones!
Por qué temerle a la muerte, si no le temo a la vida
Un cielo en un infierno cabe
El encanto de lo prohibido
Neutralidades que matan
Virgo Potens
Vida en sombras
Individuas subversivas
El nido de la serpiente
El ángel de la frivolidad
¿Me conoces, mascarita?
Reyes, anarquistas, plumillas y espías
Colofón
Nota de la autora
Agradecimientos
Bibliografía
A W. L.
Prólogo
Santander, verano de 1914
Hacían jirones la noche. Las carcajadas subían por la calle en cuesta, abandonada y oscura, en un grito de desafío a todos los miedos. Enviados de la imaginación y del deseo, con cada paso, cada risa, cada beso, querían demostrar que la realidad es solo una ilusión.
—¿Alguien sabe adónde vamos? —dijo Tórtola.
Álvaro reía.
—¡Es un misterio!
El Dragón. Este era el nombre del cabaret de moda. Corrían sobre él mil historias de orgías, suicidios, bancarrotas y desmesuras cocidas entre sus muros. Un nombre susurrado por las máscaras respetables o cínicas que invitaban a dudar de su misma existencia. Pero el lugar existía, como bien sabían las almas frecuentadoras de aquel inframundo. Luego de un intrincado dédalo de callejas sucias y oscuras de pedradas a farolas, había que bajar una cuesta arrabalera ceñida por los muros de un colegio de curas; las melenas llorosas de los sauces escolapios arrojaban sobre la calle sombras exóticas durante el día y dramáticas al caer la noche. El destino carecía de rótulo anunciador, pero no importaba: allí estaba la antigua bodega de contrabandistas y piratas abarloada entre almacenes de aparejos y el portal de una pensión de mala nota.
—Es esa luz que se ve allí —anunció el marqués.
—¡Menudo tugurio! —dijo alguien del grupo.
—De los que tanto te gustan, ricura —contestó Alvarito.
Guardaba la puerta del garito un cancerbero coruñés de dimensiones herculanas, quien les permitió el paso a sus dominios. Al atravesar un estrecho pasillo encontraron a Caronte en la forma de una jovencita un poco bizca que atendía el guardarropa. Tras el correspondiente óbolo, bajo una luz rojiza que lamía la oscuridad sin despejarla, recorrieron un pasadizo descolgado en una escalera angosta y torcida. Entonces, bajo una nube áspera de mil tabacos, de ruido, de voces y de música, apareció el salón del club repleto de una humanidad bullente y apretujada, como en las calderas de Pedro Botero. El patio de butacas de un pequeño teatro a la italiana estaba ocupado por mesas y sillas, camareros y corrillos de personas hasta el pequeño proscenio situado al fondo: el interior del escenario quedaba tapado por un telón de terciopelo añejo. Al otro lado, tras un mostrador de cinc heredado de una tasca, un barman servía a la concurrencia. El espacio enmarañado se perdía entre recodos de tinieblas y los reservados del piso superior, a los que se accedía a través de un tramo de peldaños disimulados tras una puerta junto al mostrador.
Nada era lujoso sino más bien destartalado, incluso cochambroso. Entonces, ¿cuál era la razón por la cual, noche tras noche, un público variopinto atestaba el local? Sobre eso nadie lograba ponerse de acuerdo. Algunos decían que allí la alcurnia se codeaba con el pueblo llano sin que a nadie le pareciera inapropiado, y que este rasgo interclasista era uno de los grandes atractivos de El Dragón. Lo cierto es que había un algo de festivo y liberador en esta revolucionaria concupiscencia de los estamentos sociales, quizá presagio de futuras y repentinas rotaciones en el Antiguo Orden que gobernaba el mundo.
El cabaret albergaba por igual a señoritos calaveras y balleneros de Magallanes que pedían a gritos champán francés para invitar a rufianes recién salidos del penal, entre una coruscante fauna de periodistas, artistas y escritores espumosos, rientes, arrastrando con ellos a los esclavos de la moda. Por si esto fuera poco, en los últimos tiempos se había incorporado a esta taxonomía una Babel de diplomáticos franceses y aristócratas germanos, italianos, serbios, húngaros e incluso turcos, unidos por las ganas locas de gastar divisas y pasarlo en grande, capaces de pagar cantidades astronómicas por una mesa junto al escenario. Mezclados con ellos, noctívagos burlangas, dipsómanos, chorizos, toxicómanos, chaperos, matuteros y alcahuetas, reunidos todos para expoliar al incauto.
Un neófito muy fino dijo:
—¡Superior! ¡Al estilo de los locales apaches de París!
—¡Bah! Ni tanto... —contestó otro, que se preciaba de viajado.
—Oye, mira: ¿no es ese Alfonsito Vergara? En el grupo de los de la embajada portuguesa, con esa morena despampanante.
—Chico, no veo nada: aquí no cabe un alfiler. Vamos a tomar algo. ¿Champán?
—¿Cuándo empiezan los cuplés? —dijo otro, sacando la cabeza entre la gente—. No veo la hora de que canten La Pulga.
Los dos más achispados se pusieron a cantar.
Ay, señores, por favor,
¿quién me quiere desnudar?
Una pulga sin pudor
me recorre por arriba, por abajo,
por delante y por detrás.
¿Quién me la coge? ¡Pobre de mí!
Los cuplés estaban de moda: la calidad de música, letra o habilidades canoras de la intérprete no importaban demasiado; toda la gracia estribaba en que la moza que buscaba un imaginario insecto entre sus carnes rollizas, al final de la canción quedara en cueros vivos.
Al calor del decadentismo modernista, la nueva religión profana de la sicalipsis —el culto a la picardía erótica— captaba adeptos a raudales con éxitos cupleteros como La llave, La vaselina, El higo, La regadera, La gatita blanca y muchos otros títulos picantes. El ideal voluptuoso encarnado por las más famosas cupletistas y sus destellos fingidos de lentejuelas, lunares pintados y perlas de pega, con su andalucismo forzado y su exotismo de postal, inspiraron a los «imitadores de estrellas». La admiración por las reinas del cuplé alcanzó también a sus reflejos en un espejo invertido. Llamados con poética precisión «artistas de la transformación» o «transformistas», se hicieron tan famosos como el francés Monsieur Bertin; el desopilante Dorian; el fantasioso Luisito Carbonell e incluso el más famoso de todos, Egmont de Bries, un carta-genero que en su partida bautismal respondía por Ascensio Marsal. Todas estas estrellas pasaban por el tablao de El Dragón.
—Es de mal gusto...
—¡Pues yo lo encuentro de lo más flamboyant y moderno!
Como los originales, las copias también tenían su pléyade de admiradores con el corazón roto de amor: entre actuación y actuación, los sinuosos camerinos y reservados albergaban los secretos mejor guardados por estos mixtificadores. Sin ir más lejos, Paquito Núñez la Antequerana era la mantenida de un diputado azote de liberales, mientras que Esperanza la Piconera, también llamada Antonio Borrego, animaba las noches de un distinguido miembro de la Real Academia. No era raro encontrar entre estos adeptos que habían perdido la chaveta por una venus metamórfica, a encopetados funcionarios del Gobierno o a padres de familia numerosa, misa diaria y adoración nocturna.
Todas estas circunstancias y aun otras hacían de El Dragón una meca para los ambiguos: mujeres que parecían hombres —pelo corto, frac, monóculo—, hombres que parecían mujeres —pintados y maquillados, luciendo plumeríos descocados— e incluso aquellos que ni lo uno ni lo otro o quizá todo lo contrario.
—No hay más que degenerados. ¡Es un escándalo! —proclamó un moralista despistado.
—Cosas del recién nacido siglo XX... —contestó alguien a su lado.
Uno, ya muy achispado, intentó propasarse con una señorita provocando un pequeño altercado que acabó cuando el borracho pidió disculpas. Nadie de los presentes hizo aspavientos: estas desmesuras resultaban un divertimento más.
Luz en las candilejas. Surge tras el telón el maestro de ceremonias, cara blanca pierrotesca, ojos de fantasma adicto. El bullicio cesa.
—Bienvenidos, señoras y caballeros... Enchanté... Estamos encantados de tenerlos aquí... Bienvenus... Willkommen. ¡Bienvenidos al Dragón! ¡Dejen fuera sus problemas! ¡La vida es maravillosa!
Como un fauno embutido en el frac, el showman salta hacia el público. Hay aplausos, risas, bromas. Algunos borrachos lo abrazan, él besuquea a un hombre gordo y se asoma al escote de una mujer. Crecen las carcajadas. Vuelve a su lugar, sobre el escenario. Gestos desmesurados, grandilocuentes.
—¡Todo aquí es excepcional! ¡Música! ¡Magia! ¡Artistas como nunca han visto! Y quizá más, mucho más... ¿Quién sabe qué sorpresa podrán encontrar en El Dragón?
Como si esa última frase fuera el pie para la entrada de un actor en escena, el nuevo grupo irrumpe en la sala. Entre las chaquetas negras de esmoquin de los caballeros destaca una figura femenina envuelta en un vestido de terciopelo blanco, un hombro desnudo sobre el que resbala la piel moteada de un jaguar, también albino. La diosa —eso es lo que parece— lleva un turbante a juego sujeto con brillantes engarzados en forma de fantástica estrella de mar. Posada sobre su frente parece aún viva, retorcida con dolor de mariposa atravesada por el alfiler de una larga pluma de pavo real. El ojo panóptico de la pluma tiembla y vigila sobre las cabezas de cada uno de los presentes.
—¡Qué belleza!
—Pues yo encuentro que no es para tanto...
—Qué envidiosa eres, Fanny...
—El jovencito que la lleva del brazo es Álvaro Retana, el escritor... ¡Vaya grupito de modernistas!
—También va con ella el marqués de Argüeso...
—Todo el mundo sabe que tienen un affaire. Dicen que la tía de él, la condesa, les impide casarse.
—¿Casarse el marqués? ¡Anda, no me hagas reír!
—Pero ¿ella no estaba de gira internacional? ¿Cómo es que ha vuelto a España?
—Por lo visto su tournée ha sido un fiasco.
—¡Maledicencias!
—Nadie lo sabe: es un misterio.
—Estáis in albis: Tórtola es el nuevo capricho de nuestro querido Rey; es él quien ha mandado llamarla y ella ha tenido que abortar su gira por Europa... ¡Bueno es Alfonso!
—¡Rumores!
El maestro de ceremonias, con ademán de títere, pide silencio:
—Señoras y caballeros... ¡Atención! Atención, por favor... Tenemos el placer de anunciar que se encuentra entre nosotros alguien que ilumina con su sola presencia este modesto lugar de esforzados artistas. Hoy cumplimos un sueño: el de poder rendir homenaje a la renombrada estrella internacional, diosa del arte de Terpsícore, musa de poetas, de genios, la magnífica, la inigualable... ¡¡¡Carmen Tórtola Valencia!!!
La ovación de los asistentes rebota en los muros abovedados de la antigua bodega, conmoviendo hasta a los huesos de los piratas que sirven de cimientos.
—¡La más grande!
—Bellissima!
—¡Unas palabras!
—Come on!
—Eso, eso...
—¡Sí, que hable!
La diosa se digna dirigir la palabra a los simples mortales.
—Queridos amigos: hoy, recién llegada de mi gira europea... —tiene un ligero acento extranjero y habla sin casi abrir los labios— ... me presento no ante nobles ni reyes, sino aquí, junto al público al que tanto amo...
Murmullos.
—... en el lugar donde se reúnen aquellos que son mis amigos queridos, mis hermanos y hermanas en el Arte...
Las discretas persianas venecianas de uno de los reservados se entreabren; un policía secreta ficha mentalmente a algunos de los presentes; la Antequerana sufre un vahído por la impresión de estar junto al ídolo; los traficantes de drogas hacen cuentas; una cocota suelta una risa floja al sofaldarla una mano desconocida y un guapo mexicano clava los ojos negros como toriles en Tórtola: «Me he de comer esa tuna aunque me espine la mano.»
La bella sigue hablando a su público.
—... tenía que venir a este teatro lleno de talento y de hermosura, el lugar al que pertenezco; porque yo, Tórtola Valencia, soy también teatro, como cada uno de vosotros, de vosotras. Gracias, gracias... Estoy emocionada...
—¡Que baile! —grita alguien.
Ella niega con la cabeza y su sonrisa ilumina a los presentes rivalizando con las candilejas. Hace una reverencia con el donaire de una sultana y el aplauso se vuelve estruendoso, saltan los tapones de las botellas de champán, se gritan bravos, olés y otras interjecciones en idiomas desconocidos. Y ya no hay nombre, sexo, origen ni bandera, confundidas todas las identidades en un intercambio de máscaras menos terribles que los rostros verdaderos.
Después, se abre el telón.
Buscadores de emociones
Cuando Julia bajó del tren, molida por tantas horas de traqueteo y cubierta de carbonilla, no pudo ver cómo Rafael salía también de su vagón de tercera clase, con la gorra de obrero calada hasta los ojos esquivos.
Tampoco él la vio a ella, a pesar de haber compartido tren desde Madrid, ni cuando estuvieron a punto de tropezar, ni mucho menos cuando ambos se sobresaltaron —señal de cierta sensibilidad excesiva propia de individuos soñadores— al resoplar la máquina con estrépito y expulsar el vapor de sus tripas metálicas.
Ambos deseaban confundirse entre el gentío que ocupaba los andenes de las dos vías, el vestíbulo y la entrada de la estación en una algarabía de feria. Julia y Rafael, desconocidos el uno para el otro, señorita una y menestral el otro, separados por la clase como los vagones de transporte ferroviarios, compartían sin saberlo un mismo estado de excitación y de incertidumbre: el provocado por la ocultación. Con la atención puesta en salir de la estación cuanto antes, hurtaban su presencia a miradas suspicaces. Porque ambos tenían un secreto que ocultar.
Como decíamos, Rafael pasó casi rozando a Julia cuando ella se paró ante un mozo de cuerda que, con la soga arrollada al cuerpo y colgándole por la espalda humillada el gancho de llevar la carga, se prestó a llevarle las maletas. La señorita era su última opción tras perder un par de clientes de apariencia más sabrosa: el oficio de mozo era altamente competitivo, siendo los más aptos, jóvenes y fuertes, quienes cobraban las mejores piezas, y todo para llevarse un duro diario en el mejor de los casos. Con resignación, Celedonio, el mozo, lanzó un vistazo sobre la muchacha, no le hacía falta más: eran muchos los años analizando a sus clientes con perspicacia digna de un frenólogo, cual Cesare Lombroso de los portes. «Baúl pequeño, trajecito de maestra, canotié de a duro y bolso de mano que agarra y no suelta: o séase, señorita de buena familia sin posibles. Y, por demás, desconfiada. No hay propina de seguro... ¡Vaya día llevas, Cele!»
Celedonio se echó a los lomos el baúl de la señorita y preguntó con un gruñido:
—¿Adónde?
Julia dio, sin consultar el papelito arrugado que apretaba dentro de un bolsillo, una respuesta rápida, aprendida de memoria y en voz queda. Convenía no fiarse de nadie, ni siquiera de un tipo tan insignificante como el mozo. Intentó aparentar seguridad.
—A la pensión de doña Úrsula Pérez, en la calle Alta, número 30.
«La madre que te parió. No, sí... ¡Vaya día llevo!», repensó el Cele.
—¿Está muy lejos?
—No... Lo que está es cuesta arriba.
—¿Cuesta arriba?
—Señorita, esto está lleno de cuestas.
Echó a andar sin esperarla, con resistencia y agilidad asombrosas. Julia le seguía a duras penas, sorteando viajeros y otros mozos cargados tirando de carros atestados de equipaje.
—Oiga, ¿cuánto cobra?
—Peseta y media.
—¡Qué barbaridad!
—Todo sube. Como las cuestas —sentenció el viejo mozo.
—Dejémoslo en una peseta. Acaba de decir que no estamos lejos. No intente engañarme...
«Una cutre. Lo que yo decía.»
—... ni piense que soy tonta. ¿Pretende aprovecharse porque soy mujer? —Julia dijo esto con un tono que creía conminatorio y luego se mordió la lengua, arrepentida.
Celedonio se paró en seco y una cara de gárgola salió de debajo del baúl. Aun con la espalda sojuzgada por el peso, los años de carga y la apariencia de quelonio, su sentencia sonó definitiva.
—Pa’usté y pa’el «sumsumcorda» es peseta y media. Y si no está conforme aquí le dejo el bulto.
Julia dudó, y eso que no era mujer a quien las dudas asaltaran de continuo. Más bien, todo lo contrario.
—Bueno... de acuerdo. Pero sepa que no estoy dispuesta a tolerar ni por un momento...
Y se quedó con la palabra en la boca, porque Celedonio ya se dirigía a buen paso hacia la salida de la estación, dejándola atrás y obligándola a correr tras él sujetándose el sombrerito canotié para que no saliera volando.
Mientras tanto, Rafael había tenido que aminorar su marcha: divisaba entre el gentío a una pareja de guardias que, parados ante la puerta de la estación, miraban pasar al personal con ojos como centellas. O eso le pareció, obligado como estaba a encontrar una ocasión propicia en la cual salir de allí con discreción. La halló merced a unas señoras muy bulliciosas y cargadas de equipaje a quienes acompañaba un señor orondo que a punto estaba de echar el bofe por el esfuerzo de trasladar toda aquella impedimenta.
—¿Me permiten?
—Gracias, joven, muy amable —dijo rápida una de las señoras, con una sonrisa muy pintada.
El cincuentón cogió aire abanicándose con el sombrero la cara apoplética: no podía ni hablar. Rafael se echó al hombro un pesado baúl con ademán decidido y cargó otra maleta bajo el brazo. La voz de una de las señoras, al verlo, se dirigió a él con un tono húmedo y pastoso. Casi como un lametón.
—Sí que está usted fuerte, pollo... ¿Has visto, Merche, que mozo tan dispuesto?
—Ya veo, ya... No parece que lleves sino plumas ahí dentro. En cambio tú, Anatolio, no estás para muchos trotes. Hijo, qué bajón has dado...
Parapetado el rostro tras la maleta y flanqueado por las dos pizpiretas, transpuso Rafael las puertas de la estación inadvertido por las fuerzas del orden, como Ulises usando las ovejas de Polifemo.
—Déjelo ahí, joven, junto a aquel taxi que nos espera. Y tú, Anatolio, dale una buena propina.
El buen señor sacó la cartera, obediente.
—Una peseta, ¿será suficiente?
—No seas rácano, que el chico bien lo merece. ¡Un duro le daría yo! —Y ponía morritos, caprichosa.
La otra susurró a su vera.
—Sisita, que te pierden estas beldades populares...
—No seas cursi, Merche.
—Pero ¿dónde está ese hombre? —preguntó Anatolio.
—No lo veo... ¿Se ha ido? Sin decir ni adiós. ¡Pues vaya...! —lamentó la señora.
Rafael había desaparecido disolviéndose entre la gente arremolinada ante la estación, el tráfico de taxis y los coches de punto. Anatolio se guardó la cartera, aliviado: una propina que se ahorraba de todas las que iba a gastar durante aquel infernal veraneo.
Lo primero que asaltaba al recién llegado del interior de la Península, era la brisa con olor a mar que se colaba en la nariz y la humedad salada que calaba los huesos. Eso sintieron Julia y Rafael —cada uno por su lado— junto con los miles de visitantes que recibía la ciudad, provinciana y tranquila el resto del año, pero bullente de agitación en ese verano del año 1914. Así había sido desde que los Reyes decidieran trasladar su corte a Santander para estrenar el Palacio con que los generosos habitantes del lugar los obsequiaran, después de una suscripción popular.
Lucía la capital montañesa con el esplendor de los fastos reales, atrayendo a gentes de todo pelaje y condición, desde aristócratas, financieros y gentes de postín habituales de la temporada de estío norteña, a multitud de comerciantes y horteras con ínfulas, deseosos de codearse con lo más granado de la sociedad en un intento de remedar la sofisticación de un Cannes, un Montecarlo o un Deauville, empeñados en mantener el espíritu —agónico ya— de lo que dio en llamarse La Belle Époque (San Sebastián, ciudad rival con más abolengo, no podía mencionarse).
La belleza del paisaje, el clima benigno, el casino, el club de regatas y el de polo, los paseos por el muelle, los baños de ola en sus excelentes playas eran suficientes atractivos, todo ello sin contar las fiestas en los palacios de Comillas, las excursiones al interior montañoso de la provincia y las visitas al balneario de Puente Viesgo. Pero no solo veraneaban en la bella ciudad norteña aquellos elegidos por la fortuna que no deseaban quedarse demodé; también estaban esos otros individuos a quienes los cortesanos arrastraban: maîtres, mayordomos, institutrices, chauffers o mecánicos, camareros, cocineros, reposteros, peinadoras, criadas y doncellas acudían desde cualquier punto de la geografía con la intención de ser contratados en los nuevos hoteles e incluso en las residencias particulares necesitadas de servicio doméstico durante la temporada alta. Uno de estos obreros especializados en el lujo ajeno podía ganar en un par de meses lo que en otro lugar todo un año, así que el estamento servil solía felicitarse con el cambio de aires de los pudientes.
Sin embargo, Salvador consideraba su veraneo como una incidencia lamentable. Lo cierto es que, a pesar de sus muchos esfuerzos, nunca había tenido suerte a la hora de encontrar empleadores de su gusto: empezaba a pensar que el problema estribaba en sus altas exigencias. Atinar con un caballero soltero, sosegado, con principios arraigados y una vida decorosa, pareciera en estos días un ideal imposible; ya no nacían esos nobles para quienes tan buen servidor hubiera sido... Porque con el señor marqués se sentía un tanto desperdiciado. Aunque don León fuera lo que se dice un gentleman, generoso, distinguido, afable y de buen conformar —el propio Salvador era mucho más riguroso en cuanto a la calidad del servicio, propio y ajeno—, adolecía de una notable incapacidad para las cuestiones prácticas, cierta prodigalidad demasiado caprichosa para un bolsillo huero y una propensión hacia las mujeres que a su sirviente se le antojaba poco razonable. Era natural que quisiera vivir rodeado de lujos, al fin y al cabo le habían educado para ello, pero ya le debía más de seis meses de salario y se temía que el dispendio veraniego supusiera más retrasos en el pago de su sueldo.
Mientras encargaba subir las maletas a la suite del Gran Hotel —encontrar alojamiento había sido un asunto administrativo de lo más fastidioso— observó al marqués alejarse hacia el cercano paseo playero, sin dejar de reflexionar sobre la astronómica cuenta que el veraneo costaría a las ya muy menguadas arcas de su señor. Y no solo porque le preocuparan sus ahorros: sentía cierta culpabilidad ante la idea de que ese hombre atractivo, aún joven, de aspecto impecable —¡qué bien le sentaban los trajes perfectamente planchados por el propio Salvador!—, ese hombre, decimos, le debiera dinero. El escrupuloso valet encontraba este contratiempo como una especie de contaminación en las muy definidas relaciones amo-criado, un accidente incómodo que podría poner en cuestión las fundamentales diferencias de rango que entre ellos había. Intentó alejar aquella idea de su mente: no era el más indicado para criticar las decisiones de quien por linaje y jerarquía constituía el legítimo depositario del gobierno de sus subalternos. No, no; de ninguna manera.
—Y todo por culpa de esa... de esa... —Salvador jamás decía tacos y pronunciaba el castellano con la excelencia de un heraldo renacentista— ... ¡bailarina!
No encontró en su diccionario un improperio peor, pero aquel pensamiento emancipador hasta a él mismo le asustó.
Desconocidos
Julia Doncel acababa de descubrir la maravillosa sensación de hallarse dueña de su destino. El entusiasmo que sentía no había sucumbido ni ante la visión de su alojamiento, aunque oliera a repollo y su dueña pareciera un miembro de la familia de los pinnípedos: doña Úrsula, por la grasa acumulada, los colmillos y los bigotes, asemejaba a una morsa.
Era la primera vez que Julia viajaba sin su familia y dormía en un hotel —es decir, una pensión—, y nada ni nadie podían desanimarla. Impaciente, tras dejar el baúl en su habitación interior con las paredes rezumantes de humedad marina y a la patrona con la palabra en la boca, fue a encontrarse con la ciudad donde debía hacer realidad el sueño que la empujara hasta allí.
Salió de la casa pasando por delante de un modesto comercio —pero con el rimbombante rótulo de «Fábrica de Alpargatas»—, situado en los bajos de la pensión de doña Úrsula. No había dado ni dos pasos más allá de la alpargatería cuando se dio cuenta de que no tenía la más remota idea de cómo orientarse en la ciudad. Con la excitación de la novedad, había salido a la calle sin guía ni mapa. Desde la ventana de enfrente, abierta, brotaba una voz de mujer cantando una habanera. En otra, un poco más abajo, un jilguero le hacía coros desde su jaula de madera colgada de un balcón, entre tendales con la ropa blanca puesta al sol. De cuando en cuando, el nordeste de sabor salado traía tufaradas de un olor acre, casi insoportable. La raba —huevas de bacalao en salmuera con que se cebaban las aguas para la pesca— se acumulaba en toneles a lo largo del muelle.
Era aquel un barrio bullicioso, popular refugio de marineros y pescadores, subido a una alta loma cortada casi a pico sobre los embarcaderos cercanos. Una rampa sinuosa salvaba el enorme desnivel hacia los embarcaderos. Desde allí se veían los muelles y su incesante trajín de hombres vestidos de azul de mar; algunos subían o bajaban de los botes y chinchorros cargados con aparejos o remos al hombro, vestidos con impermeables de lona encerada. Sus botas de hule con suela de madera golpeaban la piedra de los adoquines haciendo cloc... rrrr, cloc... rrrr, como unas castañuelas arrastradas por el suelo. Más allá podían verse las cuadrillas de rederas, desde niñas hasta mujeres ancianas, sentadas a ras de suelo, en sillas pequeñitas a las que les habían cortado las patas. Cosían incansables, nudo tras nudo, rodeadas, casi sepultadas por las redes inmensas que, como una melena de sirena gigante, cubrían todo el muelle.
«Mujeres volcadas en su faena, hombres trabajadores... Buenas y sanas gentes, de un tipismo encantador», pensó Julia.
Dos hembras de manos fuertes y caras rojas estaban de cháchara; una de ellas llevaba un carpancho de sardinas sobre la cabeza, apoyado en un rulo de bayeta. Sostenía con tan admirable equilibrio la cesta plana de varas de avellano que a la señorita forastera le pareció un extraordinario sombrero.
—Señoras, ¿podrían decirme cómo llegar al Sardinero? —preguntó Julia.
—Uy, señoooraaa... Ahora semos señoronas, Mariuca. ¡Jodooó! —Rio la otra.
—¿Al Sardinero vas? Chica... ¡Pues no andas tú despistada! —dijo la tal Mariuca. Tenían un hablar cantarín y socarrón.
—¿Quieres sardinas? Míralas, qué locura de plata... Híncalas el diente y ya verás que cosa rica. Te vendrán de perlas, que estás muy flacucha, tú...
La pescadera bajó la cesta para enseñar la mercancía; chorreaba el agua de los peces, las escamas se le pegaban al pelo; brillaban al sol. Las dos mujeronas reían con carcajadas como relinchos.
—No, gracias.
—¿Me las desprecias, so babiona? —La ogra frunció el ceño.
—No... Es que... No pensaba hacer compras... —se excusó Julia, que ya empezaba a sentir ganas de salir corriendo.
—Jodó, otra que está bruja... —Se daba unos golpetazos en la saya que le retumbaban en las carnes macizas.
—Déjala, Carmen, que ya ves que esta señorita tan fina no es callealtera, no está bien reírse de los forasteros. —Y se dirigió a la señorita fina—: Mira, guapa: tú estás en la peña del Cuervo y eso de ahí tan pindio, es la rampa de Sotileza. Por aquí no vas al Sardi, por aquí vas haciendo el tarín... Date la vuelta, hacia la torre aquella, ¿ves? Es la catedral. To tieso llegas al paseo de Pereda, verás el gentío y los coches runflar, y allí coges el tranvía. ¿T’as enteráo? Porque no te voy a llevar yo a cuchos.
—M’an entrao ganas de churrar —dijo la sardinera. Y con las mismas se apartó un poco, no demasiado, y abriendo las piernas y, sin levantar la falda, orinó. El regato de pis bajó por entre los adoquines a toda velocidad mezclándose con el agua de mar de las redes y de las cajas de hielo, los charcos rojizos de sangre de bonito y otras inmundicias que Julia no tuvo el valor de identificar. En cuanto pudo reponerse de la impresión, naufragado ya el cuadro idílico en las aguas menores de la pescadera, se alejó a toda prisa.
No le costó llegar hasta la catedral y de allí al bulevar de Pereda, avenida novísima con que el poderío burgués intentaba transformar la villa marinera en ciudad moderna. Advirtió que con solo atravesar un par de calles, el tipismo del barrio pescador desaparecía y el ajetreo y los viandantes eran iguales a los de Madrid o cualquier otra ciudad. Asaltaban al paseante vendedoras de periódicos, floristas y loteras, y la gente paseaba junto al quiosco de música. Julia se detuvo ante la estatua de bronce de Pedro de Velarde; el héroe del 2 de mayo, alzado sobre un enorme pedestal e inmortalizado junto a su cañón, sable en mano, antes de que la bala a quemarropa de un guardia polaco de Napoleón le segara la vida, y luego fue a coger el tranvía, que anunciaba en sus laterales las galletas Fontaneda, igual que en todas partes. Al subir al estribo tuvo que recogerse la falda, dejando al descubierto un trozo recatado de media de seda y los tobillos enfundados en los botines lustrosos: unos mozalbetes con bombachos gritaron requiebros que no entendió hasta que una señora indignada le explicó a qué se debía el guirigay:
—Esos gamberros se ponen ahí, al lado de la parada, para vernos las piernas a las señoras. Como tenemos que subirnos las faldas... Unos cochinos... ¡A pacificar Marruecos, los mandaba yo!
Julia no contestó; observaba el discurrir de la ciudad desconocida y la belleza de la bahía: como un precioso lago rodeado de montañas, donde los barcos de pesca e incluso los vapores, parecían de juguete. La campanilla del tranvía sonaba para avisar de su paso a carruajes, automóviles y viandantes. La visión desapareció al meterse el tranvía en un túnel y todo se fue a negro hasta que al otro lado se abrió a un paisaje diferente. Casas aisladas, campos verdes, arboledas, jardines, palmeras, palacetes.
—Dígame, ¿es esto el Sardinero? —preguntó a la señora que antes se había mostrado tan indignada.
—¿Va usted a las playas? Entonces, la última parada.
El tranvía bajó una alameda frondosa: allí al fondo, muy cerca ya, estaba la playa. Con el sol, el viento y el olor a mar, Julia sintió una especie de euforia, como si la sangre le bullera en las venas con vitalidad renovada, como si su cuerpo se rebelara recordándole su juventud; eran estos los efectos reconocidos que los médicos describían como terapéuticos al recomendar los baños de ola.
Saltó del tranvía como si fuera a beberse el océano entero y de postre, comerse el mundo. No era la primera vez que iba a la costa: había visitado con sus padres la provincia de Valencia y también Castellón, pero de eso hacía mucho tiempo; entonces no era más que una cría desgarbada con la cara llena de granos y la falda corta. Ahora era distinto.
Apoyada en la balaustrada pintada de blanco del paseo, con el azul marino llenándole los ojos y la brisa rizándole los mechones que se le escapaban por debajo del sombrero de paja con cinta de gro negro, Julia aspiró esa libertad con todas sus fuerzas, llenándose los pulmones y el alma.
Entonces, el travieso viento del nordeste que arrastra las nubes hacia el interior y riza la punta de las olas agitándolas como pañuelitos blancos, sopló sobre su sombrero haciéndolo volar. Echó a correr tras él, subiéndose la falda con una mano, sin importarle enseñar las piernas, revoloteando las enaguas y dando traspiés: aquella moda imperante de las faldas rectas y estrechas no estaba pensada para que su portadora echara a galopar por un paseo. Un turista, cargado con cesta de condumio y sombrilla parasol, vio pasar el sombrero justo por delante e hizo el galante ademán de soltar su flete, pero fue contenido por una voz imperativa.
—¡Anatolio! ¡No te metas donde no te llaman!
—Pero, Merche...
—¡Estaría bueno! Esa descarada va enseñando las piernas...
—Muy galán te veo con las jovencitas... ¡Viejo verde! —espetó Sisita.
El sombrerito audaz continuaba raudo su fuga sorteando los pies de los paseantes inadvertidos, con riesgo de morir atropellado, hasta que por fin, agotado, se posó dulcemente, como un perrillo cansado, sobre unos pies enfundados en piel gris. Unas manos finas, cuidadas por una excelente manicura, recogieron el sombrero desobediente.
—¿Es suyo? Le ha salido rebelde.
Una sonrisa irritante: eso fue lo primero en que se fijó Julia. Esa sonrisa viril de superioridad condescendiente. Sonrisa elegante, extranjera, que flotaba en el aire ajena a su dueño. «Como el gato de Cheshire», pensó. Alto, incluso muy alto; Julia tuvo que levantar la barbilla para mirarle la cara y entonces el sol la cegó. Cogió el sombrero de forma brusca, sin esperar a que el caballero se lo tendiese.
—Gracias.
—No hay de qué.
Julia se plantó el canotié con prisas y sin ningún cuidado, dispuesta a alejarse de aquel hombre. Pero él lo impidió con una sola frase:
—¿Me permite?
Antes de que pudiera negarse, el extraño dio medio paso hacia ella, la envolvió en su colonia con notas de bergamota y cierto rastro de tabaco dulce, y le colocó el canotié con cuidado, de una manera tal que, sin necesidad de espejo, Julia supo que llevaba el sombrero con el estilo más chic.
—Así está mejor —dijo él, volviendo a sonreír. Admiraba, satisfecho, su trabajo. Julia no tuvo más remedio que mirarle de nuevo.
Ni muy joven, ni desde luego viejo; de frente amplia, con el pelo rubio algo escaso o quizá solo fino, peinado con atención pero sin esos potingues que dejaban las testas churretosas; los ojos muy claros, casi grises; un delgado bigote casi invisible sobre los labios socarrones y puede que voraces. Vestía un terno de verano como Julia jamás había visto: color marfil o quizá perla. En cualquier caso, un color caro, escaso y distinguido.
—Pero si no lo sujeta, volverá a volar... como una bomba Orsini. Este canotié es de tendencias revolucionarias, ¿no se había dado cuenta?
—Ya, bueno... He debido de perder el alfiler... con la carrera...
«Pero... qué estoy diciendo, ¿por qué le doy explicaciones?», pensó mientras se mordía la lengua y palpaba el recogido, intentando meter en vereda los mechones insumisos que le caían sobre la cara, buscando el alfiler que sabía no iba a encontrar.
—Algo tan pequeño como un alfiler no debería ser un problema.
Y con un gesto suave, el caballero se quitó el alfiler de la corbata: una lanzadera con una sola perla sujeta por un pequeño brillante.
Julia intentó negarse, alejarse, hacer algo, pero las reverberaciones de la corbata —de qué tono era no podría decirlo, de tan evanescente— y las del traje, así como la bergamota de la colonia debían de tener efectos paralizantes, así que no pudo más que clavar la mirada en el pecho del desconocido mientras él, a su vez, clavaba su alfiler con una pericia sospechosa. Era evidente que sabía manipular la cabeza de una mujer.
—Pero... No, de ninguna manera, yo no puedo aceptar... Esto es algo...
Julia se enfadó. Con él y con ella misma: había notado un golpe de calor en la cara como dos bofetadas; la primera vez en la vida que se sonrojaba.
—No tiene importancia. Si quiere devolverlo tendrá que volver a verme. Me hospedo en el hotel de enfrente, sí, ese mismo. Será un verdadero placer, señorita...
—Doncel —contestó con brusquedad.
—¿Solo Doncel?
—Y Julia. Quiero decir... —Calló, arrepentida.
—Encantado, señorita «Doncel... y Julia». Me presentaré: León Velasco, rendido cazador de complementos femeninos. Siempre a su disposición.
Se reía de sí mismo, o quizá de ella. De pronto se puso serio, cogió su mano de manera firme, pero suave, y la besó. Como no llevaba guantes, Julia sintió un fino cosquilleo. El estremecimiento que le recorrió el cuerpo durante el contacto le pareció algo violento y ajeno a sí misma, como la invasión de una potencia extranjera. Un coro de voces chillonas interrumpió el fenómeno.
—¡León!
—¡Chatísimo! ¿Cuándo has llegado?
—¿Dónde te alojas? ¿En el Gran Hotel?
—¿Y has conseguido habitación? Decían que estaba a rebosar, hijo mío, qué suerte tienes...
—Vamos a jugar al tennis y a merendar donde los González-Pacheco, ¿te vienes?
—Esta vez sí que no te escapas...
El grupito de jóvenes revoloteaba junto a León, y Julia aprovechó para huir, sin decir ni adiós.
—¿Quién era esa chica? ¿Una amiga tuya? —preguntó Maruchi Alvear, un poco más avisada que aquella atolondrada muestra de patriciado juvenil.
—No lo sé —contestó León, viendo alejarse a Julia.
Pudiera parecer que toda la ciudad respiraba ese ambiente encantador y apacible de elegante veraneo. Pero no era así. El encuentro que Rafael tuvo con la ciudad fue muy distinto. Siguiendo instrucciones, había ido de la estación a la dirección memorizada, hasta llegar a un chiscón junto al puerto en el cual aguardaba su enlace. Este primer enlace le sacó de la ciudad en un coche cubierto y de confianza, hasta llegar a una casa en ruinas, siguiente punto de encuentro. Toda precaución era poca.
Allí tuvo que esperar al hombre que se haría cargo de él durante el resto de la operación: Tomás. Eso fue todo lo que le dijo, era mejor no saber de apellidos; es más, posiblemente ni siquiera fuera su verdadero nombre. El tal Tomás echó a andar desde aquella zona de arrabal por un camino entre campos que se hicieron más verdes y solitarios a medida que se alejaban de la ciudad. Como su acompañante no le dirigía la palabra, Rafael tuvo la oportunidad de sorprenderse con el paisaje, tan distinto del que conocía. «Esto parece un país diferente», se dijo. Aquellos verdores chispeaban a la luz de una tarde de verano que no quemaba, sino que acariciaba. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, deslizó la gorra hacia la nuca e imaginó que estaba allí de paseo, como si fuera uno de esos burgueses privilegiados que podían disfrutar de la vida. Entre las colinas suaves, brillantes, unas pocas vacas pastaban en los campos vallados, salpicados de árboles que bebían de pequeños arroyos que incluso cruzaban el camino. Rafael se sorprendió de ello:
—¡Cuánta agua...!
Su guía no contestó. Rafael veía delante de él su espa