Recuerdos de la guerra de España (Colección Endebate)

George Orwell

Fragmento

1

Primero que nada los recuerdos físicos: los sonidos, los olores, la superficie de las cosas.

Es curioso que, de la guerra de España, recuerde, más vívidamente que cualquier otra cosa que sucediera luego, la semana de «adiestramiento» que recibimos antes de que nos enviaran al frente: los enormes barracones de caballería en Barcelona, con sus ventosos establos y patios empedrados, el frío helador de la bomba de agua en la que nos aseábamos, la comida asquerosa —solo tolerable gracias a un vino que nos bebíamos en unos cacillos metálicos—, las milicianas que cortaban leña vestidas con pantalones y el pase de lista en las madrugadas, cuando mi prosaico nombre inglés servía de pequeño interludio cómico a los sonoros nombres españoles: Manuel González, Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime Doménech, Sebastián Viltrón, Ramón Nuvo Bosch. Si menciono justamente estos nombres es porque recuerdo las caras de todos ellos. Es posible que estén muertos, con excepción de dos, que eran gentuza y a estas alturas se habrán hecho sin duda falangistas. Sé con certeza que dos han fallecido. El mayor debía de tener alrededor de veinticinco años; el menor, dieciséis.

Una de las experiencias esenciales de la guerra es la imposibilidad absoluta de eludir los repugnantes olores de origen humano. Las letrinas son un tema recurrente en la literatura bélica, y no las mencionaría si no fuera porque la letrina de nuestros barracones desempeñó un papel importante en el desvanecimiento de mis ilusiones sobre la Guerra Civil española. La letrina de tipo latino, en la que uno tiene que acuclillarse, es en el mejor de los casos bastante mala, pero aquellas estaban hechas de alguna clase de piedra pulida, tan resbaladiza que lo más que podía hacerse era intentar mantenerse en pie. Para colmo, siempre estaban atascadas. A estas alturas, guardo muchas otras cosas repugnantes en la memoria, pero creo que estas letrinas fueron lo primero que inspiró en mí una idea que después se haría recurrente: «Henos aquí, soldados de un ejército revolucionario, defendiendo la democracia contra el fascismo, peleando en una guerra con un objetivo claro, y los detalles de nuestras vidas son tan sórdidos y degradantes como podrían serlo en prisión, no se diga en un ejército burgués». Más tarde, muchas otras cosas reforzaron aquella impresión, por ejemplo el tedio y el hambre animal que acompañaban la vida en las trincheras, las mezquinas intrigas por las sobras de la comida, las patéticas y reiteradas rencillas a las que se entregaba la gente exhausta de tanto no dormir.

El horror esencial de la vida militar (quien haya sido soldado sabrá de lo que hablo) tiene escasa relación con la naturaleza de la guerra en la que a uno le toca combatir. La disciplina, por ejemplo, es al cabo idéntica en todos los ejércitos. Las órdenes deben obedecerse, y si es necesario hay que respaldarlas con castigos; la relación entre oficiales y soldados rasos ha de ser la de un superior con un inferior. La imagen que se plasma de la guerra en libros como Sin novedad en el frente es sustancialmente verdadera. Las balas hieren, los cadáveres apestan; bajo fuego, los hombres a menudo se atemorizan hasta el punto de orinarse encima. Es verdad que la procedencia social de los miembros de un ejército tiñe de un color determinado su entrenamiento, tácticas, incluso su eficacia, y también que la conciencia de estar en lo correcto puede elevar la moral, aunque esto último vale más para la población civil que para las tropas. (La gente suele olvidar que, cerca del frente, un soldado está por lo común demasiado hambriento, asustado o muerto de frío, o sobre todo demasiado cansado para preocuparse de las causas políticas de la guerra.) Pero las leyes de la naturaleza son las mismas para un ejército «rojo» que para uno «blanco». Un piojo es un piojo y una bomba es una bomba, incluso si uno pelea por una causa justa.

¿Por qué vale la pena señalar cosas tan obvias? Porque, a todas luces, la mayor parte de la intelectualidad británica y estadounidense no las sabía entonces, ni parece saberlas ahora. Últimamente, nuestra memoria se ha vuelto frágil; sin embargo, miremos un poco atrás, desempolvemos los archivos del New Masses o del Daily Worker y echemos un vistazo a la romántica basura belicista que los izquierdistas difundían por aquella época. ¡Aquellas frases trasnochadas! ¡Y su escasa y atroz imaginación! ¡La sangre fría con la que Londres observó el bombardeo de Madrid! No me quejo de la contrapropaganda de la derecha, los Lunn, los Garvin et hoc genus: sobre ellos no hay nada que agregar. Se trataba, no obstante, de los mismos que durante veinte años habían denostado la guerra y se habían mofado de su «gloria», de los relatos de las atrocidades, del patriotismo, incluso del valor físico. Y ahora afirmaban cosas que, cambiando unos cuantos nombres, habrían encajado perfectamente en el Daily Mail de 1918. Si la intelectualidad británica se había comprometido con algo era con el desenmascaramiento de la guerra, con la teoría de que la guerra no es sino cadáveres y letrinas y jamás conduce a nada bueno. Pues bien, la misma gente que en 1933 se reía compasivamente por lo bajo si decías que en determinadas circunstancias pelearías por tu país, te denunciaba en 1937 como trotskifascista si sugerías que los reportajes del New Masses sobre heridos recientes que clamaban por volver al frente podían ser pura exageración. Y la intelectualidad de izquierdas hizo ese viaje desde «la guerra es el infierno» a «la guerra es gloriosa» no solo sin conciencia de estar siendo incongruentes, sino de un día para otro. Más tarde, la mayoría de ellos haría otras transiciones igualmente violentas. Debe de haber un

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