GalaConfidential

Gala González

Fragmento

cap-1

De Galicia a Londres

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Mi alarma no llega a sonar porque tengo la mala costumbre de despertarme minutos antes de que la hora programada se active, como si de alguna manera intentase anticiparme. Entra mucha luz por las ventanas, especialmente para ser Nueva York, pero se trata de un decimoctavo piso, y sé que, aunque me cuesta un ojo de la cara el alquiler, debo dar cada día las gracias por tener el privilegio de poder levantarme para ver salir el sol desde la ventana. Aun así, lo primero que hago el 99,9 % de las veces es coger el móvil y esperar a que los nuevos datos se descarguen en mi teléfono. Trescientos nuevos e-mails desde la última vez que lo miré la noche anterior. Y es entonces cuando no puedo evitar pensar: «¡Ahí vamos, otro día más!». O, como se dice en esta ciudad: «Here we go again!».

Los últimos diez años de mi vida los he pasado alejada de mi tierra y de mi familia, que me vio partir dieciocho meses antes de que fuera mayor de edad. La odisea personal y profesional que me esperaba tras dejar de vivir en casa de mis padres no me la imaginaba ni por asomo. Tenía apenas diecisiete años y os aseguro que nada de lo que ocurrió después estaba previsto, calculado ni mucho menos planeado. Cada vez que me preguntan a qué me dedico y cómo he llegado hasta aquí, siempre respondo lo mismo: «Sencillamente, fue sucediendo... Empecé con un blog. Luego, de repente, la gente me reconocía por la calle, me pedían fotos... “Pero ¿una foto conmigo?”, decía yo, incrédula. “¡Sí, sí, contigo, Gala!”. Hasta que de modo fortuito me convertí en influencer mientras intentaba mantener la cabeza bien amueblada y los pies en la tierra, sin tener mucha idea de qué me depararía este futuro incierto».

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Vistas desde la ventana de mi cocina en Nueva York.

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Mi primer apartamento. 533, East Village, NYC.

No puedo evitar pensar que todo esto ha sido posible gracias a mi carácter responsable, capaz de poner orden en los momentos más caóticos, de tomar decisiones de la manera más consciente, de asumir las consecuencias y de responder por ellas ante quien o quienes hiciese falta. Reconozco que autoevaluarme en este sentido es difícil, ya que ser objetivo con uno mismo resulta complicado. Hacerlo exige absoluta honestidad, pero el esfuerzo vale la pena. Hubiera sido imposible llegar hasta aquí sin pararme en varias ocasiones a evaluar mi trayectoria. Hay tanta gente a la que esto se le escapa de las manos en cuanto prueba un poco de popularidad... ¿Y cuál es la clave de todo? A las muchas personas que cada dos por tres me preguntan cómo es mi experiencia vital diaria, qué camino han de seguir y qué deben esperar, solo puedo decirles que lo más difícil no es llegar hasta aquí, hasta allí o hasta donde uno sitúa sus objetivos, sino trazarlos como una carrera de larga distancia y mantenerse en ese empeño. ¡Ahí reside la clave del éxito!

Zapatos flamencos para el colegio

Crecer en A Coruña fue algo tan maravilloso como difícil (desde el punto de vista de una teenager, claro...). Bueno, imagino que en una gran ciudad pasará lo mismo, lo que ocurre es que en las ciudades de provincia solemos cotillear un poco más si cabe. Pero los recuerdos que conservo de mi tiempo en «casa» son buenos y divertidos.

Mi colegio estaba situado al final de la calle donde he vivido mi infancia y adolescencia, por lo que eso de hacer pellas me resultaba algo complicado, pero no imposible. De todas formas, la verdad es que, ya entonces, lo más divertido del mundo para mí era crear estilismos para ir a clase. Como aquella vez que nos hicieron la foto de la orla y, como el año anterior había estado enferma y no había podido ir el día de las fotos al colegio, me aseguré de llevar una camiseta blanca bien ceñida al pecho (aunque no tenía mucho por aquel entonces) y situarme justo en el centro. Inconscientemente, ya estaba maquinando estilismos. Por ejemplo, las de mi generación adaptamos la tendencia Britney Spears, que consistía en llevar medias por encima de la rodilla, las faldas del uniforme (que entonces ya era opcional, pero nosotras decidimos seguir usándolo) remangadas en la cintura y zapatos de cordones que comprábamos en la sección masculina de El Corte Inglés... Años más tarde me enteré de que las pocas monjas que quedaban en el colegio habían prohibido este look, pero me gustaría decirles lo útil que era este atuendo que nos permitía apuntarnos las chuletas en las rodillas gracias a que las medias cubrían hasta los muslos, dejando mucho espacio «utilizable» para nuestras transcripciones.

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Soy hija única, pero me hubiese gustado tener hermanos. ¿Significa esto que eres dependiente o demasiado independiente? Por lo general, la reputación que llevamos a cuestas los hijos únicos no es, digamos, muy favorable, pues se presume que somos unos mimados ingratos. Y es cierto que más de un hijo único sacaría de quicio a cualquiera. De todos modos, yo tengo mi propia opinión al respecto, y os la voy a intentar explicar.

Es inevitable que a un hijo único se le preste demasiada atención, y si además eres una chica, pues... ¡esa atención se triplica!, porque no tienes hermanos mayores que te protejan o abran el camino, sino que te lo tienes que guisar todo tú sola. Y, creedme, convencer a tus padres de que te dejen salir con tu novio más tarde de las diez de la noche a los quince años, ¡lleva meses de práctica o escapada! En mi caso, a pesar de que cuento con una fuerte personalidad, las ansias de libertad se vieron algo frenadas por mis padres debido precisamente a ese instinto sobreprotector hacia su única hija. Pero a la vez me han dado otras libertades que ninguno de mis amigos con hermanos pudo imaginar jamás. Es este desajuste el que puede hacer que uno no termine de entender cómo funcionan las cosas, y no, como se suele pensar, el hecho de que hayan colmado todas nuestras necesidades.

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Desde pequeña me encanta disfrazarme. Este vestido me lo hizo una modista de A Coruña y fue de los primeros que me confeccionó. Un par de años después, ya le daba yo las indicaciones de cómo tenía que hacerme la capa de Drácula...

Recuerdo que a los cinco años conseguí que me compraran un kit de sevillana de esos que incluyen una peineta de plástico, unos pendientes a juego y un collar de bolas, y quise ir al colegio con los pendientes, la peineta y unos zapatos rojos de lunares, que también combinaban. Evidentemente, mi madre se negó. Entonces busqué un sustituto para mis prohibidas joyas de plástico: me puse en las muñecas los aros de madera de colores de un juego de anillas que había en mi habitación y me fui al colegio tal cual. ¡Y que me quiten lo bailao! Años después descubrí que esto, que parece tan sencillo, podía convertirse en mi profesión, porque era algo que se me daba bien. Y también descubrí que estrujarme el cerebro para proponer otro punto de vista estético

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