Prólogo
Mei
—¿Mei? —dijo la señorita Carrie—. Deja estar los deberes de dibujo. Ha llegado tu madre.
A Mei le llevó unos instantes darse cuenta de lo que decía la profesora, no porque no conociera las palabras (ya tenía cuatro años y no era un bebé), sino porque no encajaban en el mundo que conocía. Su madre no podía estar ahí. Mami se había marchado de Ganímedes para vivir en la estación Ceres porque, según había dicho papi, necesitaba pasar tiempo sola. Pero el corazón de Mei empezó a latir más rápido. «Ha vuelto», pensó.
—¿Mami?
Mei estaba sentada al lado de su pequeño caballete y, desde allí, la rodilla de la señora Carrie no le dejaba ver el guardarropa. Las manos de Mei estaban embadurnadas de pintura roja y azul, que se entremezclaban en sus palmas y daban lugar a un color verduzco. Se inclinó hacia delante y cogió la pierna de la señorita Carrie con la fuerza necesaria para levantarse y también para apartarla a un lado.
—¡Mei! —gritó la señorita Carrie.
Mei miró la mancha de pintura que había dejado en los pantalones de la señorita Carrie y luego hacia su cara amplia y sombría, que intentaba contener su ira.
—Lo siento, señorita Carrie.
—No pasa nada —dijo la profesora con una voz forzada que denotaba lo contrario, aunque no fuera a castigar a Mei—. Por favor, ve a lavarte las manos y vuelve para recoger los deberes. Prepararé el dibujo para que te lo lleves y se lo puedas enseñar a tu madre. ¿Es un perrito?
—Es un monstruo del espacio.
—Qué monstruo del espacio más bonito. Y ahora ve a lavarte las manos, cariño, por favor.
Mei asintió con la cabeza, se dio la vuelta y se marchó corriendo hacia el baño mientras el babi ondeaba a su alrededor como un pedazo de tela frente a un conducto de aire.
—¡Y no toques las paredes!
—Lo siento, señorita Carrie.
—No pasa nada. Límpialo cuando hayas terminado de lavarte las manos.
Mei abrió el grifo al máximo y las espirales de colores se aclararon de su piel. Hizo los movimientos de secarse las manos sin importarle si caía agua de ellas o no. Sentía que la gravedad había cambiado de dirección y la arrastraba hacia la puerta y hacia el vestíbulo, en lugar de hacia el suelo. El resto de niños la miraban, emocionados igual que ella, mientras Mei limpiaba como podía las marcas de dedos de la pared y metía los botes de pintura en una caja que luego dejó en una estantería. Se quitó el babi sin esperar a que la ayudara la señorita Carrie y lo lanzó a la papelera de reciclaje.
La señorita Carrie se encontraba en el vestíbulo junto a otros dos adultos, y ninguno de ellos era mami. Uno era una mujer a la que Mei no conocía; tenía una sonrisa educada en la cara y sostenía con cuidado el dibujo del monstruo del espacio. El otro era el doctor Strickland.
—No, se ha portado muy bien y ha ido al baño —dijo la señorita Carrie—. Aunque ha habido algún que otro accidente, claro.
—Claro —respondió la mujer.
—¡Mei! —dijo el doctor Strickland, inclinándose tanto que llegó casi a ponerse a su altura—. ¿Cómo está mi niña favorita?
—¿Dónde está...? —empezó a decir, pero antes de que pudiera decir «mami», el señor Strickland la cogió en brazos. Era más alto que papi y olía a sal. La inclinó hacia detrás y le hizo tantas cosquillas en los costados que Mei tuvo que dejar de hablar debido a las carcajadas.
—Muchas gracias —dijo la mujer.
—Encantada de conocerla —dijo la señorita Carrie, estrechando la mano de la mujer—. Nos encanta tener a Mei en clase, de verdad.
El señor Strickland no dejó de hacer cosquillas a Mei hasta que terminó el ciclo de cierre de la puerta del centro de educación infantil tipo Montessori. Fue entonces cuando Mei recuperó el aliento.
—¿Dónde está mami?
—Nos está esperando —dijo el doctor Strickland—. Vamos a llevarte con ella.
Los pasillos más nuevos de Ganímedes eran amplios y pulidos, y los recicladores de aire apenas tenían trabajo. Las hojas afiladas como cuchillas de las palmeras ornamentales sobresalían de docenas de tiestos hidropónicos. Las hojas amplias, cetrinas y estriadas de los potos cubrían las paredes. Las primitivas de color verde oscuro de las lenguas de vaca sobresalían entre ambas. Los LED de espectro completo emitían una luz brillante como el oro blanco. Papi decía que así era como brillaba el Sol en la Tierra, y Mei se imaginaba aquel planeta como una gran e intrincada red de plantas y pasillos sobre los que brillaba el Sol y con techo de color azul celeste. También se imaginaba que se podía escalar aquellas paredes y acabar en cualquier parte.
Mei apoyó la cabeza en el hombro del doctor Strickland y miró hacia atrás mientras decía el nombre de todas las plantas que veía. Sansevieria trifasciata. Epipremnum aureum. Oír que pronunciaba bien aquellos nombres siempre hacía sonreír a papi. Cuando lo hacía sin que él estuviera presente, servía para tranquilizarla.
—¿Más? —preguntó la mujer. Era guapa, pero a Mei no le gustaba su voz.
—No —respondió el doctor Strickland—. Mei es la última.
—Chrysalidocarpus lutenscens —dijo Mei.
—Muy bien —afirmó la mujer, y luego repitió con voz más calmada—: Muy bien.
Los pasillos se estrechaban a medida que se acercaban a la superficie. Los más antiguos parecían más sucios, aunque no hubiera en ellos suciedad ninguna. Tan solo parecían más usados. Las habitaciones y los laboratorios cercanos a la superficie eran el lugar donde habían vivido los abuelos de Mei cuando llegaron a Ganímedes. En aquel entonces no había nada a más profundidad. Allí el aire olía raro y los recicladores siempre estaban en funcionamiento, zumbando y haciendo ruidos sordos.
Los adultos no hablaban entre ellos, pero de vez en cuando el doctor Strickland se acordaba de que Mei estaba con ellos y le hacía preguntas. ¿Cuál era su serie de dibujos animados favorita del canal de la estación? ¿Quién era su mejor amigo en el colegio? ¿Qué había comido aquel día para almorzar? Pero lo que Mei esperaba era que empezara a hacer las otras preguntas, las que siempre le pedía después y para las que ella ya tenía las respuestas preparadas.
«¿Notas la garganta seca? No.»
«¿Te has levantado con sudores? No.»
«¿Has visto sangre en tu caquita esta semana? No.»
«¿Te has tomado los medicamentos las dos veces todos los días? Sí.»
Pero en aquella ocasión, el doctor Strickland no le hizo ninguna de esas preguntas. Los pasillos se estrechaban y cada vez parecían más antiguos, hasta que la mujer se tuvo que colocar detrás de ellos para dejar paso a las personas que venían en sentido opuesto. La mujer todavía tenía el dibujo de Mei en la mano, enrollado para que el papel no se arrugara.
El doctor Strickland se detuvo delante de una puerta que no tenía letrero, cambió de lado a Mei y sacó el terminal portátil del bolsillo de su pantalón.
Pulsó una combinación en un programa que Mei no había visto nunca, la puerta comenzó a realizar el ciclo de apertura y los sellos emitieron un sonido hueco que parecía sacado de una película antigua. Entraron en un pasillo lleno de trastos y cajas de metal.
—Esto no es el hospital —dijo Mei.
—Es un hospital especial —dijo el doctor Strickland—. No habías estado nunca, ¿verdad?
A Mei aquello no le parecía un hospital, sino uno de los tubos desiertos de los que papi hablaba a veces. Lugares abandonados de los primeros tiempos de construcción en Ganímedes, que luego habían pasado a utilizarse como almacenes. Aquel tenía una especie de esclusa de aire al otro lado y, cuando la atravesaron, el lugar sí que se pareció un poco más a un hospital. Fuera lo que fuera, estaba más limpio y tenía un ligero aroma a ozono, como las habitaciones de descontaminación.
—¡Mei! ¡Hola, Mei!
Era uno de los niños mayores. Sandro. Tenía casi cinco años. Mei lo saludó y el doctor Strickland pasó de largo. Saber que los niños mayores también estaban allí tranquilizó un poco a Mei. Si estaban, era probable que no pasara nada raro, aunque aquella mujer que caminaba junto al doctor Strickland no fuera su mami. Lo que le hizo recordar...
—¿Dónde está mami?
—La veremos en unos minutos —dijo el doctor Strickland—. Antes tenemos que hacer unas cositas.
—No —dijo Mei—. No quiero.
El doctor la llevó hasta una estancia que parecía una sala de observación, pero de las que no tenían dibujos de leoncitos en las paredes ni mesas en forma de hipopótamos sonrientes. El doctor Strickland la colocó encima de una mesa de reconocimiento de acero y le frotó la cabeza. Mei se cruzó de brazos y frunció el ceño.
—Quiero a mi mami —dijo Mei, y luego emitió el mismo gruñido de impaciencia que había aprendido de papi.
—Bueno, tú espera aquí y voy a ver qué puedo hacer —dijo el doctor Strickland con una sonrisa—. ¿Umea?
—Creo que estamos preparados. Falta confirmar con el centro de mando, cargar y liberar.
—Pues se lo haré saber. Tú quédate aquí.
La mujer asintió y el doctor Strickland se marchó por la puerta. La mujer agachó la cabeza para mirarla, pero la cara bonita de Mei no le sonreía. No le gustaba aquella mujer.
—Quiero mi dibujo —dijo Mei—. No es para ti. Es para mami.
La mujer miró el dibujo que tenía en la mano como si se hubiera olvidado de que estaba allí. Lo desenrolló.
—Es el monstruo espacial de mami —dijo Mei. Y entonces la mujer sonrió. Le acercó el dibujo y Mei lo cogió al momento. Al hacerlo, el papel se arrugó un poco, pero a la niña no le importó. Se volvió a cruzar de brazos, frunció el ceño y gruñó.
—¿Te gustan los monstruos del espacio, niña? —preguntó la mujer.
—Quiero ver a mi mami.
La mujer dio un paso hacia ella. Su sonrisa era tan falsa como las flores de plástico y tenía los dedos delgados. Cogió a Mei y la dejó en el suelo.
—Ven conmigo, niña —dijo—. Voy a enseñarte una cosa.
La mujer se alejó, y Mei dudó unos instantes. No le gustaba, pero le gustaba mucho menos la idea de quedarse sola. La siguió. La mujer anduvo por un pequeño pasillo, introdujo un código en el teclado de una gran puerta de metal parecida a una antigua esclusa de aire y la atravesó cuando se abrió. Mei la siguió. Llegó a una habitación que estaba fría. A Mei no le gustaba. En aquella no había ninguna mesa de reconocimiento, solo una gran caja de cristal como las de los peces en los acuarios, pero sin agua. Lo que había en su interior no era un pez. La mujer hizo un gesto para que Mei se acercara y, cuando lo hizo, dio unos golpes en el cristal.
Lo que había dentro levantó la cabeza al oír el sonido. Era un hombre, pero estaba desnudo y su piel no parecía piel. Tenía unos ojos azules que brillaban tanto que parecía que había un incendio dentro de su cabeza. Y sus manos no parecían normales.
Se acercó al cristal, y Mei empezó a gritar.
1
Holden
—Han vuelto a dejar fuera a Snoopy —dijo el soldado Hillman—. Creo que su comandante se ha enfadado con él.
La sargenta de artillería Roberta Draper, del Cuerpo de Marines de Marte, activó el zoom del visor táctico de su armadura y miró hacia la dirección que señalaba Hillman. Un escuadrón de cuatro soldados de los marines de la Organización de Naciones Unidas (ONU) que se encontraba a unos dos mil quinientos metros de distancia deambulaba, a la luz de la cúpula invernadero gigante que protegían, por su puesto de avanzada. Era una cúpula invernadero casi igual en todos los sentidos a la que ellos también protegían en aquellos momentos.
Uno de los cuatro marines de la ONU tenía unos borrones negros a los lados del casco, que hacía que se pareciera a la cabeza de un beagle.
—Cierto, ahí está Snoopy —dijo Bobbie—. Lo han puesto en todas las patrullas del día. A saber qué habrá hecho.
Hacer guardia en los invernaderos de Ganímedes requería ocupar la mente con cualquier cosa. Y eso incluía especular sobre la vida de los marines del bando contrario.
El bando contrario. Dieciocho meses antes no había bandos. Los planetas interiores conformaban una gran familia, feliz y algo disfuncional. Pero entonces ocurrió lo de Eros y las dos superpotencias estaban repartiéndose entre ellas el Sistema Solar, y Ganímedes era la única luna a la que ninguna de las dos estaba dispuesta a renunciar, ya que era la mayor fuente de recursos del sistema joviano.
Al tratarse de la única luna que contaba con magnetosfera, también era el único lugar donde los cultivos en cúpula podían crecer en las duras condiciones del cinturón de radiación de Júpiter, y, aun así, las cúpulas y los cultivos tenían que escudarse para proteger a los civiles de los ocho rems al día que emitía Júpiter hacia la superficie de la luna.
La armadura de Bobbie estaba diseñada para permitir que un soldado pudiera caminar por el cráter dejado por una bomba nuclear minutos después de la explosión. Y también servía para evitar que Júpiter friera a los marines marcianos.
Detrás de los soldados terrícolas que hacían patrulla, la cúpula brillaba debido a los rayos de la débil luz solar que capturaban unos enormes espejos orbitales. E incluso con los espejos, la mayor parte de las plantas terrestres habrían muerto a causa de la poca luz. Solo las versiones muy modificadas que habían producido en masa los científicos de Ganímedes eran capaces de sobrevivir con la escasa luz con la que las alimentaban los espejos.
—Pronto se pondrá el Sol —dijo Bobbie, sin dejar de mirar a los marines terrícolas apostados fuera de la pequeña caseta de guardia, con la certeza de que ellos también la miraban.
Además de Snoopy, distinguió al que llamaban Retaco, mote que le habían puesto al ver que aquel hombre o mujer no podía medir más de un metro y veinticinco centímetros. Se preguntó cómo la llamaban a ella los del otro bando. Quizá Gran Rojo. Su armadura todavía contaba con el camuflaje de la superficie de Marte. Aún no había pasado el tiempo suficiente en Ganímedes para que se lo cambiaran a ese color moteado de gris y blanco.
Durante los minutos siguientes, los espejos orbitales se apagaron uno a uno a medida que Ganímedes pasaba por detrás de Júpiter durante unas horas. El brillo del invernadero que tenía detrás pasó a ser de un azul actínico cuando se encendieron las luces artificiales. Aunque la cantidad de iluminación no descendió demasiado, las sombras se movieron de forma siniestra y sutil. En el cielo, el Sol (que a esa distancia no era mucho mayor que la estrella más brillante) refulgió al perderse detrás del horizonte de Júpiter y, por un momento, se hizo visible el sistema de anillos del planeta.
—Vuelven dentro —anunció el cabo Travis—. Snoopy cierra la marcha. Pobre. ¿Nos podemos retirar también?
Bobbie echó un vistazo al hielo sucio y anodino de Ganímedes que tenía alrededor. Podía sentir el frío de la luna a pesar de encontrarse dentro de su armadura de alta tecnología.
—No.
El escuadrón refunfuñó, pero se mantuvo en línea mientras ella los guiaba por un recorrido a baja gravedad alrededor de la cúpula. Además de Hillman y Travis, en aquella patrulla concreta también estaba un soldado novato llamado Gourab. A pesar de que acababa de llegar a los marines, el hombre refunfuñó con su acento del Valles Marineris con la misma intensidad que los otros dos.
No podía culparlos. Aquello era poco más que una distracción. Algo para mantener ocupados a los soldados marcianos de Ganímedes. Si la Tierra decidía que quería hacerse con la luna, cuatro soldados andando alrededor de un invernadero no iban a detener la invasión. Había docenas de naves de guerra de la Tierra y Marte en órbita y preparadas para atacar, por lo que, si las hostilidades no comenzaban en tierra, era probable que se enterara cuando empezasen a bombardear la superficie.
A su izquierda, la cúpula se elevaba casi medio kilómetro. Tenía unos paneles triangulares de cristal separados por montantes relucientes de color cobrizo que convertían aquella estructura en una jaula de Faraday gigante. Bobbie nunca había entrado en las cúpulas de los invernaderos. La habían enviado desde Marte como parte de un destacamento de refuerzos a los planetas exteriores y había patrullado por la superficie prácticamente desde que llegó. Para ella, Ganímedes estaba constituida por un pequeño puerto espacial, una pequeña base de los marines y el puesto de guardia todavía más pequeño al que ahora llamaba hogar.
Bobbie echó un vistazo a aquel paisaje insustancial mientras patrullaban alrededor de la cúpula. A excepción de acontecimientos catastróficos, Ganímedes no cambiaba mucho. La superficie estaba formada por silicatos y agua helada, todo ello a una temperatura unos pocos grados más alta que el espacio. La atmósfera tenía oxígeno, pero era tan escaso que se podía considerar como vacío. En Ganímedes no había erosión ni fenómenos atmosféricos, por lo que la superficie cambiaba solo cuando caían sobre ella rocas desde el espacio o cuando el agua caliente que venía del núcleo líquido se abría paso hacia ella y creaba lagos efímeros. Pero ese tipo de cosas no ocurría a menudo. En Marte, de donde ella venía, el viento y el polvo cambiaban el paisaje cada hora. En Ganímedes, podía encontrarse con las huellas que había dejado la víspera o incluso muchos días atrás. Y si no volvía a pasar por el mismo lugar, aquellas huellas quedarían allí para la posteridad. Tuvo que reconocer para sus adentros que aquello le daba un poco de miedo.
Empezó a oír un chirrido rítmico que se unió al suave siseo y los ruidos sordos que hacía su servoarmadura. Solía tener minimizado el visor táctico, ya que mostraba tanta información que un marine sabría cualquier cosa menos lo que tenía delante. Lo amplió y usó parpadeos y movimientos oculares para pasar a la pantalla de diagnóstico de la armadura. Un aviso amarillo le advirtió que el mecanismo de la rodilla izquierda tenía poco fluido hidráulico. Tenía que haber alguna fuga en alguna parte, pero sería muy pequeña, porque la armadura no era capaz de localizarla.
—Chicos, un momento —dijo Bobbie—. Hilly, ¿te sobra fluido hidráulico en la mochila?
—Claro —dijo Hillman mientras lo sacaba.
—¿Te importaría echarme un poco en la rodilla izquierda?
Mientras Hillman se agachaba delante de ella y se ponía a trabajar, Gourab y Travis empezaron a discutir sobre lo que Bobbie supuso que serían deportes. Los silenció.
—Esta armadura es antigua —dijo Hillman—. Vas a tener que actualizarte. Estas cosas van a empezar a ocurrirte cada vez más a menudo.
—Sí, debería —respondió Bobbie. Pero decirlo era más fácil que hacerlo. Bobbie no tenía la figura adecuada para una armadura estándar, y los marines le ponían todos los traspiés burocráticos posibles cada vez que intentaba pedir una personalizada. Medía un poco más de dos metros, algo por encima de la altura media de un marine masculino, y en parte gracias a su procedencia polinésica, pesaba más de cien kilos a un g. Ni uno de esos kilos era de grasa y por alguna razón sus músculos no dejaban de crecer cada vez que entraba a un gimnasio. Era marine y se pasaba el día entrenando.
La armadura que tenía puesta era la primera que le iba bien en sus doce años de servicio activo. Y aunque ya empezara a acusar el paso de los años, era más fácil intentar que siguiera funcionando a suplicar para conseguir una nueva.
La radio de Bobbie chasqueó mientras Hillman empezaba a guardar sus herramientas.
—Puesto de avanzada cuatro a patrulla. Adelante, patrulla.
—Le escucho, cuatro —respondió Bobbie—. Aquí patrulla uno. Adelante.
—Patrulla uno, ¿dónde estáis, chicos? Llegáis media hora tarde y aquí pasa algo muy raro.
—Lo siento, cuatro, tenemos problemas con el equipo —dijo Bobbie mientras se preguntaba qué podría ser eso tan raro que ocurría. Aunque no le picó tanto la curiosidad como para preguntarlo por un canal abierto.
—Volved al puesto de avanzada de inmediato. Hemos oído disparos en el puesto de la ONU. Pasamos a cierre de seguridad.
A Bobbie le llevó un momento procesar la información. Vio cómo sus hombres la miraban, con una mezcla de estupor y miedo.
—Chicos, ¿los terrícolas os disparan a vosotros? —preguntó Bobbie, por fin.
—Todavía no, pero están disparando. Venid cagando leches.
Hillman se puso en pie de un salto. Bobbie flexionó la rodilla una vez y los sistemas volvieron a su color verde habitual. Asintió para dar las gracias a Hilly y luego dijo:
—A toda marcha hacia el puesto de avanzada. Vamos.
Bobbie y su escuadrón todavía estaban a medio kilómetro del puesto de avanzada cuando se dio la alarma general. El visor táctico de su armadura se activó de manera automática y pasó a modo de batalla. Los sensores empezaron a buscar enemigos y se conectaron con los satélites para obtener una vista vertical. Notó que el arma que tenía integrada en el brazo derecho se desbloqueaba con un chasquido para poder dispararla.
Si se tratara de un bombardeo orbital, habrían sonado miles de alarmas, pero no pudo evitar mirar al cielo de todas maneras. No vio resplandores ni rastros de misiles. Solo la mole que era Júpiter.
Bobbie empezó a correr a grandes zancadas hacia el puesto de avanzada. Su escuadrón la siguió sin rechistar. Una persona entrenada para usar una armadura de aumento de fuerza corriendo a baja gravedad podía cubrir mucho terreno en poco tiempo. En unos segundos, apareció en el horizonte la parte superior de la cúpula y unos instantes después vieron el motivo de la alarma.
Los marines de la ONU cargaban hacia el puesto de avanzada marciano. La guerra fría había durado un año y aquello marcaba su fin. A pesar del entrenamiento psicológico y la disciplina, Bobbie se sorprendió. Nunca había imaginado que llegaría aquel día.
El resto de su pelotón estaba apostado fuera del puesto de avanzada, dispuesto en línea de fuego frente al puesto de la ONU. Alguien había conducido a Yojimbo hacia la línea, y el mecha de combate de cuatro metros se alzaba al lado de los marines, como un gigante decapitado con servoarmadura y un enorme cañón, que se movía despacio y apuntaba hacia las tropas terrícolas que se acercaban. Los soldados de la ONU corrían los dos kilómetros y medio que separaban los dos puestos de avanzada como pollos sin cabeza.
«¿Por qué nadie dice nada?», se preguntó Bobbie. El silencio de su pelotón le ponía los pelos de punta.
Y justo cuando su escuadrón llegó a la línea de fuego, su armadura emitió un pitido que indicaba un aviso de interferencias. La vista vertical desapareció cuando perdió contacto con el satélite. Los indicadores que informaban de las constantes vitales y el estado del equipamiento de sus compañeros se desactivaron al interrumpirse la comunicación con sus armaduras. La estática del canal de comunicaciones que tenían abierto también dejó de oírse y dio paso a un silencio todavía más perturbador.
Hizo indicaciones con las manos a su equipo para que se colocaran en el flanco derecho y luego avanzó por la línea mientras buscaba al teniente Givens, su comandante. Distinguió su armadura justo en el centro de la línea, casi debajo de Yojimbo. Corrió hacia él y pegó el casco al suyo.
—¿Qué coño está pasando, teniente? —bramó.
El teniente le dedicó una mirada irritada y gritó:
—Sabes lo mismo que yo. No podemos decirles que se retiren por culpa de las interferencias, y han ignorado todos nuestros avisos visuales. Antes de que perdiéramos el contacto por radio, nos dieron autorización para disparar si se acercaban a menos de medio clic de nuestra posición.
Bobbie tenía cientos de preguntas más, pero las tropas de la ONU estaban a unos segundos de rebasar aquel límite de quinientos metros, por lo que corrió a apostarse en el flanco derecho con su escuadrón. Por el camino, ordenó a su armadura contar las unidades que se acercaban y marcarlas como hostiles. La armadura informó de siete objetivos. Menos de un tercio de las tropas que la ONU tenía en el puesto de avanzada.
«No tiene sentido.»
Hizo que su armadura dibujara una línea en el visor táctico con la marca de los quinientos metros. No dijo a sus compañeros que aquello los avisaba de cuándo podían disparar. Abrirían fuego cuando ella lo hiciera, aunque no supieran por qué.
Los soldados de la ONU cruzaron la línea que marcaba que estaban a un kilómetro y seguían sin pegar ni un tiro. Se acercaban en desbandada, seis de ellos al frente en una línea irregular y un séptimo que cubría la retaguardia a unos setenta metros. El visor táctico de su armadura marcó como objetivo por omisión al que estaba a la izquierda del todo de la línea enemiga, el más cercano a ella. Bobbie tuvo un presentimiento y obligó a los sistemas a apuntar hacia el soldado de la retaguardia y ampliar la imagen.
Aquella pequeña figura creció en su retícula. Un escalofrío le recorrió la espalda y volvió a ampliar la imagen.
La figura que perseguía a los seis marines de la ONU no llevaba traje de aislamiento. Tampoco se podía afirmar que fuera humana. Tenía la piel cubierta por unas láminas quitinosas parecidas a escamas grandes y negras. Su cabeza tenía una apariencia terrorífica: era el doble de grande de lo normal y estaba cubierta de unas extrañas protuberancias.
Pero lo más aterrador eran sus manos. Eran demasiado grandes para su cuerpo y demasiado largas para su anchura, como si hubieran salido de la pesadilla de un niño. Eran las manos de un trol que se esconde bajo la cama, o de una bruja que se escabulle de una habitación por la ventana. No dejaba de abrirlas y cerrarlas de manera muy enérgica y sin descanso.
Las tropas de la Tierra no estaban atacando. Se retiraban.
—¡Disparad a la cosa que los persigue! —gritó Bobbie a nadie en particular.
Antes de que los soldados de la ONU cruzaran la línea de medio kilómetro que marcaba el inicio de las hostilidades por parte de los marcianos, aquella cosa los alcanzó.
—Vaya, joder —susurró Bobbie—. Joder.
Agarró a uno de los marines con sus enormes manos y lo partió en dos como si fuese una hoja de papel. La armadura de titanio y cerámica se partió con la misma facilidad que la carne de su interior, dejando un reguero de tecnología y húmedas vísceras humanas que cayó al hielo sin orden ni concierto. Los cincos soldados restantes corrieron aún más, pero el monstruo que los perseguía casi ni se detuvo mientras mataba.
—¡Disparadle, disparadle, disparadle! —gritó Bobbie mientras abría fuego.
Su entrenamiento y la tecnología de su armadura de combate la convertían en una máquina de matar muy eficiente. Tan pronto como apretó el gatillo del arma de su armadura, una andanada de proyectiles perforantes de dos milímetros se dirigió hacia la criatura a más de mil metros por segundo. En menos de un segundo, había disparado cincuenta. Aquella criatura era un objetivo relativamente lento y de tamaño humano, que se movía en línea recta. Sus sistemas de puntería eran capaces de realizar las correcciones balísticas necesarias para impactar contra un objeto del tamaño de una pelota de béisbol moviéndose a velocidad supersónica. Todas las balas que disparó alcanzaron al monstruo.
Pero no ocurrió nada.
Las balas lo atravesaron y era probable que su velocidad no se redujera mucho antes de salir. De cada orificio de salida, en lugar de sangre, surgió un reguero de filamentos negros que cayeron en la nieve. Era como disparar al agua. Las heridas se cerraban casi a la misma velocidad que se producían y lo único que indicaba que la criatura había recibido los impactos eran las fibras negras que dejaba a su paso.
Entonces alcanzó a un segundo marine de la ONU. En lugar de hacerlo pedazos como al primero, agarró y lanzó a aquel terrícola acorazado (que era probable que pesara un total de más de quinientos kilos) hacia Bobbie. El visor táctico registró el arco ascendente del marine y le indicó que no lo había arrojado «hacia» ella, sino directo contra ella. Con una trayectoria sin demasiado arco, lo que indicaba que iba a mucha velocidad.
Se tiró al suelo a un lado lo más rápido que le permitió lo abultado de su armadura. El desgraciado marine de la ONU golpeó a Hillman, que estaba a su lado, y ambos desaparecieron de su vista mientras rebotaban por el hielo a una velocidad mortal.
Cuando se giró para volver a mirar al monstruo, ya había matado a otros dos soldados de la ONU.
La línea marciana en su totalidad abrió fuego, como también el enorme cañón de Yojimbo. Los dos soldados terrícolas que quedaban se separaron y corrieron en direcciones diferentes para alejarse de aquella cosa e intentar que sus contrapartidas marcianas tuvieran una línea de tiro directa. La criatura recibió cientos, miles de impactos. No dejó de recomponerse ni de correr, y solo disminuyó un poco su velocidad cuando un proyectil del cañón de Yojimbo detonó cerca de ella.
Bobbie, que ya estaba en pie, se unió a la ráfaga de disparos, pero no sirvió para nada. La criatura alcanzó a los marcianos y acabó con dos marines en un abrir y cerrar de ojos. Yojimbo se hizo a un lado con una destreza nada propia de una máquina de su envergadura. Bobbie pensó que debía de estar pilotándola Sa’id. Siempre alardeaba de que podía hacerlo bailar un tango si quería. Pero aquello ya no importaba. Antes de que Sa’id pudiera girar el cañón del mecha para realizar un tiro a bocajarro, la criatura corrió hasta ponerse a su lado, agarró la cabina del piloto y arrancó la puerta de sus goznes. Sacó a Sa’id del arnés de la cabina y lo lanzó hacia arriba unos sesenta metros.
El resto de marines ya había empezado a replegarse, sin dejar de disparar. Sin radio, no había forma de organizar aquella retirada. Bobbie empezó a correr hacia la cúpula con todos los otros. La parte pequeña y distante de su mente que no estaba aterrorizada sabía que el metal y el cristal de la cúpula no ofrecerían protección ninguna contra algo capaz de hacer pedazos a un hombre acorazado o un mecha de nueve toneladas. Esa misma parte de su mente se dio cuenta de que era inevitable evitar sentirse aterrorizada.
Cuando llegó a la puerta exterior de la cúpula, solo quedaba otro marine junto a ella. Gourab. De cerca, pudo verle la cara a través del cristal blindado de su casco. Le gritó algo, pero Bobbie no podía oírlo. Se inclinó hacia delante para establecer contacto entre cascos, pero entonces él la empujó hacia atrás y Bobbie cayó en el hielo. Gourab empezó a dar golpes en los controles de la puerta con su puño de metal para intentar abrirse paso a la fuerza, pero la criatura lo alcanzó y le arrancó el casco de la armadura sin el menor esfuerzo. Gourab se mantuvo en pie unos instantes con la cabeza en el vacío, mientras parpadeaba y abría la boca en lo que parecía ser un grito sordo. Luego la criatura le arrancó la cabeza con la misma facilidad con la que le había arrancado el casco.
Se giró para mirar a Bobbie, que seguía en el suelo bocarriba.
De cerca, vio que tenía los ojos de un color azul reluciente. Un azul de tonalidad eléctrica y brillante. Eran bonitos. Levantó el arma y apretó el gatillo durante medio segundo, antes de darse cuenta de que se había quedado sin munición hacía un buen rato. La criatura miró el arma con una expresión que a ella le pareció de curiosidad, y luego la miró a ella e inclinó la cabeza a un lado.
«Se acabó —pensó—. Así es como acaba todo y nunca sabré quién hizo esto ni por qué.»
Podía aceptar su muerte. Pero morir sin conocer aquellas respuestas le parecía muy cruel.
La criatura dio un paso hacia ella, se detuvo y se estremeció. De mitad de su torso surgió un nuevo par de miembros, que se retorcieron en el aire como tentáculos. Su cabeza, que ya era grotesca, pareció ensancharse. Los ojos azules resplandecieron con la misma intensidad que las luces de las cúpulas.
Y, entonces, explotó en una bola de fuego que impulsó a Bobbie sobre el hielo e hizo que chocara contra un pequeño penacho, con la fuerza suficiente para que el gel amortiguador de su armadura se pusiera rígido.
Quedó tumbada bocarriba y empezó a perder la conciencia. El cielo nocturno que tenía encima comenzó a brillar. Las naves que estaban en órbita se disparaban entre ellas.
«Alto el fuego —pensó mientras empezaba a rodearla la negrura. Los marines se estaban retirando—. Alto el fuego.» Todavía no le funcionaba la radio de la armadura. Fue incapaz de informar a nadie de que los marines de la ONU no habían atacado.
Ni de que lo que había atacado era otra cosa.
2
Holden
La cafetera estaba estropeada otra vez.
«¡Otra vez!»
Jim Holden pulsó el botón rojo para encenderla varias veces más a pesar de que sabía que daba igual, pero fue incapaz de evitarlo. La cafetera grande y reluciente estaba diseñada para hacer el café suficiente para mantener contenta a toda una tripulación marciana, pero se negaba a prepararle una simple taza. O a emitir un sonido siquiera. No era solo que se negara a hacer el café, sino que incluso se negaba a intentarlo. Holden cerró los ojos para reprimir el dolor de cabeza por falta de cafeína que acechaba desde sus sienes y pulsó el botón de la consola de pared más cercana para abrir el canal de comunicaciones de la nave.
—Amos —dijo.
Las comunicaciones no funcionaban.
Se empezó a sentir cada vez más ridículo y volvió a pulsar el botón del canal varias veces. Nada. Abrió los ojos y vio que no había ninguna luz en la consola. Luego se dio la vuelta y reparó en que las luces del frigorífico y los hornos también estaban apagadas: la cocina en peso se había amotinado. Holden miró el nombre de la nave, «Rocinante», que acababan de grabar en la pared, y dijo:
—Chica, con lo mucho que te quiero, ¿por qué me haces tanto daño?
Sacó su terminal portátil y llamó a Naomi.
Después de unos instantes, respondió al fin.
—¿Sí, hola?
—La cocina no funciona. ¿Dónde está Amos?
Hubo una pausa.
—¿Me estás llamando desde la cocina? ¿A pesar de que estamos en la misma nave? ¿Te quedaba muy lejos la consola de pared?
—La consola de pared de la cocina tampoco funciona. Cuando te he dicho que la cocina no funcionaba, no era una hipérbole ingeniosa, era literal. No funciona nada en la cocina. Te llamo a ti porque sé que siempre llevas encima tu terminal y Amos, no. Y también porque él nunca me dice qué está haciendo, pero a ti sí. Por eso te pregunto. ¿Dónde está Amos?
Naomi rio. Un sonido encantador que siempre dibujaba una sonrisa en la cara de Holden.
—Me ha dicho que iba a poner cables nuevos.
—¿Tienes energía ahí arriba? ¿Nos precipitamos a la deriva y estabais pensando en cómo darme la noticia?
Holden oyó ruidos cerca del micro de Naomi. Canturreaba algo mientras trabajaba.
—Qué va —respondió ella—. Parece que la única zona sin energía es la cocina. Además, Alex dice que queda menos de una hora para que nos enfrentemos a unos piratas espaciales. ¿Quieres subir al centro de mando y combatir contra unos piratas?
—No puedo combatir contra nada sin café. Voy a buscar a Amos —dijo Holden. Luego cortó la llamada y se volvió a guardar el terminal en el bolsillo.
Holden se dirigió a la escalerilla que recorría la quilla de la nave y llamó el ascensor. Perseguían a una nave pirata que solo podía volar largas distancias a alrededor de un g, por lo que Alex Kamal, el piloto de Holden, mantenía la nave a 1,3 para interceptarlos. Usar la escalerilla manual a más de un g era peligroso.
Unos segundos después, se abrió la escotilla de la cubierta y el ascensor chirrió hasta detenerse a sus pies. Holden subió y pulsó el botón de la cubierta de ingeniería. El ascensor comenzó a descender despacio por los raíles mientras las escotillas se abrían a su paso para luego cerrarse.
Amos Burton estaba en el taller mecánico, un nivel por encima de ingeniería. Había un dispositivo de apariencia compleja a medio desmontar en la mesa de trabajo que tenía delante y Amos estaba inclinado sobre él con un soldador. Llevaba un mono gris que le iba varias tallas pequeño, de modo que le apretaba sus anchos hombros cuando se movía. En la espalda tenía bordado el viejo nombre de la nave: «Tachi».
Holden detuvo el ascensor y dijo:
—Amos, la cocina no funciona.
Amos lo saludó con un brazo fornido y expresión impaciente, sin dejar de trabajar. Holden esperó. Unos segundos de soldadura más y Amos por fin dejó la herramienta y se giró.
—Sí, no funciona porque he arrancado este cabroncete —respondió mientras señalaba el dispositivo que había estado soldando.
—¿Puedes volver a colocarlo en su sitio?
—Pues no. Todavía no, al menos. Estoy trabajando con él.
Holden suspiró.
—¿Es necesario dejar sin energía la cocina para arreglar esta cosa justo antes de nuestra encarnizada batalla con esa banda de piratas espaciales? Porque tengo la cabeza como un bombo y me gustaría tomarme una taza de café antes de luchar y esas cosas.
—Sí que es importante —dijo Amos—. ¿Te explico por qué o confías en mí?
Holden asintió. Aunque no echaba de menos muchas cosas de sus días en la armada de la Tierra, a veces le ponía nostálgico pensar en el respeto que imponía la cadena de mando. En la Rocinante el título de «capitán» no tenía una definición tan clara. El cableado de la nave era cosa de Amos, pero se resistía a informar a Holden cada vez que se ponía a trabajar en algo.
Holden lo dejó estar.
—Vale —respondió—. Pero me gustaría que me avisaras antes de ponerte. Cuando no tengo café me pongo gruñón.
Amos sonrió y se volvió a colocar la protección en la cabeza, casi calva.
—Bueno, capi, en eso sí que puedo ayudarte —dijo mientras extendía hacia atrás la mano para coger un termo de metal enorme de la mesa—. He preparado suministros de emergencia antes de desconectar la cocina.
—Amos, tengo que pedirte perdón por todas las cosas feas que estaba pensando sobre ti.
Amos hizo un gesto de desdén con la mano y volvió al trabajo.
—Para ti. Yo ya me he tomado una taza.
Holden volvió a montar en el ascensor y subió a la cubierta de operaciones mientras se agarraba al termo con ambas manos como si fuera un salvavidas.
Naomi estaba sentada en el puesto de comunicaciones y sensores y seguía los progresos de la persecución de los piratas que se daban a la fuga. De un vistazo, Holden vio que estaban mucho más cerca de ellos que la última vez. Se amarró al asiento del puesto de operaciones de combate. Abrió un cajón y, como supuso que al cabo de poco tiempo estarían a un g más bajo, o en ingravidez, sacó una burbuja para líquidos en la que meter el café.
Mientras la llenaba desde la boquilla del termo, dijo:
—Nos acercamos muy rápido. ¿Qué ocurre?
—La nave pirata ha reducido un poco la velocidad. Iban a un g, pero han bajado a medio hace unos minutos y acaban de dejar de acelerar del todo hace nada. Los sistemas han registrado oscilaciones en las lecturas de su motor, así que creo que los hemos seguido a demasiada velocidad.
—¿Han roto su nave?
—Han roto su nave.
Holden dio un trago largo de la burbuja y se quemó la lengua, pero no pareció importarle.
—¿Cuánto queda para interceptarlos?
—Cinco minutos como máximo. Alex estaba esperando para quemar y frenar a que subieras y te amarraras.
Holden pulsó el botón general en la consola de comunicaciones.
—Amos, amárrate —ordenó—. Cinco minutos para alcanzar a los malos. —Luego pasó al canal de la cabina—. Alex, ¿cómo va por ahí?
—Creo que han roto su nave —respondió Alex con su acento marciano del Valles Marineris.
—Eso mismo opinamos también todos los demás, sí —dijo Holden, convencido.
—Van a tenerlo difícil para escapar.
El Valles Marineris había sido una colonia de chinos, hindúes y texanos en sus primeros años. Alex tenía la piel oscura y el pelo negro azabache de un hindú. A Holden, oriundo de la Tierra, se le hacía muy extraño que alguien con esa apariencia hablara con un exagerado acento de Texas en lugar de uno más cercano al panyabi.
—Y a nosotros nos pondrá las cosas más fáciles —respondió Holden mientras encendía la consola de combate—. Páranos a unos diez mil clics. Voy a rociarlos con los láseres de objetivo y encenderé los cañones de defensa en punta. Abre también las puertas exteriores de los lanzatorpedos. Vamos a hacer todo lo posible por parecer amenazadores.
—Recibido, jefe —respondió Alex.
Naomi se giró en la silla y sonrió a Holden.
—Luchar contra piratas espaciales. Qué romántico.
Holden no pudo evitar devolverle la sonrisa. A pesar de que su alta y delgada figura cinturiana se ocultaba debajo de un mono de oficial de la armada marciana tres tallas más corto y unas cinco más ancho, le parecía igual de guapa. Tenía el pelo largo y ondulado atado en una coleta despeinada detrás de la cabeza. Sus facciones estaban formadas por una mezcla apabullante de rasgos asiáticos, sudamericanos y africanos que eran poco comunes hasta en el crisol de culturas que era el Cinturón. Miró su reflejo de granjero de Montana de pelo castaño en la consola apagada y se sintió muy vulgar en comparación.
—Ya sabes que me gustan mucho todas las cosas que te hagan decir la palabra «romántico» —respondió Holden—. Pero me temo que no tengo el mismo entusiasmo que tú. Habíamos empezado salvando el Sistema Solar de una terrible amenaza alienígena. Y mira cómo hemos acabado.
Holden solo había conocido bien a un policía, y no durante mucho tiempo. Durante la enorme y desagradable serie de jodiendas que habían pasado a englobarse bajo el apelativo de «el incidente de Eros», Holden había trabajado un tiempo con un hombre delgado, anodino y depresivo llamado Miller. Cuando se conocieron, Miller ya había abandonado su trabajo en las autoridades para seguir investigando de forma obsesiva el caso de una persona desaparecida.
No se podía decir que hubieran sido amigos, pero habían conseguido evitar que la especie humana acabara desapareciendo debido a unas maquinaciones corporativas y un arma alienígena que, durante toda la historia de la humanidad, se había confundido con una luna de Saturno. Por esa parte, al menos, aquella colaboración había sido útil.
Holden había sido oficial de la armada durante seis años. Había visto morir a gente, pero solo desde la comodidad de su pantalla de radar. En Eros, había visto morir a miles de personas, de cerca y de manera terrible. Él mismo se había visto obligado a matar a algunas. La dosis de radiación que había recibido allí lo obligaba a tomar medicación de manera regular para acabar con los tumores que no dejaban de aflorar en su cuerpo. Aun así, había salido mejor parado que Miller.
Gracias a Miller, aquella infección alienígena había caído en Venus en lugar de la Tierra, pero el impacto no había acabado con la amenaza. Fuera lo que fuera lo que pretendiera hacer aquella confusa programación alienígena que se apropiaba de todo, era algo que seguía ocurriendo bajo el cielo encapotado del planeta. Y nadie hasta el momento había sido capaz de sacar una conclusión científica al respecto más allá de un: «Vaya, qué raro».
Aquel viejo y fatigado inspector cinturiano había entregado su vida para salvar a la humanidad.
Y salvar a la humanidad había hecho que Holden fuera contratado por la Alianza de Planetas Exteriores para perseguir piratas. Hasta en los peores días, tenía la certeza de que era el que había salido mejor parado de todo aquello.
—Treinta segundos para interceptarlos —anunció Alex.
Holden volvió a centrarse en el presente y llamó a ingeniería.
—¿Estás bien amarrado ahí abajo, Amos?
—Hecho, capi. Estoy listo. Intentad que no acribillen a mi niña.
—Hoy nadie va a acribillar a nadie —dijo Holden, antes de desconectarse. Naomi arqueó una ceja interrogativa al oírlo—. Naomi, activa las comunicaciones. Quiero hablar con esos amigos que tenemos ahí fuera.
Un segundo después, los controles de comunicaciones aparecieron en su consola. Apuntó el haz estrecho hacia la nave pirata y esperó a que el indicador de conexión se pusiera de color verde. Cuando lo hizo, dijo:
—Carguero ligero sin identificar, aquí el capitán James Holden del torpedero Rocinante de la Alianza de Planetas Exteriores. Responda, por favor.
No oyó nada en los auriculares, a excepción del ruido quedo y ambiental de la estática que se oía de fondo debido a la radiación.
—Mirad, chicos, esto no es un juego. Sabéis quién soy. También sabéis que hace cinco días atacasteis el carguero de alimentos Sonámbulo, desconectasteis sus motores y robasteis seis mil kilos de proteínas y todo el aire. Eso es todo lo que necesito saber sobre vosotros.
El silencio y la estática no cesaron.
—Así que este es el trato. Estoy cansado de seguiros y no voy a permitir que me retraséis hasta que os dé tiempo de arreglar la nave y vuelva a empezar otra de estas divertidas persecuciones. Si no nos enviáis vuestra rendición incondicional en los próximos sesenta segundos, voy a dispararos un par de torpedos con cabezas de plasma de alto rendimiento y convertir vuestra nave en un brillante amasijo de chatarra. Luego volveré a casa y dormiré como un bebé.
La estática cesó al fin cuando se oyó la voz de un chico que parecía demasiado joven para alguien que hubiera decidido vivir de la piratería.
—No puedes hacer eso. La APE no es un gobierno de verdad. No tienes respaldo legal para hacerme nada, capullo, así que lárgate de aquí —dijo la voz, que no dejaba de sonar como si estuviera a punto de tener un berrinche adolescente.
—¿En serio? ¿Eso es lo único que se te ocurre? —respondió Holden—. Mira, olvídate del debate legal y de lo que es o no una autoridad gubernamental durante un momento. Échale un vistazo al retorno de las lecturas de mi nave en vuestro radar láser. Vosotros viajáis en un carguero ligero cochambroso al que alguien soldó un cañón Gauss de andar por casa, mientras que nosotros estamos en un torpedero marciano de tecnología punta con la potencia de fuego suficiente para reducir a cenizas una luna pequeña.
La voz no respondió.
—Chicos, aunque no aceptéis que soy una autoridad legal de verdad, ¿no creéis que si quisiéramos podríamos haceros pedazos?
El canal de comunicaciones continuó en silencio.
Holden suspiró y se frotó el tabique. A pesar de la cafeína, todavía le seguía doliendo la cabeza. Dejó abierto aquel canal con la nave pirata y abrió otro con la cabina.
—Alex, dispara una ráfaga corta con los cañones de defensa en punta delanteros hacia el carguero. Apunta al centro de la nave.
—¡Un momento! —gritó el chico de la otra nave—. ¡Nos rendimos, joder!
Holden se estiró en la ingravidez, algo que disfrutó mucho después de haber pasado varios días en aceleración, y luego sonrió. «Hoy nadie va a acribillar a nadie, sí, señor.»
—Naomi, diles a nuestros nuevos amigos cómo te pueden ceder el control remoto de su nave y llevémoslos a la estación Tycho para que los tribunales de la APE se encarguen del resto. Alex, cuando vuelvan a poner en marcha sus motores, traza el rumbo adecuado para un cómodo viaje a medio g. Yo estaré en la enfermería, buscando aspirinas.
Holden se desabrochó el arnés del asiento de colisión y se empujó hacia la escalerilla de la cubierta. Su terminal portátil empezó a sonar por el camino. Era Fred Johnson, el líder de la APE y su jefe particular en la estación de fabricación Tycho, que ahora también servía como cuartel general de la APE.
—¿Qué pasa, Fred? Hemos pillado a unos piratas malvados y los llevamos ante la justicia.
La cara negra y estirada de Fred se arrugó para formar una sonrisa.
—¿Y ese cambio? ¿Os habéis cansado de hacerlos estallar?
—Qué va, pero por fin hemos encontrado a unos que me han creído al decirles que lo haría.
Fred frunció el ceño.
—Mira, Jim, no te llamo para eso. Necesito que vuelvas a Tycho lo más rápido posible. Está pasando algo en Ganímedes...
3
Prax
Praxidike Meng estaba de pie, apoyado en el marco de la entrada del granero de preparación y mirando cómo se mecían en los campos unas hojas de un verde tan fuerte que parecían de color negro, cuando entró en pánico. El techo abovedado de la cúpula que tenía encima estaba más oscuro de lo normal. La energía de los LED para el crecimiento de las plantas se había cortado y los espejos... en los espejos no quería ni pensar.
Las luces parpadeantes de las naves que combatían en el cielo parecían errores de una pantalla barata, colores y movimientos que no deberían haber estado ahí. La señal de que algo iba rematadamente mal. Se humedeció los labios. Tenía que haber una forma. Tenía que haber una manera de salvarlos.
—Prax —dijo Doris—. Tenemos que irnos. Ahora mismo.
La Glicina kenon, un tipo de brote de soja tan modificado que parecía una nueva especie, se había convertido en toda una innovación para la botánica agrícola de bajo presupuesto y representaba los últimos ocho años de su vida. Eran el motivo de que sus padres todavía no hubieran visto en persona a su nieta. Esas y otras pocas cosas habían destrozado su matrimonio. Era capaz de distinguir las sutiles diferencias de los ocho tipos de cepas de cloroplastos de diseño que se podían otear en los campos y que se enfrentaban para obtener la mayor cantidad de proteínas por fotón. Le temblaban las manos. Tenía náuseas.
—Quedan unos cinco minutos para el impacto —informó Doris—. Tenemos que evacuar.
—No veo nada —dijo Prax.
—Se acerca muy rápido. Cuando lo veas, será demasiado tarde. Ya se han ido todos. Somos los últimos. Sube al ascensor de una vez.
Los grandes espejos orbitales siempre habían sido sus aliados, resplandeciendo hacia los campos como cientos de soles mortecinos. No podía creer que lo hubieran traicionado. Era una locura. El espejo que apuntaba justo hacia la superficie de Ganímedes (hacia su invernadero, sus brotes de soja, el trabajo de su vida) no había tomado ninguna decisión en absoluto. Era víctima de la causalidad, como todo lo demás.
—Estoy a punto de marcharme —sentenció Doris—. Si te quedas aquí cuatro minutos más, morirás.
—Espera —dijo Prax.
Entró corriendo en la cúpula, se arrodilló al borde del campo más cercano y empezó a excavar en la tierra oscura y fértil. Olía como a buen pachuli. Enterró los dedos lo más hondo que pudo y cogió un cepellón. Sacó aquella planta pequeña y frágil.
Doris se encontraba en el ascensor industrial, lista para descender hacia las cuevas y túneles de la estación. Prax corrió hacia ella. Teniendo en las manos una planta que salvar, de pronto la cúpula le pareció de una peligrosidad terrible. Se lanzó para atravesar la puerta y Doris pulsó la pantalla de control. La espaciosa habitación de metal del ascensor se sacudió y empezó a moverse hacia abajo. Solía usarse para transportar equipamiento pesado: el arado, el tractor y las toneladas de humus que salían de las plantas de procesado de la estación. En ese momento, solo los transportaba a los tres: a Prax, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, el plantón de brotes de soja que tenía en su regazo y Doris, que no dejaba de morderse el labio inferior mientras miraba su terminal portátil. El ascensor parecía demasiado grande.
—El espejo podría fallar —dijo Prax.
—Podría. Pero no dejan de ser mil trescientas toneladas de metal y cristal. La onda expansiva será muy grande.
—Puede que la cúpula aguante.
—No —dijo ella, y Prax dejó de hablarle.
El ascensor zumbó y rechinó a medida que descendía a través de la capa de hielo de la superficie hacia la red de túneles que formaba el grueso de la estación. El aire olía a piezas sobrecalentadas y lubricante industrial. Ni siquiera en aquellas circunstancias Prax terminaba de creerse lo que ocurría. No podía creer que aquellos militares gilipollas hubieran empezado a dispararse. No creía que alguien pudiera ser tan corto de miras, aunque parecía que se había equivocado.
En los meses posteriores a la ruptura de la alianza Tierra-Marte, Prax había pasado de tener un miedo intenso y constante a albergar una esperanza prudente, y luego había terminado por despreocuparse. Cada día que pasaba sin que la Organización de Naciones Unidas o los marcianos actuaran no era sino una prueba más de que seguirían así. Había llegado a pensar que todo estaba mucho más estable de lo que parecía. Aunque las cosas se torcieran y estallara una guerra abierta, no tendría lugar allí. Ganímedes era el lugar de donde salía la comida. Gracias a su magnetosfera, era el lugar más seguro para la gestación de las mujeres embarazadas y se promocionaba como el lugar en el que se daban menos casos de defectos de nacimiento o niños que nacían fallecidos de todos los planetas exteriores. Era el núcleo de todo lo que hacía posible la expansión de la humanidad en el Sistema Solar. El trabajo que hacían era valioso pero delicado al mismo tiempo, por lo que los mandamases nunca dejarían que la guerra llegara hasta allí.
Doris soltó una maldición. Prax la miró. La mujer se pasó una mano por el pelo liso y canoso, se giró y escupió.
—Hemos perdido la conexión —dijo mientras sostenía el terminal portátil—. La red ha pasado a modo seguro.
—¿Quién lo ha hecho?
—La seguridad de la estación. Naciones Unidas. Marte. ¿Cómo quieres que lo sepa?
—Pero si...
Sintió la conmoción como si el techo del ascensor hubiera recibido el golpe de un puño inmenso. Los frenos de emergencia se activaron con un tañido que hizo que se le estremecieran los huesos. Se apagaron las luces y los engulló la oscuridad durante dos latidos hiperveloces. Cuatro LED de emergencia que funcionaban con baterías se encendieron y al momento se apagaron de nuevo, cuando volvió la energía del ascensor. Empezaron a efectuarse diagnósticos de errores críticos: los motores zumbaban, los seguros hacían ruidos y en la interfaz de seguimiento se acumulaban las sumas de comprobación, como si un atleta estuviera haciendo estiramientos antes de una carrera. Prax se levantó y anduvo hacia el panel de control. Los sensores del hueco del ascensor informaron de que la presión atmosférica era mínima y empezaba a desaparecer. Sintió un escalofrío cuando las puertas de contención se cerraron en algún lugar encima de ellos y la presión exterior empezó a aumentar. El aire del hueco había escapado hacia el espacio antes de que los sistemas activaran el cierre de emergencia. La cúpula de Prax corría peligro.
La cúpula de Prax ya no existía.
Se llevó una mano a la boca, sin darse cuenta de que se embadurnaba de tierra la barbilla hasta que ya se había manchado. Una parte de su mente pensaba en las cosas que necesitaba hacer a partir de ese momento para salvar el proyecto: contactar con el jefe de proyecto de RMD-Southern, volver a presentar la solicitud de ayudas y recuperar las copias de seguridad para reconstruir las muestras de inserción vírica. La otra parte de su mente se había quedado quieta e irradiaba una tranquilidad que daba miedo. Aquella sensación de ser dos personas diferentes, una que tomaba medidas desesperadas y otra presa del estupor causado por sentir la muerte tan de cerca, se parecía a las últimas semanas de su matrimonio.
Doris se giró hacia él, con una mueca agotada pero jovial en los labios. Extendió una mano.
—Ha sido un placer trabajar con usted, doctor Meng.
El ascensor zozobró y los frenos de emergencia se soltaron. Se oyó otro impacto a mucha más distancia. Era un espejo o una nave que caía. Soldados que se disparaban en la superficie. Quizás hasta luchaban a más profundidad dentro de la estación. No había manera de saberlo. Prax le estrechó la mano.
—Doctora Bourne —dijo—. Ha sido un honor.
Se tomaron un largo momento de silencio junto a las tumbas de sus antiguas vidas. Doris suspiró.
—Bueno —dijo—, larguémonos de aquí.
La guardería donde se quedaba Mei estaba a mucha profundidad en la luna, pero la estación de metro se encontraba tan solo a unos cientos de metros del muelle de carga del ascensor, y se podía llegar rápido a ella en menos de diez minutos. O se habría podido, si corrieran durante todo el recorrido. Prax vivía desde hacía tres décadas en Ganímedes y ni siquiera se había dado cuenta nunca de que las estaciones de metro tuvieran puertas de seguridad.
Los cuatro soldados que estaban apostados delante de las puertas cerradas de la estación llevaban una armadura de placas gruesas pintada del mismo color beis y acero que las paredes del pasillo. Empuñaban grandes e intimidatorios rifles de asalto y miraban con el ceño fruncido a la docena o más de personas que los rodeaban.
—Soy miembro de la junta de transporte —decía una mujer alta, delgada y de piel oscura a uno de ellos, clavando un dedo en la pechera de un soldado con cada palabra—. Si no nos dejas pasar, vas a tener problemas. Problemas gordos.
—¿Cuánto tiempo va a estar inoperativa? —preguntó un hombre—. Tengo que volver a casa. ¿Cuánto tiempo va a estar inoperativa?
—Señoras y señores —gritó la soldado de la izquierda. Tenía una voz potente que se abrió paso a través de los murmullos y susurros de la multitud, como si fuera una profesora dirigiéndose a unos alumnos inquietos—. Este asentamiento está clausurado por seguridad. Hasta que cesen las acciones militares, no puede haber movimiento entre niveles, a no ser que se trate de personal oficial.
—¿De parte de quién estáis? —gritó alguien—. ¿Acaso sois marcianos? ¿De parte de quién estáis?
—Mientras tanto —continuó la soldado, ignorando aquella pregunta—, vamos a pedirles a todos que tengan paciencia. Cuando el desplazamiento sea seguro, se abrirá el transporte en metro. Hasta ese momento, les rogamos que permanezcan en calma por su propia seguridad.
Prax no sabía que iba a hablar hasta que oyó su propia voz. Le sonó gimoteante.
—Mi hija está en el nivel ocho. Tiene la escuela allí abajo.
—Todos los niveles están cerrados por seguridad, señor —respondió la soldado—. Estará bien. Tiene que tener paciencia.
La mujer de piel oscura de la junta de transporte se cruzó de brazos. Prax vio que dos hombres dejaban de empujar y volvían al pasillo estrecho y oscuro, donde se pusieron a hablar entre ellos. Estaban cerca de la superficie, en los túneles más antiguos donde el aire olía a recicladores, a plástico, calor y aromas artificiales. Y en esos momentos, también a miedo.
—Señoras y señores —gritó la soldado—, tienen que mantener la calma y quedarse donde están hasta que se haya resuelto la situación militar, por su propia seguridad.
—¿Y cuál es esa situación militar? —preguntó una mujer al lado de Prax, con un tono que exigía respuesta.
—Evoluciona con rapidez —respondió la soldado. Prax notó un matiz peligroso en su voz. Aquella soldado tenía tanto miedo como ellos. La única diferencia era que iba armada, así que aquello no iba a funcionar. Tenía que encontrar otra manera. Prax se alejó de la estación de metro mientras sostenía en la mano la única Glicina kenon que le quedaba.
Cuando trasladaron a su padre desde los centros más poblados de la luna Europa para ayudar a construir un laboratorio de investigación en Ganímedes, Prax tenía ocho años. La construcción había durado diez años, en los que había pasado por una adolescencia complicada. Cuando ya preparaban la mudanza para viajar a un asteroide de órbita extraña alrededor de Neptuno que su padre tenía como nuevo destino, Prax no se marchó. Había conseguido un puesto de botánico becario mediante el que pensaba que podría plantar marihuana ilegal y sin impuestos, pero descubrió que uno de cada tres becarios había tenido la misma idea. Se pasó cuatro años buscando un armario olvidado o un túnel abandonado que no estuviera ocupado por un experimento hidropónico ilegal, y aquello había hecho que se orientara muy bien en los túneles.
Anduvo a través de los pasillos viejos y estrechos de la primera época de la construcción. Había hombres y mujeres sentados y apoyados contra las paredes o en los bares y restaurantes, con las caras inexpresivas, enfadadas o asustadas. Las pantallas mostraban viejos programas de entretenimiento en bucle: música, teatro o arte abstracto, en lugar de los canales de noticias que solían verse. Ningún terminal portátil emitió el sonido de haber recibido un mensaje.
Cerca de los conductos de aire centrales, encontró lo que buscaba. En las zonas de mantenimiento de transporte siempre había unos viejos escúteres eléctricos tirados. Ya no se usaban. Como Prax era investigador sénior, su terminal portátil le permitió atravesar la valla metálica oxidada. Encontró un escúter con un sidecar y la mitad de la batería cargada. Hacía siete años que no se subía en uno. Puso la Glicina kenon en el sidecar, ejecutó la secuencia de diagnóstico y luego salió del conducto.
En las primeras tres rampas había soldados como los que se acababa de encontrar en la estación de metro. Prax no se molestó en detenerse. La cuarta, un túnel de suministros que llevaba desde los almacenes de la superficie hacia los reactores, estaba vacía. Prax se detuvo y la moto quedó en silencio. Había un aroma fuerte y acre que no supo identificar. Poco a poco, aparecieron otros detalles. Unas marcas de quemaduras en la consola de pared y manchas de algo oscuro por todo el suelo. Oyó sonidos en la distancia y tardó un poco en darse cuenta de que se trataba de disparos.
«Evoluciona con rapidez», por lo visto, significaba que estaban librándose combates en los túneles. Apareció en su mente la imagen del aula de Mei agujereada por los disparos y llena de la sangre de los niños, con una lucidez que parecía un recuerdo en lugar de su imaginación. Volvió a sentir el mismo pánico que en la cúpula, pero amplificado cien veces.
—Estará bien —dijo a la planta que estaba a su lado—. No permitirán que haya disparos en la guardería. Allí hay niños.
Las hojas de color verde fuerte ya empezaban a marchitarse. Seguro que no llevarían la guerra hasta los niños. Ni a los suministros de comida. Ni a las frágiles cúpulas agriculturales. Las manos volvieron a temblarle, pero no tanto como para impedirle conducir.
La primera explosión tuvo lugar mientras bajaba por la rampa del séptimo al octavo nivel, junto a una de las altas cavernas sin terminar donde el hielo de la luna había empezado a gotear y a congelarse de nuevo, lo que le daba una apariencia a medio camino entre una obra de arte y una gran zona verde. Hubo un resplandor, sintió un golpetazo y la moto empezó a derrapar. Un muro se acercaba a él a toda velocidad y Prax estiró la pierna para evitar el impacto. Encima de él oyó gritos. Tropas que irían ataviadas con armaduras y se comunicarían por radio. Eso fue lo que creyó, al menos. Aquellos gritos debían de proferirlos la gente normal. Una segunda explosión retumbó en la pared de la caverna, y un pedazo de hielo cerúleo del tamaño de un tractor se desprendió del techo, cayó lenta e inexorablemente hacia el suelo y se hizo pedazos en él. Prax se esforzó para mantener la moto en pie. Sintió que el corazón se le iba a salir del pecho.
En la parte superior de la rampa curvada, vio unas siluetas con armaduras. No sabía si eran marines de la ONU o de Marte. Uno de ellos se giró hacia él y levantó un rifle. Prax aceleró la moto y bajó por la rampa a toda velocidad. Dejó a su paso el zumbido de las armas automáticas y el olor a vapor y a humo.
Las puertas de la escuela estaban cerradas. Prax no habría sabido decir si era buena o mala señal. Detuvo la moto tambaleante y bajó de ella. Sentía las piernas débiles e inestables. Intentó llamar con tranquilidad a las puertas cerradas de acero, pero con el primer intentó se levantó la piel de los nudillos.
—¡Abrid! ¡Mi hija está ahí dentro! —Sonaba como un loco, pero alguien de dentro lo oyó o lo vio por el monitor de seguridad. Las placas articuladas de acero de la puerta vibraron y empezaron a elevarse. Prax se agachó y se escabulló dentro.
Solo había visto unas pocas veces a la nueva profesora, la señorita Carrie, cuando iba a dejar o a recoger a Mei. No pasaría de los veinte años y tenía la complexión alta y delgada propia de los cinturianos. No la recordaba con aquella expresión tan sombría.
El aula estaba intacta, a pesar de todo. Los niños formaban un círculo y cantaban una canción que hablaba de viajar por el Sistema Solar, en la que se rimaba con el nombre de la mayor parte de los asteroides. No había sangre ni agujeros de bala, pero el olor a plástico quemado empezaba a filtrarse por los conductos de ventilación. Tenía que llevar a Mei a un lugar seguro. Pero no sabía con seguridad dónde. Miró hacia el corro de niños y buscó la cara y el pelo de su hija.
—Mei no está aquí, señor —dijo la señorita Carrie entre susurros, con la voz tensa—. Su madre se la ha llevado esta mañana.
—¿Esta mañana? —preguntó Prax, aunque lo que más le llamó la atención fue lo de «su madre». ¿Qué hacía Nicola en Ganímedes? Había recibido un mensaje suyo sobre el juicio por la manutención dos días antes, y era imposible que hubiera viajado de Ceres a Ganímedes en dos días...
—Poco después del desayuno —explicó la profesora.
—O sea, que la han evacuado. Ha venido alguien y ha evacuado a Mei.
Hubo otra explosión que hizo que el hielo se estremeciera. Un niño soltó un aullido agudo y cargado de miedo. La profesora paseó la mirada entre el niño y él. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja.
—Su madre ha venido justo después del desayuno. Se ha llevado a Mei. No ha estado aquí en todo el día.
Prax sacó su terminal portátil. Seguía sin conexión, pero su fondo de pantalla era una foto del primer cumpleaños de Mei, cuando las cosas todavía iban bien. Parecía que había transcurrido una eternidad. Levantó la foto y señaló a Nicola, que reía mientras sostenía aquella cosita rechoncha y adorable que había sido Mei.
—¿Era ella? —preguntó Prax—. ¿Ha estado ella aquí?
La confusión que vio en la cara de la profesora fue respuesta suficiente. Había habido un error. Alguien, que podría haber sido una nueva niñera, una trabajadora social o algo parecido, había pasado por allí para recoger a un niño y se había confundido.
—Estaba en los registros informáticos —dijo la profesora—. Estaba en el sistema. Su foto estaba allí.
Las luces parpadearon. Cada vez olía más a humo, y los recicladores de aire zumbaban más alto y chisporroteaban para succionar todas las partículas del aire. Un niño cuyo nombre Prax debería haber sabido lloriqueaba, y la profesora se intentó girar hacia él por acto reflejo. Prax la agarró por el codo y tiró con fuerza.
—No, ha cometido un error —dijo él—. ¿A quién ha entregado a Mei?
—¡El sistema confirmaba que era su madre! Tenía identificación. Todo parecía correcto.
Se oyó el sonido entrecortado y amortiguado de una ráfaga de disparos que venía de los pasillos. Alguien gritó fuera y los niños empezaron a chillar. La profesora liberó su brazo. Algo golpeó la puerta cerrada.
—Tendría unos treinta años. Pelo y ojos negros. La acompañaba un doctor, estaba en el sistema y Mei no ha protestado en absoluto.
—¿Se han llevado su medicina? —preguntó él—. ¿Se han llevado su medicina?
—No. No lo sé. No lo creo.
Prax sacudió a la mujer sin querer. Solo una vez, pero con fuerza. Si Mei no tenía su medicina, ya se habría saltado la dosis de mediodía. Puede que solo consiguiera aguantar hasta la mañana siguiente antes de que su sistema inmunológico comenzara a fallar.
—Enséñemela —dijo Prax—. Enséñeme la foto de la mujer que se la ha llevado.
—¡No puedo! ¡El sistema está caído! —gritó la profesora—. ¡Están matando a gente en los pasillos!
El corro de niños se disolvió entre gritos y más gritos. La profesora se echó a llorar y se cubrió la cara con las manos. Parecía que la tristeza emanaba de sus poros. Prax podía sentir un pánico animal saltando por su cerebro. La repentina calma no fue suficiente para obviarlo.
—¿Hay algún túnel de evacuación? —preguntó Prax.
—Nos han dicho que nos quedemos aquí —respondió la profesora.
—Y yo le digo que evacúe —replicó Prax, aunque no dejaba de pensar que tenía que encontrar a Mei.
4
Bobbie
Cuando recuperó la conciencia, fue con dolor y un zumbido recalcitrante. Bobbie parpadeó para intentar despejarse y ver dónde se encontraba. Tenía la vista muy desenfocada. Aquel zumbido resultó ser una alarma de su armadura. Unas luces de colores refulgieron en su cara cuando el visor táctico le mostró unos datos que no era capaz de leer. Se encontraba a mitad de un reinicio y las alarmas se sucedían una detrás de otra. Intentó mover los brazos y llegó a la conclusión de que, aunque se encontraba débil, no estaba paralizada ni inmovilizada. El gel amortiguador de la armadura había vuelto a su estado líquido.
A la luz tenue que era capaz de discernir a través de la protección facial de su casco vio que algo se movía a través del cristal. Una cabeza que oscilaba y no dejaba de entrar y salir de su campo de visión. Luego oyó un chasquido cuando alguien conectó un cable al puerto externo de la armadura. Un médico militar que descargaba los datos sobre su condición física.
Oyó por los altavoces de la armadura una voz masculina y joven que dijo:
—Tranquila, artillera. La tenemos. Todo irá bien. Todo va a ir bien. Aguante.
Todavía no había terminado de pronunciar la última palabra cuando Bobbie se volvió a desmayar.
Despertó dando bandazos por un túnel blanco en una camilla. Ya no llevaba puesta la armadura. Bobbie tenía miedo de que los médicos de campaña no se hubieran tomado el tiempo necesario para quitársela bien y hubieran usado el dispositivo que rompía las junturas y las zonas articuladas. Era una forma sencilla de sacar a un soldado herido de un exoesqueleto acorazado de cuatrocientos kilos, pero el proceso destruía la armadura. Bobbie sintió una punzada de remordimiento ante la posibilidad de perder su vieja y leal amiga.
Un momento después recordó que habían hecho pedazos a los miembros de su pelotón delante de sus narices, y la tristeza por haber perdido su armadura le pareció trivial y ofensiva.
La camilla dio una sacudida y Bobbie sintió un calambre en la espalda que hizo que se volviera a desmayar.
—Sargenta Draper —dijo una voz.
Bobbie intentó abrir los ojos, pero se dio cuenta de que no era capaz. Cada párpado le pesaba una tonelada y el simple hecho de intentarlo la dejó exhausta. Intentó responder a la voz, lo que la hizo sentir sorpresa y vergüenza al mismo tiempo cuando oyó los balbuceos etílicos que salieron de su boca.
—Apenas está consciente —dijo la voz. Era una voz masculina, dulce y grave. Tenía un tono de preocupación, pero también cierta calidez. Bobbie quiso que aquella voz no dejara de hablar hasta que volviera a perder la consciencia.
—Déjala descansar. Intentar que recupere del todo la conciencia en estos momentos puede ser peligroso —advirtió otra voz, esta femenina y aguda.
—No me importa si muere, doctora. Necesito hablar con la soldado y no puedo esperar, así que dele lo que sea para conseguirlo —dijo la voz amable.
Bobbie sonrió para sus adentros, ya que no fue capaz de analizar las palabras que decía aquella bonita voz, solo escuchar su tono amable y educado. Le pareció bonito que alguien así se preocupara por ella. Sintió que iba a volver a desmayarse y saludó a la oscuridad como si se tratara de una vieja amiga.
Un fuego abrasador recorrió la columna vertebral de Bobbie, que se irguió en la cama de un salto, más despierta que nunca en su vida. Era la misma sensación que cuando le inyectaban el zumo, el cóctel de productos químicos que suministraban a los tripulantes de las naves para mantenerlos conscientes y alerta durante las maniobras a alta aceleración. Bobbie abrió los ojos y los volvió a cerrar de improviso cuando la luz blanca y brillante de la habitación casi se los achicharra.
—Apagad las luces —farfulló, con un hilo de voz salido de su garganta seca.
El resplandor rojo que se colaba a través de sus párpados se hizo más débil, pero cuando intentó volver a abrirlos todavía había demasiada luz. Alguien le cogió la mano y se la sostuvo mientras ponía en ella una taza.
—¿Puede sostenerla? —preguntó la voz amable.
Bobbie no respondió. Solo se llevó la taza a la boca y bebió toda el agua de dos sorbos, con desesperación.
—Más —dijo, con una voz que ya se parecía más a la suya.
Oyó el ruido de alguien que arrastraba una silla y luego pasos que resonaban en las baldosas del suelo al alejarse. El breve vistazo que había dado a la estancia le confirmó que se encontraba en un hospital. Podía oír el zumbido eléctrico de las máquinas médicas cerca de ella y oler la disputa que había entre el aroma de los antisépticos y el de la orina. Oyó el sonido de un grifo unos momentos y luego los pasos se acercaron a ella. Le volvieron a poner la taza en la mano y en esta ocasión dio pequeños sorbos y dejó que el agua le recorriera la boca antes de tragarla. Era fresca y deliciosa.
—¿Más? —preguntó aquella voz cuando Bobbie terminó de beber.
Bobbie negó con la cabeza.
—Quizá después —respondió. Y luego añadió—: ¿Estoy ciega?
—No. Se le ha administrado una combinación de drogas de concentración y anfetaminas muy fuerte. Por eso tiene las pupilas tan dilatadas. Perdone por no acordarme de aflojar las luces antes de que despertara.
La voz seguía emanando amabilidad y cordialidad. Bobbie quería ver la cara de aquella persona, por lo que se arriesgó a escudriñar a través de un ojo. La luz no la molestó como antes, pero seguía sintiéndose incómoda. El propietario de aquella voz tan amable resultó ser un hombre alto y delgado con un uniforme de los servicios de inteligencia de la armada. Tenía las facciones muy marcadas, como si la calavera hiciera fuerza para salirse de ella. Le dedicó una sonrisa terrorífica que era poco más que un gesto en las comisuras de sus labios.
—Sargenta de artillería Roberta W. Draper de la Segunda Fuerza Expedicionaria de Infantería de Marina —dijo el hombre. Su voz no encajaba para nada con su apariencia, y Bobbie se sintió como si estuviera viendo una película doblada a partir de otro idioma.
Pasaron varios segundos sin que el hombre dijera nada más, así que Roberta respondió.
—Sí, señor. —Luego miró sus condecoraciones y añadió—: Capitán.
Consiguió abrir los dos ojos sin que le dolieran, pero empezó a sentir un extraño hormigueo en las extremidades que hizo que se le entumecieran y le temblaran al mismo tiempo. Reprimió la necesidad de moverlas.
—Sargenta Draper, soy el capitán Thorsson y estoy aquí para recibir su informe. Hemos perdido a todo su pelotón. Ha tenido lugar una batalla campal de dos días entre las fuerzas de las Naciones Unidas y la República Congresual de Marte en Ganímedes. Los cálculos más recientes estiman unas pérdidas de cinco mil millones de dólares en daños estructurales para la RCM y también la muerte de casi tres mil militares y civiles.
Volvió a hacer una pausa, sin dejar de mirarla con unos ojos entrecerrados que brillaban como los de una serpiente. Bobbie no estaba segura de qué esperaba que respondiera.
—Sí, señor —se limitó a decir.
—Sargenta Draper, ¿podría explicarme por qué su pelotón disparó y destruyó el puesto de avanzada militar de la ONU en la cúpula catorce?
La pregunta era tan ilógica para ella que Bobbie dedicó varios segundos a tratar de averiguar qué significado real tenía.
—¿Quién le dio la orden de empezar a disparar y por qué?
Era imposible que estuviera preguntando por qué los soldados habían empezado la trifulca. ¿No sabía nada del monstruo?
—¿No sabe nada del monstruo?
El capitán Thorsson no se movió, pero arrugó las comisuras de sus labios y frunció tanto el ceño que le aparecieron arrugas en la frente.
—Monstruo —repitió él, sin perder