Cuentos esenciales (edición ilustrada)

Guy de Maupassant

Fragmento

cap-1

EL PAPÁ DE SIMON*

Acababan de dar las doce del mediodía. La puerta de la escuela se abrió y los chiquillos se precipitaron, dándose empujones, para salir más deprisa. Pero en vez de dispersarse rápidamente e ir a sus casas a comer, como hacían cada día, se detuvieron a unos pasos, formaron corrillos y se pusieron a cuchichear.

El hecho es que aquella mañana Simon, el hijo de la Blanchotte, había ido a la escuela por primera vez.

Todos habían oído hablar en familia de la Blanchotte; y aunque en público le pusieran buena cara, las madres hablaban de ella entre sí con una especie de actitud compasiva un tanto despectiva que había sido transmitida a los hijos, sin que estos supieran muy bien por qué.

No conocían siquiera a Simon, porque no salía nunca y no iba con ellos a hacer travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. Por eso no le tenían ninguna simpatía; y habían acogido con una cierta alegría, mezclada de notable asombro, repitiéndosela unos a otros, la frase de un chaval de catorce o quince años, que parecía sabérselas todas por su astuta manera de guiñar el ojo:

—¿Sabéis?…, Simon…, no tiene padre.

El hijo de la Blanchotte apareció a su vez en la puerta de la escuela.

Tenía siete u ocho años. Estaba un poco pálido, iba muy aseado y era de aspecto tímido y casi torpe.

Se dirigía de vuelta a casa cuando sus compañeros, que seguían cuchicheando en grupitos y mirándole con ojos maliciosos y crueles de niños que están pensando en gastar una mala pasada, le fueron rodeando poco a poco hasta encerrarle completamente en medio. Él se quedó allí, inmóvil en medio de ellos, sorprendido e incómodo, sin comprender qué pretendían hacerle. El chaval que había dado la noticia, orgulloso del éxito que ya había obtenido, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Simon —respondió.

—¿Simon qué? —preguntó el otro.

El niño, muy confuso, repitió:

—Simon.

El chaval le gritó:

—Uno se llama Simon algo… Simon a secas no es un nombre completo.

Y él, a punto de llorar, respondió por tercera vez:

—Me llamo Simon.

Los zagales se echaron a reír. El chaval, exultante, alzó la voz:

—Como veis, no tiene padre.

Se hizo un gran silencio. Los niños estaban estupefactos por aquel hecho insólito, imposible, monstruoso —un chico sin padre—; lo miraban como si fuera un fenómeno, un ser al margen de la naturaleza, y sentían crecer dentro de sí ese desprecio, hasta ese momento inexplicado, de sus madres hacia la Blanchotte.

Simon se había apoyado en un árbol para no caerse; permanecía como aterrado por un desastre irreparable. Quería explicarse. Pero no sabía qué responder y cómo desmentir aquella cosa tremenda de no tener padre. Finalmente, lívido, les gritó a la buena de Dios:

—¡Sí que lo tengo!

—¿Y dónde está? —preguntó el chaval.

Simon se calló; no lo sabía. Los niños reían, excitadísimos; y aquellos hijos de los campos, tan próximos a los animales, sentían ese instinto cruel que empuja a las gallinas de un corral a acabar con la vida de una de ellas apenas ha sido herida. Simon reparó de repente en un vecino suyo, hijo de viuda, a quien había visto ir siempre solo con su madre, como él.

—Tampoco tú tienes padre —dijo.

—Sí que lo tengo —respondió el otro.

—¿Y dónde está? —preguntó Simon.

—Está muerto —declaró el niño con soberbio orgullo—, mi papá está en el cementerio.

Un murmullo de aprobación corrió entre los pillastres, como si tener al padre muerto en el cementerio hubiera engrandecido a su compañero y aplastado a aquel otro que no lo tenía en absoluto. Y aquellos bribonzuelos, que tenían padres que eran, en su mayoría, unos malos padres, borrachos, ladrones y duros con sus mujeres, se empujaban apretujándose cada vez más, como si ellos, los legítimos, quisieran ahogar con su presión a aquel que estaba fuera de la ley.

De repente, uno de ellos, que se encontraba pegado a Simon, le sacó la lengua con cara burlona y le gritó:

—¡No tiene papá! ¡No tiene papá!

Simon le cogió del pelo con ambas manos y la emprendió a patadas con él, mordiéndole ferozmente una mejilla. Se armó una gran trifulca. Los dos combatientes fueron separados y Simon acabó en el suelo, golpeado, desollado, magullado, en medio del corro de pilluelos que aplaudían. Mientras se incorporaba, limpiándose con gesto maquinal su bota toda sucia de polvo, alguien le gritó:

—Anda a contárselo a tu papá.

Entonces sintió una gran punzada en el pecho. Eran más fuertes que él, le habían pegado y no podía contestarles nada, porque sabía muy bien que era cierto que no tenía papá. Lleno de orgullo, trató durante unos segundos de luchar contra las lágrimas que le ahogaban. Le dio un sofoco y acto seguido rompió a llorar en silencio, con grandes sollozos que le sacudían espasmódicamente.

Entonces estalló entre sus enemigos una feroz alegría y, espontáneamente, como los salvajes en sus terribles manifestaciones de júbilo, se cogieron de la mano y se pusieron a bailar en corro a su alrededor, repitiendo como un estribillo:

—¡No tiene papá! ¡No tiene papá!

Pero Simon dejó de repente de sollozar. Enloqueció de rabia. Había en el suelo, a sus pies, unas piedras; las recogió y, con todas sus fuerzas, las lanzó contra sus verdugos. Dos o tres recibieron su impacto y escaparon dando gritos; tenía un aspecto tan terrible que a los otros les dominó el pánico. Cobardes, como lo es siempre la multitud ante un hombre furioso, huyeron en desbandada.

Al quedarse solo, el niño sin padre echó a correr hacia los campos, porque se había acordado de una cosa que le había hecho tomar una gran decisión. Quería ahogarse en el río.

Le había vuelto a la mente, en efecto, que, ocho días antes, un pobre diablo que se dedicaba a mendigar se había arrojado al agua por haberse quedado sin un real. Simon estaba presente cuando lo sacaron del agua; y el triste pobretón, que normalmente le parecía tan miserable, sucio y feo, le había impresionado entonces por su aire tranquilo, sus mejillas pálidas, su larga barba empapada de agua y sus ojos abiertos, de mirada muy serena. En torno decían: «Está muerto». Alguien había añadido: «Ahora es feliz». Por eso también Simon quería ahogarse porque no tenía padre, como ese miserable que no tenía un real.

Llegó cerquita del agua y la miró correr. Algunos peces traveseaban, veloces, en la corriente clara, y de vez en cuando brincaban fuera atrapando las moscas que revoloteaban sobre la superficie. Dejó de llorar para mirarlos, pues sus jugueteos le despertaban gran interés. Pero a veces, así como en los momentos de calma de una tempestad pasan de improviso grandes ráfagas de viento que hacen gemir los árboles y se pierden en el horizonte, le volvía a la mente con vivísimo dolor este pensamiento: «Voy a ahogarme porque no tengo papá».

Hacía mucho calor, muy buen tiempo. El agradable sol calentaba la hierba. El agua brillaba como un espejo. Y Simon disfrutó de unos momentos de dicha, de esa languidez que sigue a las lágrimas, que le hacía sentir unas grandes ganas de tumbarse para dormir e

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