Seis años de invierno

Fernando Garí Puig

Fragmento

Capítulo 1

1

Todos nacemos y vivimos a bordo de un tren en marcha que nunca se detiene, ni siquiera cuando pasa lentamente por alguna estación. Permanecemos toda nuestra vida en el asiento, como si lleváramos abrochado un cinturón de seguridad invisible, y miramos a nuestros compañeros de viaje que hacen lo mismo que nosotros. Su presencia constituye nuestra razón de ser y nuestro consuelo, de modo que solo algunos tienen la valentía de bajarse en marcha para saber lo que significa vivir de verdad o simplemente de otra manera. La mañana del 5 de julio de 1941, el tren de Miguel Arquer se disponía a cobrar velocidad, y él no imaginaba que algún día se plantearía la posibilidad de saltar.

Cerró el petate y lo dejó encima de la cama. Se irguió y contempló la pequeña habitación de paredes blancas, amueblada con la vieja cama de hierro, el armario y la sencilla mesita de noche. Se había escondido, vivido y dormido durante los últimos cuatro años entre las estrechas paredes de aquella vivienda pero dudaba que fuera a echarla de menos. Nadie añoraba un refugio cuando había tenido que encerrarse en él con la única compañía del miedo permanente a ser descubierto. Se asomó al diminuto balcón que daba a la calle Caspe. Dos pisos más abajo, un par de mujeres se dirigía a sus quehaceres de sábado con sus raídas bolsas de la compra medio vacías. Cerró los ojos unos minutos al sol de aquella mañana de verano y volvió a entrar. La casa parecía dormitar con el calor y todo se hallaba en silencio. En particular, la habitación de su madre.

Se sentó en la cama, abrió el cajón de la mesilla de noche y rebuscó entre los libros que habían sido su principal afición y entretenimiento. No encontró lo que quería y los sacó con urgencia, como si fueran una molestia, hasta que sus dedos dieron por fin con el reloj de pulsera. Lo extendió con cuidado en la palma de su mano y lo contempló mientras lo acariciaba con las yemas de los dedos. Era un reloj ordinario y gastado, de acero, con esfera negra y correa de piel, como tantos otros.

No tenía un recuerdo especialmente nítido del reloj, pero sí de su portador. Concretamente, de una muñeca y una mano. Recordaba con viveza la piel morena, las venas abultadas y el vello en las falanges, las uñas cortas y el pulgar encallecido por el trabajo en el taller. Era la misma mano que había envuelto la suya las mañanas de invierno, camino del colegio; la que había empujado el columpio del parque para que descubriera el vértigo de volar; la que le había sujetado el sillín de la bicicleta con tal de que no se cayera; la que le había dibujado motos y coches en un papel durante la cena, junto a su plato de sopa; la que le había dado un alegre cachete el día en que se afeitó solo por primera vez.

Cerró los ojos y cerró los dedos alrededor del reloj como si con ello pudiera estrechar la mano de su padre ausente. Nunca más volvería a verla, nunca más volvería a notar su contacto, áspero y cálido. La última vez que la había sostenido entre las suyas no había podido evitar que se le pusieran los pelos de punta al notar lo fría que estaba, al ver que le faltaban todas las uñas. Dios mío, qué te han hecho, padre. Luego se había echado a llorar como no había llorado desde niño, estremeciéndose igual que un árbol en una tormenta. Porque eso había sido aquella tormenta para él: el dolor de ver cómo le arrancaban las uñas a los sueños de la infancia.

Cuando los volvió a abrir vio que se acercaba la hora y se apresuró. Borró las huellas de las lágrimas de sus ojos y se ciñó el reloj en la muñeca con gesto decidido. Luego cogió el petate y salió al pasillo sin hacer ruido. Pasó de puntillas ante el dormitorio de su madre y abrió la puerta de la casa acompañándola con ambas manos para que no chirriase. Su madre aborrecía madrugar tanto como él aborrecía sus imprevisibles cambios de humor y las escenas que estos provocaban. Una vez en el rellano, cerró con igual cuidado y bajó por la oscura escalera con la agilidad de un bailarín. Se detuvo ante la vivienda de Encarnación, la portera, y llamó con los nudillos a la puerta, pero no había nadie. Lástima, le habría gustado despedirse de la anciana encorvada y tenaz que durante los tres años que había durado la guerra había mantenido el secreto de su presencia en la casa. Salió a la calle, respiró hondo, sujetó la correa del petate con fuerza y echó a caminar hacia el paseo de Gracia mientras silbaba el «Cara al sol».

A pesar de lo radiante del día, a su alrededor la ciudad seguía mostrando el rostro ceniciento de los supervivientes de la guerra. Edificios derruidos, impactos de bala en las fachadas, escombros amontonados que nadie había retirado todavía. Los vehículos eran tan escasos como los alimentos que se podían encontrar en las tiendas y se movían a paso de tortuga, propulsados por sus feos y humeantes gasógenos. Aun así, le gustó comprobar que la amplia avenida estaba mucho más concurrida que de costumbre y que una corriente de peatones parecía converger hacia la plaza Cataluña y las Ramblas empujada por un entusiasmo común.

Yo formo parte de él, se dijo con una sonrisa, estoy aquí para hacer justicia, la justicia que le negaron a mi padre. Que a nadie se le ocurra degradar lo que voy a hacer llamándolo venganza.

Corrió hasta la parada del tranvía y subió de un salto al primero que vio pasar en dirección a la estación de tren. El revisor lo miró con cara de pocos amigos y le tendió el billete con desgana. Miguel le leyó el pensamiento: Bah, uno que no ha tenido bastante con una guerra y quiere luchar en otra. Aun así, pagó con unas monedas y de propina le obsequió con una sonrisa. Sacó del petate la edición de Sin novedad en el frente que había comprado el día anterior en la librería del señor Muñoz, pero estaba demasiado nervioso para leer, de modo que lo guardó y permaneció de pie, apoyado en un rincón, con una mano en el bolsillo y con la otra pellizcándose el labio. Miró a su alrededor y no vio a más jóvenes de uniforme en el vagón, pero no importaba porque no tardaría en reunirse con sus nuevos compañeros. El sol brillaba en un cielo sin nubes.

Cuando el tranvía llegó entre traqueteos y chirridos al último tramo de la avenida del Marqués de la Argentera, vio que una multitud abarrotaba la Estación de Francia. Centenares de hombres vestidos con los uniformes viejos y raídos del ejército bajaban de todo tipo de vehículos e iban de un lado para otro bajo el sol abrasador de aquella mañana de julio. También había una cantidad ingente de civiles: mujeres y niños y hombres mayores que habían acudido a despedir a sus hermanos, hijos o nietos. Las madres abrazaban a sus hijos y los jóvenes besaban a sus novias. Un enjambre de manos se agitaba en el aire y otras les respondían agitando pañuelos de despedida. Al viento ondeaba una multitud de banderas españolas y de la Falange. Por todas partes, pancartas adornadas con el emblema del yugo y las flechas saludaban a los voluntarios que se disponían a partir hacia el frente. «¡Viva Alemania!», «¡Rusia, culpable!», clamaban mientras las muchachas de la Sección Femenina repartían entre la tropa paquetes de cigarrillos y botellas de coñac con una sonrisa entre tímida y entusiasmada. Los gritos de adiós se fundían con las voces que cantaban el «Cara al sol» a los acordes de una banda de música, y en el bullicio reinante se respiraba una extraña combinación de tensión y alegría, de sudor y colonia barata. Miguel notó que un ratón inquieto empezaba a corretearle por las entrañas.

Desde el escabel del tranvía oteó en busca de algún rostro conocido pero no encontró ninguno entre el mar de boinas rojas y camisas azules bajo las guerreras. No importaba, seguramente su unidad debía de estar agrupándose en uno de los andenes de la estación. Cogió el petate y saltó a la calle cuando el tranvía todavía no se había detenido frente a los arcos de la entrada. El impulso estuvo a punto de hacerlo chocar con una mujer mayor y un joven de uniforme, como él, que se abrazaban. Ella era baja, ancha de caderas y sin cintura, con el cabello cano. No pudo verle la cara porque la hundía en el hombro del voluntario, pero se fijó en que no llevaba pendientes y en la piel de su nuca, roja y curtida bajo los rizos grises; pero sobre todo en que lloraba y se aferraba al uniforme del chico como si quisiera arrancárselo. Apretó los dientes. Su madre no lo había abrazado nunca de esa manera, ni siquiera la noche anterior, mientras preparaba el equipaje. «¿Ahora, te marchas y me dejas? ¿Ahora, que la guerra ha acabado?», esas habían sido sus palabras.

Se abrió paso hacia la entrada y, al volver la cabeza, los cristales le devolvieron el reflejo de sus veinticinco años: sus ojos negros, la tez morena, la nariz recta y la boca de dientes grandes que hacían de él la viva imagen de su madre. Le habría gustado heredar algo de su padre, sobre todo su metro ochenta y siete y los ojos azules, pero también en eso su madre se había salido con la suya. Se encogió de hombros con resignación y siguió caminando.

La alegría del ambiente era contagiosa, pero él tenía motivos para sonreír. Al fin había logrado su propósito y en esos momentos era un voluntario más entre los miles que abarrotaban la estación. De repente, entre el torbellino de empujones, vivas a la Falange y saludos con el brazo en alto, una joven le alargó un par de cajetillas de Player’s y una petaca de Fundador.

—¡Toma, soldado! ¡Esto es solo para los valientes! —Y antes de dar media vuelta para entregar otro lote añadió con un guiño—: Y para los guapos.

Miguel notó que se ponía colorado, pero cogió el paquete al vuelo.

—Gracias, pero yo no fu... —contestó mientras veía desaparecer a la atractiva morena que se lo había entregado.

Contempló brevemente el tabaco y el coñac y se lo guardó en los bolsillos con una sonrisa. Aquello sí que era un lujo de verdad. Se ciñó con orgullo la boina y dobló el cuello de su camisa azul por encima de la guerrera para que el color destacara. La División Azul. Qué complicado había sido conseguirlo. El comandante de la junta de reclutamiento lo había mirado de arriba abajo con los labios fruncidos bajo el fino bigote y le había espetado que únicamente admitían voluntarios con antecedentes falangistas o que hubieran combatido en las filas de los Nacionales. Gente de bien, nada de espontáneos indocumentados. Menuda manera de reclutar voluntarios. Él no tenía lo uno ni había hecho lo otro, pero por suerte conocía a la persona adecuada. Se ajustó el uniforme y miró el reloj de su muñeca. Esto va por ti, padre. Apretó el paso y entró.

Bajo la gran bóveda del vestíbulo continuaba el bullicio exterior, solo que con más calor. Ondeaban menos pañuelos al viento y más manos en alto haciendo el saludo de los vencedores. Los voluntarios que se dirigían a sus unidades se fundían entre vítores y cánticos con la masa de civiles que había acudido a despedirlos. Sin embargo, ese no era su caso. Había tenido su propia despedida y no podía decir que hubiera resultado agradable. Se abrió paso sin mirar atrás hasta la verja que daba acceso a los andenes y eligió la entrada donde parecía haber menos cola. Cuando llegó al tornillo mostró su pasaporte y su documento de reclutamiento al revisor, y este se los pasó al oficial que controlaba el acceso. Miguel vio que era manco y que tenía que examinarlos con la incomodidad de una sola mano. Aun así, aquel teniente era un hombre afortunado.

—Andén número uno —dijo el oficial sin levantar la vista de la cartilla—. Los voluntarios de Valencia están llegando por el andén número dos, así que será mejor que no se retrase. Buena suerte, soldado.

—Gracias, señor —contestó Miguel haciendo el saludo reglamentario con una mano y recogiendo sus papeles con la otra.

Empujó la barra del tornillo lustrosa por el roce, pasó a la plataforma de los andenes y buscó el que le correspondía. En el aire se respiraba el olor a grasa y a metal caliente de las calderas de los trenes que esperaban para partir. Todo era una barahúnda de voces, pasos presurosos, golpes de silbato y chirridos del acero contra el acero. Alzó la vista. La luz caía a chorros a través de las vidrieras del techo que no estaban tapiadas por culpa de los bombardeos y parecía dejar en suspenso el polvo y las nubes de vapor que flotaban en el ambiente. Parecía una manifestación del poder de Dios.

Se detuvo con el aliento contenido y soltó el petate mientras a su alrededor se hacía un progresivo silencio y las prisas de sus camaradas voluntarios se convertían en una coreografía a cámara lenta. El ratón que le corría por las tripas se le subió a la garganta.

La idea que en esos momentos tenía de Dios se correspondía con la de un ser cruel y malhumorado que no ahorraba sufrimientos a sus criaturas. Esa era la inapelable conclusión a la que había llegado tras descubrir que habían asesinado a su padre en una siniestra checa de la calle San Elías. El cadáver que con tantos esfuerzos había logrado recuperar llevaba grabadas en la piel las huellas de largas horas de tortura, marcas de haber sido maniatado y un agujero de bala en la nuca. Francisco Arquer, Paco para los amigos, don Paco para sus operarios, un hombre bueno al que sus enemigos solo podían acusar de haber logrado salir de la miseria gracias a su trabajo, un hombre que nunca había hecho daño a nadie. Cuando había cerrado de nuevo el saco de esparto que envolvía el cuerpo frío y lacerado de su padre había descubierto el significado de la palabra «odio». Un odio ardiente y a secas. Un odio a dentelladas.

Por eso estaba allí. Apretó los puños con fuerza para contener las lágrimas que arrastraban el nombre de su padre y siguió contemplando aquella iluminación catedralicia que parecía la voz de su Dios, inmisericorde y despiadado, diciéndole que el camino que emprendía era el correcto. Bajó la cabeza y se mordió los nudillos. No quería que nadie viera el dolor y la furia que llevaba dentro, el dogal que tiraba de él para que partiera a dar muerte a sus enemigos. Al cabo de un momento, se irguió y respiró hondo.

—¡... a los valientes que parten hacia Rusia! —oyó que gritaba un orador entre los aplausos de la multitud.

Era la segunda vez que lo llamaban valiente desde que había llegado a la estación, y sintió una mezcla de orgullo y de revancha. De haber podido verlo en esos momentos, Juan Bonell no se habría atrevido a llamarlo cobarde. Seguro que no.

Se agachó para recoger el petate y echárselo a la espalda, pero una mano ruda como el hierro le cayó en el hombro.

—¡Firmes, soldado!

Giró sobre sí mismo con el corazón en un puño y no tuvo más remedio que sonreír.

—¡Enrique! ¡Qué alegría!

—¡Pero mírate! —exclamó Enrique mientras lo sujetaba por los hombros y lo miraba desde las alturas de su metro noventa—. ¡Tú, vestido de falangista y dispuesto a largarte para combatir a la fiera del comunismo en su misma guarida, como dice la propaganda! Si alguien me hubiera dicho que te ibas a convertir en un guripa cualquiera, lo habría tomado por loco.

Miguel lo miró desde su escaso metro setenta y forzó una sonrisa. Mejor hacer caso omiso y enterrar la borrosa visión del rostro amoratado de su padre en un rincón de su memoria. Enrique era capaz de soltar las mayores burradas con la despreocupación de un piloto de bombarderos lanzando sus bombas desde tres mil metros de altitud.

—Tienes razón —contestó mirándolo a los ojos sin reproche—. Yo habría dicho lo mismo de mí hace cosa de un año, antes de que los comunistas me dieran todas las razones de este mundo para alistarme.

Enrique desvió la mirada.

—Lo siento. Soy un bruto y siempre se me olvida que hay heridas que no cicatrizan fácilmente. —Se agachó, cogió el equipaje de su amigo con una mano como si fuera un saco de plumas y le rodeó los hombros con la facilidad que le daba su corpulencia de oso—. Vamos, deja que te lleve esto y vayamos a buscar tu tren. No querrás perderlo en el último minuto, ¿verdad? Por cierto, hablando del último minuto, ¿cómo conseguiste que te aceptaran en la División Azul? Que yo sepa, nunca has sido falangista y tampoco has luchado en el bando del Caudillo.

Enrique tenía razón. Lo único que había hecho en esa condenada guerra había sido esconderse como las ratas y, al igual que ellas, intentar sobrevivir. Pero ahora todo eso iba a cambiar. Sonrió y le dio una palmada en la espalda.

—No, claro que no, pero que seas mi mejor amigo no quiere decir que seas el único —bromeó—. Hablé con Jorge Bonell y le pregunté si podía facilitarme un carné de Falange. Ya sabes que desde el principio ha estado muy metido en el Frente de Juventudes y desde hace poco dirige una de las Centurias de Barcelona. Me dijo que no sería ningún problema. La verdad es que estuvo muy amable.

Enrique torció el bigote en una mueca de disgusto.

—Ahora lo entiendo —contestó, mirando al frente mientras caminaban hacia el andén y se abrían paso entre otros muchos voluntarios—. Yo que tú, me andaría con cuidado con Jorge. Siempre me ha parecido que es de los que nunca dejan de cobrarse un favor. En esto es igual que su padre. Será por eso que tiene tanto dinero.

—Vamos, Enrique, no te creía envidioso —protestó Miguel, que se había puesto serio al ver la actitud de su amigo.

Enrique lo miró sin dejar de caminar.

—Ya sabes que no lo soy, pero también tengo estos ojos que Dios me ha dado y veo que Jorge Bonell no es trigo limpio. Te lo diré sin rodeos: si hay alguien envidioso no soy yo, sino él.

Miguel no pudo reprimir una carcajada.

—¿Me estás diciendo que me tiene envidia? ¿A mí?

Enrique asintió con la terquedad de sus labios fruncidos, pero Miguel hizo un gesto con la mano para restar importancia a las palabras de su amigo.

—No sé por qué debería tenerme envidia. Jorge regresó hace un año de San Sebastián con su padre y ahora vive como un marqués en su piso del paseo de Gracia. En cambio, yo no soy más que un don nadie al que los rojos han dejado huérfano de padre, sin casa y sin trabajo y que se va voluntario a Rusia para zurrar a esos hijos de puta de comunistas. La verdad es que dudo mucho que tenga algo que Jorge Bonell pueda envidiarme.

Enrique se encogió de hombros con una sonrisa que le hacía parecer un gigante bonachón.

—Lo que tú digas. Hoy no pienso llevarte la contraria ni aunque me lo ordenara mi jefe. Al menos, Jorge acierta en una cosa: la terraza del Ritz es el lugar que hay que frecuentar si uno quiere medrar en estos tiempos en los que todo es racionamiento y mercado negro.

Miguel se acordó y buscó en los bolsillos de su guerrera.

—Ahora que hablas de racionamiento..., tengo una cosa para ti. —Le alargó con una sonrisa el paquete de cigarrillos y el coñac que le había dado la joven de la Sección Femenina—. Toma, ya sabes que no fumo y que prefiero el whisky al coñac.

—¡Caramba! ¡Player’s y Fundador! —exclamó Enrique como si su amigo acabara de entregarle una bolsa llena de monedas de oro—. ¿Es esto lo que os dan para que os animéis a ir al frente? Entre las chicas de la Sección Femenina y estos lotes, yo también me apunto voluntario, no te fastidia. —Rio mientras cogía el tabaco rubio y el coñac—. Oye, no sabes cuánto te agradezco los cigarrillos, pero ¿no sería mejor que te guardases la petaca? Tengo entendido que en Rusia hace un frío que muerde.

Hizo ademán de devolverle la botella con una sonrisa de complicidad.

—Que no, hombre, que no —insistió Miguel—. Seguro que cuando lleguemos a Alemania nos darán más. Además, si en lugar de cigarrillos y coñac fuera chocolate, ya sabes que no te lo daría.

Enrique soltó una carcajada y acabó guardándose a regañadientes la petaca y el tabaco en el bolsillo de la americana. Siguieron abriéndose paso entre el gentío hasta que llegaron al andén número uno. Allí, Miguel pudo ver el convoy que le esperaba: una veintena de vagones de tercera decorados con banderas españolas y abarrotados de voluntarios que asomaban su alegría a voces y brazos en alto por las ventanas. Lo miró fijamente unos segundos. Aunque no era más que un tren lleno de soldados que se despedían de todos y de nadie en particular, aquellas voces eran más un coro de bienvenida que de adioses.

Enrique contempló la multitud de civiles que rodeaba el convoy y frunció el entrecejo mientras dejaba caer el petate.

—¿Y tu madre? ¿Cómo es que Alicia no ha venido?

Miguel se puso a mirar a un lado y a otro con aire ausente.

—Nos despedimos en casa. Ya sabes que ella no estaba de acuerdo en que me alistara, así que tuvimos una de nuestras pequeñas... Bueno, llámalo desavenencias.

—¿Otra vez? Vaya, sí que lo siento.

Miguel respiró hondo. Si no era con Enrique, ¿con quién podía sincerarse? Mejor vomitarlo de una vez.

—Me dijo que me había vuelto loco y que el momento de alistarse ya había pasado, que mi sitio estaba aquí —explicó mientras seguía fingiendo que buscaba algo con la mirada—. Insistió en que no podía dejarla sola y que mi deber era intentar rehacer nuestra vida de antes. ¡Nuestra vida de antes! ¡Como si quedara algo de eso después de todo lo que nos han hecho! —Se volvió hacia su amigo y suspiró—. Bueno, ya sabes cómo es mi madre. Al final me salió con la excusa de que venir a despedirse en la estación le resultaba demasiado doloroso y prefería quedarse en casa.

—Vaya por Dios...

Miguel apretó los dientes y calló un momento antes de proseguir.

—Mira, ella nunca ha entendido por qué me voy. Nunca ha entendido que lo hago porque asesinaron a mi padre y alguien tiene que hacerle justicia. —Apoyó una mano en el hombro de su amigo y, al estirar la manga, reparó brevemente en el reloj que asomaba por debajo—. Tú me conoces, Enrique —añadió al tiempo que volvía a mirar a los ojos de su amigo—, y sabes lo que mi padre representaba para mí.

Enrique frunció los labios y asintió.

—Además estoy cansado de perder el tiempo —sentenció Miguel—. Sabes mejor que nadie que llevo más de un año intentando convencer a los de la Junta de Restituciones para que nos devuelvan la fábrica de mi padre, y a los del Registro para recuperar nuestro piso de la calle Mallorca, pero no he conseguido que me hagan el menor caso. Francamente, entre una cosa y la otra, en estos momentos no hay nada que me retenga en Barcelona.

—Claro, te entiendo —asintió Enrique.

Miguel calló y se hizo un silencio tenso. Estaba cansado de tener que explicar lo que para él no necesitaba explicación alguna.

—Oye, no veo a mi oficial por ninguna parte, y debo presentarme a él antes de subir —dijo al fin.

A Enrique no le hizo falta estirar mucho el cuello para escudriñar el mar de voluntarios, civiles y militares que circulaban entre el calor y las nubes de vapor de las locomotoras.

—Puede que esté allí —dijo al cabo de un instante—. Veo a un capitán y varios sargentos que están revisando unos listados. Oye, ¿verdad que ese oficial que está con ellos, hablando con ese pez gordo de Falange, es Sanchís, el coronel de tu batallón? —Señaló al centro del convoy.

—No lo sé. No lo he visto en mi vida —contestó Miguel mirando en la dirección que le indicaba su amigo.

—Creo que es él. ¿Ves esa cicatriz de la cara que le da pinta de matón? Pues tengo entendido que es un recuerdo que se trajo de África. Un tipo duro, sin duda. Anda, ve y preséntate —lo animó Enrique—. Así empezarás con buen pie.

—¿Tú crees? Está bien, te haré caso. Deséame suerte.

Se agachó para coger su petate, pero Enrique lo agarró por el brazo y lo obligó a mirarlo. En sus ojos oscuros había aparecido una seriedad de granito.

—Oye, ahora voy a dejar que te espabiles por tu cuenta —dijo—. Solo he venido a despedirte, pero antes de irme quiero que me prometas que no harás locuras, ¿de acuerdo? —Su mano se cerró un poco más en el brazo de Miguel—. Nada de hacerte el héroe y esas cosas. Tienes que volver de una pieza para poder recuperar Flecha y reencontrarte con tus amigos, ¿entendido? —Su voz se había vuelto quebradiza.

Miguel notó que las palabras no le salían.

—¿Me lo prometes? —insistió Enrique.

—Te prometo lo que quieras con tal de que no te pongas llorón y estropees esta bonita despedida —contestó Miguel al cabo de una eternidad.

Estrechó a su amigo y durante unos momentos le dijo en silencio todo lo que no sabía decirle con palabras. Al fin, Enrique se separó y le dio un cachete amistoso.

—Bueno, compañero, cuídate. Ah, y no me pidas que te escriba. Ya sabes que las cartas no son mi fuerte. Nos veremos a tu regreso —dijo, y acto seguido dio media vuelta y se alejó con los hombros caídos y las manos en los bolsillos.

Miguel lo vio perderse entre la multitud mientras el ratón acababa con los últimos restos de su lengua. Enrique Cabrés no solo había sido su compañero en el Colegio Alemán, su colega de juergas y el probador de sus primeros diseños en Flecha, sino que también era el policía recién incorporado al Cuerpo que lo había acompañado a la morgue para identificar los restos mortales de Francisco Arquer. Como un hermano, para él que no tenía hermanos.

Alzó la vista para volver a contemplar brevemente la luz que se derramaba a chorro por las vidrieras y se preguntó, a pesar suyo, si no se habría equivocado al interpretar que su Dios cruel y malhumorado le había dicho realmente que el camino que estaba tomando era el correcto. Sí, cabía esa posibilidad, pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. Contempló nuevamente el reloj que llevaba en la muñeca. No le des más vueltas, hombre, y piensa en padre.

—Vamos, compañero, que se hace tarde y la gloria no espera —oyó que le decía en son de ánimo un voluntario al pasar.

Sonrió. Si la camaradería tenía voz propia, sin duda tenía que sonar como aquella. Dio las gracias a aquel desconocido, respiró hondo y se dirigió con paso decidido hacia el centro del convoy.

El coronel Sanchís charlaba con un hombre vestido con un uniforme azul de la Falange plagado de insignias y medallas, cuyas facciones aguileñas le resultaron vagamente familiares. A su alrededor, un teniente y dos sargentos seguían distribuyendo a la tropa en los vagones. Cuando llegó a su altura se cuadró y saludó todo lo marcialmente que pudo.

—Se presenta el voluntario Miguel Arquer, mi coronel, asignado al Segundo Batallón —dijo con la vista al frente mientras sacaba sus papeles del bolsillo trasero del pantalón y los mostraba.

Sanchís lo miró como quien mira a un insecto molesto.

—Diríjase al teniente Llorens, soldado —espetó blandiendo su fusta—. Él le indicará su sitio. —Y siguió departiendo con el jerarca de la Falange.

El oficial cogió la documentación de Miguel, la ojeó y se la pasó a uno de los sargentos. Este levantó la vista de los papeles que estaba consultando, resiguió con la punta de un lápiz mordisqueado el listado, comprobó que el nombre cuadraba y lo tachó.

—Sí, Arquer. Segundo Batallón. De acuerdo, ya puede subir. Está asignado al vagón de cola. —Señaló por encima del hombro con el trozo de lápiz—. Dese prisa.

Miguel se guardó apresuradamente su documentación en el bolsillo de la guerrera y notó un bulto. ¿Qué demonios...? Metió la mano y vio que se trataba de la petaca de Fundador. No pudo reprimir una sonrisa y tampoco un leve escozor en los ojos. Enrique, traidor... Te echaré de menos, aunque no te guste escribir cartas.

De repente, la exclamación ahogada del sargento llamó su atención.

—Mi teniente, ¡mire lo que viene!

Vio que el sargento señalaba con la cabeza hacia el principio del andén con los ojos muy abiertos y se dio la vuelta. Sanchís, el falangista, el teniente, el otro sargento y los voluntarios asomados a los vagones miraban en la misma dirección, como si una fuerza invisible los hubiera obligado a volver la cabeza. Le costó unos segundos asimilar lo que veía.

Una mujer vestida con una falda de tubo negra y una blusa blanca avanzaba por el andén con un balanceo digno de un péndulo suizo, una figura voluptuosa que lucía una leve sonrisa en su boca sensual con la misma naturalidad que ondeaba su melena oscura. La contempló acercarse con aquel vaivén de caderas minuciosamente calculado mientras oía el repiqueteo de los tacones y el murmullo de admiración que recorría el convoy a su paso.

La vio detenerse entre un coro de silbidos de admiración y buscar con la mirada como si no les prestara atención. Cuando sus ojos lo localizaron tragó saliva y se quedó muy quieto mientras ella avivaba el paso y detenía sus andares felinos ante él con una sonrisa.

—¿De verdad pensabas que no iba a venir a despedirte? —dijo ella en voz lo bastante alta para que todo el mundo la oyera.

—¡Madre...! ¡Qué sorpresa!

La abrazó entre una salva de vítores y aplausos. Se había puesto el perfume francés que reservaba para las ocasiones especiales.

—No me estrujes tanto —le susurró Alicia al oído sin borrar la amorosa sonrisa de su cara—. Llevo la única blusa de seda que me queda y no quiero que me la arrugues.

Miguel parpadeó, deshizo el abrazo sin decir palabra y miró hacia otro lado, como si buscara el gozo que había salido huyendo igual que un perro asustado. Al fin dio un paso atrás, lanzó un vistazo a su reloj de pulsera y se echó el petate al hombro con un movimiento de resignación.

—Perdone, madre —le dijo—, el tren está a punto de salir y debo reunirme con mis compañeros.

Alicia no dio muestras de haberlo oído. Miró lentamente a su alrededor con una dulce sonrisa y centró su atención en el coronel Sanchís. Miguel lo observó. El siguiente objetivo de su madre la contemplaba como si acabara de presenciar el nacimiento de Afrodita entre nubes de vapor en lugar de entre las olas del mar.

—Usted debe de ser el general que manda a mi hijo, ¿verdad? —preguntó ella, tendiéndole la mano con una coquetería de sus pestañas que parecía inocente y sincera a la vez.

El militar se cuadró marcialmente y realizó un torpe besamanos.

—Solamente su coronel, el coronel Mateo Sanchís. Es un placer conocerla, ¿señora...?

—Me llamo Alicia Arquer —dijo dirigiéndose tanto al militar como al falangista—. Viuda de Arquer, para ser exactos, porque esos canallas comunistas me arrebataron a mi marido durante la guerra.

Miguel comprendió que le había bastado con esas palabras y la dulce habilidad de su mirada para despertar en los dos hombres un torrente de simpatía y admiración.

—Les ruego que me perdonen si llego un poco tarde —siguió diciendo Alicia—. El jefe de estación me ha dicho que el tren estaba a punto de partir, pero yo no podía permitir que mi hijo se marchara al frente sin decirle adiós. Ayer tuvimos una discusión porque la verdad es que yo no quería que se alistara. —Sacó un pañuelo de encaje y enjugó una lágrima que todavía no había aparecido—. Ustedes me comprenderán si les confieso que no soportaba la idea de quedarme sola en unos momentos de penuria como estos.

El hombre vestido con el uniforme azul sacó pecho y se adelantó al coronel. Cogió la mano de Alicia con una reverencia y la retuvo unos instantes más de lo que marcaban las normas del decoro.

—No debe reprochárselo, señora —declaró con una solemnidad que hacía juego con la guerrera azul plagada de insignias y pomposidades—. Créame si le digo que ha hecho bien viniendo. Una madre debe estar al lado de su hijo en todo momento, especialmente si este ha sido tan valiente y abnegado como para haberse presentado voluntario a nuestra gloriosa División Azul. Una madre, señora mía, es siempre el más excelso epítome de una mujer.

Miguel se ruborizó por dentro. Ya está, madre, pensó con la certeza del ojeador que ha visto cómo el cazador abate a su presa, lo has conseguido y lo tienes en el bote.

Sanchís lanzó una mirada entre disgustada y desafiante al falangista, pero se hizo a un lado para hacer las presentaciones de rigor.

—Permítame, señora Arquer, que le presente a Su Excelencia...

—No se moleste, coronel —lo interrumpió Alicia cortésmente pero sin mirarlo. Y sin retirar la mano dedicó su sonrisa más luminosa al jerarca de la Falange—. ¿Quién no conoce al que ha sido el jefe de nuestro glorioso Movimiento en Barcelona? Don Mariano es un guía y una inspiración para todos nosotros en estos momentos de penurias y angustias.

Miguel se fijó en que el falangista se hinchaba como un globo. Su expresión vacilaba entre meliflua y lobuna mientras retenía la mano de su madre.

—Señora, el Movimiento siempre está dispuesto a acoger y ayudar a las madres que atraviesan momentos de apuro, especialmente a las que como usted han dado a sus maridos e hijos por la gloria de la patria. Le ruego considere que mi despacho está abierto en todo momento a sus necesidades, sean cuales sean.

En ese momento, Miguel vio con el rabillo del ojo que el teniente Llorens se acercaba a Sanchís y le decía algo al oído. El coronel miró a su alrededor y se alisó la casaca con un gesto de asentimiento.

—Está bien, Llorens, dé las órdenes —contestó. A continuación se volvió y cogió del brazo a don Mariano—. Disculpe, Excelencia. Me avisan de que el tren está listo para partir. Debo dejarle.

Miguel oyó como el pitido del tren ahogaba los toques de silbato y las órdenes de los sargentos. Hubo una erupción de nubes de vapor y un chirrido de ejes poniéndose en marcha. Los pocos voluntarios que quedaban en el andén se apresuraron a subir a los vagones entre aclamaciones de despedida, y la estación se convirtió nuevamente en un coro de arengas, cánticos, banderas y saludos con la mano en alto.

Vamos, madre, vamos.

Por fin vio que Alicia se soltaba de don Mariano y se volvía hacia él con el brillo de las lágrimas en los ojos, un brillo cuya falta de autenticidad conocía demasiado bien. «No son necesarias, madre, de verdad que no hacen falta», le habría gustado decirle, pero se limitó a murmurar:

—Se lo ruego, no llore.

Alicia lanzó una breve mirada a don Mariano.

—Bueno, ya ve cuánto me quiere mi hijo —comentó con un suspiro de resignación. Luego se volvió hacia Miguel y añadió—: Anda, sube a tu tren y no te preocupes por mí. Cuídate mucho, hijo.

Miguel cerró los ojos y frunció los labios brevemente. Era él quien partía, pero se sentía como el niño que asiste a su primer día de colegio y ve como su madre lo deja en la puerta y se aleja sin volver la vista atrás.

—Adiós, madre.

Le dio un fugaz beso en la mejilla y echó a correr hacia el vagón de cola entre los gritos de ánimo de sus compañeros. Unas manos recias lo agarraron del uniforme y lo ayudaron a encaramarse al tren, que ya cobraba velocidad.

—¡Y no te olvides de escribir! —gritó Alicia antes de volverse y seguir en animada conversación con don Mariano.

Capítulo 2

2

Jorge Bonell vio partir el tren que salía con los voluntarios, se atusó el bigote finamente recortado y sonrió. Había visto claramente a Miguel Arquer subir a él en el último momento, ayudado por los miembros de su batallón. Misión cumplida, el paquete estaba en camino.

Se ajustó el panamá, se abrochó la chaqueta del traje de hilo y salió del rincón apartado desde donde había vigilado los movimientos de Miguel. Se dirigió hacia la salida. Ante él desfilaba la muchedumbre que había abarrotado los andenes y regresaba a sus quehaceres una vez acabada la fiesta de despedida. Miró el reloj y chasqueó los labios. El júbilo y la exaltación patriótica se habían deshinchado como neumáticos viejos, y el ambiente empezaba a resultarle deprimente. Deseaba poder alejarse del calor de la estación y su atmósfera cargada y agobiante; sin embargo, se demoró lo suficiente para ver pasar a Alicia. No la había visto desde el comienzo de la guerra y le pareció más guapa que nunca. Menuda hembra, pensó mientras la observaba charlar animadamente del brazo de don Mariano Castrillo. Decidió concederse el placer de seguirla a una prudente distancia y disfrutar del contoneo de sus caderas. Cuando salió a la calle, se detuvo y la vio alejarse y subir al coche con escolta que aguardaba al jerarca de la Falange. En el aire había dejado un leve rastro de perfume francés. Sonrió para sus adentros, Chanel n.º 5 era su favorito desde que lo había descubierto unos años atrás, en un distinguido burdel de París.

Se puso unas gafas de sol y miró a su alrededor. Las chicas de la Sección Femenina habían desaparecido, al igual que la banda de música y los carteles de la Falange. Paseó la mirada por la acera y contempló a las numerosas familias cuyos miembros —ahora sí— daban rienda suelta a su desconsuelo por la partida de sus seres queridos. Pobres infelices. Se caló el panamá y buscó a su chófer. ¿Dónde se habría metido el muy inepto? Lo localizó en una esquina alejada. El gran Hispano-Suiza J12 destacaba poderosamente en una calle por donde apenas circulaban vehículos. Hizo una señal con la mano levantada y vio como el corpulento chófer corría a ponerse al volante con sus andares de pato. Al cabo de unos segundos, la negra berlina se detuvo silenciosamente ante él, y Tomás se apresuró a salir y abrirle la puerta con la gorra bajo el brazo y una expresión inescrutable en su cara de boxeador.

—¿No podías aparcar un poco más lejos? —le reprochó Jorge—. Con este calor no hay quien aguante estar en la...

—Señor, por favor, una limosna para un veterano herido —lo interrumpió una voz cascada y quejumbrosa.

Jorge torció sus finos labios en una mueca de disgusto al ver que había quedado atrapado entre uno de los muchos mendigos que frecuentaban la estación y la puerta del coche que Tomás mantenía abierta. El hombre vestía un uniforme harapiento del ejército, se mantenía en pie sobre una sola pierna gracias a unas muletas de madera y le tendía una mano donde la mugre trazaba surcos negros. Buscó las monedas pequeñas que llevaba en los bolsillos y las arrojó a la acera. La calderilla tintineó al golpear los adoquines.

—Largo de aquí, pordiosero.

Entró en la berlina y se acomodó en el asiento tapizado de piel, cogió el ejemplar de La Vanguardia que había en la bolsa delantera y lo ojeó mientras el chófer cerraba la puerta y se ponía al volante.

—Llévame al Club de Polo —dijo cuando Tomás arrancó el motor.

Al cabo de un rato dejó el periódico, bajó la ventanilla para aliviar el calor y se dedicó a contemplar las calles. Cualquier cosa con tal de combatir la sensación de aburrimiento que lo acometía cada día con mayor frecuencia. Había pasado toda su vida en Barcelona, pero desde que había regresado de San Sebastián con su padre añoraba la distinción señorial de la capital donostiarra y sus bulevares de estilo parisino. Si algo había aprendido tras vivir cuatro años en una ciudad como aquella, aunque hubiera sido en condición de refugiado, era a apreciar las cosas buenas de la vida que tanto parecían escasear en Barcelona. Mirase lo que mirase, le costaba reconocer la ciudad de su infancia. Olfateó el aire y dio por cierto que sus sentidos lo engañaban porque le pareció notar que en él flotaba todavía el leve olor a quemado de los incendios. A pesar de que las autoridades vencedoras se habían apresurado a borrar las cicatrices de la guerra, y ya casi no se veían escombros ni restos de coches incendiados, aunque los comercios habían recobrado poco a poco su actividad normal, aunque las terrazas de los bares volvían a contar con sus parroquianos habituales y por las Ramblas se veían nuevamente puestos de flores y limpiabotas, las huellas de tres años de conflicto seguían dibujando un rictus de amargura en los rostros de los barceloneses, que caminaban por las aceras con la expresión cautelosa de los ratones asustados y con su mismo paso huidizo.

Gris, pensó. Si tuviera que resumir la impresión que da esta ciudad, diría que es gris a pesar de la alegría del sol y el mar, y que este maldito verano no augura más que calor y tedio. Suspiró. Ni siquiera las mujeres le alegraban la vista. No veía por ninguna parte vestidos de colores alegres ni tacones altos ni peinados elegantes, solo trapos largos y desvaídos y caras de hastío en las largas colas que se apelotonaban frente a los establecimientos de ultramarinos. Tenía la impresión de que las mujeres guapas de la ciudad se habían recluido en sus hogares y reservaban sus apariciones para las veladas de ópera del Liceo que tanto le gustaban. Cerró los ojos un instante y dejó que a su mente acudiera la imagen de Alicia saliendo de la Estación de Francia, del brazo de aquel mentecato de Castrillo. Con la visión de las delicadas curvas de sus pantorrillas y su culo prieto bajo la falda, llegó el picante cosquilleo de una ligera erección, y sonrió para sus adentros. Sí, debía reconocerlo, le gustaban las mujeres que tenían personalidad y experiencia, nada que ver con las jovencitas guapas pero insulsas que frecuentaban las fiestas de La Rotonda y los salones del Ritz. Lástima que su padre se le hubiera adelantado.

Cuando entró en las caballerizas del club, le asaltó el acre olor del estiércol y del sudor de caballo. No entendía cómo podía haber gente que disfrutara en compañía de aquellos animales.

—¿Has visto a mi padre por aquí? —preguntó a uno de los mozos.

—Don Esteban acaba de entrar —replicó el chico, descubriéndose—. Creo que está en una de sus cuadras, al fondo.

Jorge suspiró, se quitó las gafas de sol y el sombrero. Tendría que adentrarse en la penumbra y pisar unas cuantas boñigas si quería reunirse con su padre. Lo encontró en mangas de camisa y botas de montar junto a una de sus últimas adquisiciones: un imponente potro alazán casi tan alto como él.

—¿Qué te parece? —preguntó Esteban Bonell, acariciándole el lomo—. Es un animal estupendo.

Jorge le echó un rápido vistazo. En realidad despreciaba la afición ecuestre de su padre. Lo suyo eran los coches y las motos, todo lo que estuviera relacionado con la velocidad y oliera a gasolina y a progreso. Aun así, tuvo que reconocer que era un bonito penco.

—Muy estupendo, padre —replicó—. Pero ¿realmente necesitaba usted otro caballo? Con los que tiene ahora mismo, podría montar uno diferente casi cada día de la semana.

Esteban le dedicó una sonrisa indulgente.

—No tienes ni idea. No se trata de que lo necesite. Pertenecía a un alto oficial del ejército que nunca más volverá a montar a caballo. Su familia deseaba encontrarle un nuevo dueño que lo cuidara como es debido y de paso solucionar un apuro momentáneo. —Apoyó una mano en el hombro de su hijo y le dijo mirándolo a través de las gafas de miope de montura redonda—: En esta vida conviene hacer favores, sobre todo a los que llevan las de ganar, porque cada uno que hagas es como una inversión, y en esta guerra ha habido un claro vencedor.

—Claro, nosotros —contestó Jorge.

—Sigues sin tener ni idea. Nosotros solo estamos en el bando del vencedor, que no es lo mismo. La guerra la ha ganado Franco, y ahora nos toca ponernos de su lado si queremos seguir prosperando. Si quieres triunfar en esta vida tienes que amoldarte a los dictados de la mayoría. —Dio una palmada en la grupa al animal, y este entró dócilmente en su cuadra. Esteban soltó una carcajada de satisfacción—. ¿Ves lo bien educado que está? Más que muchos que yo conozco —dijo al tiempo que guiñaba un ojo a su hijo—. Ven. Vamos a tomar algo al bar.

Ocuparon una mesa bajo una sombrilla a rayas amarillas en la terraza que daba al campo de saltos, y en el acto apareció un camarero vestido con una chaquetilla blanca que le iba demasiado estrecha.

—¿Lo de siempre, don Esteban? —preguntó, solícito—. ¿Y para usted, don Jorge?

—Lo de siempre, Juan, lo de siempre —se adelantó a contestar Jorge—. Ah, y tráenos unas aceitunas, pero que sean rellenas.

El camarero lo miró como si no supiera qué responder.

—Lo siento, don Jorge, hoy no tenemos. ¿Le apetecen unas almendras, quizá?

Jorge miró al camarero como si este lo acabara de insultar.

—¿Cómo que no hay? ¡Pues búscalas, co...!

Esteban fulminó a su hijo con la mirada y lo mandó callar sin necesidad de decir palabra.

—Traiga lo que haya, Juan, y no se preocupe —contestó en tono de disculpa.

Esteban esperó a que el camarero se hubiera alejado y se volvió hacia su hijo.

—A veces consigues que piense que ni siquiera he sabido enseñarte modales. —Sus ojos, pequeños y redondos tras los lentes, parecían escupir fuego—. Si tu madre, que en paz descanse, viera cómo te comportas, se avergonzaría.

Jorge apretó los dientes y se tragó el rapapolvo como quien se traga una cucharada de aceite de ricino. Su madre, la madre que no había tenido... Solo conservaba unos pocos recuerdos de ella en forma de fotografías desvaídas y odiaba a Esteban cada vez que este se empeñaba en invocar su nombre para llamarle la atención. Aunque se controló y no dijo nada, había momentos en que lo único que deseaba era retorcerle el gaznate a aquel viejo calvo y tiránico que le había tocado en desgracia como padre.

Esteban observó a su hijo de reojo. La frente hacia atrás, el mentón prominente y el pelo negro; salvo los labios finos y la nariz aguileña, no le cabía duda de que lo demás lo había heredado de su madre. Mejor para él. Se quitó las gafas, se masajeó el puente de la nariz y se sumió en un silencio hosco. Era en instantes como ese cuando no tenía más remedio que admitir que toda su vida había malcriado a sus hijos. Ni siquiera podía disculparse con la excusa de que su mujer había fallecido poco después del nacimiento de Jorge, porque siempre había estado demasiado ocupado ganando dinero en lugar de dedicar tiempo a los chicos. Demasiadas niñeras, demasiadas institutrices y muy poco padre. Pensó en Juan, su primogénito, que había caído combatiendo en el frente de Navarra tras unirse los requetés, y se dijo, no sin amargura, que de haber estado a su lado quizás hubiera logrado convencerlo para que no se alistara. Maldita guerra. En esos momentos únicamente le quedaba Jorge, y daba gracias a Dios de que no fuera de la misma pasta heroica que su hermano mayor. Estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de conservarlo junto a él, y si eso significaba tolerarle cuantos caprichos se le antojaran, lo haría sin chistar.

Suspiró y contempló el panorama a su alrededor. Era sábado y no faltaba mucho para la hora de comer, pero la terraza del club estaba casi desierta, lo mismo que el campo de hípica, cuya hierba había adquirido un tono amarillento por el calor y la falta de cuidados. En su boca se dibujó una mueca de disgusto. La guerra era un mal negocio. Lo único bueno que tenía era que servía para redistribuir una riqueza que de otro modo siempre permanecía en las mismas manos. Vio pasar al viejo Andreu Puyol acompañado por un desconocido cuyo uniforme de falangista parecía mucho más nuevo y lustroso que el traje del banquero y, a pesar de que el anciano le caía tan mal como todos los de su calaña, lo saludó con un leve gesto de cabeza. Puede que la guerra hubiera hecho que unas cuantas fortunas cambiaran de manos, pero la impresión que tenía desde que había vuelto a Barcelona era que, más que cambiar, se habían volatilizado.

Sin embargo, eso no era motivo de preocupación, disfrutaba poniendo remedio a ese tipo de situaciones e ideas nunca le faltaban. Sonrió por dentro al pensar que la víctima de su última idea acababa de salir aquella misma mañana en tren hacia Rusia.

El camarero llegó con una botella de fino, dos copas y un platillo de almendras saladas en una bandeja. Llenó las copas con dos dedos escasos de vino, las dejó en la mesa con el tentempié y se alejó tan silenciosamente como había llegado.

Esteban se puso las gafas, cogió la copa, examinó su contenido a contraluz y tomó un sorbo. El sabor seco y levemente salado de la manzanilla le hizo chasquear los labios con satisfacción. Así estaba mejor. Desplazó su silla para ponerla al sol, se repantigó en ella con los ojos cerrados y disfrutó de los cálidos rayos del verano. Siempre que hacía eso se acordaba de que alguien le había dicho una vez que las cosas realmente importantes de este mundo eran gratis. Tonterías, poder disfrutar del sol en la tranquilidad de una terraza como aquella, con una buena manzanilla fría, no tenía nada de gratuito.

Al cabo de un momento, el calor y el cosquilleo del vino despertaron en su interior el sentido de la magnanimidad.

—Bueno, dime cómo te ha ido en la estación —dijo sin abrir los ojos.

Jorge sacó a regañadientes su silla de la sombra y la colocó junto a la de su padre. Luego se quitó la chaqueta y se puso las gafas de sol y el sombrero. Detestaba sudar salvo cuando hacía deporte.

—Todo ha ido bien —dijo—. El tren ha salido a la hora y Miguel ha partido sin problemas. —Alargó el brazo, cogió unas almendras y se las echó de una en una en la boca. Las masticó ruidosamente y rio por lo bajo—. Esta vez, padre, tendrá que reconocer que sin mi colaboración...

Esteban se volvió y miró a su hijo con una mezcla de pesar y cariño.

—Es verdad. Ese pobre no habría podido enrolarse como él quería de no haber contado con tu ayuda.

Jorge se quitó el panamá y se abanicó un rato con él.

—Se ha ido él solito, y lo que le ocurra a partir de ahora será responsabilidad de él y solo de él. Bueno, y también de los rusos —añadió con una carcajada desprovista de humor—. La verdad es que dudo que regrese.

—Los rusos... Sí, tienes razón. —Esteban asintió—. A pesar de lo que proclaman las autoridades, el frente oriental no es ninguna bicoca. Recuerda lo que le pasó a Napoleón cuando...

—Y si consigue regresar lo lamentará —lo interrumpió Jorge.

Esteban encendió un Philip Morris, exhaló una bocanada de humo y observó a Jorge con curiosidad.

—En su día, Miguel y tú fuisteis amigos. ¿De verdad no te importa lo que le ocurra?

Jorge volvió a ponerse el sombrero y dejó que su mirada vagara por el campo de polo.

El primer prototipo de Flecha levantaba una nube de polvo bajo el cielo azul de mayo mientras corría por la orilla del Besós con su estruendoso petardeo, dejando tras él un rastro de olor a ricino quemado. Era incapaz de apartar la mirada de aquel punto que se movía a gran velocidad. Deseaba poder echar a correr tras la moto, gritando y riendo, pero la mano de su padre en su hombro se lo impedía.

La moto dio otra pasada, y el piloto saludó con el pulgar en alto.

—¿Qué le parece, señor Bonell? ¿Verdad que suena bien? —preguntó Paco Arquer.

Jorge se volvió y contempló al hombre que había construido aquella máquina tan fantástica. Mordisqueaba una pipa recta y sonreía a su padre con las manos en la cintura del mono azul, manchado de grasa.

Esteban Bonell se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la calva.

—Para ser su primer diseño, está muy bien, Paco. Desde luego, corre mucho y su hijo la está...

—¡Dígale que pare, padre! —lo interrumpió Jorge—. ¡Yo también quiero montar, yo también quiero montar!

Esteban lo miró con el entrecejo fruncido.

—Tú no sabes conducir una moto.

—Es igual, sé ir en bici. Miguel me enseñará a llevarla.

—Pero...

—Miguel. Miguel me enseñará.

Antes de que Esteban pudiera reaccionar, Paco dio un paso al frente y agitó los brazos por encima de la cabeza para avisar al piloto que se detuviera. Miguel hizo derrapar la moto alrededor de uno de los postes de la luz que había cerca de la orilla, rodó hasta ellos con el motor al ralentí y lo apagó.

—Solo tiene trece años, pero su hijo pilota como un profesional —comentó Esteban viéndolo acercarse.

Paco sonrió.

—Sí, tiene un don.

Miguel se bajó de la moto y se quitó las gafas. Jorge vio que el viento le había peinado el cabello hacia atrás y que tenía tiznada de grasa la parte del rostro que las lentes dejaban al descubierto. Un peinado y una marca igual era lo que quería. La marca de cualquier piloto. En cuanto al don, seguro que lo tenía.

Se zafó de la mano de su padre y corrió hacia el prototipo de Flecha. A pesar del polvo, el depósito destacaba con su rojo brillante. Puso las manos en el manillar y miró a Miguel fijamente.

—Enséñame a montar.

Miguel interrogó con la mirada a su padre y este a su socio. Esteban asintió a regañadientes.

—Muy bien —dijo Miguel, bajando de la moto—. Acércate y te enseñaré cómo funciona.

A pesar del nudo en el estómago, Jorge pasó la pierna rápidamente por encima del asiento y se puso a los mandos. El manillar estaba lleno de palancas y cables.

—¿Y todo esto para qué sirve?

Miguel fue señalando los distintos mecanismos.

—Esto es el puño de gas. Girándolo controlas la velocidad. La palanca derecha es el freno delantero. Si tiras de ella, la moto se parará. La izquierda es el embrague. Lo necesitas para arrancar y parar. En el pie izquierdo tienes el pedal del freno trasero, y esto, junto al depósito, es el cambio de marchas. Por suerte, no hay palanca de avance del encendido. Todavía estamos trabajando en ella.

Jorge bufó. Tantas explicaciones lo mareaban.

—Sí, sí, pero ¿qué tengo que hacer para arrancar?

Miguel lanzó una mirada dubitativa a su padre, pero vio que Paco se encogía de hombros y prosiguió:

—Vale. Coges el freno, embragas, metes primera, das un poco de gas, así, girando el puño, y sueltas el embrague.

Bien, no era tan complicado. Giró el puño de gas para cogerle el tacto, y el motor rugió como un animal enfurecido. Soltó el puño como si le hubiera mordido y el motor recuperó su ralentí.

—Más despacio —dijo Miguel—. Es esencial que controles bien el acelerador. Para arrancar solo necesitas girarlo muy poco. Recuerda, una punta de gas.

Jorge giró suavemente el puño de gas unas cuantas veces, hasta cogerle el tranquillo. Cuando estuvo seguro de cómo se hacía, fulminó a Miguel con la mirada. Bien, había llegado el momento de pasar cuentas por todas las partidas de coches y de soldados que le había ganado, por todas las canicas que había perdido, por ser más bajo que él a pesar de tener un año más, por no tener madre y él sí, por tener un padre tirano y él uno cariñoso, por... ¿Punta de gas? Que te lo has creído.

—Dame tus gafas.

Miguel se las entregó.

—No lo olvides, punta de gas.

Se las puso y apretó los dientes. Una gran sonrisa le iluminó la cara cuando consiguió arrancar sin calar el motor. Aceleró. Primera, segunda, tercera. Aceleró a fondo. De repente corría por duro suelo de tierra como si le hubieran salido alas.

Aumentó la velocidad, y la moto empezó a brincar y rebotar como si quisiera descabalgarlo. Sujetó con fuerza el manillar para controlarla. El poste de la luz donde había girado Miguel estaba más cerca de lo que había pensado. Tiró del freno delantero y no tuvo sensación de aminorar. ¡No pasa nada, reduce! Movió la palanca, pero el chirrido de los engranajes le hizo soltarla. Pisó el freno de atrás con fuerza, y el tren trasero dio un latigazo. El poste se acercaba a toda prisa. Iba a tener que girar si no quería dejarlo atrás y perderse por la orilla del río. Un bache oculto entre los matojos lo lanzó por el aire. Cayó como un saco de patatas en el sillín pero no soltó el manillar. ¡Estate quieta, moto del demonio! Sus pies recuperaron los estribos, y volvió a tirar de frenos. El neumático trasero se bloqueó momentáneamente cuando logró meter segunda. Había llegado al poste. ¡Gira, coño, gira!

Ladeó la moto y sacó la pierna como había visto hacer a Miguel. No le había parecido que a él le costara ningún esfuerzo tomar la curva, pero la moto no obedeció. Inclinó más y giró el manillar bruscamente. El estribo izquierdo se hundió en la tierra dura y la moto rebotó violentamente hacia fuera. Sintió como si un elefante le hubiera pegado una patada en el culo y soltó el manillar. En una fracción de segundo vio el mundo boca abajo, envuelto en una nube de polvo. Se golpeó la cabeza contra algo, y una quemadura le abrasó el muslo y la rodilla izquierda. Durante un instante, la oscuridad fue más fuerte que el dolor.

—¿Cómo te encuentras? ¿Estás bien?

Abrió los ojos y vio el rostro angustiado de Paco Arquer inclinado sobre él. Se apoyó sobre los codos. Notaba la sien derecha como una lata abollada, y un incendio le ardía de cintura para abajo.

—¡Ay! Es la pierna... Me duele mucho.

Notó que unos brazos lo ayudaban a incorporarse y se sentó en el suelo. Se llevó las manos a la cabeza y miró en derredor. A pesar del aturdimiento vio la moto tirada entre el polvo, unos metros más allá, y a su padre, que se acercaba trotando y resoplando, mientras se enjugaba el sudor de la calva con un pañuelo. La voz de Miguel le llegó, brumosa.

—Te has dado un buen revolcón, pero no creo que tengas nada roto. Eso sí, has dejado la moto para tirar.

Notó el tono, seco y cortante. ¿La moto? La moto le importaba un pimiento. Intentó levantarse y se le saltaron las lágrimas.

—¡Jo, cómo me duele!

—¿Crees que puedes tenerte en pie? —preguntó Paco Arquer.

Asintió. Se levantó haciendo un gran esfuerzo. Tenía la pierna izquierda como un palo, y las lágrimas le corrían por las mejillas.

—¡Déjame! —Se revolvió cuando Miguel se acercó para ayudarlo de nuevo—. ¡No necesito tu ayuda!

Miguel dio un paso atrás y se cruzó de brazos.

—Pues yo creo que sí la necesitas. Corrías demasiado y no sabes ir en moto. No sé si te das cuenta, pero has destrozado nuestro prototipo.

A las lágrimas de dolor de Jorge se sumaron otras de rabia.

—¡Corría tanto como tú!

—Sí, pero yo sé montar y tú no tienes ni idea.

La voz de Paco Arquer puso fin a la discusión.

—Ya basta, Miguel.

Esteban Bonell se detuvo junto a ellos resoplando y jadeando. Jorge extendió los brazos hacia él.

—¡Papá! ¡Me duele mucho!

Esteban lo miró con una mezcla de enfado y preocupación.

—¿Estás bien? ¿Puedes caminar?

—No se preocupe, señor Bonell —intervino Paco—. Por suerte solo ha sido un golpe y unos arañazos.

Al ver que su hijo asentía, bufó:

—Ya te dije que no te subieras, pero tú tenías que salirte con la tuya, ¡como siempre!

Jorge dio un paso titubeante hacia él. Las lágrimas le dejaban surcos en las mejillas sucias de polvo.

—¡Me duele mucho, papá!

La expresión de su padre se endureció.

—Los hombres no lloran, así que deja de gimotear y no me llames de tú, ¿entendido? —Volvió a ponerse el sombrero y lo miró de arriba abajo—. ¡Menudo susto me has dado! Pero lo tengo merecido por consentírtelo todo.

Al oír aquello, una rabia sorda le nació en el fondo del estómago. No era justo. Solo había querido demostrar que tenía el mismo don que Miguel. La culpa era de Miguel porque no le había explicado cómo tomar las curvas. Se sorbió los mocos y bajó los ojos ante la mirada severa de su padre. Maldito tirano.

—Será mejor que nos vayamos a casa —dijo este. Luego se volvió hacia Paco y señaló la moto que su hijo estaba levantando del suelo—. Lo siento por la moto, Arquer, espero que no esté muy dañada.

Jorge oyó que Miguel chasqueaba los labios y decía:

—Mire, padre, la suspensión delantera está doblada.

Vio que Esteban se volvía y lo fulminaba.

—¿Has oído? Por tu bien espero que se pueda arreglar. ¿Sabes el dinero que ha costado este prototipo?

—Tranquilo, señor Bonell. —Paco se encogió de hombros—. En esta vida todo tiene remedio, todo menos una cosa.

—Sí, ¡todo menos este zoquete! —Jorge apenas reaccionó al recibir la colleja de su padre—. Desde luego no tiene el don de su hijo para las motos.

La rabia que le anudaba las tripas no lo dejaba hablar. Tenía el don, claro que lo tenía. Cuando fuera mayor lo demostraría. Cuando fuera mayor tendría una fábrica de motos para él solo. Observó de reojo a Miguel, y el reproche que vio en su mirada hizo que apretara los puños. Cuando fuera mayor, Flecha sería suya.

Sí, estaba a punto de serlo. Se volvió hacia Esteban y arqueó una ceja.

—Mire, padre, en realidad nunca fuimos amigos. Nos conocimos porque usted empezó a beneficiarse a su madre y dio la casualidad de que ella tenía un hijo de mi misma edad.

Esteban se envaró.

—Oye, no te he dicho que vinieras para que me faltes al respeto.

Hizo caso omiso.

—Compréndalo, padre —rio—, en esas circunstancias, lo normal era que nosotros jugáramos a cosas de niños en la sala de estar mientras ustedes jugaban a cosas de mayores en el dormitorio.

—¡Basta! —bufó Esteban—. No me gusta que hables como un cínico, aunque a veces te esfuerces en parecerlo.

Jorge se recostó en la silla.

—Tranquilo, padre, no lo soy. Y en cuanto a su pregunta sobre Miguel... —Se interrumpió un momento y finalmente añadió—: Mire, le confieso que desde el día en que nos conocimos él ha tenido dos cosas que yo he querido siempre. Ahora que al menos puedo conseguir una de ellas no estoy dispuesto a dejarla escapar. —En su voz había una nota glacial.

Esteban observó a su hijo. No necesitaba que le dijera cuál era la otra, se llamaba madre y no estaba en su mano proporcionársela.

—Claro, Flecha —dijo sin el menor atisbo de humor—. Porque hablamos de Flecha, ¿verdad?

—De Flecha, naturalmente —contestó Jorge con una sonrisa lobuna.

Tras un momento de silencio, cogió a su padre del brazo y lo miró a los ojos.

—Padre, quiero esa fábrica, ¿me entiende? Es lo que más deseo en el mundo.

Esteban asintió con la cabeza y dio una calada al cigarrillo.

—La verdad es que la vida da unas vueltas de lo más curiosas —dijo finalmente—. Si cuando le presté el dinero a Paco Arquer para que convirtiera su taller de bicicletas en una fábrica de motos hubiera sabido que te iban a gustar tanto estos cacharros, no le habría permitido que me lo devolviera, y hoy en día sería su socio y accionista principal.

Jorge se repantigó en su silla y volvió a abanicarse con el sombrero.

—Da igual, padre, es mejor que las cosas hayan salido así. Si usted hubiera hecho lo que dice, la fábrica le habría acabado costando dinero. En cambio, gracias al carné que le he dado a Miguel, nos vamos a quedar con Flecha sin que tenga que poner un céntimo de su bolsillo.

Esteban soltó una risita.

—Bien, me alegra ver que tienes instinto para los negocios. Está claro que lo has heredado de mí. —Tomó un sorbo de manzanilla y añadió como si pensara en voz alta—: Es cierto, dentro de poco la gente de este país necesitará un vehículo barato para desplazarse al trabajo, y para eso nada mejor que una moto como las que fabricaba y volverá a fabricar Flecha.

—Ya sé que los aspectos técnicos no le interesan, pero la verdad es que sus últimos modelos estaban muy conseguidos, especialmente la F-125. El diseño era una preciosidad. —Sonrió al imaginarse a lomos de la moto, corriendo y levantando una polvareda por el campo de polo, pelado y amarillento—. Tengo que reconocer que Miguel es bueno en su trabajo, lástima que no tengamos más remedio que prescindir de él.

—No importa —le aseguró su padre—. Cuando estés al frente de Flecha tendrás que cambiar la filosofía de la empresa porque ya sabes que Paco estaba obsesionado con la competición, y lo que el mercado va a reclamar ahora es un vehículo fiable y robusto que...

—Los detalles déjemelos a mí, padre —lo interrumpió Jorge.

Esteban hizo un gesto displicente con la mano.

—Sí, estoy seguro de que en este terreno no necesitas mis consejos.

Jorge cerró los ojos un momento. Ya se veía al frente de la fábrica, tomando decisiones sobre los planes de fabricación y los proyectos de modelos futuros. ¿Qué nombre le pondría a la nueva empresa? Ya lo había pensado: Bonell Motos: Bomot. Qué bien sonaba. Apuró su copa de manzanilla y se quedó mirando un momento el vaso vacío. Prefería el champán, pero de vez en cuando convenía adular al viejo y seguirle la corriente con sus gustos.

—Es cierto, no necesito sus consejos para dirigir Flecha, pero lo que sí necesitaré es su ayuda para que convenza a Alicia de que se ponga de nuestra parte. No quiero que esta oportunidad se nos escape.

—Descuida, que lo tengo todo previsto. —Esteban jugueteó con su sombrero—. De todas maneras, antes de ir a verla, quiero tener firmado lo del piso de la Diagonal. Alicia no es tonta, y si queremos que nos ayude tendremos que ofrecerle algo sustancial a cambio.

Jorge sonrió con un brillo lascivo en los labios.

—Estaba en la estación, ¿sabe? Fue a despedir a Miguel. Me imaginaba que montaría la típica escena lacrimógena, pero la vi salir caminando del brazo de ese inútil de Castrillo, la mar de contenta. Está claro que es una mujer fuerte.

Esteban le lanzó una mirada de soslayo, pero dejó que prosiguiera.

—En fin, padre, debo reconocer que tiene usted buen gusto con las mujeres, porque Alicia es de las que quitan el hipo. Francamente —arqueó una ceja—, me temo que convencerla le va a costar un gran esfuerzo y no sabe lo mal que me sabe.

Por un momento, Esteban no supo si su hijo le estaba tomando el pelo. Luego rio de buena gana.

—Menudo sinvergüenza estás hecho.

—Bueno, ¿cuándo tiene pensado pasar por Caspe?

Esteban dio una última calada al cigarrillo y lo apagó en el cenicero. El tiempo y el recuerdo de Alicia pasaron por su mente como una exhalación. Dos años. Aunque llevaba dos años sin tener contacto con ella, recordaba perfectamente la última vez que se habían visto, a finales de 1938. Había sido en el piso de la calle Caspe, donde la había instalado con su hijo al poco de estallar la revolución anarquista. Había tenido que visitarla a hurtadillas y de noche porque Barcelona era por aquel entonces una ciudad peligrosa para los burgueses ricos como él. Sin embargo, lo peor había sido que no había podido acostarse con ella porque el condenado Miguel dormía en la habitación contigua. Desde luego, Jorge había tenido una gran idea al deshacerse de él. Había pasado mucho tiempo, pero no había olvidado a Alicia ni un solo instante. Aunque el orgullo hacía que se resistiera a admitirlo, a menudo pensaba en el momento del reencuentro con el ansia del alcohólico que se ve obligado a esperar a que le sirvan la siguiente copa.

—Dentro de un par de semanas o tres. —No deseaba comprometerse delante de su hijo a una fecha determinada—. Ya sabes que primero quiero tener firmado el piso de la Diagonal. Iré a hacerle una visita en domingo, después de salir de misa.

Jorge se dio una palmada en la pierna.

—Me parece una gran idea, padre. Antes de ir a ver a Alicia conviene que primero descargue usted su alma de pecador.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

Capítulo 3

3

Miguel buscó un lugar apartado en medio de la alameda del Parque de la Dehesa, donde el Segundo Batallón había instalado su campamento provisional. La luz del atardecer alargaba las sombras y teñía el paisaje con tintes ocres. Las lluvias que habían caído en Gerona en los últimos días habían convertido el suelo en un barrizal, pero la peor molestia eran los mosquitos, que parecían multiplicarse por culpa del calor y la proximidad del río.

Encontró un sitio seco, se sentó al pie de uno de los árboles y apoyó la espalda en el tronco. Había finalizado la instrucción

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