Dios no es bueno

Christopher Hitchens

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

He estado escribiendo este libro durante toda mi vida y me propongo seguir escribiéndolo, pero habría sido imposible elaborar esta versión sin la extraordinaria colaboración entre el agente y el editor que me lo permitieron (me refiero a Steve Wasserman y Jonathan Karp). Todos los autores deberían tener amigos y aliados tan cuidadosos y cultos. Todos los autores deberían tener también buscadores de libros tan sagaces y decididos como Windsor Mann.

Mi viejo amigo de la escuela Michael Prest fue la primera persona en dejarme claro que, aunque las autoridades nos obligaran a asistir a las oraciones, no podían obligarnos a rezar. Siempre recordaré su postura erguida mientras los demás se arrodillaban o se inclinaban con hipocresía, y también el día que decidí unirme a él. Todas las posturas de sumisión y entrega deberían formar parte de nuestra prehistoria.

He tenido la suerte de contar con muchos tutores morales, tanto formales como informales, muchos de los cuales tuvieron que soportar considerables pruebas intelectuales y dar muestras de una notable valentía con el fin de romper con la fe de sus clanes. Algunos de ellos todavía correrían cierto peligro si los nombrara, pero debo reconocer mi deuda con el difunto doctor Israel Shahak, que me introdujo en Spinoza; con Salman Rushdie, que en una época muy oscura prestó un valiente testimonio en favor de la razón, el sentido del humor y el lenguaje; con Ibn Warraq e Irfan Khawaja, que también saben algo sobre el precio que hay que pagar; y con el doctor Michael Shermer, el auténtico modelo de fundamentalista cristiano rehabilitado y recuperado. Entre las muchas otras personas que han demostrado que la vida, la inteligencia y el razonamiento comienzan precisamente en el lugar donde termina la fe, debería rendir homenaje a Penn y Teller,* a ese otro asombroso destructor de mitos y fraudes que es James Randi (un Houdini de nuestro tiempo) y a Tom Flynn, Andrea Szalanski y a todos los demás miembros del personal de la revista Free Inquiry. Me siento en deuda con Jennifer Michael Hecht después de que me enviara un ejemplar de su extraordinario libro Doubt: A History.

A todos aquellos que no conozco y que viven en los mundos en los que la superstición y la barbarie todavía prevalecen, y a cuyas manos confío que pueda llegar este libro, les ofrezco el modesto apoyo de una sabiduría más antigua. Es esta en realidad, y no ninguna otra prédica arrogante, la que llega a nosotros al salir del torbellino: Die Stimme der Vernunft ist leise. Sí, «La razón habla en voz baja». Pero es muy persistente. En esto y en las vidas y mentalidades de luchadores conocidos y desconocidos, depositamos nuestra principal esperanza.

Durante muchos años me he interesado por estas cuestiones junto a Ian McEwan, cuya obra exhibe una extraordinaria capacidad para esclarecer lo misterioso sin ceder ni un ápice a lo sobrenatural. Él ha demostrado con sutileza que lo natural es suficientemente maravilloso para cualquiera. Fue en algunas discusiones con Ian, primero en aquella remota costa uruguaya en la que Darwin desembarcó para tomar muestras y posteriormente en Manhattan, donde tengo la impresión de que empezó a germinar este ensayo. Estoy muy orgulloso de haber solicitado y obtenido su permiso para dedicarle estas páginas.

1 Dicho sea suavemente

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Dicho sea suavemente

Si el lector o la lectora de este libro quisiera llevar más allá la mera discrepancia con su autor y tratar de detectar los pecados y deformaciones que le animaron a escribirlo (y ciertamente he advertido que aquellos que alientan en público la caridad, la compasión y el perdón tienden a adoptar esta línea de acción), entonces no tendría que discutir únicamente con el incognoscible e inefable creador que, presuntamente, decidió crearme como soy. Tendría también que mancillar la memoria de una mujer buena, honesta y sencilla, con una fe sólida y sincera, llamada Jean Watts.

Cuando era un niño de unos nueve años y asistía a un colegio de los confines de Dartmoor, al suroeste de Inglaterra, la misión de la señora Watts consistía en instruirme en ciencias naturales y también en historia sagrada. Nos llevaba a mis compañeros y a mí a dar largos paseos por una zona particularmente bella de la hermosa tierra en que nací y nos enseñaba a distinguir las diferentes especies de aves, árboles y plantas. La sorprendente diversidad que se podía hallar en un seto de arbustos; la maravilla de unos huevos descubiertos en un recóndito nido; cómo cuando te picaban las ortigas en las piernas (teníamos que llevar pantalones cortos) crecía muy cerca una balsámica acedera de la que echar mano: todo esto ha permanecido en mi memoria del mismo modo que el «museo del guardabosque», en el que los campesinos del lugar exhibían los cadáveres de ratones, comadrejas y demás alimañas y predadores supuestamente suministrados por alguna deidad no tan benévola. Si uno lee los imperecederos poemas rurales de John Clare, escuchará la melodía de lo que pretendo transmitir.

Más adelante, en otras clases, se nos entregaba un papel impreso encabezado con el epígrafe de «Busca en las Sagradas Escrituras», el cual remitía a la escuela la autoridad nacional competente encargada de supervisar la enseñanza de la religión. (Junto con las oraciones diarias, esta actividad era obligatoria y venía impuesta por el Estado.) Aquel papel presentaba un versículo aislado extraído del Antiguo o del Nuevo Testamento, y la tarea consistía en localizar dicho versículo y, a continuación, explicarle a la clase o a la maestra, de forma oral o por escrito, qué contaba el pasaje y cuál era la enseñanza. Me encantaba hacer ese ejercicio e incluso destacaba en él, hasta el punto de que (al igual que Bertie Wooster)* solía aprobar la asignatura siendo «de los mejores». Aquella fue mi primera introducción a la crítica práctica y textual. Yo leía todos los capítulos que precedían a aquel versículo y todos los que le seguían para asegurarme de que había captado «lo importante» de la pista inicial. Todavía soy capaz de hacerlo, en buena medida para incomodo de algunos de mis enemigos, y todavía respeto a aquellos cuyo estilo se desprecia a veces calificándolo de «meramente» talmúdico, coránico o «fundamentalista». Este es un ejercicio mental y literario óptimo y necesario.

Sin embargo, llegó un día en que la pobre y querida señora Watts se extralimitó. Tratando ambiciosamente de fundir sus dos papeles de instructora de la naturaleza y profesora de la Biblia, nos dijo: «Así que ya veis, niños, lo poderoso y generoso que es Dios. Ha hecho que todos los árboles y la hierba sean verdes, que es justamente el color que más descansa nuestra vista. Imaginaos lo desagradable que sería si, en lugar de hacerlo así, la vegetación fuera toda morada o naranja».

Y fíjese el lector en lo que aquella piadosa y anciana adivina consiguió con ello. Le tenía cariño a la señora Watts: era una viuda cariñosa y sin hijos que tenía un perro ovejero muy viejo que, de verdad, se llamaba Rover. Después de clase nos invitaba a golosinas o a merendar a su vieja y destartalada casa, que estaba cerca de la vía del tren. Si Satán la escogió a ella para tentarme con el error, tuvo mucha más imaginación que la de recurrir a la taimada serpiente del Jardín del Edén. La señora Watts jamás nos levantó la voz, ni nos amenazó con la violencia (algo que no podía decirse de todos mis profesores) y, en general, era una de esas personas cuya memoria se honra en Middlemarch, de las que se puede decir que «el que ahora las cosas no nos vayan tan mal como podrían irnos, se debe en buena parte al número de los que vivieron fielmente una vida escondida y descansan en tumbas que nadie visita».

En todo caso, quedé francamente horrorizado por lo que nos dijo. Se me erizó el vello a causa del bochorno. A los nueve años yo no tenía la menor idea de lo que era el argumento del diseño inteligente, ni su opuesto, el de la evolución humana, ni de la relación entre la fotosíntesis y la clorofila. Los secretos del genoma permanecían tan ocultos para mí como lo estaban en aquella época para todos los demás. En aquel entonces, no había visitado enclaves naturales en los que casi todo se mostraba espantosamente indiferente u hostil a la vida humana, cuando no a cualquier tipo de vida. Simplemente sabía, casi como si tuviera acceso privilegiado a una autoridad superior, que mi profesora había conseguido confundirlo todo en tan solo dos frases. Son los ojos los que se adaptan a la naturaleza, y no al contrario.

No voy a fingir que recuerdo de manera perfecta u ordenada todo lo que sucedió tras aquella epifanía, pero en relativamente poco tiempo empecé a reparar en otras curiosidades. Si dios era el creador de todas las cosas, ¿por qué se suponía que teníamos que «alabarle» de un modo tan incesante por haber hecho algo que le salía de una forma tan natural? Aparte de otras cosas, me parecía servil. Si Jesús podía curar a un ciego con el que se topaba por casualidad, ¿por qué no curaba entonces a todos de la ceguera? ¿Qué había de maravilloso en expulsar a los demonios si acababan entrando en una piara de cerdos? Aquello parecía siniestro: era más propio de la magia negra. Con tanto rezo continuo, ¿por qué no había ningún resultado? ¿Por qué tenía yo que seguir diciendo en público que era un desgraciado pecador? ¿Por qué el asunto del sexo se consideraba tan pernicioso? Desde aquel entonces, he descubierto que estas objeciones ingenuas e infantiles son muy habituales, en parte porque ninguna religión puede atajarlas con ninguna respuesta satisfactoria. Pero también se me presentó otra objeción más importante. (Digo «se me presentó», en lugar de «se me ocurrió», porque estas objeciones son ineludibles, además de insalvables.) El director del colegio, que oficiaba las misas diarias, dirigía las oraciones y sostenía la Biblia, y además era un poco sádico y un homosexual encubierto (al que hace mucho tiempo he perdonado porque despertó en mí el interés por la historia y me prestó mi primer ejemplar de P.G. Wodehouse), estaba una tarde dándonos una charla absurda a algunos de nosotros. «Tal vez ahora no encontréis sentido a esta fe —nos dijo—. Pero algún día lo encontraréis, cuando empecéis a perder seres queridos.»

Además de incredulidad, sentí otra vez un aguijonazo de pura indignación. ¿Por qué? Eso era como decir que tal vez la religión no fuera verdadera, pero que no importaba, porque se podía encontrar consuelo en ella. Cuán despreciable. En aquel momento yo tenía unos trece años y estaba a punto de convertirme en un pequeño intelectual insoportable. Jamás había oído hablar de Sigmund Freud (aunque me habría resultado muy útil para entender al director), pero me acababan de mostrar un atisbo de El porvenir de una ilusión.

Cuento todo esto al lector porque no soy una de esas personas cuya posibilidad de vivir una fe saludable haya quedado destruida por los abusos infantiles o el férreo adoctrinamiento. Sé que hay millones de seres humanos que han sufrido esas experiencias y no creo que se pueda, ni se deba, absolver a las religiones de haber impuesto semejantes calamidades. (En un pasado muy reciente hemos visto a la Iglesia de Roma contaminarse con su complicidad en el imperdonable pecado de los abusos a menores o, como se diría en una variedad de pig latin, por «ningún trasero de niño abandonado».)* Pero también hay organizaciones no religiosas que han cometido delitos similares, o incluso peores.

Sigue habiendo cuatro objeciones irreductibles a la fe religiosa: que representa de forma absolutamente incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos, que debido a este error inicial consigue aunar el máximo de servilismo con el máximo de solipsismo, que es causa y consecuencia al mismo tiempo de una peligrosa represión sexual y que, en última instancia, se basa en ilusiones.

No creo que se considere arrogante por mi parte decir que yo ya había descubierto estas cuatro objeciones (además de haber percibido el hecho más vulgar y evidente de que quienes están a cargo del poder temporal utilizan la religión para investirse de autoridad) antes de perder mi voz infantil. Estoy moralmente convencido de que otros millones de personas extrajeron conclusiones muy similares en buena medida del mismo modo, y desde entonces he conocido gente parecida en centenares de hogares y decenas de países distintos. Muchos de ellos no tuvieron fe nunca, y otros muchos abandonaron la fe tras una dura tribulación. Algunos de ellos atravesaron por cegadores momentos de descreimiento que fueron exactamente igual de instantáneos que el de Pablo de Tarso en el camino de Damasco, si bien tal vez menos convulsos y apocalípticos (y que posteriormente hallaron mayor justificación moral y racional). Y aquí reside lo importante por lo que respecta a mí y a quienes piensan como yo. Nuestra creencia no es una fe. Nuestros principios no son una fe. No confiamos exclusivamente en la ciencia y en la razón, ya que estos son elementos necesarios en lugar de suficientes, pero desconfiamos de todo aquello que contradiga a la ciencia o atente contra la razón. Podemos discrepar en muchas cosas, pero lo que respetamos es la libre indagación, la actitud abierta y la búsqueda de las ideas por lo que valen en sí mismas. No mantenemos nuestras convicciones de forma dogmática: el desacuerdo entre el profesor Stephen Jay Gould y el profesor Richard Dawkins acerca de la «evolución puntuada» y los huecos que quedan sin rellenar en la teoría posdarwiniana son bastante anchos y profundos, pero los resolveremos mediante evidencias y razonamientos, y no excomulgándonos mutuamente. (Mi irritación por la vergonzosa sugerencia del profesor Dawkins y Daniel Dennett de que los ateos se llamaran a sí mismos «brillantes» se inscribe en una discusión permanente.) No somos inmunes al reclamo de lo maravilloso, del misterio y el sobrecogimiento: tenemos la música, el arte y la literatura, y nos parece que Shakespeare, Tolstói, Schiller, Dostoievski y George Eliot plantean mejor los dilemas éticos importantes que los cuentos morales mitológicos de los libros sagrados. Es la literatura, y no las Sagradas Escrituras, la que nutre la mente y (ya que no disponemos de ninguna otra metáfora) también el alma. No creemos en el cielo ni en el infierno, y ninguna estadística demostrará jamás que sin este tipo de lisonjas y amenazas cometemos más delitos de codicia o violencia que los creyentes. (De hecho, si se pudiera realizar alguna vez el oportuno estudio estadístico, estoy seguro de que la evidencia sería la inversa.) Nos conformamos con vivir solo una vez, salvo a través de nuestros hijos, a los que nos alegramos absolutamente de sentir que debemos abrir camino y dejar sitio. Especulamos con la idea de que al menos es posible que, una vez que las personas acepten el hecho de que sus vidas son cortas y penosas, tal vez se comporten mejor unos con otros, y no peor. Estamos seguros de que se puede vivir una vida ética sin religión. Y de hecho sabemos que el reverso es cierto: que la religión ha ocasionado que innumerables personas no solo no se comporten mejor que otras, sino que se concedan licencias para comportarse de formas que dejarían estupefacto al regente de un burdel o a un genocida.

Y lo que tal vez sea más importante: nosotros, los infieles, no necesitamos ningún mecanismo de refuerzo. Somos aquellos a los que se refería Blaise Pascal cuando afirmaba dirigirse a aquel que dice «estoy hecho de tal manera que no puedo creer». En la aldea de Montaillou, durante una de las grandes campañas de caza de brujas de la Edad Media, los inquisidores le pidieron a una mujer que les dijera de quién había aprendido sus dudas heréticas sobre el infierno y la resurrección. Ella debía de saber que corría el terrible riesgo de que los piadosos le administraran una muerte lenta y prolongada, pero respondió que no las había aprendido de nadie, sino que se le habían ocurrido a ella sola. (A menudo escuchamos a los creyentes ensalzar la sencillez de los feligreses, pero nunca en el caso de esta cordura y lucidez no forzada y deliberada, que ha sido sofocada y borrada en los juicios de más seres humanos de los que jamás seremos capaces de nombrar.)

Nosotros no tenemos necesidad de reunirnos todos los días, ni cada siete, ni con motivo de ninguna festividad, ni para proclamar nuestra rectitud o postrarnos y regodearnos en nuestra indignidad. Nosotros, los ateos, no necesitamos ningún sacerdote, ni ninguna jerarquía superior que custodie nuestra doctrina. Abominamos de los rituales y las ceremonias, como también abominamos de las reliquias y del culto a cualquier tipo de imágenes u objetos (incluidos los objetos que presentan la forma de una de las innovaciones más útiles del ser humano: el libro impreso). Para nosotros, ningún lugar de la tierra es o podría ser «más santo» que otro: al ostentoso acto absurdo de peregrinar a algún sitio y al brutal espanto de matar a civiles en nombre de algún muro, cueva, santuario o roca sagrada podemos oponer un paseo ocioso o urgente de un lado a otro de la biblioteca, el museo, o para acudir a comer con un amigo afectuoso para buscar la verdad o la belleza. Si son rigurosas, alguna de estas excursiones para ir a la biblioteca, a almorzar o al museo nos pondrá evidentemente en contacto con la fe y con los creyentes, ya sea a través de los grandes pintores o compositores devotos o de las obras de Agustín, Tomás de Aquino, Maimónides o Newman. Tal vez estos portentosos eruditos hayan escrito muchas cosas depravadas o absurdas o hayan sido irrisoriamente ignorantes de la teoría bacteriológica de las enfermedades o del lugar que ocupa el globo terrestre no ya en el universo, sino en el sistema solar; y esta es la sencilla razón por la que no hay más como ellos hoy día, y por la que no habrá más como ellos el día de mañana. La religión dijo sus últimas palabras inteligibles, nobles o inspiradoras hace mucho tiempo; a partir de ese momento, se convirtió en un humanismo admirable pero nebuloso, igual que le pasó, por ejemplo, a Dietrich Bonhoeffer, un valiente pastor luterano ahorcado por los nazis por negarse a actuar en connivencia con ellos. No habrá más profetas ni sabios de antiguo cuño, lo cual es la razón por la que las devociones de hoy día son únicamente ecos de repeticiones del ayer, a veces elaboradas hasta el hilarante extremo de conjurar una terrible vacuidad.

Aunque, pese a sus limitaciones, algunas defensas de la religión son espléndidas (podríamos citar a Pascal) y otras aburridas y absurdas (aquí no podemos evitar mencionar a C.S. Lewis), ambas modalidades tienen algo en común, y es lo siguiente: la atroz carga de retorcimiento que tienen que soportar. ¡Cuánto esfuerzo hace falta para afirmar lo increíble! Los aztecas tenían que descuartizar una cavidad torácica humana a diario únicamente para asegurarse de que saliera el sol. Se supone que los monoteístas incomodan a su divinidad más veces todavía; tal vez por si fuera sorda. ¿Cuánta vanidad es preciso reunir (sin que, por otra parte, sea muy eficiente) para fingir que uno es un objeto personal de un plan divino? ¿Cuánto respeto a uno mismo hay que sacrificar para poder avergonzarse continuamente por la conciencia de los propios pecados? ¿Cuántas suposiciones innecesarias es preciso postular y cuánta capacidad de tergiversación hace falta para tomar cada una de las nuevas ideas de la ciencia y manipularla hasta que «encaje» con las palabras reveladas por deidades de la Antigüedad inventadas por el ser humano? ¿Cuántos santos, milagros, concilios y cónclaves son necesarios para, primero, establecer un dogma y, a continuación, tras un dolor, pérdida, sinsentido y crueldad infinitos, verse obligado a rescindir uno de esos dogmas? Dios no creó al ser humano a su imagen y semejanza. Evidentemente, fue al revés, lo cual constituye la sencilla explicación para toda esta profusión de dioses y religiones y para la lucha fratricida, tanto entre cultos distintos como en el seno de cada uno de ellos, que se desarrolla continuamente a nuestro alrededor y que tanto ha retrasado el progreso de la civilización.

Las atrocidades religiosas del pasado y el presente no se han producido porque nosotros seamos malos, sino porque en la naturaleza es un hecho que desde el punto de vista biológico la especie humana es racional solo en parte. La evolución ha supuesto que nuestros lóbulos prefrontales sean demasiado reducidos, nuestras glándulas suprarrenales demasiado abultadas y nuestros órganos reproductores parezcan diseñados por un equipo de incompetentes; esta receta, por sí sola o combinada con otros ingredientes, tiene muchas probabilidades de traducirse en cierta infelicidad y ocasionar algunos trastornos. Pero, en todo caso, ¡menuda diferencia cuando dejamos de lado a los creyentes acérrimos y abordamos la obra no menos ardua, por ejemplo, de un Darwin, un Hawking o un Crick! Estos hombres resultan más iluminadores cuando se equivocan, o cuando dejan traslucir sus inevitables sesgos, que cualquier otra persona modesta y con fe que intente en vano cuadrar el círculo y explicar cómo es posible que él, una simple creación del Creador, pueda saber qué se propone el Creador. En cuestiones de estética no se puede coincidir en todo, pero nosotros, los humanistas laicos, ateos y agnósticos, no deseamos privar a la humanidad de su capacidad para el asombro ni de sus consuelos. Ni por asomo. Si dedicamos algún tiempo a observar las asombrosas fotografías tomadas por el telescopio Hubble, escrutaremos cosas mucho más sobrecogedoras, misteriosas y hermosas (y más caóticas, apabullantes e imponentes) que cualquier creación o cualquier relato del «fin de los tiempos». Si leyéramos a Hawking cuando alude al «horizonte de sucesos», ese borde teórico de un «agujero negro» sobre el que en teoría podemos zambullirnos y ver el pasado y el futuro (salvo que, por desgracia y por definición, no tengamos «tiempo» suficiente), me sorprendería que todavía alguien se quedara boquiabierto ante Moisés y su mediocre «zarza ardiente». Si uno contempla la belleza y la simetría de la doble hélice, y después va a que le analicen la secuencia completa de su genoma, quedará estupefacto de inmediato ante el hecho de que en el núcleo de su ser resida un fenómeno tan perfecto y le tranquilizará (espero) t

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