El pastel de manzana de Nathalie

Carla Montero

Fragmento

cap-5

 

 

 

 

 

 


 

EL PASTEL DE MANZANA DE NATHALIE

Todas las mañanas a las ocho en punto, coincidiendo con el tañido de las campanas de la iglesia justo en la misma plaza, Nathalie sacaba al escaparate de la confitería su pastel de manzana. Todas las mañanas desde hacía años; como años antes había hecho su madre, y la madre de su madre y la madre de la madre de su madre y así hasta una fecha remota en la que un tatarabuelo suyo había fundado el Café Patisserie Maison Blanchard. Poco había cambiado desde entonces en la vieja confitería: el mismo cartel de letras doradas sobre fondo negro, el mismo toldo de rayas y la misma madera teñida de azul lavanda que ya acumulaba unas cuantas manos de pintura. Incluso el pie de porcelana blanca sobre el que reposaba la tarta seguía siendo el mismo, con algún desconchón. 

Todas las mañanas a las ocho en punto.

Era entonces cuando las calles del pequeño pueblo de Saint Martin sur Meu se colmaban de un aroma embriagador que acariciaba los corazones y apretaba los estómagos. Era entonces cuando los ochocientos setenta y tres habitantes del pequeño pueblo de Saint Martin sur Meu esbozaban la primera sonrisa de la mañana. El párroco alzaba las comisuras de los labios en mitad del tercer misterio del Santo Rosario; el doctor Bizien contenía la sonrisa cuando madame Noret le relataba sus dolores de lumbago, aunque ella también sonriera; el pequeño Valentin sonreía mientras su madre, con una sonrisa, le marcaba usando un peine una raya perfectamente rectilínea a un lado de la cabeza recién rociada de agua de colonia; sonreían los demás niños y las demás madres de Saint Martin; el boticario, el lechero, el carnicero, el alcalde…  Incluso el muy anciano monsieur Kermaidic, que no había sonreído desde que perdiera a su hijo en la guerra, mostraba parte de una encía sin dientes en una mueca que, muchos aseguraban, quería ser una sonrisa.

Y, por supuesto, Nathalie sonreía más que nadie cuando observaba a la luz del día los bordes dorados y crujientes del pastel, las manzanas esponjosas y humeantes, el brillo del caramelo que aún borboteaba caliente y rebosante de jugo. A veces, mejoraba la receta con arándanos, que estallaban en manchas de mermelada roja sobre las manzanas; si era verano, le añadía flores de jazmín o de lavanda; en otoño, lo adornaba con unas cuantas almendras y uvas pasas; y en invierno, usaba nueces y una mezcla secreta de especias que olía a Navidad. Justo después de sonreírle a su pastel y pensar cada mañana que sin duda aquel era el mejor pastel que había horneado nunca, Nathalie se deslizaba hacia el interior de la pastelería para atender a los clientes que empezaban a abarrotarla.

Todas las mañanas a las ocho en punto, desde había muchos, muchos años.

–¿Cómo es que sigues sin casarte? –solía preguntar siempre indiscreta Pauline, la secretaria del ayuntamiento, mientras se limpiaba el jugo que le resbalaba por la barbilla una vez engullido el primer bocado de pastel. –Con la buena mano que tienes para la cocina…

Nathalie sonreía en silencio sin dejar de servir espuma de leche en un café.

–No será porque te falten pretendientes –aseguraba monsieur Alcala, el dueño del quiosco de prensa.

–Cásate conmigo, Nathalie. Y comeremos pasteles todos los días.

Ella hacía caso omiso de las risotadas. Dejaba el café sobre la barra y replicaba con condescendencia:

–Ya tomas pasteles todos los días, Antoine. Además, no creo que tu mujer lo aprobara.

Entonces a las risotadas de Antoine se unían las de monsieur Fillon, el gendarme, y la risa de campanilla de Pauline. Y todas juntas resonaban con fuerza en el café.

–Pues ya no eres ninguna jovencita, querida –la recriminaba madame Offret, que era amiga suya y que lo había sido antes de su madre, aunque a veces la desesperaba. –Deja de perder el tiempo y búscate un buen hombre que cuide de ti antes de que te quedes para vestir santos.

Pero Nathalie estaba segura de no necesitar a nadie que cuidase de ella. Se tenía por una mujer independiente: sabía cuidarse por sí misma sin tener que dar cuentas a nadie y menos a un hombre. Había heredado de sus padres la pastelería y la casa en el piso superior, tenía un Citroën con más de quince años que conducía hasta la ciudad cada vez que quería ir de compras o al cine. Contaba con Alice quien, además de ayudarla en el obrador y en el café, era su buena y querida amiga, y también con Moliére, su gato, que le ofrecía cariño y compañía desinteresada todas las noches sin pedir más a cambio que unas cuantas caricias en el lomo y leche con galletas en el plato.

Búscate un buen hombre… Nathalie dudaba de que verdad hubiera buenos hombres. Los había menos malos; amables, simpáticos, atractivos… Pero buenos… A su modo de ver el hombre era un ser egoísta por naturaleza. Ni siquiera su padre había sido un buen hombre en el estricto sentido de la palabra. Fue un padre severo y desapegado; trabajador, sí, en la medida de lo que se espera de un hombre; pero nunca había hecho por la familia tanto como su madre. En cuanto a todos aquellos que alguna vez la habían rondado, los que la habían invitado a ir al baile, a la feria o al cine de verano, no tenía mejor opinión de ellos: vanidosos, superficiales, egocéntricos… solía aburrirse de ellos a la tercera cita. Ahora todos estaban casados con mujeres que les habían dado montones de hijos, los cuales criaban para ellos; que a diario les lavaban la ropa, les preparaban la comida, les limpiaban la casa y les encendía la pipa antes de irse a acostar a un lecho en el que se encontraban tan solas como ella. Tampoco Roland fue un buen hombre; de hecho, era el peor de todos. Quizá porque fue el único del que se enamoró, cuando sólo era una chiquilla y se creyó aquel cuento de que podrían casarse y ser felices. Pero Roland tenía otros planes y la dejó con el vestido blanco estirado sobre la cama. Se marchó del pueblo y nunca más supo de él. Aquel fue el único día de los últimos cien años en que el pastel de manzana desprendió un aroma amargo y supo salado como las lágrimas. 

Madame Offret tenía razón en una cosa: ya no era una jovencita. En su rostro empezaban a dibujarse las primeras arrugas finas cual eco de sus muchas sonrisas, y algunos cabellos de las sienes le blanqueaban con la enojosa anticipación de una nevada de otoño. Por lo demás, seguía conservando el busto firme, la cintura estrecha y las piernas largas y bien formadas. Presumía además de una salud de hierro, pues ni un mal catarro la había sujetado jamás a la cama. 

No, definitivamente no necesitaba de un hombre que cuidase de ella.

Una mañana de septiembre a las ocho en punto, c

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