En familia (Flash Relatos)

Guy de Maupassant

Fragmento

El tranvía de Neuilly acababa de pasar por la puerta Maillot y enfilaba ahora la gran avenida que va a dar al Sena. La pequeña máquina, con el vagón enganchado atrás, pitaba para sortear los obstáculos, expulsaba vapor, jadeaba como una persona que corre sofocada; y sus pistones hacían un ruido precipitado de piernas de hierro en movimiento. El calor bochornoso de un final de día de verano se dejaba sentir en la calzada de la que se alzaba, sin que soplase la menor brisa, un polvo blanco, cretáceo, opaco, sofocante y cálido, que se pegaba a la piel húmeda, se metía en los ojos, penetraba en los pulmones.

Algunos se asomaban a las puertas, en busca de aire.

Los cristales del vehículo estaban bajados, y todas las cortinillas flotaban, agitadas por la veloz carrera. Iba poca gente en el interior, porque en los días calurosos se prefería el imperial o las plataformas. Eran señoras gordas con divertidos atuendos, esas burguesas de la periferia que, en vez de la distinción que no poseen, hacen gala de una dignidad fuera de lugar; y hombres cansados de la oficina, de semblante amarillento, cargados de espaldas y un hombro más alto que el otro por las largas horas de trabajo inclinados sobre la mesa. Sus caras inquietas y tristes reflejaban también las preocupaciones domésticas, la continua necesidad de dinero, las antiguas esperanzas definitivamente defraudadas; pues todos pertenecían a ese ejército de pobres diablos agotados que vegetan parcamente en sus miserables casitas de yeso, donde un arriate hace las veces de jardín, en medio de los terrenos convertidos en vertederos que rodean París.

Muy cerca de la puerta, un hombre bajito y gordo, de rostro abotargado, el vientre caído entre las piernas abiertas, vestido todo de negro y luciendo una condecoración, estaba charlando con un hombre alto y flaco, de aspecto desaliñado, que llevaba un traje de tela blanca muy sucio e iba tocado con un viejo panamá. El primero hablaba despacio, con titubeos que le hacían parecer a veces tartamudo; era el señor Caravan, archivero jefe en el Ministerio de la Marina. El otro, ex oficial de sanidad a bordo de un buque mercante, había acabado por instalarse en la rotonda de Courbevoie, donde ponía en práctica con la mísera población del lugar los vagos conocimientos médicos que le quedaban de su vida aventurera. Se apellidaba Chenet, y se hacía llamar doctor. Corrían rumores sobre su moralidad.

El señor Caravan había llevado siempre la vida normal del burócrata. Desde hacía treinta años iba invariablemente a la oficina cada mañana, haciendo siempre el mismo trayecto, encontrando siempre, a la misma hora y en los mismos lugares, a las mismas personas que se dirigían a sus quehaceres; y volvía a casa, cada tarde, haciendo el mismo camino donde reencontraba las mismas caras, que había visto envejecer.

Todos los días, tras haber comprado su diario de perra chica* en la esquina del faubourg Saint-Honoré, iba a buscar sus dos panecillos y entraba en el Ministerio como un culpable que se entrega a la autoridad; llegaba a toda prisa a su despacho, lleno de inquietud, esperando siempre recibir una reprimenda por alguna negligencia que hubiera podido cometer.

Nada había cambiado nunca el orden monótono de su existencia, pues ningún acontecimiento le interesaba fuera de las cosas de la oficina, de los ascensos y de las gratificaciones. Tanto en el Ministerio como en casa (se había casado, sin dote, con la hija de un colega), hablaba solamente del trabajo. Nunca en su mente atrofiada por el embrutecedor trabajo cotidiano había otros pensamientos, otras esperanzas, otros sueños que los relativos a su función. Pero su satisfacción de empleado se veía siempre empañada por una amargura: el acceso de los comisarios de Marina, los hojalateros, como los llamaban por los galones plateados, a los puestos de subjefes y de jefes; y cada noche, a la hora de la cena, argumentaba acaloradamente con su mujer, que compartía su odio, para demostrar que era injusto, desde todo punto de vista, conceder empleos en París a gente destinada a la navegación.

Se había hecho ya viejo, sin darse cuenta de que se le había pasado la vida, porque la oficina había sido la prolongación de la escuela y los celadores que le hacían temblar en el pasado habían sido sustituidos por unos jefes, por los que sentía un gran espanto. La puerta de esos déspotas de café le hacía estremecer de los pies a la cabeza; y aquel continuo temor hacía que tuviese una torpe manera de presentarse, una actitud humilde y una especie de balbuceo nervioso.

Conocía París como puede conocerlo un ciego llevado cada día por su perro a la misma puerta; y cuando leía en su diario de perra chica los sucesos y escándalos, se le antojaban como cuentos fantásticos inventados expresamente para distracción de los empleados de medio pelo. Persona de orden, reaccionario sin un partido concreto, pero enemigo de las novedades, se saltaba siempre las noticias políticas, que su gaceta, por lo demás, tergiversaba siempre en favor de determinados intereses; y todas las tardes, al subir por la avenida de los Campos Elíseos, miraba a la multitud agitada de paseantes y a la incesante marea de coches como hace el viajero desorientado que recorre regiones lejanas.

Al cumplirse, precisamente ese año, el treintenio obligatorio de servicio, le habían conferido el 1 de enero la cruz de la Legión de Honor, con la que, en las administraciones militarizadas, se recompensa la larga y miserable servidumbre (se dice: leales servicios) de esos tristes forzados encadenados al papelorio. Aquella inesperada dignidad, que le había dado una nueva y elevada idea de sus capacidades, cambió por completo sus costumbres. A partir de entonces no llevó ya pantalones de color y chaquetas de fantasía, sino solamente pantalones negros y largas levitas en las que su cinta, muy larga, destacaba mejor; se afeitaba a diario, se limpiaba las uñas con más esmero, se cambiaba de ropa interior un día sí y otro no por un legítimo sentido de las conveniencias y de respeto por el Orden nacional del que formaba parte: se había convertido, en definitiva, de la noche a la mañana en otro Caravan, pulcro, majestuoso y altanero.

En casa se refería a «mi cruz» cada dos por tres. Era tal el orgullo que sentía que no podía soportar que otros llevasen en el ojal cintas de ningún tipo. Sobre todo s

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