1.ª edición: noviembre, 2017
© 2017, Begoña Gambín
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 9788490699171
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A todos aquellos que me han dedicado una
palabra de aliento y se han alegrado por mí.
No tengo palabras suficientes para agradeceros
el ánimo y la fuerza que me habéis transmitido.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Agradecimientos
Promoción
Capítulo 1
Elsa se encontraba tras los cristales de la ventana de su habitación. Miraba, sin ver, el paisaje tranquilo de su ciudad natal. Sabía que iba a añorarlo pero, aun así, no conseguía concentrarse en este para que su retina lo grabase para siempre.
Los últimos acontecimientos ocurridos en su vida conseguían distraerla y, a través de sus ojos, solo alcanzaba a ver las imágenes dolorosas que habían provocado su situación actual.
Ella era una mujer fuerte y decidida, y cuando tomaba una decisión, no daba marcha atrás. Su vida, hasta ahora, había transcurrido de forma plácida, mientras conseguía año tras año, lo que se proponía: deseó conquistar al chico más guapo y solicitado del instituto y lo logró; luego quiso diplomarse en enfermería y lo hizo como número uno de su promoción; se empeñó en trabajar en el mejor hospital de su ciudad y allí había estado trabajando hasta ese día; ahora se había propuesto dar un giro a su vida y se disponía a ello.
No sabía lo que el destino le depararía fuera de su confortable hogar, pero necesitaba poner tierra, mar y aire de por medio. No quería encontrarse con Luis en cualquier esquina de la ciudad.
Había que tener en cuenta que llevaban diez años frecuentando los mismos lugares y relacionándose con los mismos amigos. No. No podía continuar viviendo allí, por lo menos por ahora…
Su instinto le hizo enfocar los ojos y fijarse en una silueta que acababa de cruzar la cancela de la casa de sus padres. Era inconfundible para ella. Cerró los ojos, apoyó la frente en el cristal y lanzó un suspiro tan profundo que empañó de vaho el cristal.
De inmediato le vino a la mente la imagen que más odiaba recordar en esos momentos: había adelantado su llegada a la casa que compartía con Luis desde hacía cinco años debido a que habían tenido una larga, dificultosa y exitosa operación en el hospital, y el cirujano jefe había decidido que todo el personal que había colaborado en esta se fuese de inmediato a descansar a sus respectivas casas. Había entrado cansada y con un fuerte dolor de cabeza, y se había dirigido hacia su habitación para quitarse la ropa y darse una reconfortante ducha.
Cuando traspasó la puerta entornada del dormitorio, se había encontrado con una escena dantesca: Luis intentaba ponerse los pantalones haciendo equilibrios sobre un solo pie y con el cuerpo desnudo por completo, mientras miraba con fijeza la entrada al cuarto. Al otro lado de la cama, Carla, una de sus amigas, en cueros, recogía con precipitación todas sus prendas esparcidas por el suelo y luego las apretaba con fuerza contra su cuerpo sin dirigir la mirada hacia donde acababa de aparecer Elsa.
—¡Elsa! —gritó Luis.
La joven se había quedado helada en el quicio de la puerta con los ojos desorbitados.
—Luis… Carla… —susurró.
Sus ojos se anegaron de lágrimas. Luis consiguió ponerse los pantalones y se dirigió hacia ella.
—¡No te acerques! ¡Ni me toques! —gritó con energía a la vez que alzaba los brazos con las palmas levantadas para impedir el avance de Luis.
El joven se detuvo con brusquedad y Elsa, que había perdido de golpe toda su fuerza, giró con lentitud y, arrastrando los pies, se dirigió hacia la salida de la casa. Cuando se encontró en la calle, no sabía qué hacer. Quería meterse en un rincón a llorar, pero acababa de dejar atrás su zona de confort, donde ella se encontraba a salvo de todo y donde su, hasta ese momento, novio la reconfortaba cuando tenía algún momento malo. Avanzó por la calle sin saber hacia dónde dirigirse, sin poder pensar con coherencia. Solo podía ver las imágenes que le habían traspasado el corazón como una puñalada. Su novio y su amiga Carla… ¿desde cuándo? ¿Cómo había podido hacerle eso Luis? Su novio era toda su vida. Estaba enamoradísima de él desde hacía diez años y su mundo giraba alrededor de Luis. ¿De verdad se merecía ella esto? Lo había dado todo por esta relación, absolutamente todo. Ese corazón que palpitaba cada vez que estaba junto a él acababa de romperse en miles de trozos. Su decepción había sido tan grande con él, con su Luis, su novio de toda la vida, su amor, que su cuerpo se había quedado sin sangre.
Sin rumbo fijo, se adentró en un parque cercano a su casa, a la casa de los dos… Lo recorrió hasta que llegó a un bosquecillo donde ella sabía que había un banco oculto entre los árboles y donde podría dar rienda suelta a sus sentimientos. Se sentó en él sin fuerzas. Sentía su cuerpo como si acabase de pasar un camión sobre este: le dolía hasta la más insignificante de sus pestañas. Gruesas lágrimas comenzaron a salir de entre sus párpados y rodaron por sus mejillas como abundantes cataratas. Echó el torso hacia adelante, apoyó la cabeza entre sus manos, y los codos en sus piernas. Su mente intentaba poner claras sus ideas; recordó los últimos tiempos intentando averiguar los posibles indicios de que esto estaba pasando ante sus narices. Sintió como si se le retorciese el estómago y miles de cristales lo perforaran. Cruzó sus brazos sobre el vientre y se curvó hacia adelante. Le faltaba la respiración y expulsaba fuertes bocanadas de aire por la boca. Era el primer gran golpe de su existencia y dolía. La vida había sido generosa con ella y le había dado lo más importante que hay en la vida: unos padres que la querían y que se desvivían por ella, así que todo lo había obtenido con relativa facilidad. Ahora debía gestionar esto. Su fama de mujer fuerte no podía sucumbir ante el primer golpetazo. Lloraría todo lo que tenía que llorar ahora, pero en cuanto cerrase el grifo, una nueva Elsa resurgiría de entre las cenizas, más valiente aún. Había visto muchas miserias en el hospital como para que un cabrón infiel la venciese. Elsa sabía quién era ella y de lo que era capaz. Tenía una gran fuerza de voluntad.
Durante largos minutos, casi una hora, Elsa no dejó de llorar, pero poco a poco se calmó y entonces percibió la vibración que su móvil producía en el pequeño bolso que todavía llevaba colgado en bandolera. Siempre lo tenía solo con vibración, sin sonido, cuando estaba en el trabajo, y todavía no lo había activado. Con movimientos lentos y desganados extrajo el móvil, encendió la pantalla y pudo comprobar que Luis le había llamado infinidad de veces. El chat del WhatsApp que tenía con él estaba inundado de mensajes. No. No iba a abrirlos ni le iba a contestar el teléfono. Para ella ya no existía Luis y, por supuesto, tampoco Carla. No le gustaban las confrontaciones ni las discusiones, así que no iba a tenerlas con Luis. No valía la pena. La decisión ya estaba tomada.
Le temblaban las manos y, como pudo, deslizó su dedo por la pantalla mirando sus contactos hasta que localizó a Paula. Era perfecta para estos casos. Su amiga Paula era una mezcla explosiva: extravagante y hippie, pero también era la más dulce y cariñosa de sus amigas; y la más empática y comprensiva. Sí, en estos momentos la necesitaba a ella. Era algo mayor que Elsa, poco, unos dos o tres años. Se habían conocido en el instituto. Paula estaba en el último curso, mientras que para ella era su primer año. Su amiga (entonces desconocida) había iniciado una huelga de hambre junto a otras compañeras del instituto para reivindicar cualquier derecho de la mujer (no recordaba bien cuál era) y ella, que ya tenía su vocación de enfermera, les había prestado una seudoasistencia sanitaria. Desde entonces se habían hecho amigas dentro del concepto de amistad que tenía Paula y que Elsa también compartía: cuando quieras, estoy ahí para ti, pero no esperes que todos los días de tu vida esté pendiente de lo que haces.
Elsa rozó con la yema de su dedo corazón el icono del teléfono verde para marcar el número de su amiga. Escuchó el soniquete de la llamada durante largos segundos hasta que oyó la voz de Paula.
—¡Elsa! ¡Qué alegría!
—Hola, Paula.
—Uy… qué voz… ¿Dónde estás? Voy para allá.
—Gracias. Te mando mi ubicación.
—Hasta ahora.
Colgaron las dos a la vez. Lo sabía: Paula era así. Tenía una sensibilidad especial para detectar cuando la necesitaban y no se andaba con subterfugios. Iba al grano.
Elsa era una morenaza guapísima con unas curvas de infarto, pero cuando su amiga logró localizarla, se encontró con un ser encogido sobre el banco con el pelo todo enmarañado. Sus brazos rodeaban sus piernas, y su cara la ocultaba sobre los muslos. Paula corrió hacia ella en cuanto la divisó, se sentó a su lado y la abrazó.
—¿Qué ocurre, Elsa? —la interrogó en un susurro junto a su oído para no asustarla.
La joven no hizo ningún gesto que dejase entrever que la había escuchado y que sabía que se encontraba a su lado; solo se percibían ligeros temblores en todo su cuerpo producidos por el llanto. Paula le acarició el cabello a la vez que se lo apartaba del rostro para poder observarla. Le dio un beso en la mejilla y reforzó el abrazo intentando transmitirle fuerza y calidez; le volvió a susurrar:
—Cariño, tranquilízate, por favor. Estoy aquí, contigo. Ven, abrázame, refúgiate en mí.
La amiga la cogió por los brazos para que la abrazara a ella y se recostara sobre su torso y así se sintiese protegida. Cuando Elsa le obedeció, la estrechó para sí, recostó la cabeza de su amiga en su hombro y la rodeó con sus brazos acariciando con sus manos su espalda y cabello. Poco a poco percibió como se tranquilizaba y su cuerpo dejaba de temblar. Cuando lo consideró oportuno, apartó el pelo del rostro de Elsa y, cogiendo su cabeza entre sus manos, la alzó y la colocó frente a la suya para mirar sus facciones.
—Elsa, cariño, mírame —le pidió mientras revisaba los efectos que había producido en la cara su actual estado.
La maltrecha joven elevó los ojos y la miró. Paula no pudo evitar hacer una mueca en su propio rostro al comprobar los destrozos que se habían ocasionado en la bella faz de su amiga. Tenía los párpados hinchados; alrededor del iris de sus hermosos ojos negros no se percibía ni una mota de color blanco, sino que estaban inyectados de multitud de venas rojas; la nariz colorada, hinchada y mocosa; su boca se mantenía en una mueca de inmensa tristeza; en fin, todo su rostro estaba rojo y repleto de manchurrones producidos por las lágrimas y los restregones del poco maquillaje que solía llevar al trabajo.
—No hace falta que me digas nada, cariño —le habló la joven con dulzura—. Dime solo si puedes andar. Tengo el coche muy cerquita. Te vienes conmigo a mi casa, ¿vale?
Elsa afirmó con un breve gesto de su cabeza. Sus ojos, a pesar de toda la hinchazón que tenían, reflejaban una tristeza tal que a su amiga se le encogió el corazón. Aun así, Paula hizo de tripas corazón, elevó las comisuras de los labios formando una leve sonrisa, la agarró por los hombros y se levantó con lentitud para ayudar a Elsa a alzarse del banco. Jamás había visto a su amiga así, ni siquiera llorar. La enfermera era una chica valiente y rara vez se quejaba o protestaba por algo, más bien todo lo contrario. Solía salir por sí misma de todas sus luchas, sin pedir nada a nadie, pero también era cierto que, a lo largo de su joven vida, no había pasado por momentos duros. Había tenido una vida bastante fácil. Además, una de las características más notables de Elsa era que siempre tenía una sonrisa en sus labios y usaba la ironía como nadie; estaba dispuesta en todo momento a echarse unas risas con los amigos. No sabía lo que le había pasado a la enfermera, pero lo que estaba claro era que había sido un gran golpe para ella.
—Bueno, ahora nos vamos a ir a mi casa y te vas a dar un bañito relajante mientras yo te preparo un chocolate calentito, ¿qué te parece? —le iba diciendo a la vez que la sostenía y la ayudaba a caminar.
En cuanto llegaron al coche, Paula abrió la puerta del acompañante y empujó levemente a Elsa para acomodarla en el asiento. La joven se dejó caer con un quejido casi imperceptible.
—¿Te duele algo, Elsa? —interrogó su amiga con la angustia reflejada en sus finas facciones.
—No, no —negó la enfermera y secundó lo dicho con movimientos bruscos de su cabeza.
—Bien, pues ponte cómoda —le pidió Paula al tiempo que intentaba coger el cinturón de seguridad—. Yo te ayudo a ponerte el cinturón, tranquila.
Cuando terminó de acomodar a su amiga, Paula le cerró la puerta y rodeó el coche para introducirse en este. En cuanto se sentó, se giró hacia Elsa.
—¿Estás preparada? ¿Nos vamos? —le preguntó mientras la miraba con ternura.
Elsa afirmó con un gesto de su cabeza que tenía reposada en el asiento. Sus ojos estaban cerrados y sus manos, sobre su regazo, las tenía entrelazadas con fuerza. Se le notaba el sufrimiento que estaba padeciendo por todos los poros de su piel. Paula arrancó su coche y condujo con sosiego, sin brusquedad, para no molestar a su amiga. Mientras atravesada la ciudad, parecía que Elsa se tranquilizaba un poco y, al fin, consiguió modular su voz, aunque en un tono muy leve.
—Gracias, Paula —musitó sin mirarla.
Paula desvió la mirada un segundo hacia su amiga.
—No hay de qué, cariño. No he hecho nada que no harías tú por mí —le respondió a la vez que alargaba el brazo derecho y le daba un apretón en sus retorcidas manos.
Cuando llegó al garaje del edificio donde estaba su casa, Paula ayudó a bajar del coche a Elsa. Subieron hasta su piso en el ascensor y, en cuanto entró en su pequeño apartamento, la condujo hasta el salón.
—Siéntate aquí, Elsa. Voy al aseo a prepararte la bañera y vuelvo enseguida —le ofreció a la vez que señalaba un cómodo sillón amarillo mostaza que se encontraba en el centro del salón.
Elsa hizo lo que Paula le decía y se dejó caer en el sillón. Su amiga, tras dedicarle una larga mirada, giró y se dirigió hacia el aseo. Desde allí, elevando la voz, comenzó a hablar con Elsa para intentar animarla.
—Verás que bien te vas a encontrar en cuanto tu cuerpo se relaje en el baño de espuma que te voy a preparar. Te voy a poner unas sales de sándalo que son una pasada, ya lo verás. Yo me las pongo cuando vengo cansada y siempre me quedo dormida en la bañera sin darme cuenta.
Paula hablaba y hablaba intentando distraer a Elsa de su problema y que enfocase su mente en ella. Era difícil, pero con paciencia…
La amiga de Elsa era una muchacha muy especial. Era la más altruista de todo el grupo de amigos. A pesar de haber pasado una infancia bastante dura, había sabido sobreponerse a todo eso y ahora dedicaba gran parte de su tiempo a ayudar a los demás en distintas ONG. Con su pelo rojo y su forma de vestir, medio hippie medio extravagante, mucha gente a lo largo de su vida la había etiquetado a priori como una persona bohemia, pero era todo lo contrario, y en cuanto hablaban con ella cinco minutos… los conquistaba.
Cuando volvió al salón, soltó su mochila multicolor que siempre llevaba colgada en su espalda y que era como el bolso de Mary Poppins. Nadie sabía cómo se las arreglaba, pero siempre llevaba en esta cualquier cosa que alguien necesitase. Se agachó junto a Elsa, cogió sus manos y la interrogó:
—¿Quieres que hablemos antes de bañarte o cuando salgas?
Ladeó su cabeza, esbozó una sonrisa mientras le guiñaba un ojo y continuó:
—Porque hablar, vas a hablar, amiga. No voy a permitir que rumies tú sola toda tu pena, así que hazte a la idea, guapa. Dime, ¿cuándo prefieres hablar, antes o después del baño?
Elsa la escudriñó, desvió la mirada al ver la seguridad en su cara y agachó la cabeza.
—Después.
—Vale. —Aceptó al mismo tiempo que se levantaba y tiraba con sus manos de las manos de Elsa para que se levantase—. Pues vamos al aseo que, mientras te desnudas, estará la bañera a rebosar. Supongo que no tendrás inconveniente en que te ayude a desvestirte y bañarte, ¿verdad? No sería la primera vez que te veo desnuda… —concluyó con dudas en la voz.
—No, no. Claro que no. Creo que te necesito.
Paula no la soltó de la mano mientras caminaban hacia el aseo. Elsa andaba arrastrando los pies y con la mirada fija en el suelo. En cuanto entraron, su amiga comenzó a despojarla de la ropa. Elsa reaccionó y colaboró en ello, mientras oía el sonido del agua que llenaba la bañera. Paula apartó la cortina que la rodeaba y vio que estaba casi a rebosar. Introdujo una mano en el líquido transparente para comprobar la temperatura y cerró los grifos, y la nube de espuma que flotaba en el agua se quedó estática, esperando que alguien la penetrara.
—Bueno, cariño, ahora métete en la bañera con cuidado; no resbales, por favor, que esta vieja bañera es un poco traicionera —le informó con una sonrisa a la vez que la agarraba de un brazo para que pudiese guardar el equilibrio sin problemas—. Eso es… así… ¡Ya está! Ahora, mientras yo te lavo el pelo, tú te frotas el cuerpo con la esponja, ¿o quieres que lo haga yo?
—No, no. Yo puedo —su voz sonó más fuerte.
—Bien. Pues toma: esponja y gel —le dijo mientras le ofrecía ambas cosas entre sus manos.
Paula se arrodilló tras Elsa y, durante unos largos minutos, ambas se dedicaron a su cometido sin pronunciar una sola palabra. Solo se oía, de vez en cuando, suaves suspiros de Elsa. Paula le frotaba el pelo con suavidad con su champú con olor a fresas. La enfermera tenía una espesa y larga cabellera que le caía por la espalda y dificultaba su lavado pero, con paciencia, Paula logró enjabonarla con abundante espuma. Mientras, Elsa se había dedicado a friccionar su cuerpo con la esponja. Cuando ambas terminaron, Paula la empujó hacia atrás para quitarle el jabón del pelo con la ayuda de la alcachofa de la ducha y la acomodó con la espalda pegada a la bañera.
—Quédate un ratito aquí relajándote mientras yo preparo el chocolate caliente —le pidió mientras se dirigía hacia la puerta.
Paula se quedó unos segundos en el vano de la puerta y miró a su amiga con cara de preocupación. Algo se retorcía dentro de ella al ver a Elsa en ese estado; ella, que siempre tenía una broma en sus labios y una carcajada pugnando por salir de su boca. En el momento que comprobó que se quedaba tranquila, se dirigió hacia la cocina y preparó dos tazas grandes de chocolate caliente. Lo llevó al palé de madera que hacía de mesa de centro del salón y volvió al aseo. Cuando entró, encontró a Elsa con los ojos cerrados y el cuerpo laxo. Se acercó a la bañera, se puso en cuclillas y posó una mano sobre su rostro.
—Querida… —susurró.
Elsa levantó los párpados y miró a su amiga.
—Estoy mucho mejor, Paula, gracias. —La calmó—. Tenías razón. El baño me ha sentado de maravilla.
Paula le sonrió y la joven no pudo evitar responderle igual.
—Sí, sé de lo que hablo… Y ahora, el chocolate te terminará de reconfortar. ¿Quieres salir ya de la bañera?
—Sí, claro —contestó a la vez que hacía el amago de levantarse—. ¿Podrías acercarme una toalla?
—¡Por supuesto! —exclamó incorporándose con energía.
Abrió el armarito que había bajo el lavabo y extrajo una mullida toalla. La desplegó extendiéndola frente a la bañera para recibir a su amiga. Elsa se levantó y se envolvió en ella al tiempo que salía del agua y posaba sus pies sobre la alfombra. Comenzó a restregarse ayudada por su amiga. Paula cogió otra toalla más pequeña y la frotó sobre su hermoso cabello.
—Ahora vuelvo —dijo Paula mientras dejaba la toalla en el borde de la bañera y salía del aseo.
Al momento regresó con un montoncito de ropa entre sus manos. Le guiñó un ojo a su amiga y sonrió.
—Debes sentirte alagada. Voy a dejarte mi mejor chándal. El que más me gusta. ¡Ni se te ocurra estropeármelo, eh!
Elsa sonrió, cogió el montón de ropa y lo miró con atención.
—¡Tu famoso chándal de los domingos! ¡Pero si lo cuidas como oro en paño! —exclamó entre risas.
Paula se echó a reír acompañándola.
—Para que veas lo que te quiero.
Elsa la miró con cariño, se enrolló la toalla sobre el pecho, cogió la ropa y la depositó sobre la banqueta que había junto al lavabo. A continuación, se acercó a su amiga y abrazándola le dio dos sonoros besos en ambas mejillas.
—Eres maravillosa, Paula. Ya sabía yo que era a ti a quien tenía que llamar —confesó cogiéndole las manos—. Gracias por no forzarme y darme mi tiempo mientras me mimabas y me cuidabas. Mil gracias.
—¡Anda, no seas boba! He hecho lo que creía mejor para ti. Nada más. Y ahora tenemos que ir a tomarnos ese chocolate caliente que nos está esperando en el salón antes de que se enfríe. Vístete, cariño. Te espero allí. —Le conminó con una sonrisa en sus labios.
—Vale. Me visto en un periquete —aseguró a la vez que soltaba a su amiga y cogía la primera pieza de ropa—. ¡Vaya! ¡Pero que braguitas tan monas! —exclamó girándose para enseñárselas a su amiga con una amplia sonrisa en sus sensuales labios—. No sabía que eras fan de Mafalda…
Elsa acabó la última frase entre carcajadas. Paula se unió a ella y rompió a reír.
—Sabía que tú las apreciarías como se merecen —remató saliendo del aseo.
Antes de dirigirse al salón, pasó por la cocina para coger unas galletas para acompañar el chocolate, un paquete de servilletas de papel y una jarra con agua y dos vasos. Acababa de depositarlo todo sobre la mesa cuando salió Elsa del aseo. Paula se giró a mirarla y le sonrió.
—Ven, siéntate aquí —le pidió señalándole con una mano el sofá de terciopelo azul eléctrico que estaba pegado a la pared frente al sillón amarillo. En medio, entre los dos, estaba la mesa de centro donde reposaba el chocolate.
Se sentaron las dos en el sofá, una al lado de la otra, a la vez cogieron sus tazas de chocolate y de inmediato se las llevaron a los labios. Elsa miró a su amiga con los ojos bien abiertos. La hinchazón de sus párpados ya había desaparecido casi del todo y Paula pudo ver la sorpresa en ellos.
—¡Dios mío! ¡Qué rico está esto! Es el mejor chocolate que he probado en mi vida —aseguró.
—Gracias. Es una receta especial de mi abuela.
—Pues felicita a tu abuela. Está espectacular.
La mirada de Paula se llenó de tristeza.
—Ya no puedo…
Elsa comprendió enseguida lo que quería decir su amiga y su mirada se entristeció también. Dejó la taza encima de la mesa y se acercó a ella para abrazarla.
—Lo siento, cielo, no quería entristecerte. Lamento no haberme acordado.
Paula negó con la cabeza y le dio un beso en la mejilla a su amiga.
—Tranquila, es ley de vida.
Ambas se quedaron pensativas durante un buen rato mientras saboreaban el chocolate.
—Bueno, Elsa, creo que ha llegado la hora de que me cuentes qué es lo que te ha pasado —la invitó con voz suave y serena mientras la sondeaba con sus ojos.
Elsa le devolvió la mirada. Sus ojos, con el recuerdo de lo que había ocurrido, se volvieron a llenar de lágrimas. Se los frotó con vigor con las manos, dio un fuerte resoplido y miró fijamente a su amiga.
—¡Ya! No te preocupes, no voy a llorar más. Se acabó. Ya he llorado todo lo que me voy a permitir. Ya no se merecen más lágrimas por mi parte —puntualizó entre dientes.
—¿Quiénes? —interrogó asombrada.
Elsa meneó la cabeza con pesar agachándola y fijó la vista en el suelo.
—Luis y Carla —dijo con voz cortante.
—¿Luis? ¿Qué Luis? ¿El tuyo? —inquirió desconcertada—. ¿Y Carla?
La enfermera frunció el ceño. Transformó su rostro, que pasó de la pena al enfado.
—Sí, mi ex, Luis, y Carla. Me los he encontrado a los dos follando en mi cama —confesó oscureciéndosele la voz.
Paula se quedó con la boca abierta, completamente noqueada.
—¡No! —exclamó incrédula—. ¿Estás segura? ¿Los has visto tú?
Elsa cerró los ojos y asintió con un gesto de la cabeza.
—Hoy he salido antes de trabajar y cuando he llegado me los he encontrado en mi dormitorio. Paula, no te puedes imaginar la escena que me encontré…
—Si no quieres, no me la cuentes, cariño. —La cortó, a la vez que posaba una mano sobre su pierna.
La joven irguió su torso, giró la cabeza y sus ojos miraron a Paula con un brillo de fortaleza que la dejó admirada.
—No, tranquila, ya me he repuesto. Como te he dicho antes, ya he llorado todo lo que tenía que llorar. A partir de ahora fuerza y al toro. Yo ya sé lo que tengo que hacer y te aseguro que no me va a temblar el pulso.
—Tú decides tu vida, cariño. Nadie más.
Elsa giró su cuerpo para encararse con Paula y, con una media sonrisa irónica, le dijo:
—Paula, cuando entré en mi habitación me los encontré a los dos desnudos; Carla recogía su ropa del suelo y la apretaba contra su cuerpo en un intento de taparse con ella y Luis saltaba a la pata coja mientras trataba de ponerse los pantalones de pie.
La joven no pudo reprimirse y soltó una fuerte carcajada. De inmediato se tapó la boca con la mano.
—Lo siento, lo siento, Elsa, no he podido reprimirme.
Elsa soltó una carcajada, un poco histérica.
—No te preocupes. Es que la escena era tremenda. Casi parecía sacada de una comedia.
Paula miró con detenimiento a su amiga.
—¿Y cómo te sientes?
La enfermera respiró con profundidad, se calmó y paseó la mirada por el salón. Intentó ahondar en sí misma; leerse por dentro, para poder ser lo más clara y sincera posible.
—Bueno… como has podido comprobar por ti misma, me ha dolido mucho. Y sigue lastimando, pero es el daño de la traición lo que ahora prevalece. Es el primer golpe fuerte que me da la vida y voy a superarlo con ahínco y en el menor tiempo posible. En eso me voy a concentrar.
—Y entonces, ¿ahora qué piensas hacer? —le preguntó con interés.
—Pues amiga mía, lo tengo clarísimo. Jamás lo perdonaré. Siempre he dicho que no pasaría una infidelidad de mi pareja y, ahora que la he vivido, me reafirmo. Luis se acabó en mi vida. Y Carla, por supuesto. Es cierto que no puedo dejar de quererlo de un momento para otro, pero con el tiempo lo lograré. Mi vida estaba centrada en él. Todo lo hacíamos juntos, y yo todo lo hacía por él. Por eso no voy a enfrentarme a Luis, ni quiero verlo, ni nada de nada más con él. Sabe cómo convencerme para lograr que haga lo que él quiera, y prefiero evitar la tentación. Mi decisión ya está tomada.
—Lo sé, Elsa. He visto en varias ocasiones cómo te manipulaba. Ahora te lo puedo decir: siempre he pensado que dependías demasiado de él y que te manejaba a su antojo. Y, la verdad, es que era algo que no entendía porque todos sabemos cómo eres —confesó su amiga.
—Pues no sé, Paula, quizás fuese la costumbre, o que él sabe cómo convencerme, o que lo quiero demasiado.
Paula sonrió con socarronería.
—Pues a partir de ahora, cada vez que pienses en él, recuerda las imágenes vividas hoy y te echas unas risas a su costa. Piensa en lo ridículo que estaba.
—¿Sabes? Por eso te he llamado a ti. Sabía que me apoyarías decidiese lo que decidiese, sin intentar cambiarme de idea —confesó dedicándole una mirada cómplice.
—¡No, hija, no! Mejor que tú no sabe nadie lo que quieres. Eres adulta y responsable. Tú decides tu vida.
Ambas amigas se fundieron en un fuerte abrazo.
Desde entonces, se encontraba de nuevo en la casa de sus padres, en su cuarto, con sus recuerdos juveniles. No es que fuese su ideal, pero era lo que le tocaba por ahora. Se llevaba genial con sus padres, pero estaba acostumbrada a estar en su propia casa, o lo que ella había considerado su casa durante los últimos cinco años y ahora era duro volver con los padres, aunque fuese por un tiempo corto. Dio un vistazo a las paredes de la habitación donde, hasta hacía poco tiempo, aún se encontraban las fotos de Luis y de ella que había ido colocando durante los cinco años anteriores a irse a vivir juntos. Quitar todos esos recuerdos de los tabiques la había removido por dentro al volver la vista atrás a tantos y tantos momentos vividos junto a él, pero aún sin ellos, no conseguía eliminarlos de su mente. Evocaba con precisión el cuerpo escultural de Luis, su rostro aniñado, casi lampiño, que le había fascinado y que apenas había cambiado desde que lo había conocido; su sedoso pelo largo castaño claro, casi rubio, que solía llevar en una coleta baja y al que a ella le había gustado soltarlo y acariciarlo; y sus caricias… siempre la habían hecho suspirar de gozo.
Sabía que su madre no tardaría en llegar anunciando la visita de Luis. Oyó sus leves pasos acercándose hacia su cuarto.
—Elsa, Luis está aquí. Quiere verte —dijo Ana, su madre, en cuanto abrió la puerta de la habitación.
—Ya sabes lo que tienes que decirle, mamá.
—Si, hija, sí. Se lo he dicho. Pero ha insistido.
—Pues yo insisto también. No pienso volver a verlo en mi vida. Hace un mes que tomé la decisión y sigo pensando lo mismo. Dile de mi parte que me deje en paz.
—Dice que se ha enterado de que te vas a trabajar fuera y que necesita verte antes de que te vayas.
—Mamá, yo no tengo nada de qué hablar con él. Mis cosas las saqué del piso un día que sabía que él no estaba allí. En él le dejé todos los recuerdos de los dos de estos diez años. No quiero nada. Y el piso es suyo; recuerda que sus padres se lo regalaron cuando decidimos irnos a vivir juntos. No tengo nada de qué hablar con él —insistió.
Ana giró con lentitud y, sin pronunciar palabra, salió del cuarto.
Elsa se sentó en la cómoda butaca que permanecía en una esquina del dormitorio desde que sus padres se la habían comprado cuando empezó a estudiar enfermería para que tuviese un apacible lugar donde estudiar. Apoyó la cabeza en el respaldo y comenzó a rememorar los últimos acontecimientos.
Al día siguiente del encuentro inesperado con Luis y Carla, Elsa acudió al trabajo como si nada de importancia hubiese ocurrido en su vida, pero, aunque intentó disimular, sus compañeros del hospital se lo notaron enseguida. No había podido evitar sentirse nerviosa y que eso repercutiese en su trabajo; además, su casi permanente sonrisa había desaparecido o más bien había sido sustituida por una mueca. Había acompañado en una operación al doctor Jaime Ruiz, y este había notado en algunas ocasiones que su enfermera favorita había dudado al preparar el instrumento y a