Mide lo que importa

Fragmento

cap-3

1

Google, te presento a los OKR

 

 

 

 

Si no sabes hacia dónde te diriges, tal vez no consigas llegar.

YOGI BERRA

Cierto día de otoño de 1999 llegué a un edificio de dos plantas en forma de «L» situado en el corazón de Silicon Valley, junto a la salida 101 de la autopista. Se trataba de la primera sede central de Google, y yo había ido allí para llevarles un regalo.

La empresa había alquilado el edificio dos meses antes, debido a que el local que ocupaban sobre una heladería del centro de Palo Alto les resultaba ya pequeño. Lo hicieron justo después de que decidiera embarcarme en la operación más arriesgada en la que me había implicado durante mis diecinueve años como inversor capitalista, una apuesta de once millones ochocientos mil dólares para obtener el doce por ciento de una start-up fundada por dos estudiantes que habían abandonado sus estudios en Stanford. Me incorporé a la junta directiva de Google. Me había comprometido, tanto financiera como emocionalmente, a hacer todo lo que estuviera en mi mano para ayudarlos a tener éxito.

Apenas un año después de mi incorporación, Google se marcó sus objetivos como empresa: organizar toda la información del mundo y hacer que fuera accesible y útil de manera universal. Puede que sonara un tanto grandilocuente, pero confiaba por completo en Larry Page y Sergey Brin. Aquellos chicos tenían mucho desparpajo, incluso podría decirse que eran descarados. No obstante, también eran curiosos y reflexivos. Escuchaban. Y cumplían.

Sergey podría describirse como un tipo entusiasta, impredecible, de ideas fijas y capaz de salvar abismos intelectuales de un simple salto. Era un inmigrante nacido en la Unión Soviética y, además de ser un líder ejemplar, también era un negociador creativo y astuto. De carácter muy inquieto, siempre buscaba más. Podía ponerse a hacer flexiones en medio de una reunión.

Larry era un ingeniero de ingenieros, el hijo de un pionero de la informática. Y un inconformista de voz meliflua, un rebelde con una causa decuplicada: hacer que la relevancia de internet aumentara exponencialmente. Si Sergey se ocupaba de la comercialización de la tecnología, Larry se esforzaba por mejorar el producto e imaginar lo imposible. Era un teórico soñador que tenía los pies en el suelo.

Meses antes, ambos habían acudido a mi despacho para ofrecerme su discurso de ventas con una presentación en PowerPoint que solo contaba con diecisiete imágenes, de las cuales apenas dos hacían referencia a los números. (Habían añadido tres dibujos animados para engrosar la presentación.) Aunque habían cerrado un trato humilde con The Washington Post, Google todavía no había descubierto el valor real de la publicidad por palabras clave. Eran el decimoctavo motor de búsqueda en aterrizar en la red, así que la empresa había llegado demasiado tarde a la fiesta. Ceder esa ventaja de salida a tus competidores suele resultar fatal, sobre todo en el campo de la tecnología.(1)

Aun así, nada de eso impidió que Larry me diera un discurso sobre la poca calidad de los buscadores existentes, cuánto podrían mejorarse y la infinita relevancia que adquirirían en un futuro próximo. Sergey y él no tenían la menor duda de que entrarían en el mercado, a pesar de que carecían de un plan de negocio. Su algoritmo PageRank era mucho mejor que el de sus competidores, incluso en la versión beta.

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Larry Page y Sergey Brin en la incubadora de Google, un garaje en el número 232 de Santa Margarita, Menlo Park, en 1999.

Les pregunté: «¿De cuánto creéis que estaríamos hablando?». Yo había hecho ya mis propios cálculos. Si todo salía bien, Google podría alcanzar una capitalización de mercado de mil millones de dólares. Pero quería calibrar la medida de sus sueños.

Y Larry respondió: «Diez mil millones de dólares».

Quería asegurarme, así que le dije: «Te refieres a capitalización de mercado, ¿verdad?».

Y Larry repuso: «No, no hablo de capitalización. Estoy hablando de ingresos».

Me quedé de piedra. Asumiendo una tasa de crecimiento normal para una empresa de tecnología que generase beneficios, diez mil millones en ingresos significarían tener una capitalización de mercado de cien mil millones. Eso estaba reservado para Microsoft, IBM e Intel. Se trataba de una criatura más rara que un unicornio. Larry no se marcaba faroles, sino que lo reflexionaba todo con mucha calma. Ni siquiera quise rebatírselo. Me habían impresionado. Sergey y él estaban decididos a cambiar el mundo y yo confiaba en sus posibilidades.

Google ya rebosaba de grandes ideas antes de crear Gmail, Android o Chrome. Sus fundadores eran visionarios por excelencia y exhibían una energía rebosante como emprendedores. Lo que les faltaba era experiencia en la gestión.(2) Para que Google tuviera un impacto verdadero, incluso para que despegara, necesitaban aprender a tomar decisiones difíciles a fin de que su equipo no se desviara del camino. Debido al saludable apetito que profesaban por el riesgo, tendrían que cerrar el grifo a los perdedores: fracasar rápido.(3)

Y no menos importante, necesitarían datos relevantes suministrados en el momento oportuno. Para hacer un seguimiento de sus progresos. Para medir lo que importaba.

Así que aquel agradable día en Mountain View les llevé un regalo, una herramienta afilada para un trabajo ejecutivo de primer orden. La primera vez que la usé fue en la década de los setenta, cuando trabajaba en Intel, donde Andy Grove, el mejor gestor de su tiempo y de todos los tiempos, dirigía la mejor empresa que haya visto en mi vida. Desde que entré en Kleiner Perkins, la firma de capital de riesgo de Menlo Park, he hecho proselitismo del evangelio de Grove en todos los ámbitos, en cincuenta empresas como mínimo.

Quiero dejar claro que profeso el mayor de los respetos por los emprendedores. Soy un friki de la informática que reza ante el altar de la innovación. También he presenciado demasiadas veces los estragos que sufren las start-ups a la hora de crecer, expandirse y saber hacer las cosas bien. Así que he ideado una filosofía, mi propio mantra: «Tener ideas no es complicado. Lo importante es saber ponerlas en práctica».

A principios de la década de los ochenta, me tomé catorce meses sabáticos de mi trabajo en Kleiner para dirigir la división de ordenadores de sobremesa de Sun Microsystems. De repente, me encontré al mando de cientos de personas. Estaba aterrorizado. Pero el sistema de Andy Grove fue mi refugio en la tormenta y me proporcionó la claridad necesaria en cada reunión que tenía que liderar. Empoderó a mi equipo ejecutivo y sirvió de base para toda la operación. Sí, cometimos algunos errores. Pero también logramos cosas increíbles, entre ellas una nueva arquitectura RISC para microprocesadores, lo cual aseguró el liderazgo de Sun en el mercado de los ordenadores de sobremesa. Aquello era lo que me hacía creer firmemente en el regalo que ofrecí a Google casi dos décadas después.

La práctica en la que se basó mi formación en Intel, la que me salvó en Sun y que sigue inspirándome a estas fechas, se conoce como OKR, siglas de Objectives and Key Results (Objetivos y Resultados Clave). Se trata de un protocolo de colaboración para establecer objetivos en empresas, equipos e individuos. Ahora bien, los OKR no son la panacea. No pueden sustituir al buen juicio, a los líderes fuertes ni a una cultura de empresa creativa. Pero si cuentas con esa base sobre la que cimentarlos, los OKR pueden llevarte a lo más alto.

Larry y Sergey escucharon mi discurso junto con Marissa Mayer, Susan Wojcicki, Salar Kamangar y unos treinta empleados más, básicamente toda la plantilla de la empresa en aquellos tiempos. Estaban de pie alrededor de una mesa de ping-pong, que hacía las veces de mesa de juntas, o estirados sobre pufs, al estilo de los dormitorios comunales universitarios. La primera transparencia de mi PowerPoint definía los OKR: «Una metodología de gestión que ayuda a asegurar que la empresa se centra en los mismos temas importantes en toda la organización».

Un OBJETIVO, expliqué, responde tan solo a QUÉ hay que lograr, ni más ni menos. Por su naturaleza propia, los objetivos son concretos, trascendentes, realizan un llamamiento a la acción e inspiran (idealmente). Cuando se diseñan y utilizan de manera adecuada, suponen un remedio contra el pensamiento confuso y la ejecución imprecisa.

Los RESULTADOS CLAVE son un marcador de referencia y monitorizan CÓMO llegamos a ese objetivo. Los resultados clave eficaces tienen que ser específicos y establecerse en un marco temporal, deben ser agresivos y, al mismo tiempo, realistas. Y sobre todo han de ser medibles y verificables (como diría la alumna aventajada Marissa Mayer:[1] «Si no incluye una cifra, no es un resultado clave»). Un resultado clave se cumple o no se cumple. No hay un término medio ni cabe duda alguna. Al final del período designado, que suele ser un trimestre, declaramos el resultado clave «alcanzado» o «no alcanzado». Así como un objetivo puede prolongarse en el tiempo y perdurar durante un año o más, los resultados clave evolucionan a medida que el trabajo progresa. Una vez que todos se han completado, el objetivo se alcanza obligatoriamente. (Y si no es así, es porque los OKR no se diseñaron bien desde un principio.)

Anuncié a aquella pandilla de jóvenes googlers que mi objetivo para aquel día era construir un modelo de planificación para su empresa que estuviera cuantificado por tres resultados clave:

RC n.º 1: Acabaría mi presentación a tiempo.

RC n.º 2: Crearíamos un conjunto de OKR trimestrales para Google a modo de ejemplo.

RC n.º 3: Conseguiría llegar a un acuerdo para probar los OKR durante un período de tres meses.

Esbocé dos posibles escenarios OKR a modo ilustrativo. El primero lo protagonizaba un equipo de fútbol ficticio cuyo presidente pasaba un objetivo de ejecutivo a los escalafones más bajos del organigrama de la franquicia. El segundo era un drama de la vida real del que había sido espectador de lujo: la operación Crush, la campaña para devolver a Intel el dominio en el mercado de los microprocesadores. (Profundizaremos en los detalles de ambos más adelante.)

Cerré mi intervención resumiendo una propuesta de valor que sigue siendo igual de convincente a día de hoy: los OKR hacen aflorar tus objetivos principales, canalizan los esfuerzos y la coordinación y conectan operaciones diversas proporcionando un propósito común y unidad a toda la organización.

Mi discurso acabó en la marca de noventa minutos que había establecido, justo a tiempo. El resto quedaba en manos de Google.

En el año 2009, la Harvard Business School publicó un ensayo titulado «Goals Gone Wild».[2] Comenzaba con un catálogo de ejemplos de «planificación destructiva de objetivos»: los tanques de gasolina del Ford Pinto que explotaban, las subidas de precios indiscriminadas en los talleres de reparación de automóviles Sears, la negligencia de inflar los objetivos de venta en Enron, el desastre del Everest en 1996 que se saldó con la muerte de ocho personas. Los objetivos, advertían los autores, eran «un fuerte medicamento con receta que requiere una dosificación cuidadosa… y supervisión constante». Incluso publicaron una etiqueta de advertencia: «Los objetivos pueden causar problemas sistemáticos en las organizaciones debido a la visión túnel, los comportamientos poco éticos, el aumento del riesgo, la disminución de la cooperación y la reducción de la motivación».[3] La cara oculta de la imposición de objetivos podía empañar cualquier beneficio, o al menos eso argumentaban.

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Aquel ensayo tocó ciertas fibras sensibles y aún se cita a menudo. Esa advertencia no es descabellada. Los OKR, como cualquier sistema de gestión, pueden ejecutarse bien o mal. Pero no nos equivoquemos: para cualquiera que luche por obtener un alto rendimiento en el trabajo, los objetivos son muy necesarios.

En 1968, el año en que Intel comenzó en el negocio, un profesor de psicología de la Universidad de Maryland sacó a la luz una teoría que seguramente ejerció influencia en Andy Grove. Lo primero que Edwin Locke afirmaba era que los «objetivos difíciles»[4] impulsan el rendimiento de manera más efectiva que los fáciles. Lo segundo era que los objetivos difíciles específicos «producen un nivel de resultados más alto» que los expresados de manera imprecisa.

En el medio siglo que ha transcurrido desde entonces, más de mil estudios posteriores confirman el descubrimiento de Locke como «una de las ideas más demostradas y confirmadas de toda la teoría de la gestión».[5] Entre los experimentos llevados a cabo en ese campo, el noventa por ciento confirma que la productividad mejora cuando existen objetivos bien definidos que suponen un reto.

Año tras año, las encuestas de Gallup atestiguan una «crisis de implicación en los empleados a nivel mundial». Menos de un tercio de los trabajadores estadounidenses «se implican, muestran entusiasmo y están comprometidos con su trabajo y su entorno laboral».[6] De entre esos millones de trabajadores desmotivados, más de la mitad dejaría su empresa por un aumento salarial inferior al veinte por ciento. En el sector de la tecnología,[7] dos de cada tres empleados creen que pueden encontrar un trabajo mejor en cuestión de dos meses.

En los negocios, ese desapego supone un problema filosófico abstracto: reduce el rendimiento final. Los grupos de trabajo con mayores niveles de motivación redundan en mayores beneficios y un menor índice de abandono.[8] Según Deloitte, la firma de consultoría experta en gestión y administración de empresas, los problemas de «retención e implicación del empleado han pasado a ocupar la segunda posición en las mentes de los líderes empresariales, solo superada por el desafío de ejercer el liderazgo en el mercado global».[9]

Pero ¿cómo se genera exactamente esa implicación? Según un estudio que Deloitte llevó a cabo durante dos años, nada tiene mayor impacto que plantear «objetivos definidos con claridad por escrito y compartirlos libremente. […] Los objetivos generan confluencias, claridad y satisfacción por el trabajo».[10]

El establecimiento de objetivos no es infalible: «Cuando las personas tienen prioridades que entran en conflicto u objetivos poco claros, sin sentido o que cambian de manera arbitraria empiezan a frustrarse y a mostrar cinismo y desmotivación».[11] Un sistema eficiente de gestión de los objetivos —un sistema OKR— vincula los objetivos a una misión de equipo más amplia. Respeta los propósitos comunes y las fechas límite al tiempo que se adapta a las circunstancias. Promueve la crítica y celebra los éxitos, sean estos grandes o pequeños. Y lo que es más importante: expande nuestros límites. Nos motiva para que nos esforcemos por alcanzar aquello que parecía imposible de conseguir.

Tal como aceptan incluso los responsables de «Goals Gone Wild», los objetivos «pueden inspirar a los empleados y mejorar el rendimiento».[12] Ese fue, en resumen, mi mensaje para Larry, Sergey y compañía.

Cuando abrí el turno de preguntas, mi audiencia parecía intrigada. Esperaba que dieran una oportunidad a los OKR, pero no que lo hicieran con tal resolución. Sergey dijo: «Bueno, necesitamos algún principio organizativo. No tenemos ninguno, y este bien podría serlo». Aun así, el matrimonio entre Google y los OKR distaba mucho de ser arbitrario. Se trataba del emparejamiento de impedancias perfecto, una comunicación directa con el ácido ribonucleico que transfería el código genético a Google. Los OKR eran un dispositivo elástico basado en datos para una empresa independiente y que veneraba los datos.(4) Prometían transparencia a un equipo programado para la apertura: código abierto, sistemas operativos abiertos, redes abiertas. Recompensaban el «fracaso positivo» y la osadía de dos de los pensadores más atrevidos de su tiempo.

Google, te presento a los OKR: un matrimonio perfecto.

Aunque Larry y Sergey tenían pocas ideas preconcebidas sobre cómo llevar un negocio, sabían que poner los objetivos por escrito los situaría en el plano de la realidad.(5) Les encantó la idea de tener presente lo que resultaba más importante para ellos —en una o dos páginas sucintas— y que todos los empleados de Google lo supieran. Entendieron intuitivamente de qué manera los OKR podían mantener el rumbo de una organización para superar un vendaval competitivo, o el tumulto del crecimiento según el gráfico del palo de hockey.

Larry y Sergey, junto con Eric Schmidt, que dos años después se convertiría en CEO de Google, eran tenaces y persistentes en el uso de los OKR, beligerantes incluso. Como Eric dijo al autor Steven Levy: «El objetivo de Google es ser el innovador sistemático a escala. “Innovador” implica novedad. Y “escala” significa encontrar grandes formas sistemáticas para saber cómo hacer las cosas de una manera reproducible».[13] Este triunvirato aportó un ingrediente decisivo para el éxito de los OKR: la convicción y el apoyo a las ideas tienen que estar por encima de todo.

Como inversor, llevo mucho tiempo trabajando con los OKR. A medida que los exempleados de Google e Intel continúan migrando y difundiendo el mensaje, cientos de compañías de todo tipo y tamaño se comprometen con el establecimiento estructural de objetivos. Los OKR son como las navajas suizas: se adaptan a cualquier entorno. Hemos visto su adopción más amplia en la tecnología, donde la agilidad y el trabajo en equipo son imperativos absolutos. (Además de las empresas que mencionaré en este libro, entre los acólitos de los OKR se incluyen AOL, Dropbox, LinkedIn, Oracle, Slack, Spotify y Twitter). Pero también los han adaptado otras firmas igualmente conocidas, si bien muy alejadas de Sillicon Valley, como Anheuser-Busch, BMW, Disney, Exxon y Samsung. En la economía actual, el cambio es una realidad vital. No podemos aferrarnos a lo que funciona y confiar en que siga funcionando. Necesitamos un buen arado para labrar el camino que se presenta a la vuelta de la esquina.

En start-ups más pequeñas, en las que es preciso que todos remen en el mismo sentido, los OKR son una herramienta de supervivencia. En ese sector en particular, las empresas jóvenes tienen que crecer con rapidez para conseguir financiación antes de que su capital se agote. Los objetivos estructurados ofrecen a los promotores una vara para medir el éxito: «Vamos a crear este producto, y hemos testado el mercado con veinticinco clientes y esto es lo que están dispuestos a pagar». En organizaciones medianas que se expanden a toda prisa, los OKR devienen un lenguaje común para la ejecución de los planes. Aclaran las expectativas: «¿Qué objetivos necesitamos cumplir (cuanto antes) y quién está trabajando en ello?». Mantienen la coordinación entre los empleados, tanto vertical como horizontalmente.

En compañías más grandes, los OKR son señales de tráfico con luces de neón. Acaban con la compartimentación y generan vínculos entre trabajadores que están desconectados entre sí. Al permitir la autonomía de los empleados de base, dan lugar a soluciones novedosas.

Incluso posibilitan que las organizaciones de mayor éxito sigan llevando sus propósitos más lejos.

En el mundo de las organizaciones sin ánimo de lucro, se acumulan beneficios similares. En la Fundación Bill & Melinda Gates, una start-up de veinte mil millones de dólares, los OKR ofrecen en tiempo real la información que Bill Gates necesita para librar batallas contra la malaria, la poliomielitis y el sida. Sylvia Mathews Burwell, una exempleada de Gates, trasladó ese proceso al Departamento de Salud y Servicios Humanos del gobierno de Estados Unidos y los ayudó a combatir el ébola.

Con todo, tal vez no haya organización alguna, ni siquiera Intel, que haya expandido los OKR de manera tan efectiva como Google. Aunque el concepto sea simple, el régimen de Andy Grove exige rigor, compromiso, un pensamiento clarividente y comunicación intencional. Aquí no se trata simplemente de confeccionar una lista y revisarla un par de veces. Estamos fortaleciendo nuestras capacidades, el músculo que hace funcionar los objetivos, y desarrollarlo supone un proceso doloroso. Pero los directivos de Google nunca han flaqueado. Su hambre de aprendizaje y mejora sigue siendo insaciable.

Como observaron Eric Schmidt y Jonathan Rosenberg en su libro Cómo trabaja Google, los OKR se convirtieron en «la herramienta sencilla que institucionalizó esa ética de los fundadores de “pensar a lo grande”».[14] En los primeros años de Google, Larry Page reservaba dos días de cada trimestre para evaluar personalmente los OKR de cada uno de los ingenieros de software. (Presencié algunas de esas revisiones, y la prestidigitación analítica de Larry, su habilidad innata para encontrar coherencia en un entramado de piezas tan variado, era memorable.) A medida que la empresa se expandía, Larry seguía comenzando cada trimestre con un maratón de debates sobre los objetivos de liderazgo de sus equipos.

Hoy, casi dos décadas después de mi pase de transparencias en aquella mesa de ping-pong, los OKR siguen formando parte de la vida diaria de Google. Con el crecimiento y la complejidad que eso conlleva, los líderes de la empresa podrían haberse decidido por métodos más burocráticos o desterrar los OKR en favor de la última moda

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