La invención de Cain

Félix de Azúa

Fragmento

cap-1

Prólogo

Dentro y fuera de la ciudad

No conservo el recuerdo de la primera vez que me sentí ciudadano, habitante de ciudad, pero sí tengo muy presente el primer chispazo que me hizo consciente de estar fuera de la ciudad, arrojado a una exterioridad misteriosa tan alejada en el tiempo y el espacio de la vida doméstica como las ilustraciones que adornaban el Viaje al centro de la tierra de Julio Verne, aquel lugar donde las leyes familiares no regían en absoluto. Es un instante que me ha quedado detenido en la memoria, bien perfilado y todavía resplandeciente.

Mi familia pasaba los veranos en un pueblecito llamado Vilassar de Mar, que es hoy un fenomenal conjunto de rascacielos, una excrecencia de Barcelona hinchada como una hernia que se agranda para dar alivio a venenos que amenazan el organismo entero. Pero en los años cincuenta, Vilassar era un discreto reducto de chalets para veraneantes y un más largo conjunto de casas de población autóctona dedicada a la horticultura y la pesca.

Desde antes de la Guerra Civil, mi abuelo alquilaba cada año una casona de aspecto indiano con patio de fachada y jardín trasero al que no le faltaban ni la balsa, ni el emparrado, ni el huerto. Aquella casa le convenía porque bastaba con cruzar la carretera y saltar las vías del tren para acceder a la playa, pero aquella carretera que hoy es una de las más densas de Cataluña era entonces de tan escasa circulación que mi primo y yo matábamos las tediosas horas de la siesta sentados en el pretil del patio dedicados a la tarea de contar coches. «Uno», silencio, «dos», más silencio, «tres», mucho más silencio, «cuatro». A veces en una hora no llegábamos a los quince.

Era evidente que aquello no era una ciudad, pero podía quizá ser algo semejante a un parque, una prolongación de Barcelona algo absurda y de difícil acceso. Al fin y al cabo, toda la gente que conocíamos era de Barcelona, ya que los veraneantes apenas cuidábamos el trato con los lugareños. Con la inocente arrogancia que adorna a los hijos del invasor, no teníamos ni la más remota conciencia de estar ofendiendo el viejo honor campesino y marinero de quienes se enriquecían (y más tarde, con la especulación, muchísimo más) gracias a nuestra invasión, dando lugar a un resentimiento muy característico.

Pero mucho antes de que me sentara con mi primo a contar coches o trenes (lo que generó en Jordi una afección anímica que aún le dura y es bello verle sostener una maqueta de locomotora en la mano como si fuera una tanagra recién desenterrada de Pompeya), tuve esa curiosa experiencia de verme a mí mismo fuera de la ciudad, en un ámbito donde las leyes son distintas y aun contradictorias con las de cada día, las de casa, las del colegio, un lugar donde perduran los dioses antiquísimos.

Acababa de caer uno de esos repentinos chubascos que a finales de agosto refrescan pasajeramente la atmósfera antes de volver a abrir el cielo y dejar caer la maza del sol. Yo paseaba por el jardín en busca de caracoles, babosas, ranas y otras bestias que parecían nacer del agua como ondinas, pero en aquella ocasión quedé prendido en la gran tela moteada de gotas brillantes que una araña restauraba a toda velocidad en un seto de mirto. Tejía con una energía admirable, como si temiera perder la escuadrilla de moscas y moscardones que había levantado el vuelo en cuanto volvió a lucir el sol. En el lomo le brillaba una joya en forma de cruz y sólo muchos años más tarde supe que se llamaba Epeira (Araneus diadematus) y que esa diadema gozaba de una historia literaria que se remonta a los tiempos en que también Platón y Teognis la admiraban.

No quedé atrapado por la belleza del insecto, ya que a esa edad no se hacen sabios distingos entre cosas bellas y feas, sino por la trabazón, el encadenamiento que ligaba la lluvia y el sol con las moscas, la tela, la araña, las babosas, los caracoles, las ranas que silbaban sus flautas con ritmos a contrapié y las nubes que se alejaban ligeras. Se me produjo, en una palabra, la primera y muy vulgar experiencia de unidad de todos los elementos, de todas las partes de esa gigantesca criatura viviente que solemos llamar «naturaleza» o «cosmos», en cuyo seno yo era algo menor, más diminuto aún que la araña, aunque también me afanase a mi manera por mantener intacta la tela tras cada catástrofe.

Es una experiencia corriente, común, todo el mundo la sufre en un momento u otro y con ella se abre la estupefacción que suele dar nacimiento a la inteligencia de lo abstracto, una inteligencia que termina en el polo opuesto, en la otra aduana del pensamiento, allí donde lord Chandos se percataba de que ese inabarcable conjunto cósmico del que formamos parte no puede ser descrito con palabras y por lo tanto el habla es una minúscula parte del ser, tan minúscula que nos hace casi mudos.

Mi primer sentimiento panteísta, por lo tanto, me asaltó allí, en aquel preciso momento y lugar, como si la propia araña me hubiera atrapado en su tela enviada por la mano mágica del día con el propósito de encestarme en el cosmos viviente. La sensación escalofriante de formar parte de un colosal orbe animado no habría podido tenerla en la ciudad, porque en ella el orden de los acontecimientos y la fuerza de las leyes caminan en sentido contrario; en lugar de unir en comunión con una vida más grande, dividen, analizan y sostienen las vidas pequeñas como si pudieran valerse por sí mismas. Para la lluvia había paraguas, para el frío radiadores y estufas, cuando se ponía el sol se encendían las farolas y las telas de araña eran aquellas porquerías que las señoras barrían de las esquinas del techo con largas escobas. Las telas de araña, en la ciudad, no formaban parte de absolutamente nada, estaban solas, aisladas como cada uno de nosotros, y sólo se les pedía que molestaran lo menos posible. Aquella gema inverosímil más brillante que el diamante Koh-i-noor, aquella agitación que como una centella tramaba su habitáculo sorteando perlas de agua para trabar pronto una trampa de geometría inaudita era, en la ciudad, suciedad.

Desde entonces he sentido esa divisoria abismal entre la ciudad y su exterior como una de las más enigmáticas escisiones de las que somos víctimas y verdugos. Algunos urbanistas, como Le Corbusier, han querido eliminar de la ciudad todo cuanto no fuera inteligencia práctica, ciencia, razón y ética, diseñando un programa decidido para matar los animales que nos aguantan el alma, es decir, nuestro cuerpo. Otros, en cambio, como Guy Debord, los situacionistas y algunos surrealistas, quisieron por el contrario hacer de la ciudad un espacio transparente con su opuesto, el viejo orden natural, y que pudieran vivirse las ciudades como selvas y junglas.

Incluso los revolucionarios han proyectado su revolución a veces como Saint-Simon, enemigo declarado del animal que todavía en parte somos, y otras veces como Fourier, partidario de dejar vivir a nuestro animal libremente. Ésta es una de las razones por las que muchos ecologistas se debaten en una doble vertiente irreconciliable, o bien el artificio es lo único que todavía puede salvar nuestra supervivencia en el cosmos construyendo una nueva naturaleza (artificial), o bien la naturaleza se convierte en una reivindicación sentimental y es entonces un producto religioso, represor y retrógrado. En un artículo de este libro se habla de un escritor, Julien Gracq, que se ha esforzado por vivir su ci

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