El corazón del caimán

Pilar Ruiz

Fragmento

corazon-4

Prólogo

Cayo Ramona
Lat. 22º 14’ N - long. 81º 02’ W
Sudoeste Isla, 10 de agosto de 1897

Desde el fondo del río, el monstruo surgió de pronto, rompiendo la piel fina del agua. Hasta entonces la corriente había discurrido tranquila hacia el mar cercano, planchada por la luz de la tarde que alarga las sombras y hace vibrar los colores; el manglar de la ribera volcaba su verde brillante hacia lo más profundo del estuario, hasta llegar al hondo secreto del caudal. El aire, claro y quieto, se agitó con las voces de los cazadores acorralando al animal.

—¡Candela al jarro!

—¡Hasta que suelte el fondo!

—¡Dale, hermano!

Armados con machetes afilados, estacas largas y cuerdas arrolladas a los cuerpos delgados y medio desnudos, brillantes de sudor y agua, chapotearon en el fango de la orilla rodeando a su presa con la algarabía y la excitación que el sometimiento de un ser más poderoso provoca en las conciencias débiles y temerosas.

Los bruscos movimientos de la soga en tensión indicaban los movimientos de la bestia herida, que volvió a buscar amparo en el fondo turbio de la ciénaga llevando bien clavado el gancho enorme del anzuelo en el que, como cebo, los cazadores ensartaron un trozo putrefacto de carne arrancado de los restos de un manatí: podía verse su esqueleto medio hundido no muy lejos, en el fango, mostrando las dentelladas que le habían traído la muerte. El pacífico manatí se vengaba ahora de su asesino aliándose con el grupo de soldados que olvidaban la desesperación y el aburrimiento con el juego de la captura.

La caza había congregado a un público desperdigado a lo largo de la orilla. Durante unos momentos, los espectadores parecieron olvidarse de la guerra y se acercaron para ver, atónitos, la aterradora cabeza prehistórica del saurio azotando el agua y hundiéndose entre la espuma teñida de lodo y sangre. Uno de los que miraban quiso pegarle un tiro de escopeta, pero los de alrededor lo impidieron con empujones y chanzas para que la distracción durase un poco más. El fósil viviente pareció oírles y actuó para no decepcionar a la concurrencia: dio unos cuantos coletazos y mordiscos que a punto estuvieron de alcanzar a dos de los cazadores y se oyeron algunos gritos entre la gente de la orilla. Pero la soga que sujetaba al caimán aguantó: atada alrededor del tronco ancho de un árbol abey mantenía al animal sujeto, agotaba sus fuerzas y clavaba más profundo el fierro del anzuelo.

Indiferente a lo que ocurría en la orilla, una negra joven, vestida de blanco y con el pelo cubierto con un pañuelo también inmaculado, se acercó al abey y lo tocó con reverencia. Algunos sabían que lo hacía porque aquel árbol era santo; un árbol guerrero al que pedir ayuda para vencer los obstáculos en el camino de la vida. La brisa trajo palabras susurradas como «lukumí» y «Santería» mezcladas con la voz más clara y sin miedo de la mujer:

—Omi tuto, ona tuto, tuto laroye, tuto illé... Ábreme el camino, con el permiso de mis mayores... Yo toco la campana para que tú me abras la puerta... Cama ifí, cama oña, cama ayaré. Babá Orisha.

Cuando la mujer se separó del árbol y de sus rezos, el caimán ya estaba en la orilla, derrotado. Después de muerto, lo colgaron atado con cuerdas entre dos troncos como trofeo y admiraron su tamaño y discutieron si se trataba de un devorador de hombres. Uno de los cazadores abrió las fauces del reptil para meter la cabeza en su boca, entre la hilera criminal de dientes afilados y la lengua rosada y suave pegada a la mandíbula inferior. Celebraron mucho la broma los demás, mostrando sus sonrisas blancas también feroces, mientras los ojos de canica irisada del caimán miraban sin ver hasta cubrirse de moscas atraídas por el olor de la muerte. Ni la armadura de escamas amarillas y negras ni los colmillos temibles le habían servido para salvar la vida. Un poder mucho mayor le había vencido.

Los cazadores volvieron a convertirse en soldados vistiéndose con sus ropas raídas de voluntarios bajo la mirada del oficial al mando de la compañía que controlaba el estero del río. Cuadrándose, regresaron a sus puestos bajo la mirada del oficial, un hombre aún joven, de unos treinta años, pero envejecido de forma prematura por el pelo escaso y más arrugas de las debidas a su edad. Este observó a los civiles que rodeaban con curiosidad al animal muerto; mujeres, chiquillería, algunos viejos; todos habían olvidado por un momento la razón de su presencia allí, pero pronto se acercarían al puesto a pedirle permiso para huir hacia el interior cargando con lo que hubieran podido reunir de valor; todos famélicos, enfermos, agotados, empujados por la esperanza de llegar a algún lugar que creían mejor. Pensó que albergaban una ilusión inútil: la guerra les seguiría allá donde fueran.

La Isla entera se hundía en el caos, salpicada de enfrentamientos entre los dos ejércitos, el Colonial español y el Libertador cubano. Desperdigadas las fuerzas por la falta de comunicación —sus propios hombres habían cortado los cables del telégrafo junto al puesto de control—, las órdenes de los mandos se perdían sin llegar a sus destinatarios. El ejército de voluntarios, mal armado y uniformado, era considerado por muchos como una partida de traidores, rebeldes e insurrectos. No: esos hombres con aspecto de mendigos que cazaban caimanes eran verdaderos patriotas libertadores, unos valientes. Al menos así lo creía el oficial. «Esto es una guerra civil.» Su imaginación voló a España, hasta sus parientes y amigos de allá, recordando lo feliz que fue durante aquellos años en Sevilla... «Olvídalo.» La lucha por la libertad así lo exigía, solo debía tener presente al enemigo, el soldado español, aquel a quien tanto despreciaban los guajiros, llamándoles «solche», «soldado», «la Columna»; pero no pudo dejar de pensar, antes de alejar aquella idea de su mente, en lo mucho que compartía con aquel enemigo.

La noche caía sobre los rostros de los huidos de la guerra que esperaban; el oficial mambí se sintió aliviado, porque así no tendría que ver los ojos implorantes de aquellos desgraciados. Debía disponer quién continuaba adelante y quién tendría que volver sobre sus pasos; quién se reuniría con su madre, con su esposo, con sus hijos. El mando del Ejército Libertador —también, y con mayor insistencia, el mando del Ejército Colonial— ordenaba impedir a la población civil abandonar su lugar de origen, pues las zonas de enfrentamiento no podían llenarse de desplazados vagando por los caminos. «Es por su propia seguridad», se dijo a sí mismo. Se lo repetía una y otra vez. Aunque no fuera militar profesional era capaz de llevar a cabo con disciplina lo que su patria exigiera de él, como el soldado raso que hacía guardia frente al puesto de mando: un guerrillero harapiento vestido apenas con trapos hechos de corteza de guacacoa; en los pies sucios puestas las cutaras y en la cabeza un sombrero de yarey mordisqueado. Cubierto de mugre, solo le brillaban el sudor de la frente y el fusil al hombro, limpio, reluciente. El voluntario se cuadró torpemente cuando el oficial pasó junto a él.

Había gente esperando, haciendo cola frente a la entrada del puesto, envuelta ya en la tiniebla del repentino crepúsculo del Caribe. La oscuridad se había fundido con el calor y la humedad, haciéndose sólida como un muro. Alguien encendió un farol de petróleo que apestaba e iluminó con un charco de luz amarilla las cuatro paredes de cañizo donde los oficiales se defendían del sol y de la lluvia, alumbrando también a las dos mujeres paradas frente al guardia; una era negra, la otra era blanca. El guardia apenas se molestó en echarles por encima una mirada vacía, hizo un gesto imperceptible para que continuaran adelante y siguió orgulloso dentro de su estrafalario uniforme.

Mientras la negra quedaba junto al agujero de la puerta, la mujer blanca se acercó a la mesa donde el oficial escribía bregando con la escasez de tinta y papel. Llamaba la atención entre los fugitivos por ser la única que iba vestida con un traje sencillo pero elegante y llevaba sombrero con velo y guantes. Además, la negra retinta con vestido blanco que esperaba en la puerta y cargaba un hato, debía de ser su criada. Él la reconoció como la mujer que se había acercado al árbol abey para pedir su protección.

Al levantar la cabeza de los papeles, lo primero que vio el oficial fue el rostro velado de la mujer con jirones blancos como de bruma: el sudor le pegaba el velo del sombrero a la cara. Intuyó la humedad en el cuerpo bajo la blusa cerrada hasta el cuello. «Es joven. Bonita.» Un pensamiento le cruzó la mente como un relámpago, sintiendo un hormigueo que llevaba mucho tiempo olvidado, nostalgia de bailes y música y besos robados en un jardín oscuro. Le gustaría verla con la cara desvelada y con un vestido de fiesta, escotado. «¿Hubiera bailado conmigo?» La imaginó en otros tiempos, sin la sombra de las privaciones de la guerra: radiante y coqueta, con la boca abierta y los labios brillantes, riéndose de él. Entonces ella se levantó el velo; los labios aparecieron secos y tan pálidos como el rostro, más anguloso de lo que hubiera sido normal en una mujer bien proporcionada como ella. La blancura de su cara destacaba las cejas oscuras llenas de determinación sobre el brillo de unos ojos febriles que ni el velo había podía ocultar. No era una de esas bellezas a la moda de esa década de 1890, en la que se adoraban los rostros femeninos plácidos e ingenuos. Aquella mujer tenía en el rostro, en el cuerpo, algo salvaje a la vez que inocente, ignorante de su fuerza, con los músculos en tensión, como los animales carnívoros que no conocen al hombre y que cazan al acecho. Bellos pero peligrosos. El oficial pensó que esa mujer podría saltar sobre él como una pantera.

Apartó los ojos e intentó centrarse en el papel timbrado que tenía delante: rara vez se veía una credencial como aquella, firmada con todos los nombres necesarios, nombres importantes que él solo conocía de oídas y que, sin embargo, habían viajado hasta aquel lugar tan apartado bien doblados con el papel, para decirle que ahora le tocaba a él firmar otro papel más y dejar a la mujer seguir su camino.

—¿Adónde se dirige, señora?

—A Oriente.

—Eso está muy lejos y los caminos no son seguros. El mando del Ejército Libertador recomienda a la población no salir de la prefectura: en las actuales circunstancias no podemos garantizar la seguridad de los civiles. Menos si son mujeres.

—Lo sé. Pero en las actuales circunstancias no queda más remedio que asumir el riesgo, ¿no cree?

Le extrañó el tono frío y a la defensiva, parecía impropio de alguien tan joven. «No debería sorprenderme: es la guerra.» Intentó dar a aquel remedo de interrogatorio un tono funcionarial.

—¿Motivo del viaje?

Ella pareció dudar, los labios resecos —y a pesar de todo, apetecibles— se apretaron. El cansancio se tornó rigidez y al oficial le pareció que se cuadraba de la misma manera que el guardián de la puerta.

—¿Es eso importante?

—Perdone que le haga estas preguntas, pero así es el protocolo que el mando impone a todos los viajeros.

Vaciló un segundo antes de contestar.

—Nos dirigimos a la hacienda de un familiar.

Estaba mintiendo: lo supo de inmediato. Volvió a mirarla y se dio cuenta de que le resultaría imposible oponerse a los deseos de aquella mujer, así que, sin más, se dispuso a firmar el documento que le libraría de cualquier responsabilidad respecto al futuro de quien se atreviera a cruzar de parte a parte un país asolado. «Ojalá la olvide pronto.»

—Bien... ¿Podría decirme su nombre, señora?

—Está ahí escrito...

—Es una última comprobación. Mera rutina.

Quería oírle decir su nombre antes de perderla de vista. Le tendió el salvoconducto con una sonrisa un tanto forzada. Ella cogió el papel y mientras lo doblaba, dijo:

—Me llamo Ada Silva.

LA ORIENTAL

I

Mucho tiempo antes, hubo otra noche con el mismo sofocante calor húmedo, oscuro y sin estrellas. Ada no la olvida porque, aunque solo tenía tres años, fue la primera que pasó en La Oriental y no durmió. En su habitación sobre la galería había sombras que daban miedo: cubrían las paredes de color azul celeste, los muebles pintados de blanco y las estanterías aún vacías que luego se llenaron de juguetes, se colaban por el balcón hasta la cama de palo rosa y levantaban la mosquitera.

Hasta el amanecer estuvo oyendo tambores y cascabeles de chachás y cantos que no podía conocer. Los esclavos —entonces aún lo eran— celebraban una fiesta, algo importante, y por eso se reunían no tan lejos de la Casa Grande. Los hijos y nietos de los africanos capturados y traídos en los barcos panzudos de los negreros ya no recordaban su continente de origen y, sin embargo, parecía que con los tambores hablaran de lado a lado del océano, enviando mensajes cifrados a sus parientes perdidos.

Suenan los tambores y en el recuerdo de Ada no hay otra cosa que La Oriental; el rastro de sus primeros pasos por el mundo, solo pequeños trozos de memoria abandonados en el fondo de un cajón. Pero cuando el cajón cerrado se abre, es como si se encendiera la luz de un faro partiendo la niebla del mar.

Para Ada, la realidad y su color, su sabor, su olor, su tacto, eran La Oriental y como una prolongación de ella, como un animal mitológico, mitad mujer, mitad tierra de caña y palma real, la tía abuela Elvira. Creía en su tía abuela como otros creen en el destino o en un crucificado; un ídolo mucho más grande que todos ellos juntos, la propietaria de la mejor tierra en el oriente del Oriente, de cien esclavos y dos ingenios de azúcar; la Vieja Señora que regalaba campanas a las iglesias pero nunca iba a misa, la mujer que llegó sin nada y ahora era dueña de todo.

Tuvieron que pasar algunos años y abandonar la niñez, la edad de los héroes y los terrores, para descubrir que su tía era considerada por la sociedad isleña como una estrafalaria advenediza. Alrededor de La Oriental y de su propietaria existía una alambrada invisible y al otro lado, una jungla hecha de azúcar en la que vivían animales feroces: con cuellos duros o brillantes en las orejas, pero con los dientes afilados tras el dulce acento criollo.

La vieja sacarocracia era un reducto exclusivo tolerante con las ruinas repentinas y las fortunas imprevistas, aquellas de los recientes reyes del petróleo, de la goma, de la carne en lata, que no sabían coger el tenedor y hablaban con la boca llena de langosta; también se aceptaba a aquellos miembros empobrecidos por la ruleta o por una desgraciada inversión siempre y cuando todos se sometieran a ciertas reglas fiadoras de los sagrados intereses de clase; una intrincada selva de convenciones sociales, silencios pactados y ridículas etiquetas propias de una monarquía del Antiguo Régimen. Y que, como las autocracias, no toleraba sublevaciones ni pronunciamientos. Una mujer de orígenes desconocidos y maneras vulgares, que no se plegaba a nada y a nadie, casada con escándalo en dos ocasiones, solo podía ser considerada por la buena sociedad como una aventurera. A ella no pareció importarle. Era doña Elvira para los empleados y los demás blancos que, sin tanto respeto, la llamaban la Vieja Señora siempre y cuando no estuviera presente; fue Viri para su primer marido y Virina para el segundo, y siempre el Ama, para los negros. Y, sobre todo, la dueña y señora del lugar que Ada tanto amaba, donde creció y descubrió el mundo. O al menos, una parte de él. Porque Elvira de Castro fue la mujer que hizo de La Oriental una isla dentro de otra isla llamada Cuba.

II

Doña Elvira está en la galería que da al jardín, sentada en una mecedora: se balancea buscando un poco de brisa nocturna, abre el cuello de su vestido y se abanica con un paipay que lleva pintada una flor de loto; con él mueve el aire pesado al compás cadencioso de la seda. Hasta Ada llega el olor de la colonia de lavanda. Entonces hay un destello: es el brillar del colgante que nunca se quita. La tía abuela se da cuenta de cómo la niña mira el medallón y acaricia el extraño signo en relieve con sus dedos pequeños y saltarines.

—Es una baratija... —dice, sonriendo.

No era verdad: aquel pedacito de metal tenía más valor que todas las perlas del Caribe y todos los diamantes de África. En los campos de caña, en el ingenio, en el cafetal, en las cocinas de la Casa Grande y hasta en el último rincón de La Oriental e incluso más allá, se sabía que el Ama Virina era la dueña de un talismán que espantaba los demonios, quitaba el mal de ojo y protegía de los malos espíritus; se sabía que por eso ningún hombre se había atrevido a desafiarla a pesar de ser una mujer sola y ya vieja; se sabía que aquella era la razón verdadera por la cual su hacienda era próspera y pacífica. Así había sido desde que enviudó del dueño original de la hacienda y se hizo cargo de ella, cuando todavía era joven y no una mujer vieja, pues cuando Ada llegó a La Oriental ya pasaba de los cincuenta años. Ama Virina tenía aché gracias a aquel medallón de plata; el símbolo de un poder tan antiguo como el otro lado del mar de donde venía, tan hundido en un tiempo lejano como el sonido de los batás, los tambores. Colándose en los cuchicheos de los criados, Ada había oído todo eso y también como Selso Cangá decía que la tía, como los tambores batás, llevaba un dios en la tripa. Se lo contó y ella se rio: siempre se reía mucho, hasta lloraba de risa; y cuanto más reía, más miedo le tenían.

—¿En la tripa? No, ahí, no.

La cogió de la mano llevándola hasta el gran aparador del salón, negro de caoba y con vidrios emplomados tras los que relucían una docena de soperas de porcelana fina, de «cáscara de huevo»: las había de Sèvres con flores en relieve y rosa Pompadour; otras con bordes dorados de Limoges; algunas blancas y azules de Delft y muchas otras. Ninguna de ellas se usaba para comer.

—Están bien a la vista para que corra la voz y piensen que les he robado su magia y que he metido a sus dioses esclavos dentro de estas soperas.

Ada se asustó: ante sus ojos, los inofensivos cacharros se convirtieron en las ollas de una bruja caníbal llenas de sopa humeante en la que flotaban trozos de niños.

—¿De verdad, tía?

—No, Ada... Pero si así lo creen, se hará verdad.

La tía sacó una llavecita dorada, abrió el aparador y levantó la tapa de una de las soperas. Ada había cerrado los ojos, pero ella la obligó a mirar en su interior: no había nada.

—¿Ves? Están todas vacías. Ni dioses ni magia ni gaitas... Pero es un secreto, tuyo y mío, que no debes contar a nadie. —Y le guiñó un ojo, traviesa—. Descubrir el secreto que los demás nos quieren ocultar es como encontrar un tesoro. ¿Por qué crees que en esta hacienda no hay mayoral, ni castigos, ni cadenas? Pues porque no hacen falta: les he robado su tesoro y esperan que algún día, si se portan bien, se lo devuelva.

— ¿Y lo vas a devolver? —Seguía sin comprender.

—Pero ¡si no hay ninguno! ¿No has visto? Y si lo hubiera, tampoco. Si no les engañase me perderían el respeto y podrían empezar a hacer cosas que no deben, a ser vagos o rebeldes. Prefiero que me tomen por bruja, hay cosas peores. Ahora, ¿quieres decirles la verdad?

—No sé... Me parece que no.

—Bien dicho.

Ama Virina había inventado un credo a su medida y de vez en cuando aleccionaba a su sobrina en él.

—Algunos creen que Dios ha querido a los negros y los blancos muy distintos entre sí; unos mejores, otros peores, según se le vaya a uno oscureciendo la piel, y de eso se trae que la naturaleza de unos es servir a los otros. ¡Pues yo digo que naranjas de la China! Se puede ser esclavo con la piel más blanca que la porcelana y vivir como un perro, aunque tengas el pelo colorado. Yo lo sé, porque lo he visto. Es que la naturaleza de las cosas hechas por los hombres es siempre imperfecta, pues están hechas a imagen y semejanza de sus necesidades, que no de ningún dios.

No entendía entonces la doctrina de la tía; sin embargo, al crecer y hacerse adulta sus palabras vuelven a ella y las ve brillar en la oscuridad de la noche, como su colgante de plata.

—Mira, Ada: los negros no saben lo que son. No saben que fueron arrancados de unas tierras lejanas; que les robamos la vida y la de sus hijos, y la de los hijos de sus hijos. No lo saben y así deben seguir, porque si algún día llegaran a descubrirlo, su vida se volvería aún más miserable... Hasta querrían hacer pagar a los blancos por ello. Y tendrían razón. Así que no digas nada, querida Ada: deja que vivan en el temor y en esa oscuridad que nos protege, deja que recen a soperas y toquen tambores, que son cosas que les consuelan y les hacen felices. Sería una crueldad por nuestra parte quitarles lo poco que tienen, ¿no crees?

La niña Ada seguía pensando en las soperas de porcelana y las mentiras que encerraban.

—Tía... entonces, ¿no existe la magia?

—En algún sitio quedará alguna, digo yo.

Se llevó la mano al cuello y tocó el colgante, como para comprobar que seguía allí o por un gesto de superstición inconsciente. La niña pudo ver bien el extraño símbolo grabado: tres llamas o brazos en espiral unidos por el centro y metidos dentro de un círculo.

—¿Te gusta? Cuando me muera será tuyo, te lo prometo.

—Yo no quiero que te mueras, tía.

—Ya lo sé, tontina. Eso será dentro de mucho, mucho tiempo.

A veces le daban miedo, pero escuchar las cosas que contaba su tía abuela era lo que más le gustaba a Ada en el mundo. La seguía como un faldero a la galería o a la sala contigua a su cuarto, llevando de un lado a otro una sillita de palo de rosa que habían mandado hacer a su medida y se sentaba muy callada para no distraerla, deseando que no saliera a hacer a alguna de las tareas que, según ella, siempre andaba por hacer.

—¿Te he contado cómo salvé la hacienda de los bancos y di una lección a los que me llamaban loca? Se aprovecharon de que había guerra y crisis, como hacen siempre. El pobre Mario me dejó entrampada hasta las tabas con esos usureros, porque las deudas y la hipoteca se lo comían todo.

«Hipoteca...» Ese era un nombre raro, como de animal quimérico; un dragón o una arpía con garras y alas de murciélago: había que esperar a que apareciera un caballero que hundiera la espada en su corazón.

—No tuve más ayuda que la de un ingeniero ruso que se llamaba Boris. ¿Te he hablado de Boris?

Ada se reía para adentro porque el ruso compartía nombre con el gordo gato azul de la tía, siempre dormitando al sol hasta saltar de improviso a su regazo, haciendo un ruido como de frufrú de seda, y desde allí, como en una atalaya, dedicarse a mirar a Ada con inquina. Desaparecía durante semanas —era un donjuán— y al volver dejaba regalos en la puerta de atrás de la cocina en forma de ratoncillo de jardín; una bolita gris quieta y fría. Al verla Toñona, que tenía su cocina como un jaspe, se ponía como loca y decía: «¡Gato asqueroso!» Ada se imaginaba al ingeniero ruso con la cara del gato y sus bigotes, mientras la tía continuaba en el pasado.

—Boris tenía ideas raras, porque era un poco revolucionario y otro poco filósofo; los demás se reían de sus ideas locas. Yo no.

Boris había llegado a La Oriental hambriento y lleno de piojos —el ingeniero, no el gato—, porque había perdido todo su dinero nada más bajarse de un barco que le había traído de muy lejos, por lo menos del Japón, cuando se vio envuelto en una riña entre marineros tatuados, piratas quizá, que acabó con cuchillos y sangre.

—Creo que acababa de salir de la cárcel o andaba perseguido, la verdad es que anduvo vagando sin un real en el bolsillo, hasta que me lo encontré cargando costales en un ingenio. Fue hablar tres palabras con él y darme cuenta de que aquel hombre estaba desaprovechado; el dueño del tinglado era un zoquete de primera y en cambio Boris sabía de todo: de los minerales del suelo con solo tocarlos con los dedos, de las clases de agua con solo probarla y de cómo hacer crecer todas las plantas habidas y por haber. ¡No sabes cuántas cosas me enseñó! Me lo traje a la hacienda y no te voy a contar cómo lo hicimos, que son cosas aburridas para una niña pequeña, pero lo cierto es que en esa zafra cosechamos más caña que nadie en toda la región. Pagué la hipoteca y aún me quedó beneficio para ampliar la finca, por la parte del camino que va a Tarabató.

—¿Y por qué se marchó? —Le hubiera gustado conocer al hombre-gato.

—¡A saber! Un poco porque andaba medio enamoriscado de mí y otro mucho porque era un culo de mal asiento. Me carteé con él durante años, hasta que le perdí la pista. No sé yo si eran verdad todas esas aventuras que me contaba en su lenguaje inventado, que mezclaba todos los idiomas.

—¿Volvió a su país, tía?

—No lo creo. Hay algunas personas que al pasar por tantos sitios se vuelven de ninguno.

Su historia preferida era la de Viri —entonces la gente aún la llamaba Virina o Viri—, no mucho mayor que Ada, trabajando de sol a sol en una tienda de la capital. Allí vendían telas y plumas y papel de cartas, jabón, escobas, harina, chorizo y lomo en orza, bacalao, pescaditos salados colocados como en una rueda de carro, legumbres y mil cosas más que le hacían imaginar el almacén de la tienda como la cueva de Alí Babá.

—Yo tenía que mover los sacos de garbanzos, ¡y cómo pesaban! Y barrer, fregar los suelos y atender a los clientes. Por las noches, dormía sobre el mostrador.

—¿Sobre el mostrador? ¿Sin colchón?

—¿Colchón? ¡Bueno estaría! En una colchoneta más escasa que la sopa de un asilo y llena de chinches.

—¿Qué son chinches?

—Unos bichos que pican y dejan ronchones. Ay, pimpollo, no sé cómo te gusta que te cuente estas cosas. Vete a jugar y déjame en paz.

Pero Ada no se iba. La historia de la tienda acababa con la aparición de su primer marido; el «Tío Patillas», como le llamaba la niña.

—Entró en la tienda a comprar tabaco, se sentó en una silla y se quedó mirándome fijo, fijo, toda la tarde. Como iba de uniforme, nadie se atrevió a decirle nada y yo menos. Tenía una pinta imponente, la verdad. Cuando fui a echar el cierre se levantó, se presentó y me dijo con una voz grave, de trueno: «Señorita, si me permite decirlo: llevo toda la tarde viéndola ir de aquí para allá, trabajando por diez pero fresca como una rosa, sin quejarse ni hacer gestos, sin un error en las vueltas y atendiendo a los clientes amable pero sin esas coqueterías tontas de las jovencitas. Y a lo que parece, me he enamorado como un tonto. Pensará que estoy senil; pues le diré que viejo soy seguro, pero de chocho no tengo nada. Si me acepta, yo le ofrezco mi corazón, mi casa y mi pensión de coronel retirado, que no es poca: ya no tendrá que trabajar más en esta tienda miserable.» Lo dijo en alto para que lo oyera Ugarte, el dueño, un sinvergüenza. Y añadió: «Si dice que sí, me hará el más feliz de los hombres.» Como comprenderás, yo me quedé de piedra y papando moscas.

—¿No dijiste nada?

—Espera... Como me vio plantada como un pasmarote, me dijo: «No se preocupe, piénselo y volveré mañana a por la respuesta.» Estaba poniéndose la gorra y tenía ya la mano en el picaporte de la puerta, cuando salí del mostrador, me quité el mandil y le dije: «¿Para qué esperar a mañana?» Y me fui con él.

Elvira ponía cara de niño pillo que ha robado una manzana y se la come guiñando un ojo y sacando la lengua.

—¡Qué gracia tenía el viejo! Me sentaba en sus rodillas a jugar con la pelambrera de sus patillas y se reía hasta ponerse rojo como un pimiento morrón. Yo tenía diecisiete años... ¡Diecisiete! Y nunca en la vida había siquiera hablado en serio con ningún muchacho. Ay, Baldomero... te debo mucho, casi todo. ¡Hasta tuviste el buen tino de morirte justo cuando me hizo falta!

Esto último, Ada no lo entendía muy bien. Miraba a Baldomero, que ahora colgaba de una pared en el saloncito del piano, ennegrecido por los años y las humedades, vestido de uniforme con charreteras doradas y muchas medallas, el ceño fruncido y el bigote entre blanco y pelirrojo enhiesto unido a las patillas inmensas, e intentaba imaginárselo riendo, dando achuchones a la tía y muriéndose a tiempo. Y no podía.

—Entonces, ¿te casaste con él?

—Sí, claro. Baldomero era muy especial, muy liberal, pero todo un caballero. —Bajó la voz como si alguien pudiese estar escuchando—. Caballero rosacruz. Es que era francmasón, ¿sabes?

Al lado del retrato, también sobre el piano, había un marco y dentro de él un papel de color hoja seca como un documento corriente si no hubiera tenido tanto jeroglífico gra­bado y letras en dorado con el lustre perdido. Ada leyó en alto. Siempre había leído muy bien y eso le gustaba mucho a la tía.

—«Ad mairoem dei gloriam. Supremum Equitus Crucis Conventus...» Es muy raro; parece un encantamiento.

—Pues te aseguro que algunos, con esto, no estaban nada encantados. Tú por si acaso, no se lo cuentes a nadie.

¿A quién se lo había de contar? Pero que compartiese sus tesoros y secretos con ella hacía que Ada se sintiese muy importante. La tía debía de pensar que al ser tan pequeña, la niña olvidaría pronto todas aquellas cosas, la misma doña Elvira no les daba importancia: parecía que todo lo que contaba desaparecía en cuanto salía de su boca. Pero se equivocaba. Ada no lo olvidaba, aunque su imaginación infantil reinventara la historia a su manera para luego remedarla en los juegos de una niña que crecía sola, sin hermanos ni amigos. Ponía sus muñecas y juguetes por el suelo, en el jardín o sobre una alfombra y todo volvía a estar allí: la tía jovencita y el caballero con la rosa y la cruz, las hipotecas terroríficas, los sacos de garbanzos y un gato azul que cuando sonaban los tambores se convertía en un ingeniero.

Solo hubo una historia que la tía Virina nunca quiso contarle: la de su vida antes de llegar a la Isla. A lo más que llegaba Ada era a entretejer retales sueltos, como aquello del pánico exagerado que tenía a las ratas, motivo principal de la aparición del gato Boris en la Casa Grande, un gato un poco cimarrón pues desaparecía a menudo en la inmensidad de la hacienda buscando la libertad. Cuando por descuido de los vigilantes —fueran estos animales o personas— aparecía una rata, la tía se ponía a temblar, lloraba a lágrima viva y se encerraba dentro de un armario hasta que Toñona, la cocinera, la mataba con el palo de una escoba, luego cogía al bicho con las tenazas de la chimenea y lo quemaba en una fogata fuera de la casa. Tras esta operación y cuando ya no quedaba ni rastro de la rata, Toñona se acercaba al armario cerrado y, a través de la puerta, le aseguraba al Ama Virina que ya no había peligro: solo entonces la señora salía de su encierro. Durante el resto del día no bebía café ni veía a nadie, salvo a Ada, a quien dejaba jugar en su saloncito, en silencio.

Una vez, sin saber por qué, Ada soñó que viajaba sola en un barco atestado de ratas enormes que mordían a los pasajeros. Algunos se ponían enfermos y morían. Pero a ella no la mordían; le tenían miedo porque llevaba puesto el colgante de plata de la tía.

III

El tiempo estaba partido con un cuchillo de dos frases: «Antes de llegar tú a La Oriental...» y «Después de llegar tú a La Oriental...» Así decía la tía Virina y Ada entendía que había venido desde otro lugar. Pero ¿cuál? No podía saberlo y por alguna razón desconocida le daba vergüenza preguntarlo. Intuía, con esa percepción soberana de los niños, que aquello era algo de lo cual no debía hablar ni preguntar. Fuera de La Oriental existía un territorio fantástico: la Capital, la Isla, la Metrópoli... Se perdían en los mapas con otros nombres lejanos: España, Caribe, La Habana... El mundo verdadero quedaba reducido a la hacienda de su tía, sí, pero en ella cabía todo el universo que podía imaginar.

La Oriental no se recorría en un día si no era a caballo, pero uno fuerte y rápido, aunque Ada nunca pudo hacerlo: la tía Virina no dejaba que montara ni siquiera uno de esos caballitos ponis que tenían los hijos de algunos terratenientes, con los que aprendían a ser buenos jinetes. Y todo porque Mario, su segundo marido —retratado en otro óleo, joven y guapo, no como Baldomero—, se cayó de la yegua inglesa Fanny una noche de luna llena después de haber bebido más de la cuenta, dejando a Viri viuda y heredera universal de la mayor —y más endeudada— hacienda de la región. «Se irá, es joven todavía: pescará otro marido», destilaron las malas lenguas. Entonces nadie daba un céntimo por ella.

—Mario era el hombre más encantador sobre la faz de la tierra. Pero nadie es perfecto; había heredado La Oriental de su abuelo, o lo que es lo mismo, no había trabajado en su vida y bebiendo ron tumbaba a un marinero. Y eso no es lo peor: se jugaba hasta la camisa a las cartas, a veces durante días y noches enteras, mandaba a por una muda y seguía jugando. Un vicio que nunca he entendido, la verdad... Y mientras tanto, una a tapar agujeros con lo que me había dejado Baldomero, porque antes de casarnos ya nadaba en deudas. Yo, claro, bebiendo los vientos por él y pensando que me casaba con un príncipe... Sí, ¡ya, ya! La Oriental se la estaba comiendo mi Marito, con mucha gracia, sí, pero dejando solo la raspa.

Miraba el retrato y meneaba la cabeza censurando a su perdido marido.

—Nunca te lo perdonaré, Mario. ¡Morirte de manera tan tonta, dejándome sola con todo el pastel!

Apartaba la cara, aún dolida: prefería hablar con la niña que con aquel cabeza hueca.

—Cuando vi a Fanny llegar sin su dueño, tan preciosa ella, tan palomina que le brillaba el pelaje como si fuera un sol, me temí lo peor. Voy y la acaricio y le pongo un terrón de azúcar en la boca; en la otra mano llevaba una pistola... Le descerrajé dos tiros. No sé si ella tuvo la culpa, pero me da igual, me quité un peso de encima. ¿Pues tú te crees que vino alguien de la familia a darme el pésame? Ni falta...

Parecía que al recordar el breve matrimonio con su segundo marido —le duró aún menos que el vejestorio de Baldomero— la tía abuela recuperaba algo de la lozanía entusiasta de aquellos días. Su voz sonaba más clara, más alegre, incluso.

—Todos los que me llamaban Viri, hace mucho, mucho tiempo que han muerto. Casi no queda ninguno de los que me conocieron en esos tiempos. Se han muerto los que me despellejaban y me hacían feos a la cara; los que se reían de mí llamándome la «Coronela» en tono de chunga; los que intentaron quedarse con lo mío. Se han muerto y yo sigo viva. No sabían que hubiera hecho falta un ejército para echarme de La Oriental. Y ni aun así.

La hacienda tenía dos ríos y un monte por el que subía el cafetal; el secadero, los campos de caña, el almacén y el alambique, el ingenio, el batey, los barracones y la Casa Grande con sus arcos amarillos en la galería y las ventanas de los dos pisos con celosías pintadas de azul ultramar. La tía abuela decía tener más fincas, otro ingenio y «algunas cositas por ahí»; pero la joya de la corona era La Oriental y toda la vida giraba en torno a ella, como el molino de caña. Ada aprendió a conocerla acompañando a la tía, montadas las dos en un carricoche tirado por Sabino, el caballo pío, y conducido por Selso Cangá vestido para la ocasión con una llamativa chaqueta color yema de huevo y sombrero de ala ancha. Las manchas del potro y el naranja de la chaqueta iban pregonando a los cuatro vientos que se acercaba la Vieja Señora y todo el mundo salía a saludar. Selso, imperturbable, solo detenía el coche por orden expresa del Ama.

—Se nota que es un negro guineo: son los más serios e inteligentes de todos. Y le sienta de maravilla el uniforme.

El mundo de la hacienda sabía que Selso era un tamborero jurado, un olú-batá: aquel que sabe los cantos sagrados en lengua africana. Los negros le respetaban como los blancos a los curas o incluso más, porque tocaba el tambor Iyá y le llamaban kpuataki, que significa «jefe». Algunos decían también que era sacerdote de Ifá. Los que esto decían le temían, pues Ifá, la Biblia no escrita de la Santería, la regla de los dioses que llegaron a Cuba desde África, era la fuente de los mandamientos y de todos los secretos de los espíritus, el camino de luz y también de la adivinación.

Alto, delgado y todo silencio —no como Toñona, que era gorda y culona y hablaba por los codos—, Ada siempre escuchaba con mucha atención las contadas ocasiones en que Selso se dirigía a ella o a la tía. Él se encargaba de todo lo necesario en la Casa Grande, como una sombra del Ama Virina, y eso también significaba poder. Porque la Casa Grande era una isla separada de las fincas, para las que doña Elvira contrataba a blancos —algunos extranjeros—, encargados plenipotenciarios de llevar a cabo el trabajo encomendado. Unos vivían todo el año en las mejores casas del batey junto a las oficinas; otros solo pasaban allí la temporada de la zafra y al terminarla regresaban a la capital. Ninguno de ellos interfería en el trabajo de los demás; así, el encargado del cafetal y el secadero era independiente del encargado de la zafra y la molienda, como este a su vez lo era de quien se ocupaba del alambique donde se destilaba el ron. Y todos debían darle cuenta a ella personalmente, en su despacho de la Casa Grande. No había más administrador general que doña Elvira.

—Administradores a mí... ¡Son todos unos rufianes!

Su reinado absolutista y sin validos parecía fructificar en forma de grandes beneficios y ausencia de conflictos o interferencias exteriores. Los distintos empleados formaban una pequeña corte alrededor de la Casa Grande, el Versalles de La Oriental; si estaban casados, a veces llevaban consigo a sus mujeres y, muy rara vez, a sus hijos cuando eran pequeños, pero las familias solían quedarse en la ciudad. Ada fue felicísima cuando recalaron en la hacienda dos gemelos de apenas cuatro años, hijos del encargado del molino de azúcar que, para su desconsuelo, le fueron arrebatados al poco de crecer y trasplantados a la capital acompañados por su madre.

Crecía en absoluta soledad, sin padre ni madre ni hermanos ni amigos. No se atrevía a decirlo a nadie, pero soñaba con estar con otros niños y jugar y hablar y compartir la cocinita y los muñecos y carreras por los pasillos. Pero a la Vieja Señora ni se le pasó por la cabeza enviarla a uno de esos conventuales colegios de la capital, como hacían con sus hijas algunos estancieros vecinos. En su línea de traer el mundo a la hacienda (y no al revés), cuando la sobrina nieta cumplió cinco años, se contrató a la primera institutriz que pisó La Oriental, sirviendo de predecesora a un largo desfile de señoritas, mademoiselles, fräuleins y misses. Todas exóticas a su manera, formaron parte de las mercancías provenientes de medio mundo que doña Elvira recibía, adquiría o rechazaba en su despacho como si fuera la reina de un imperio antiguo a la que obsequiaran con regalos valiosos los países sometidos a su yugo.

Como cuando aparecía por la hacienda el señor Deng, personaje que a los ojos de Ada reunía todos los encantos posibles, sobre todo por su estampa de mago de cuento, vestido con una túnica larga y negra, el gorrito colorado y la larga coleta entrecana. También porque traía desde un lejano país misterioso incontables maravillas venidas en un barco legendario llamado el Galeón de Manila.

El señor Deng no solo representaba a China; también era embajador del Japón, la India y Siam, países desde los cuales llegaba al Caribe cargado de mil mercancías, caprichos y chucherías. Verdaderos prodigios surgían de cajas de todos los tamaños forradas de seda, que al abrirse inundaban la sala de olores a sándalo, a jazmín, a tierras milenarias y desconocidas. Como si el señor Deng hubiera saqueado la cueva de Sésamo, aparecían entonces los tibores delicadamente pintados, las teteras, tazas y polveras de porcelana, muñecas, abanicos, tabaqueras, borlas para las llaves de los armarios y las cortinas, perlas perfectas, cajitas de laca con paisajes pintados en miniatura, estuches, cajas para guantes, botones de ámbar, collares y pendientes de jade, figuras de marfil tallado en forma de campanarios o flores o elefantes, telas de seda, pañuelos y mantones bordados en mil colores con flores, pájaros y figuras de chinos cruzando puentes de madera entre cerezos en flor.

El mejor de ellos tenía las caras de los chinos hechas en marfil; era precioso pero pesaba horrores y la tía dudó en comprarlo hasta que vio la carita ilusionada de su sobrina. La verdad es que no podía negarle ningún capricho.

Ada era la propietaria de uno de los juguetes más apreciados de toda la Isla, incluso se podría decir que de todo el mundo. Se trataba de una linterna mágica traída desde otra isla, la de Inglaterra, donde un fabricante llamado W. C. Hughes realizaba estas exclusivas maravillas para niños privilegiados. La linterna mágica de Ada salía de una gran caja de caoba con el nombre de su inventor en letras de bronce, tan pesada que necesitaba la ayuda de algún criado para sacarla. La fuente de luz que proyectaba sobre una sábana en la pared se alimentaba con una pequeña lata de gasolina. Al quemarse la gasolina salía mucho humo por la chimenea de la linterna, por eso su diseño recordaba a una pequeña locomotora de tren. El señor Hughes, junto a la máquina, había enviado otra caja: un estuche forrado de terciopelo que guardaba más de treinta vistas pintadas en cristal, no solo de paisajes y lugares exóticos o famosos, como las Pirámides egipcias o el Coliseo romano, sino también fantasmagorías, sus favoritas. Le encantaban las apariciones y transformaciones con hadas y brujas, monstruos y fantasmas que bailaban alocadamente sobre la sábana blanca cambiando de aspecto, tr

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