Madera de savia azul

José Luis Gil Soto

Fragmento

Capítulo 1

1

Desorientado y exhausto tomó al niño en sus brazos para alejarlo de las ruinas por si el terremoto volvía a repetirse. Salió a la calle y sus ojos vidriosos se cruzaron con los de su hijo, que lo miró despavorido y tembloroso. Por primera vez fue consciente del sufrimiento del pequeño, pero él, ya fuera por cobardía o por instinto, apartó la mirada y lanzó una ojeada alrededor. La gente huía de sus casas derruidas, gritaba en puro llanto con las manos en la cabeza; heridos y moribundos se arrastraban, y pedían auxilio para salvar sus vidas o las de sus familiares atrapados bajo los escombros. El barrio entero de los artesanos era una réplica del infierno o el infierno mismo, un caos espantoso y cruel. Vio al poderoso herrero arrastrarse sin una pierna; al curtidor con la mayor de sus hijas en brazos; al talabartero con la cabeza abierta mientras su esposa intentaba cortarle la hemorragia con sus propias manos; al sastre llorando y chillando enloquecido, tirándose de los pelos... Él gritó entonces frases incoherentes con las que pretendió pedir auxilio, palabras que se perdieron en el desastre y que después, transcurrido el tiempo, jamás lograría rememorar. Fue el último intento por aferrarse a una vida, la de su esposa, que ya se había extinguido.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí, inmóvil y desesperado, sumergido en una espesa irrealidad mientras miraba a un lado y a otro sin poder creer lo que estaba sucediendo. Hasta que las voces de los soldados comenzaron a oírse a lo lejos y se fueron acercando a la velocidad con que sus cabalgaduras se lanzaban ladera abajo:

—¡Todos afuera! ¡Salid de la ciudad por la Puerta Sur! ¡Todos afuera! ¡Es una orden del rey!

Se llamaba Bertrand de Lis. Aquel día había madrugado como lo hacía siempre, con un ritual que parecía sacado de un manual de despertares. Se levantó a oscuras para no interrumpir el sueño de su mujer y de su único hijo, descorrió la cortina de la alcoba y la volvió a correr a sus espaldas, encendió una palmatoria para guiarse en la oscuridad y salió al pequeño patio donde crecía un laurel. Después de desperezarse con ganas tomó la luz titilante y entró en la cocina donde se encontraba el hogar, se sirvió un poco de café y con la taza humeante se dirigió a su pequeño taller de carpintería, que daba a la calle. Deslizó el cerrojo del postigo y lo dejó entreabierto para que penetrase el fresco y librase a la estancia de los vapores del barniz antes de retomar el trabajo que había dejado a medias al anochecer. Se sentía orgulloso del arca que estaba fabricando para un hombre influyente, un infanzón con fortuna. Cada vez recibía encargos más difíciles que, aunque no le gustase reconocerlo, lo aupaban a un lugar muy destacado del gremio de carpinteros. No había nadie que no lo llamase maestro.

Pasó la yema de los dedos por las piezas que había lijado la tarde anterior y asintió con satisfacción. Bajo una de ellas estaba el trozo de lija que había dejado a su hijo para que se entretuviese cuando acudió jugando con la pequeña hija del herrero. Ambos se habían afanado en el trabajo que les había encargado como si realmente fuese de gran importancia para el resultado final. Dos niños de apenas cuatro años imitando el gesto profesional del adulto fuerte y barbudo que tenían al lado. No pudo evitar enternecerse con la rememoración de la escena. ¿Llegaría el pequeño Erik a aprender de su padre como él lo hizo del suyo? ¿Se casaría algún día con la hija de Astrid y de Borg?

Detuvo sus pensamientos en Erik, un hijo demasiado pequeño para un padre tan mayor, aunque en realidad fuese al revés, él era un padre excesivamente mayor para un hijo tan pequeño, pero es que el matrimonio se le había presentado tarde, como si primero se hubiese casado con la madera y mucho después con Lizet, la dulce y maravillosa Lizet de Lodok, la única mujer capaz de sacarlo de entre los tablones, los barnices y el serrín, con aquella sonrisa que anticipaba la alegría y la ternura con que supo introducirlo en la magia del amor. Siempre tuvo Lizet una extrema habilidad para arrancarle una sonrisa, a él, a quien tenían por hombre serio y poco dado a expresar sus sentimientos. Pero ella lo había conseguido desde el primer día, lo había hecho reír a carcajadas y llorar de emoción, con ella era feliz y lo había sido toda su vida desde que se conocieron, y le había dado al pequeño Erik cuando ya habían perdido la esperanza de tener hijos, ambos demasiado mayores para ser padres pero lo suficientemente jóvenes para conservar la ilusión.

Se sentó y tomó entre sus manos un tablón de haya que había barnizado la tarde anterior y se dispuso a darle unos retoques. Por el postigo asomaba la primera luz del alba. Pensó entonces en el trabajo que se le acumulaba. Lizet y él habían convenido trasladarse pronto a una vivienda más grande que le permitiese ampliar también la carpintería, en la cual se hiciese ayudar por aprendices que fuesen ascendiendo y se quedasen con él para que el taller fuese creciendo, porque a veces se veía obligado a rechazar trabajos que nadie en Waliria podía realizar con tanta pericia como él. Su esposa tenía razón: había llegado la hora de expandirse.

Volvió a pasar sus dedos por la superficie barnizada de la madera y marcó mentalmente los puntos que tendría que retocar, introdujo el pequeño pincel en el recipiente de barniz y entonces vio con asombro que el líquido comenzaba a agitarse solo en el interior de la vasija. Ya no tuvo tiempo para más, porque la tierra se movió tan violentamente bajo sus pies que pareció que se quebraba el mundo.

Todo zozobró con fuerza a su alrededor. Instintivamente se puso en pie para ir en auxilio de su esposa y del pequeño, pero perdió el equilibrio y fue a dar de bruces contra la banqueta de trabajo: una vieja pieza de madera curada y dura como una piedra. Oyó gritos, chasquidos de madera rompiéndose, golpes de puertas y ventanas abriéndose y cerrándose con violencia, techos desplomándose con la facilidad de la lluvia. Los cascotes comenzaron a caer como si sobre el tejado se hubiese precipitado una montaña, hasta que se desprendió a grandes trozos sobre la mesa y el suelo cubierto de serrín.

El temblor duró unos segundos que fueron eternos, entre el ruido y la terrible sensación de que la vida se extinguiría en esos momentos. Luego cesó la zozobra, y con ella el estruendo, y con el estruendo el tiempo, que se paralizó un instante acompañado de un completo silencio, hasta que gradualmente fueron regresando a sus oídos los gritos desconsolados que terminaron por mezclarse en una sola voz. Perdió de nuevo el equilibrio al levantarse, como si todavía temblase el suelo, y a trompicones llegó a la alcoba donde solo pudo ver una desordenada montaña de maderos, tejas y cañas que lo cubrían todo y bajo la cual se oían los quejidos ahogados del niño. Únicamente del niño.

Bertrand se lanzó como un animal desesperado a retirar escombros. El más pesado de los maderos era difícil de mover y tuvo que hacer palanca con otro

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