Creímos que también era mentira

Elena Figueras Albi

Fragmento

Creímos que también era mentira

Madrid, 1975

Españoles: Franco ha muerto.

Ana Cervera veía la televisión junto a sus padres en la salita de tres por dos donde siempre estaban salvo en las contadas ocasiones en que alguien venía a casa y su madre abría las puertas correderas de los salones y encendía pantallas de luz por todas partes.

Sus padres estaban callados y serios. Consternados. Sobre todo su padre. Se hizo médico por no poder acceder al ejército del aire debido a su miopía. Ana sólo pensaba si habría o no colegio al día siguiente. Le encantaba el colegio. Con doce años y sin hermanos lo único que quería era no estar sola. El tiempo en compañía no pasaba despacio. Con niñas de su edad el tiempo no se hacía notar.

—¿Por qué te da tanta pena que haya muerto Franco? —preguntó a su madre.

—Franco nos ha dedicado toda su vida a los españoles. El pobre no podía ni ir al cine como nosotros porque le podían matar. Tenía que ver las películas encerrado en su casa.

«Si lo dice mamá será verdad. Pobre Franco.» No le dio más vueltas.

*

Madrid, 1976

En junio los padres de Ana recibieron el siguiente informe en casa:

Informe de Ana Cervera Albi

Colegio Santa Marta del Camino

Queridos padres:

Nos es grato informarle, como todos los años en estas fechas, de los aspectos referentes a la personalidad de su hija y de su actitud en el colegio. Aspectos que nada tienen que ver con las calificaciones de las materias escolares sino con su formación como persona. Algo que nos ha parecido siempre de gran importancia desde que se fundara el colegio hace veinte años.

Ana tiene un carácter abierto y generoso. Se interesa por todo, bien sean las matemáticas, la gimnasia o cualquier actividad extraescolar como son las convivencias. Es sincera y participativa, inteligente y emprendedora. Sabe trabajar en equipo. Se entusiasma con cualquier proyecto e intenta profundizar en todo lo que se hace en el colegio. Su relación con profesores y compañeras es buena, honesta y comunicativa. Entiende bien las explicaciones y cuando no es así, no duda en preguntar. Organiza bien su tiempo para realizar los trabajos y sabe adaptarse a los cambios. Tiene faltas de ortografía que pensamos son debidas a su vehemencia y a su tendencia a hacer los trabajos con excesiva pasión y rapidez.

En líneas generales, los que formamos el equipo docente de Santa Marta del Camino estamos muy contentos con Ana y con sus progresos. No es de sorprender que por ello sus propias compañeras la hayan elegido este año de 1976 como delegada de clase.

Fdo.: PILAR ALFARO

Directora

A ella le gustó que sus profesores dijeran esas cosas tan halagadoras de su persona pero no le dio ninguna importancia. No así su padre que bajó a una tienda de cuadros, encargó que enmarcaran el informe y lo puso en su despacho al lado de su título de médico. Cuando alguien iba a su casa aprovechaba la ocasión para presumir de hija enseñándolo.

*

Inglaterra, agosto de 1976

Como premio a sus muy buenas notas y a su excelente conducta los padres de Ana decidieron mandarla a Inglaterra ese verano para aprender inglés. Era su primer viaje al extranjero. Sus padres lo más lejos que habían ido era a Biarritz en coche desde San Sebastián. Nunca habían montado en avión aunque jamás lo reconocerían. Estaba como loca de felicidad.

—No olvides meter en la maleta la redecilla para hacerte la toga que Inglaterra es una isla y debe haber mucha humedad. Si no se te rizará el pelo —le advirtió su madre.

Lo último que hizo antes de salir fue pedirle a Obdulia, la criada que llevaba en la casa desde que ella nació, que le planchara la melena. Obdulia solía alisarle el pelo en la cocina con la plancha de la ropa y aunque a veces le hacía alguna que otra quemadura en la frente a ella no le importaba.

Obdulia quería a Ana de verdad. Desde que nació se había hecho cargo de ella. Dormía con ella cuando era niña; le enseñó a leer lo poco que ella misma sabía; le hacía bocadillos de embutidos de su pueblo y la llevaba a pasear. Ana siempre estuvo en la cocina pegada a las faldas de Obdulia. Vivían en una casa grande de alquiler en la avenida del Generalísimo, 51. Aunque la madre de Ana insistía en que la sacase a jugar a los bulevares del centro de La Castellana —entonces avenida del Generalísimo— Obdulia prefería los solares y descampados de la plaza Castilla y del barrio de La Ventilla. Allí la criada tenía amigos con los que tomaba vino sentados en sillas plegables. Ana sentía desde muy pequeña una gran fascinación por los personajes que veía en los descampados, la mayoría hombres rudos. Sobre todo por aquellos que vivían en cuevas. No parecía extrañarle que a pocos metros de los edificios nuevos de fachadas de cristal de la plaza de Cuzco hubiera gente que dormía en agujeros de tierra. Tampoco le parecía raro que en una casa de doscientos metros cuadrados con cuatro salones y cuatro dormitorios Obdulia durmiera en una especie de armario con una puerta corredera de acordeón forrado en hule anexa a la cocina.

Se tumbó en la cama boca arriba y la llamó para que le ayudara a cerrarse la cremallera de los pantalones. Los vaqueros se llevaban muy apretados y tanto a su madre como a su padre —que tenía una enfermera que llevaba las moyas de las piernas a punto de hacerlos estallar— les parecía simpático que Ana usara vaqueros de tres tallas menos de la que le correspondía. Aunque le cortaran la respiración.

En el momento de despedirse Obdulia se echó a llorar.

—Está vieja —dijo su madre en el ascensor.

El colegio donde iba a pasar el mes de agosto se llamaba LTC Ladie’s English College. Estaba en Eastbourne, un pueblo costero del sur en el Canal de la Mancha. Era un palacio victoriano con aires de mansión de película. Ana hablaba bastante bien inglés ya que durante años había recibido clases particulares y desde el primer momento no tuvo ningún problema para comunicarse. A la llegada reunieron a todas las alumnas en una gran sala y les dieron la bienvenida. Había chicas de todo el mundo, hasta árabes. Siempre había admirado todo lo que fuera extranjero pero nunca había soñado con estar tan cerca de chicas de su edad de países tan exóticos como Japón o Arabia Saudí. No podía quitar la vista de encima a las italianas, que tenían un estilo moderno y elegante. Las holandesas y las alemanas eran altísimas. Una de ellas, que llevaba en el colegio desde el mes de julio, no tenía un brazo. Al terminar el discurso de la directora y las explicaciones sobre la organización de las habitaciones, Marlene, con su único brazo y una prótesis que terminaba en una bola de caucho —que se puso delante de todas en el brazo que le faltaba— interpretó al piano una pieza de Schubert.

Le pareció que la actitud de las extranjeras era abierta y relajada. Tenían algo que las españolas no tenían, aunque no sabía qué podía ser.

Las clases de inglés eran muy interesantes. Incluso hacían teatro. Una vez a la semana tenían que debatir. En una ocasión el tema era «el aborto legal». El grupo que tenía que defenderlo se ponía a un lado de la clase y el otro, que tenía que argumentar porqué estaba en contra, enfrente. A Ana, a pesar de que estaba lógicamente en contra, como lo estaban sus padres, le tocó defenderlo. Lo hizo con energía y vehemencia. Llegó a creer por unos momentos que estaba profundamente a favor. No tenía que inventar nada. Todo lo que decía le salía con naturalidad y lo creía, aunque no lo había pensado nunca antes. El debate lo ganó su grupo.

Había hijas de divorciados; hijas de madres solteras; hijas de padres que tenían varias mujeres. Había negras.

Muchas de las que no eran españolas se quedaban desnudas cuando se cambiaban en los vestuarios de la piscina. No les daba vergüenza. Ana en cambio tenía que hacer una obra de ingeniería para conseguir secarse y cambiarse tapándose con la toalla en lucha contra la fuerza de la gravedad. Se sentía un poco ridícula, pero era lo que había que hacer.

El maravilloso mundo del lenguaje. Pasaba horas y horas paseando y hablando con mujeres jóvenes de todo el mundo quedándose fascinada con los distintos acentos de cada una, con el uso de las palabras en inglés que empleaban las nórdicas, con la amabilidad de las orientales. Las griegas se parecían mucho a las españolas y pronunciaban igual. Sólo había conocido a alguna extranjera en La Manga del Mar Menor, de vacaciones, pero nunca había intimado con ninguna. A pesar de que sólo tenían trece años esas chicas eran independientes, sabían moverse solas por el mundo.

Una tarde fueron en grupo como muchas otras tardes al pueblo de Eastbourne. La mayoría de sus habitantes eran jubilados. Fueron al pier, un pantalán con un bar y una sala de baile al aire libre sobre el mar. Era un ambiente muy pueblerino donde incluso las ancianas bailaban lentos entre ellas. Eran viudas o sus maridos estaban en sillas de ruedas. Como Ana parecía mayor y no servían a menores de edad, el resto del grupo le dio dinero para que comprara cervezas. A ella ni se le habría ocurrido beber alcohol pero les hizo el favor encantada. Su madre le había dicho que beber hacía vomitar y ella lo creía. Ninguna vomitó.

De regreso al colegio pararon en una terracita a tomar fish and chips. En una mesa cercana estaba Sophie, una chica suiza llena de granos, con un chico con pelo largo y vaqueros.

—Sophie lo ha conocido en el tren de Londres y se ha enrollado con él —dijo una de ellas.

Ana ya no pudo quitarle ojo a la pareja durante el resto de la tarde. Se reían y, entre bocado y bocado, se besaban en la boca. Ella parecía la única sorprendida.

«Sophie es una puta», pensó.

Le daba asco pero a la vez se imaginaba a ella misma con el chico de los vaqueros y las botas.

Durante la cena tampoco pudo parar de observar a Sophie. Estaba tan tranquila bromeando con las de su mesa como si nada hubiera pasado.

Por las noches se hacía la toga. Había nacido con el pelo muy rizado y desde siempre asumió que debía tenerlo liso. Su madre la llevaba todos los sábados a la peluquería donde la metían con rulos gordos en un secador de casco muy caliente. Las orquillas metálicas que sujetaban los rulos se calentaban tanto que el dolor en el cuero cabelludo llegaba a ser insoportable. En la peluquería veía siempre a una mujer que lloraba y se desahogaba con las peluqueras mientras la peinaban. Su madre le explicó que lloraba porque su marido tenía una amiguita. Su madre también estuvo toda una tarde llorando porque descubrió que el asiento del copiloto del Volkswagen Escarabajo de su padre estaba echado para atrás y él le explicó que era porque había estado enseñando a conducir a su enfermera. Su madre pensaba que la enfermera era también una amiguita de su padre.

Esa noche se hizo la toga sin ganas, sintiendo por primera vez que podría ser un acto inútil. Sophie tenía granos y el pelo más rizado que ella. Cuando las compañeras hacían fotos en las reuniones nocturnas que se organizaban en las habitaciones Ana siempre salía con la toga. Camisones y batas, melenas de todos los colores y formas; pañuelos de musulmanas llevados con naturalidad y Ana con una pañoleta a la cabeza que sujetaba un rulo en el centro y todo el pelo estirado alrededor.

Durante la primera semana ya sabía cuáles eran sus amigas preferidas en el LTC College: Claire, una canadiense un año mayor que ella y Elizabetta Bellomi, una italiana. Claire era tranquila y serena, se podía hablar con ella de cualquier tema. Elizabetta era pura pasión y adoraba a Ana. Se sentaban juntas en clase, en el comedor y pasaban los ratos de recreo juntas también en el jardín. Por las tardes tenían tiempo libre y solían ir al pueblo, a la playa o a pasear. Un viernes un grupo iba a ir a una discoteca, entre ellas Claire y Elizabetta. Ana les dijo que ella no iría.

—¿Por qué? Lo vamos a pasar genial —le dijo Elizabetta agarrándola por la espalda.

—¿Cómo vamos a ir a una discoteca solas? —dijo Ana sinceramente.

—No vamos solas —dijo Claire—, vamos nosotras y cuatro chicas más.

—En España sólo van a las discotecas sin chicos las putas —dijo Ana tratando sin éxito de infundir seguridad a sus palabras.

Claire intentó explicarle que eso era una bobada, que sólo iban a una discoteca de tarde a bailar y pasarlo bien, que estarían de vuelta antes de que cerrara el colegio. Le guiñó un ojo a Elizabetta y le dijo que lo dejaran. Ana no parecía dar su brazo a torcer y ellas estaban bastante ocupadas vistiéndose y peinándose para la ocasión.

Por la tarde el edificio del colegio le pareció demasiado grande. Por su cabeza pasaba una y otra vez la escena de su decisión de no ir pero cuanto más la pensaba más convencida estaba de que había hecho bien. Estaba segura de que ellas no tenían razón pues la que sí tenía razón era su madre, que era quien le había dicho lo de las mujeres solas saliendo por ahí, pero por otra parte también estaba segura de que Claire y Elizabetta eran estupendas y de que no eran nada pasotas sino todo lo contrario. No iba a cuestionar lo que dijera su madre.

Para colmo en la cena, cuando estaba esperando en la cola del comedor para servirse, se le acercó una profesora de pelo rubio largo y rizado sujeto en una coleta y con sonrisa franca empezó a decir:

Listen dear —cambiando la sonrisa por una mirada de gran preocupación— tienes que tener cuidado con la comida. Desde que llegaste has ganado mucho peso.

Fue como caer por un abismo y sólo sufrir porque alguna otra compañera pudiera haber oído la frase de la bienintencionada profesora.

Oh, yes. Thank you —contestó para quitársela de encima—. Mañana mismo empiezo el régimen.

Se sentó con unas turcas y comió más que ningún día. En mitad de la cena volvieron las chicas del grupo de la discoteca y se sentaron en otra mesa. Estaban radiantes. No paraban de reír.

Esa noche, después de morderse las uñas pintadas de Mordex hasta hacerse sangre, se durmió pensando en los besos de Sophie y el chico de los vaqueros e imaginó a Claire y a Elizabetta bailando lento canciones americanas.

A la mañana siguiente estaba alegre como siempre. Feliz de estar en Inglaterra. Satisfecha de levantarse a las seis de la mañana para aprovechar un poco más y jugar al tenis con una alemana antes de que empezaran el desayuno y las clases.

Así pasó ese agosto, uno de los mejores meses de su vida. Su carácter abierto hizo que disfrutara de las alumnas, de las profesoras, y de todo lo que la vida le ofrecía. Aprendió mucho inglés. El descubrimiento de que podía hablar en otro idioma con fluidez la motivaba para profundizar en la comunicación con los otros. Entrar en otro idioma le pareció maravilloso. Puede que en algún momento hubiese notado algo inadecuado en su propia conducta pero no le dio importancia. Se iba de vuelta a Madrid con las direcciones y teléfonos de treinta chicas con las que había reído y convivido. Ningún pensamiento podía ensombrecer una experiencia tan buena, ni siquiera los nueve kilos que había engordado en Inglaterra. Sabía que era una privilegiada.

*

Madrid, septiembre de 1976

Ana y su madre eran muy altas. Ana, con trece años, pesaba sesenta y cinco kilos, su madre, con treinta y nueve, sólo pesaba cuarenta y siete. Mientras una crecía, la otra menguaba.

Era viernes pero Ana no había ido al colegio porque estaba empachada. El día anterior habían ido a un bufet libre de la avenida de Brasil con precio fijo y ella y su padre habían comido hasta reventar. De hecho Ana reventó y pasó vomitando toda la noche. No era la primera vez que ocurría. Su padre, como era médico, lo arreglaba poniéndole una lavativa para desatascarla. Al día siguiente no había que ir al colegio y se comía una dieta ligera de arroz y jamón de York en trocitos que preparaba Obdulia.

Llamaron a la puerta. Ana abrió. Era un hombre servil que se presentó como el visitador médico de los Laboratorios Roche. Preguntó por su madre. Como esta se encontraba en bata y con el bigote lleno de cera depilatoria le pidió a la hija que firmara y cogiera las muestras que traía: Minilip, 15 botecitos de colores azul y amarillo.

Los dejó encima de la mesa de la salita.

—No se te ocurra decirle nada a tu padre. —Se acababa de quitar la cera y tenía todo el bigote enrojecido—. Esto son unas pastillas que tomo yo para tener buen tipo pero papá no sabe que las pido a los laboratorios. Es que así me salen gratis.

—¿Y todo el mundo puede pedir pastillas a los laboratorios?

—Para nada. Me las traen a mí porque llamo y digo que soy la enfermera de papá y que el que las pide es él. Que para eso es médico, para poder pedir muestras de todos los medicamentos que quiera.

«Por eso mamá no come nunca y sólo toma un vaso de leche al día.»

—Pero si adelgazan... ¿por qué sólo bebes leche y no comes nada?

—Porque lo que hacen es quitar el hambre. Con un vaso de leche tengo más que de sobra. —Hablaba rapidísimo y con convicción.

—¿Y no te cansas sin comer?

—¿Cansarme yo? —tenía ganas de compartir su experiencia con alguien—, yo me como el mundo. Tengo toda la energía que un ser humano podría tener... Me levanto por las mañanas sabiendo que soy capaz de hacer cualquier cosa. Puedo hasta mover un piano yo sola.

—¿Y yo no puedo tomarlas? —preguntó y por un momento se imaginó delgada en uniforme de gimnasia como tantas otras niñas de su colegio.

—Tú no porque son para mayores —contestó mientras iba a esconderlas en su cuarto—. Tú lo que tienes que hacer es régimen.

Cuando volvió a la salita le dijo poniendo cara infantil de pícara:

—Esto es un secreto entre tú y yo.

*

Madrid, noviembre de 1976

Había pasado un año desde la muerte de Franco y a Ana cada vez le gustaba más la cosa del franquista. En realidad no sabía muy bien lo que significaba pero en casa sólo se hablaban maravillas del Generalísimo y los hermanos de sus amigas eran todos franquistas que llevaban una banderita de España en la solapa de sus chaquetas azul marino del colegio Rosales. Siempre que hablaban de sus padres decían cosas del estilo de «estoy orgulloso de mi padre porque da trabajo a quinientas personas».

«Mi padre no da trabajo a quinientas personas. Mi padre trabaja para quinientos enfermos que van a su consulta de la Seguridad Social a la semana y está harto porque hay meses que no le llega el dinero para pagar la luz», pensaba ella.

Eran jóvenes que vivían en chalés gigantescos a las afueras de Madrid, en Puerta de Hierro y en La Moraleja. En la casa de una de sus compañeras tenían trabajando de servicio a tres filipinas, una cocinera y un chófer. Franco para Ana significaba chicos rubios, mansiones con piscina, césped y deporte.

El 20 de noviembre era el aniversario de su muerte y Marta, una amiga suya, le propuso ir al Valle de los Caídos donde estaba enterrado y se iba a celebrar un funeral multitudinario. Irían en coche con su hermano mayor, Carlos, y un amigo de este. Pidió permiso a sus padres y estos después de hablar con los padres de su amiga accedieron. Ese día no irían al colegio y su padre escribiría una nota explicando que había tenido una enfermedad pasajera.

Pasó la víspera probándose todo lo que tenía en el

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos