Palabras líquidas
Construir un libro-juego. Un mapa abierto, un collage de conceptos e intuiciones. Un agregado de ideas que se desplazan de forma fluida, sin ataduras. Palabras líquidas en busca de un determinado grado de transparencia. Se trata de crear una constelación que vaya más allá del sentido. Escritura-flujo. Partiendo siempre de un vacío y de un estado de no necesidad: donde todo puede tener cabida. A partir de la nada propiciar una deriva lúdica y existencial. Jean Duvignaud creó la expresión «intencionalidad cero», para poner en suspenso la racionalidad discursiva y dejarse llevar por destellos intuitivos: fulgurantes revelaciones. Instantes de lucidez (o delirio) como relámpagos que nos hacen ir de territorio en territorio. Meandros e intersticios. Islas de sentido (más allá de la razón discursiva).
Acercarnos en ocasiones a autores heterodoxos puede ayudar: desde muchos ámbitos del pensamiento se ha prestado atención a aspectos de la creación que se encuentran en una determinada periferia con relación a lo discursivo. Allí donde no alcanza el poder de la lógica, emerge otra realidad. Una nueva corriente de sentido que parece haber puesto en suspenso (al menos momentáneamente) muchas convenciones. Surgen articulaciones inestables. Secuencias erráticas que parecen expresar, con fuerza e intensidad, el sentido último de una realidad fragmentaria y que parece trasladarnos a una cierta plenitud. Escritura-pulsión. Hicimos algunos experimentos, en este sentido, con títulos como «Geometría líquida», «Mapa ingrávido» o «Caosmos». Deriva sensorial (en procesos de porosidad y ósmosis conceptual). Percepción errática: a modo de calidoscopio abierto. Construir agregados sensoriales. Artefactos de sin-sentido que están más allá de la lógica y de la rígida jaula racional. Entonces las palabras, como pájaros ebrios de libertad, vuelan hacia la lejanía.
Laberinto de la identidad
La identidad como una construcción frágil. La casa donde se agolpan las emociones y recuerdos, los retazos de existencia, el ser múltiple que camina por una cuerda inestable. Haciendo equilibrios. El ajuste de cuentas con todas las contradicciones (como ejercicio incierto: apuesta agotadora e interminable) para seguir quizá el itinerario de fértiles paradojas. Yendo un poco más allá. Tratando de incrementar esa lucha dialéctica sin temor al riesgo. Dotar a la existencia de un núcleo poderoso (esa línea roja de la que se tiene hablado en ocasiones: para establecer una posible certidumbre de la identidad). Estrategia que podría servir para blindarnos, al marcar unos hitos biográficos. Pero, es esencialmente en la porosidad, en los procesos de ósmosis y encuentro (en relación al despliegue de la alteridad) donde el espacio abierto de la personalidad puede crecer y manifestarse en plenitud. La naturaleza de la personalidad propia tiene que guardar el aliento plein air. Mantener el aroma de la intemperie. Respirar el aire libre. Aliento de oxígeno y rumor de lejanía. Una bruma que nace de la propia naturaleza. Es necesario conservar algo salvaje y aleatorio, una atmósfera que respire la memoria de lo abierto. Mantener una apuesta vital hecha de sensaciones intensas que nos perturban y atraviesan. El tránsito desde una indescriptible y plácida armonía intemporal al epicentro del magma donde vibra de nuevo la incertidumbre en un caos personal renovado.
Georges Bataille puede quizá acompañarnos en un tramo de la travesía. No sabemos si será saludable, pero a buen seguro que será útil. Un salvoconducto simbólico que en la intemperie más extrema puede iluminarnos con cierta sutileza. La condición humana aparece como experiencia límite. Cuando surge el espectro náufrago de una vida rota, puede mostrar la clarividencia de una determinada fragilidad. Una inquietante y paradójica (rotunda y ascética) fragilidad como antídoto. Iluminación del intersticio. Desasosiego y brillo en el vacío, lucidez del vértigo. Resistencia intersticial frente al bombardeo de las preguntas sin respuesta. «Un sentimiento de impotencia: tengo la llave del desorden aparente de mis ideas, pero no tengo tiempo de abrir», dice Bataille en La experiencia interior, y añade: «La risa era revelación, abría el fondo de las cosas». Respuestas perplejas para preguntas nihilistas que quieren desactivarnos emocional y espiritualmente. Hay momentos que Bataille nos habla con la voz de Samuel Beckett (¿o tendríamos que indicar al revés?). El pulcro bibliotecario asoma en el monólogo sin fin de los tambaleantes personajes del escritor irlandés. Perdidos en el océano de la vida. Como si llevara un poco más allá (su desolación e incertidumbre existencial). Si eso fuera aún posible. Un paso más allá en la desesperación. Límite del absurdo. Quizá es allí, en el contorno terminal de un lugar sin nombre, donde Bataille parece titubear balbuceante, en un texto lleno de sabios e inquietantes puntos suspensivos. Los párrafos aquí también saben suicidarse: al despeñarse las palabras en el vacío. El vértigo de ese vacío que fue a hallar en el luminoso azul incandescente del cielo deshabitado. Diario intermitente, entrecortado, perforado. Atravesado por intersticios. Escritura expectante, imperfecta, en proceso discontinuo, mostrando las huellas inacabadas del trabajo de urdimbre textual. El cansancio y la lucha del que va encadenando con dificultad una secuencia de ideas, en breves esbozos, con sus pausas dilatadas. Como apuntes entrevistos de un pensamiento errático. La demolición del sujeto que no claudica. Como residuo humano mantiene la entereza viva de preguntas-sombra. Angustia de una libertad informe que no nos lleva a parte alguna. Ningún sitio. Cualquier sitio es bueno para mostrar la inhumanidad. Inventario de rastros, donde asoma el paisaje roto de una humanidad calcinada. Submundo existencial. Más allá del subsuelo. En ese desierto de incomunicación y de aislamiento interior, el lúcido exilio de Beckett convoca las preguntas primordiales. El eco vacío de las primeras preguntas parece a modo de aforismos entrecortados dibujar la sombra de la huida del sujeto. Huida de sí mismo. Interior vacío (saturado de densidad existencial). Seres-isla. En pugna interior, hasta construir el silencio irrepresentable y conquistar el doloroso espacio del vacío.
Mapas paradójicos
Podemos trazar mapas paradójicos sobre la página en blanco. Escribiendo anotaciones en un cuaderno con rutas perdidas. Hasta diseñar extravíos en regiones secretas. Para recoger el murmullo de una gota de lluvia que se desliza por el vidrio de una ventana invernal. Cualquier resquicio del mundo asoma en nuestra conciencia. Registrando con precisión la cartografía volátil de nuestro desconcierto. Oscilación entre el relieve de la percepción y la conciencia de lejanía. El aura surge de ese desplazamiento simultáneo. Movimiento donde el primer plano de la mirada se desplaza hacia la visión del horizonte. Sombra y luz. Vista y tacto intercambian sus papeles hasta llegar a una fusión complementaria, como la que sugiere la hermosa frase de Maurice Blanchot: «Ver es un contacto a distancia». La mirada puede ser rápida o lenta. Cada relato visual necesita de un tiempo. La ráfaga perceptiva es un destello: casi un átomo cromático que se manifiesta con urgencia. La lenta molécula de agua que resbala junto a la pupila (al deslizarse sobre la hoja de una planta) y la visión borrosa de la montaña en la niebla: necesitan de un tiempo próximo a la duración. Proximidad táctil e infinito cromático. El aura guarda mucho de ofrenda a la lejanía y simultáneo culto al detalle minúsculo. Un rostro que huye y traza el contorno de un paisaje (con una inmediatez casi cinematográfica). Formas que escapan hacia metamorfosis sin fin. Inestables configuraciones furtivas. Relieve en primer plano de la mirada (una pequeña piedra que tocamos con la mano) y la borrosa lejanía azul en el horizonte (pautada en difusos estratos de colores fríos) entremezclados. Circula el espacio. Algunas líneas grises (casi blanquecinas). Lo invisible toma carta de naturaleza. Una identidad porosa, permeable que conecta lo real y lo virtual, lo cercano y lo lejano. Como una síntesis de espacio-tiempo entrelazado. Proceso de escuchar, sentir, contemplar, tocar. Hasta alcanzar un idioma sensorial como meta. Vocabulario de las emociones. Para atrapar la plenitud de una realidad sensible. La conciencia flota en la demorada aventura de la ausencia. Encogerse y crecer. Dilatar el tiempo en la ceremonia de la percepción. Como un ritual que va de la plenitud al silencio. Nada está en reposo. El instante es un torbellino. Nos zambulle en el infinito como una ráfaga de viento. Un remolino que convoca un haz de materia. Una acumulación de vida que nos habla desde las distintas esquinas. Cada esquina es un instante de tiempo, un intervalo que sirve de pliegue de nuestras emociones entrecortadas.
Energía de vivir: asumiendo una realidad cóncava. Seres que caminan por cavidades que no les sirven apenas sino de frágil refugio provisional. La naturaleza propicia una íntima simultaneidad en la intemperie. Azar que nos sueña. Todo irradia afecto (y un malestar singular). El funámbulo y el hilo. La melancolía sigue su curso. Las reminiscencias se juntan con el decurso del día a día. Configuran una sopa de partículas retrospectivas donde podemos chapotear a conciencia. Ir hacia atrás visualizando el contorno de los recuerdos. Viaje de sensaciones en el tiempo. Se puede «geometrizar» el tiempo como cristales que nos aproximan al horizonte del origen: situado justo en el día exacto que escribes estas líneas. Reuniendo en el espacio distintos tiempos. Alquimia de la conciencia discontinua. No hay salida a la melancolía del tiempo. El spleen está hecho de un singular remolino de intermitentes y huidizos ahoras fugaces: como demorado inventario de huellas veloces.
Árbol enmarañado
Maurice Blanchot (el escritor de fisonomía desconocida: que permaneció durante años sin rostro público) oculto detrás de un árbol enmarañado que se despliega un poco (no) más allá. También más allá de las certidumbres. Un poco antes de las sospechas. El territorio parece palpitar. La tierra cruje. Un desierto blanco (neutro) nace del paisaje de esa enigmática postexistencia. La silueta póstuma hace un inventario de sutiles matices envolventes. Todo presagia el eterno retorno de un círculo que se cierra y se abre hasta el infinito. El filósofo del martillo [Nietzsche] ha desmoronado previamente el edificio, que había sido construido con piedras pesadas, solemnes piedras como conceptos grávidos de eternidad. La verdad es ficción. La ficción es un drama que retorna continuamente a un punto muerto. Espacio conclusivo donde origen y fin se fusionan. Una lucidez que roza con la locura. Se superpone por momentos. Llegan casi a no diferenciarse. Como decía Joyce del Ulises: la frontera transparente de un papel de fumar. Una débil frontera: «En cualquier caso, este libro resultaba terriblemente arriesgado. Lo separa de la locura una hoja transparente». ¿Cómo alcanzar conciencia de la conciencia? Mirada hacia un espacio íntimo. Hacia la oscura profundidad del mito. Mirada primigenia que despliega la silente incertidumbre del origen (como misterio dialéctico). La fascinación intensa por la ausencia de tiempo. Acercarse a un espacio sensible y trágico, fluctuando en una incesante metamorfosis. Un centro subterráneo parece aglutinarlo todo al dotarlo de una extraña coherencia. Una rara intensidad. El inconsciente estalla. El imaginario aparece como un murmullo. El lenguaje parece hacerse imagen. La pulsión de la distancia nos acerca al aura. A la epifanía o reverberación táctil de lo que ya solo es huella. Tatuaje preservado en la memoria. Movimiento inmóvil. Una identidad interminable (en construcción) devuelve en el espejo el itinerario borroso del tránsito, de la deriva incierta. Exploración táctil del sonámbulo (que parece tocar el concepto más radical con la mano). Una dispersión infinita. Mirada como espectro biográfico. Intimidad con el silencio, con el vacío, con el punto aparentemente inaccesible del origen.
Los colores de las palabras: su secreto. «Las palabras —dice Maurice Blanchot— tienen el poder de hacer desaparecer las cosas, de hacerlas aparecer en tanto desaparecidas, apariencia que no es sino la de una desaparición, presencia que a su vez regresa a la ausencia.» Prosigue luego con su endiablada y perfecta dialéctica circular en la ceremonia de la síntesis imposible. Audaces aleaciones paradójicas que blindan sus textos al convertir la contradicción en eje, en esencia estructural de la argumentación. Dialéctica esférica. Quizá en esto Blanchot es más nietzscheano que nadie (¿habría que añadir también que posthegeliano?). El dilema es una fuente de energía. Las antinomias generan electricidad en las ideas. Como un choque de trenes: en direcciones opuestas (la catástrofe pudiera estar también cerca). O la extraña tensión de un raro equilibrio. Su sistema tiene una sorprendente maestría e indudable misterio. Mantiene vivo el laberinto de un enigma primordial, preservado en su envolvente circularidad dialéctica.
Se ha dicho, con razón, que su pensamiento rechaza la línea recta. Cada nueva idea se repliega en espiral sobre sí misma. La experiencia transpersonal del lenguaje. El enigmático fondo sin fondo desde el que se enuncia el «yo hablo» (casi como conjuro). Huellas que se borran y reaparecen de nuevo. La experiencia del lenguaje como urdimbre entrelazada. «¿Qué somos sino eso y la feroz necesidad de empezar nuevamente, de ignorar todo y comenzar a partir de cero, el momento cuando la primera letra se insinúa sobre la página blanca?» Considera un texto una red sin centro, una retícula que se despliega hasta el infinito. Hilos que giran y se unen en la noche. «No pensamos, a decir verdad, sino que somos pensados por el pensamiento. No hay nadie que piense, nadie que emita signos, nadie que arroje los dados: somos pensamientos sin nadie que los piense, somos signos, somos esos dados que nunca derrotarán el azar.» El aforismo como sigilosa afirmación circular. «Forma que en forma de horizonte es su propio horizonte» «El mundo: el infinito del interpretar. Interpretar: el infinito: el mundo.» Escritura fragmentaria. El texto infinito tal vez podría tener la hipnótica forma de una esfera.
La nada
Sentir la nada. El vacío avanza como un desierto interior. A partir de una frase donde Mallarmé escribe: «La nada trabaja en las palabras», podemos sentir un vacío activo. Un fondo dinámico sobre el que reverberan el sonido y el incierto significado de las palabras. La disposición fragmentaria: arquitectura silente donde el aire es un contrapunto tipográfico perfecto. Lanzar las palabras al aire libre, despojadas, ausentes, desnudas de sí mismas. Propiciando una ascética transparencia: Rien est au travail dans les mots. Atmósfera cristalina: eco de la desaparición. Triunfo de la ausencia. El lenguaje dialoga con la sombra de cristal. La escritura es la sombra insomne de la voz. Traza un sutil tatuaje de desapariciones.
Visión simultánea de hueco y materia: como en muchas manifestaciones del arte moderno. Remontando el movimiento activo. Camino en espiral desde el origen. Senda discontinua donde la frase acaba para tomar aliento. Un nuevo párrafo suicida toma el relevo. Palabras nómadas: de vida múltiple. La sombra de la palabra va imponiendo su silencio. Para hacerse oír. «Es el silencio transformado en el espacio resonante, el afuera de toda palabra.»Viaje neutro hacia el blanco de la página. El fin de trayecto aparece como origen. Llegar hasta el borde. Maurice Blanchot habló de la exigencia extrema de la obra, el arte como origen. Un murmullo de voces: «El poeta es el que entiende un lenguaje sin sentido». Abismo anterior a sí mismo. La palabra errante sigue un camino hasta alcanzar la inmovilidad, en la tensión de un comienzo infinito. La palabra como origen: en una implacable búsqueda sin fin.
La mirada que disgrega
La mirada que disgrega crea un paradójico remolino unitario. I