AGRADECIMIENTOS
Quiero expresar mi agradecimiento, una vez más y siempre, a los miembros de mis grupos de crítica, en especial a aquellos que con tanta amabilidad dejan a un lado su trabajo y leen a toda velocidad mi texto: Louise Christensen Zak, Laura Hartman, Joyce O’Keefe, Julie Jindal y Janet Lee Carey.
Creo que todo el mundo habría de tener un agente literario en su vida, y a ser posible alguien como la mía, Sandra Dijkstra. Trabajar con ella es un placer y se compromete mucho en todos los aspectos de la creación, desde las primeras lecturas de los borradores hasta el marketing y el apoyo al libro en todas sus etapas. También estoy muy agradecida por el empeño que toda la agencia de Sandy pone en mi trabajo.
La emperatriz del sol ha recibido tres bendiciones en Atria Books. Mi editora, Judith Curr, continúa brindándome su apoyo y amistad y depositando su confianza en mí. Después están las dos revisoras de la edición: Rosemary Ahern, que trabajó en los primeros borradores de la novela y cuyo punto de vista modeló el resultado final; y Malaika Adero, que de buen grado adoptó este hijo mío y lo cuidó con esmero. Estoy profundamente agradecida a las tres.
Una confesión: no sé jugar al ajedrez. Si la escena de ajedrez de La emperatriz del sol resulta creíble es gracias a las siguientes personas: Santosh Zachariah, que «encontró» la partida para mí, con severas restricciones en el número de movimientos y de fácil comprensión; David Hendricks, del Club de Ajedrez de Microsoft, que una tarde puso un tablero de ajedrez sobre la mesa de una cafetería y me explicó concienzudamente los movimientos y los motivos por los que los jugadores los hacían; y mis inteligentes sobrinos Gautam y Karthik, que en la partida movían las piezas a toda velocidad y a los que tenía que pedir que fueran más despacio para que su vieja y renqueante tía pudiera entenderla. Si, a pesar de todos los esfuerzos, continúa habiendo errores en la partida, los acepto como míos.
No podría vivir sin las tres mujeres que me dan su amor y su fortaleza, y que constituyen mi familia: Amma, Anu y Jaya.
Y, por último, he de expresar mi reconocimiento a las bibliotecas del King County Library System y a las Bibliotecas Suzzallo y Allen de la Universidad de Washington, por el tesoro que guardan sobre la literatura de la India mogol: cartas, documentos, diarios, libros y mapas que me han permitido viajar a través del tiempo y del espacio sin salir de casa.


RELACIÓN DE LOS PERSONAJES
PRINCIPALES
(EN ORDEN ALFABÉTICO)

Abdur Rahim: El Jan-i-janan, comandante en jefe del ejército imperial.
Abul Hasan: Hermano de Mehrunnisa.
Akbar: Tercer emperador de la India mogol.
Ali Quli Jan Istaylu: Primer marido de Mehrunnisa.
Arjumand Banu: Sobrina de Mehrunnisa e hija de Abul, más tarde emperatriz Mumtaz Mahal.
Ghias Beg: Padre de Mehrunnisa.
Hoshiyar Jan: Eunuco jefe del harén de Salim.
Jagat Gosini: Segunda esposa de Yahangir.
Jurram: Tercer hijo de Salim, nacido de Manmati.
Jusrau: Primer hijo de Salim, nacido de Man Bai.
Ladli: Hija de Mehrunnisa por Ali Quli.
Mahabat Jan: Amigo de la infancia de Yahangir y ministro.
Mehrunnisa: Hija de Ghias, más tarde conocida como NUR YAHAN.
Muhammad Sharif: Amigo de la infancia de Salim, más tarde nombrado Gran Visir del Imperio.
Nur Yahan: Título de Mehrunnisa tras convertirse en emperatriz.
Parviz: Segundo hijo de Yahangir.
Ruqayya Sultan Begam: Reina principal de Akbar, o Padshah Begam, ahora emperatriz viuda.
Shahryar: Cuarto hijo de Yahangir.
Thomas Roe: Primer embajador oficial de Inglaterra y de la corte de Jacobo I.
Yahangir: Título de Salim al convertirse en el cuarto emperador de la India mogol.
La máscara ha caído, el hechizo se ha obrado,
y el corazón de Selim ha cautivado,
¡Su Nourmahal, la Luz de su Harén!
Y cómo realza la frente despejada
el encanto de su brillante mirada;
y cada nueva sonrisa más adorable es
por haber perdido su luz alguna vez:
y, más feliz ahora, toda ella suspiros,
mientras en su brazo su cabeza reposa,
le susurra, con ojos risueños,
«Recuerda, amor mío, la Fiesta de las Rosas».
THOMAS MOORE,
Lalla Rookh
UNO
La naturaleza la había dotado de inteligencia rápida, mente aguda, carácter versátil y buen sentido común. La educación había desarrollado en ella los dones naturales en extraordinaria medida. Estaba versada en la literatura persa y componía unos versos puros y fluidos que la ayudaban a cautivar el corazón de su esposo.
BENI PRASAD, History of Jahangir
Los meses de junio y julio pasaron. Los monzones se retrasaban aquel año. Por las noches, el aroma del aire, el frescor en la piel y los rayos silenciosos que cruzaban el cielo prometían lluvia, pero cuando llegaba la mañana el sol volvía a salir con fuerza para burlarse de Agra y de sus habitantes. Los días transcurrían bajo un calor insolente y cada aliento suponía un esfuerzo, cada movimiento, una lucha, cada noche, un baño en sudor. En los templos se ofrecían rogativas, los almuecines llamaban a los fieles a la oración con voz melodiosa e implorante, y repicaban las campanas de las iglesias jesuíticas. Pero los dioses parecían indiferentes. Los arrozales estaban arados desde las lluvias premonzónicas, preparados para que se plantara el grano; si se esperaba demasiado, la tierra volvería a endurecerse.
Por las calles de Agra, unas pocas personas avanzaban torpemente; solo los asuntos más urgentes les hacían salir de sus frescas casas de losas de piedra. Incluso los perros de los parias, que habitualmente estaban frenéticos, descansaban ahora sin resuello en los portales, demasiado exhaustos para ladrar cuando los pilluelos que pasaban les tiraban piedras.
Los bazares también estaban vacíos, las persianas bajadas, los tenderos demasiado cansados para regatear con los compradores. La clientela podía esperar a que llegaran días más frescos. Era como si la ciudad al completo se hubiera detenido.
Por la noche, los palacios y jardines imperiales estaban en silencio; en los pasillos no se oía ni un paso. Los esclavos y eunucos agitaban abanicos de iridiscentes plumas de pavo real mientras se secaban el sudor de la cara con la otra mano. Las mujeres del harén dormían bajo la brisa intermitente de los abanicos, con copas de limonada fresca aromatizada con jus* y jengibre junto a sus lechos. De vez en cuando, un esclavo sustituía las copas por otras con trocitos de hielo nuevos. Cuando su señora se despertara, y lo haría muchas veces durante la noche, tendría su bebida preparada. El hielo, que se sacaba en enormes bloques de las montañas del Himalaya y, cubierto con sacos de yute, se trasladaba hasta las planicies en carros de bueyes, era una bendición para todos, tanto nobles como plebeyos. Pero con aquellos calores se derretía demasiado pronto y desaparecía en un charco de agua caliente bajo el aserrín y el yute.
En los aposentos del emperador Yahangir, la música flotaba a través del patio exterior, deteniéndose y tropezando en el aire tranquilo de la noche mientras los hábiles dedos de los músicos se deslizaban sobre las cuerdas del sitar.*
El patio era cuadrado y estaba construido con la precisión propia de los mogoles y los persas, con líneas bien definidas. Una galería culminada con arcos cubría un lado; a lo largo de los otros crecían arbustos y árboles, manchas indistinguibles en la oscuridad de la noche. En el centro había un estanque cuadrado de aguas tranquilas y silentes. Los peldaños de piedra arenisca de la galería descendían hasta una plataforma de mármol que entraba en el estanque como una mella en una sonrisa abierta. Dos figuras estaban allí tumbadas, dormidas bajo la mirada benigna de la noche. La música llegaba desde el balcón con celosía que había sobre los arcos de la galería.
Cuando Mehrunnisa abrió los ojos, lo primero que vio fue el cielo, repleto de estrellas. Cada centímetro de su campo de visión estaba lleno de ellas, un techo de diamantes sobre terciopelo negro. El emperador Yahangir dormía a su lado, con la frente apoyada sobre su hombro. Su respiración, cálida sobre su piel, era tranquila. Mehrunnisa no veía la cara de su esposo, solo la coronilla. Tenía el cabello aplastado sobre el cráneo, con una marca circular allí donde durante el día reposaba el turbante imperial. Le acarició el rostro suavemente, dejó descansar los dedos sobre sus mejillas, para bajar después hasta el mentón, donde la barba de tres días le rascó la yema de los dedos. Hacía todo esto sin despertarle, sintiendo su rostro, buscando algo nuevo entre los rasgos conocidos, aunque en su memoria guardaba cada contorno, cada línea.
Cuando Mehrunnisa se había ido a dormir estaba sola. Había esperado a Yahangir leyendo a la luz de una lámpara de aceite, pero, agotada por el calor, las letras no habían tardado en volverse borrosas a sus ojos, y se había quedado dormida junto al libro. Él debía de haber llegado después y había apartado el libro y la había tapado con una fina sábana de algodón. Los dedos de Mehrunnisa se detuvieron un poco más sobre la cara del emperador y descansaron después sobre su pecho.
Por primera vez en muchos, muchos años, Mehrunnisa había despertado exenta de todo sentimiento. No tenía miedo, ni aprensión, ni sensación de que algo fuera mal en su vida. Por primera vez, también, no había alargado una mano, a tientas y medio dormida, en busca de Ladli. Sabía que la pequeña estaba a salvo, en la habitación contigua. Sabía, sin pensarlo, que antes de irse a dormir el emperador habría echado un vistazo a Ladli, para poderle decir a ella cuando se despertara que su hija estaba bien.
Descansó la cara sobre la cabeza de su esposo y la invadió la suave esencia del sándalo. Era un aroma que asociaba con Yahangir, con la comodidad, con el amor. Amor. Sí, aquello era amor. Un tipo diferente de amor, uno cuya existencia no conocía, que no pensaba que pudiera tener. Durante muchos años había querido tener un hijo y entonces había nacido Ladli. Durante todos aquellos años también había querido a Yahangir, sin saber de veras el porqué. Porque la hacía sonreír por dentro, porque hacía que la vida fuera más llevadera y que tuviera sentido, plenitud y un propósito. La sorprendía la fuerza de aquel sentimiento. También la atemorizaba, una vez que estuvieron casados, la posibilidad de verse absorbida por él hasta el punto de no poder controlar la vida que tan cuidadosamente había construido.
Ya habían pasado dos meses desde la boda, dos lánguidos meses en los que el tiempo parecía transcurrir trazando un lento círculo alrededor de ellos. Incluso el imperio y sus asuntos se apartaban y planeaban en los márgenes. Pero la noche anterior, por primera vez, Yahangir había tenido que marcharse cuando se disponían ir a la cama. El imperio no esperaría mucho más.
Con delicadeza, apoyó la cabeza de Yahangir sobre una almohada cubierta de seda, le apartó el brazo que descansaba sobre su estómago y se sentó. A su izquierda, a lo largo de los arcos de la galería, estaban los eunucos que hacían guardia, rígidos. Se quedó mirando a aquellos medio hombres que se habían ocupado de cuidar al emperador. Había quince eunucos, uno en cada arco de piedra arenisca. Estaban de pie, con las piernas separadas, las manos a la espalda y la mirada fija más allá del estanque, en las sombras oscuras del patio. La guardia que rodeaba a Yahangir cambiaba cada doce horas siguiendo diferentes combinaciones, de modo que no hubiera dos hombres que tuvieran la oportunidad de tramar una conspiración.
Mientras estaba allí sentada, mirándoles, sin que repararan en ella, el sudor empezó a bañarle la cabeza, bajo el cabello, y el cuello, hasta calar la kurta* de fino algodón que llevaba puesta. Se frotó la espalda, se deshizo la trenza y dejó que la cabellera le cayera sobre los hombros como una tupida manta. Pasó junto al emperador, que continuaba dormido, llegó hasta el borde de la plataforma y se sentó con las piernas colgando en el agua. Una ligera brisa sopló en el patio y Mehrunnisa levantó la cara hacia ella y alzó los brazos para que agitara las largas mangas de su túnica. Traía el aroma de hojas de neem que había en los braseros de la galería, lo bastante desagradable para mantener alejados los mosquitos.
A su alrededor, flotaban en el agua farolillos de hojas de banyan unidas entre sí con palitos para formar copas que contenían aceite de sésamo y cabos de algodón. En un extremo del estanque, en plena eclosión nocturna, un lánguido parijat dejaba caer sus florecillas blancas en el agua. En la superficie del agua también estaban cautivas las estrellas, intermitentemente, en los lugares adonde no llegaba la luz de los farolillos. Mehrunnisa se deslizó por el borde de la plataforma de mármol y se metió en el estanque.
El agua era cálida y densa como la miel, pero más fresca que el aire. Mehrunnisa sumergió la cabeza y el cabello mojado se le arremolinó sobre la cara. Dijo su nombre en voz alta: «Nur Yahan». Su voz rompió la densidad del agua y de su boca surgieron burbujitas que al escapar hacia la superficie le hicieron cosquillas en las mejillas.
Era Nur Yahan, «Luz del Mundo». En ella reposaba el brillo de los cielos. O al menos eso había dicho Yahangir cuando le había concedido el título el día que se habían casado. «A partir de hoy, mi amada emperatriz se llamará Nur Yahan.» Ya no era solo Mehrunnisa, el nombre que le había puesto su padre al nacer. Nur Yahan era un nombre para el mundo, para que otras personas la llamaran por él. Era un nombre que ordenaba, que inspiraba respeto y requería atención. Todas ellas cualidades útiles para un nombre. El emperador estaba diciendo a la corte, al imperio y a las demás mujeres del harén imperial que Mehrunnisa no era un amor sin importancia.
Se alejó de la plataforma a nado. Cuando llegó al parijat, se apoyó contra la pared y observó las flores blancas que parecían copos de nieve. No se giró hacia su izquierda para ver las figuras brumosas de la galería, y si ellos la observaban, ningún movimiento les delató. Con todo, si hubiera estado demasiado tiempo con la cabeza bajo el agua, alguna mano habría acudido a devolverla a la superficie. Y es que, para ellos, ahora era la posesión más preciada de Yahangir. Mehrunnisa agitó los pies en el agua, incansable, deseosa de movimiento, de algo que los eunucos no pudieran ver, de algo que al día siguiente no se supiera en todo el zenana* imperial.
Aquella vigilancia la molestaba, la hastiaba, hacía que siempre se preguntara si obraba bien. A Yahangir nunca le importaba tener gente alrededor; había crecido con ellos y entendía que eran necesarios. Pensaba tan poco en ellos que en su mente eran como divanes, almohadones o copas de vino.
Se dio la vuelta y, con la mano mojada, apartó las flores de parijat que había en el borde de piedra del estanque. A continuación, tomó las flores una por una y las puso en fila. Después formó otra fila, con los pétalos vueltos hacia ella. Aquel era el jardín de la Diwan-i-am,* la sala de audiencias públicas. Al fondo estaban los elefantes de guerra; delante de ellos, los plebeyos, los mercaderes, los nobles y, en primera fila, el trono en el que se sentaba Yahangir. Al lado puso dos flores más, una detrás y otra a la derecha del emperador. Entonces arrancó los pétalos a las flores de parijat y colocó los tallos naranjas uno junto a otro alrededor de las dos flores. Aquel era el balcón del harén de la corte; los tallos representaban la celosía de mármol que escondía el zenana imperial. Los hombres de abajo no lo veían. Tampoco oían lo que se decía en él.
Yahangir acababa de comenzar su rutina diaria de darbars,* audiencias públicas, reuniones con los cortesanos. Mehrunnisa, sentada tras él en el balcón del zenana, observaba cómo el emperador trataba los asuntos del día. A veces casi hablaba en voz alta cuando se le ocurría algo, cuando una idea le venía a la cabeza; luego se interrumpía, ya que sabía que la celosía la colocaba en un lugar diferente. La hacía mujer. Mujer sin voz, carente de opinión.
Pero ¿y si...? Cogió una de las flores del harén y la dejó en medio de la corte, ante el trono. Durante muchos años, cuando estaba casada con Ali Quli, cuando Yahangir no era más que un sueño lejano, a Mehrunnisa la irritaban las restricciones de su vida. Quería estar en el balcón imperial, no ser solo una simple observadora sino un miembro del harén imperial, no solo una simple dama de honor, sino una emperatriz. Devolvió la flor a los confines de tallos naranjas que limitaban la celosía del balcón. No era suficiente. ¿Podía pedir más? Pero ¿cuánto más, y cómo pedirlo? ¿Le daría Yahangir lo que pedía? ¿Desafiaría las reglas tácitas que ponían trabas a su vida como su emperatriz, como su esposa, como mujer?
Con mano temblorosa, cogió la flor de nuevo y la puso junto a Yahangir. Allí estaban, dos flores de parijat, fragantes, la una junto a la otra en el trono imperial. Mehrunnisa apoyó la barbilla en el borde de piedra y cerró los ojos. Toda su vida había querido tener la vida de un hombre, con libertad para ir a donde quisiera, hacer lo que deseara, decir lo que se le ocurriera sin preocuparse de las consecuencias. Había sido una observadora de su propia existencia, incapaz de cambiar la dirección que esta tomaba. Hasta ahora...
Con un dedo delicado movió su flor ligeramente hacia atrás, justo detrás de Yahangir, pero aún a la vista de la corte.
En una calle del centro, el chowkidar nocturno dio la hora al pasar y golpeó el suelo con su bastón. «Las dos y todo está bien.» Mehrunnisa oyó una tos ahogada y vio que un eunuco movía la mano para taparse la boca. La emperatriz frunció el entrecejo. Con el tiempo, estaría a salvo de la mirada fisgona de los sirvientes y espías del zenana, cuando se convirtiera en Padshah Begam, la dama principal del reino. La emperatriz Jagat Gosini ostentaba ese título ahora.
Regresó a la plataforma nadando por el agua cálida y, cuando la alcanzó, puso los codos sobre el mármol, y descansó la cabeza sobre las manos y miró a Yahangir. Le recorrió una ceja con el dedo y después se lo llevó a la boca para saborear su piel. Él se despertó.
—¿No puedes dormir?
Siempre se despertaba así, sin necesidad de despejar los sueños. En una ocasión, ella le había preguntado el porqué y Yahangir había respondido que, cuando ella le quisiera, él dejaría de dormir.
—Hace demasiado calor, Su Majestad.
Yahangir le apartó el pelo mojado de la frente y detuvo la mano en la curva de su mejilla.
—A veces no me creo que estés conmigo. —La miró fijamente; luego cogió un farolillo del agua y lo acercó a la cara de Mehrunnisa—. ¿Qué ocurre?
—Nada. Es el calor. Nada.
El emperador devolvió la lámpara al agua y la empujó. A continuación agarró de la mano a su esposa para sacarla del estanque. Un eunuco entró en escena, con toallas de seda en la mano. Mehrunnisa se arrodilló en el borde de la plataforma, levantó los brazos y dejó que el emperador le quitara la kurta que llevaba. Le enjugó el agua del cuerpo lentamente, inclinándose para oler la esencia de almizcle que desprendía su piel. Después le secó el cabello, frotando los mechones con una toalla hasta que quedó húmeda sobre sus hombros. Cada gesto que hacía era pausado. Ella esperó obedientemente hasta que hubo acabado mientras la cálida brisa de la noche le rozaba los hombros, la cintura, las piernas.
—Ven aquí. —Yahangir la hizo sentarse sobre su regazo y ella le rodeó con las piernas. El emperador le enmarcó la cara con las manos y se la acercó a la suya—. Contigo nunca es nada, Mehrunnisa. ¿Qué quieres? ¿Un collar? ¿Un jagir?*
—Quiero que se vayan.
—Se han ido —repuso él, sabiendo a qué se refería. Yahangir no miró atrás mientras le quitaba una mano de la cara para indicar a los eunucos que se retiraran, pero Mehrunnisa se la agarró e impidió que lo hiciera.
—Quiero hacerlo yo, Majestad.
—Tienes tanto derecho como yo, querida.
Mirándole aún a la cara en penumbra, Mehrunnisa alzó la mano. Con el rabillo del ojo vio que los eunucos, tensos, quietos, se miraban unos a otros. Tenían órdenes estrictas de no abandonar la presencia del emperador a menos que él, y solo él, lo ordenase. Ninguna esposa, ninguna concubina, ninguna madre tenía ese poder. Pero aquella esposa era diferente. Esperaron una señal de Yahangir, pero él no se movió, no asintió con la cabeza. Al cabo de un minuto, un eunuco salió de la fila, hizo una reverencia ante la pareja real y desapareció de la galería. Los demás le siguieron, de repente asaltados por un miedo cerval; temerosos de obedecer, pero aún más temerosos de desobedecer.
Mehrunnisa bajó la mano.
—Se han ido, Su Majestad —dijo con una nota de asombro en la voz.
—Cuando ordenes, Mehrunnisa, hazlo con autoridad. Nunca pienses que te van a desobedecer y nadie te desobedecerá.
—Gracias.
Los dientes del emperador relucieron.
—Si tuviera que agradecerte todo lo que me has dado, tendría que pasarme el resto de mi vida haciéndolo. —Su voz resonaba junto al oído de Mehrunnisa—. ¿Qué quieres? Dímelo o te consumirá.
Ella permaneció en silencio, sin saber qué pedir, sin saber realmente qué pedir. Quería ser algo más que una presencia en su vida, y no solo allí, también en el zenana.
—Me gustaría... —dijo lentamente—, me gustaría ir con vos al yharoka* mañana.
Al poco tiempo de reinar, Yahangir había instaurado en el imperio doce normas de conducta. Había muchas de ellas que él mismo no obedecía, como la que prohibía el consumo de alcohol. Pero aquellas normas proporcionaban un marco para el imperio, no para él. Él estaba por encima de ellas. En su voluntad de ser justo y equitativo en sus asuntos, había impuesto el ritual del yharoka, algo que su padre, el emperador Akbar, no había hecho, algo que era exclusivo del reinado de Yahangir.
Lo denominó así, yharoka, «atisbo», ya que había de ser, por primera vez desde la conquista mogol de la India, unos cien años atrás, una visita personal con el emperador para tratar cualquier asunto que atañera al imperio.
El yharoka era un balcón especial, construido en el baluarte exterior del fuerte de Agra, donde Yahangir concedía audiencia al pueblo tres veces al día. De buena mañana, con el sol naciente, se presentaba en el balcón, en la cara este de la muralla; a mediodía, en el lado meridional, y a las cinco de la tarde, cuando el sol descendía por poniente, en el del oeste. Yahangir consideraba que esa era su mayor responsabilidad. Allí era donde la plebe iba a hacerle peticiones, allí escuchaba sus demandas, fueran o no importantes. Y en el balcón estaba solo, con los ministros y la plebe abajo. Aquello reducía la pompa que rodeaba a la corona, hacía que dejara de ser una figura decorativa de un trono lejano.
—Pero si ya vienes al yharoka conmigo, Mehrunnisa —dijo Yahangir. Había algo más. Ahora se mostró cauteloso, vigilante. Durante las semanas anteriores, Mehrunnisa se había quedado de pie tras el arco del balcón, junto con los eunucos que la escoltaban, escuchando, para comentar con él más tarde las peticiones que le habían hecho.
—Quiero estar con vos en el balcón, delante de los nobles y plebeyos. —Lo dijo con dulzura, pero sin dudar. Habla con autoridad y no te desobedecerán, le había dicho él.
Las nubes empezaron a cubrir el cielo y tapar las estrellas. Tras ellas se veía el fulgor de los rayos como ramas de luz plateada manchadas de gris. Estaba sentada entre los brazos de su esposo, desnuda, cubierta solo por el cabello, ya seco, que le caía sobre los hombros hasta las caderas.
—Nunca antes se ha hecho —dijo por fin Yahangir. Y era cierto. Las mujeres de su zenana, independientemente de la relación que tuvieran con él, siempre se habían quedado tras las paredes del harén. Se dejaban oír fuera, en las órdenes que daban a camareras, esclavos y eunucos, y también cuando él hacía algo que ellas querían—. ¿Por qué quieres eso?
Ella respondió a la pregunta formulando otra:
—¿Por qué no?
El emperador sonrió.
—Veo que vas a causarme problemas, Mehrunnisa. Mira —dijo levantando la vista al cielo, y ella siguió su mirada—, ¿crees que lloverá?
—Si llueve... —Hizo una pausa—. Si llueve, ¿podré ir al yharoka mañana?
Las nubes habían cubierto el cielo sobre sus cabezas. Tenían el mismo aspecto que siempre, gruesas y cargadas de lluvia, y a veces dejaban caer algunas gotas sobre la ciudad de Agra. Pero entonces aparecía un viento errante y se las llevaba lejos, y el cielo quedaba despejado para que el Dios Sol condujera su carro de nuevo. Mehrunnisa estaba al mando de las lluvias monzónicas. Sonrió para sí. ¿Y por qué no? Primero los eunucos; ahora, el cielo nocturno.
—Cierra los ojos —dijo Yahangir.
Ella obedeció. Con los ojos también cerrados, guiándose por el aroma de su esposa, Yahangir se inclinó hacia la curva de su cuello. Ella envolvió sus cuerpos con los largos cabellos. No abrió los ojos, solo sintió la calidez de su aliento, notó cómo probaba una línea de sudor que le bajaba por la cara desde el nacimiento del cabello para caer sobre el omóplato, se estremeció al notar las ásperas yemas de los dedos en el borde de sus senos. No hubo más palabras.
Después, durmieron.
A la mañana siguiente les despertó el sol, una fina línea dorada en el horizonte, tras las nubes purpúreas. Mehrunnisa yacía con la cabeza recostada sobre una almohada de terciopelo, mirando los juegos de la luz en el cielo. Las nubes se cernían densas sobre ella, pero nada de lluvia. Humedad en el ambiente, pero no lluvia.
Los eunucos volvían a estar en sus posiciones bajo los arcos de la galería; las esclavas, sin hacer ruido, trajinaban vasijas de latón llenas de agua. Mehrunnisa y Yahangir se cepillaron los dientes con una ramita de neem, ycuando la voz del almuecín llamó a la oración desde la mezquita se arrodillaron el uno junto al otro sobre alfombras y alzaron las manos hacia el oeste, hacia La Meca.
Luego, como habían hecho todos los días hasta entonces, el emperador y su nueva esposa dejaron sus aposentos y se dirigieron por los pasillos de palacio hacia el primer yharoka del día.
Caminaban en silencio, cogidos de la mano, sin mirarse. Los sirvientes que les seguían andaban descalzos, se oía el frufrú de la ghagara* de Mehrunnisa sobre los lisos suelos de mármol. No podía hablar, no se atrevía a preguntar; ¿estaría de pie tras el arco del balcón o con el emperador? En un repentino ataque de superstición, miró de nuevo al cielo, pero no, las nubes continuaban espesas pero no tenían intención de descargar. Un peso cayó sobre ella y empezó a arrastrar los pies.
Llegaron a la entrada del balcón, donde los eunucos del zenana imperial se colocaron en dos hileras que surgían del umbral. Cuando Yahangir entrara, cerrarían filas tras él.
Hoshiyar Jan era el primero, más alto que la mayoría de los que le rodeaban. Incluso a aquellas horas de la mañana, ya iba vestido tan impecablemente como un rey. Bajo el turbante se le veía el pelo liso, la cara seria por el peso de la responsabilidad, los modales intachables. Hoshiyar era jefe de los eunucos del harén del emperador Yahangir desde hacía veinticinco años. Durante mucho tiempo, casi todo el tiempo, había sido la sombra de la emperatriz Jagat Gosini, siempre a su lado, aconsejándola, ofreciéndole su apoyo. Un mes antes de su boda, Mehrunnisa, en un acto de osadía, le había pedido que fuera su eunuco personal. De modo que Hoshiyar había venido a su lado, y de buena gana, ya que de no haber querido estar allí habría sabido encontrar la manera de desoír las órdenes del mismísimo Yahangir.
—Confío en que Sus Majestades hayan pasado buena noche —dijo, con una reverencia.
Acostumbraba saber todo cuanto ocurría, debía de saber también que Mehrunnisa había echado a sus hombres de la galería, que se habían ido obedeciendo en orden y por qué. A Mehrunnisa le pareció que asentía brevemente, apenas un leve parpadeo, con una sonrisa más del semblante que de los labios, antes de volverse hacia el emperador.
Hoshiyar se asomó al arco y alzó una mano. La orquesta real empezó a tocar para anunciar la llegada del emperador. Sonó la shehnai,* los tambores redoblaron y, en la distancia, un cañón retumbó inofensivo.
Mehrunnisa estuvo a punto de hablar, abrió la boca, pero la cerró. Mientras el sonido de la orquesta resonaba en la estancia, el emperador se colocó detrás de ella. El velo añil caía como un chal sobre los hombros de Mehrunnisa, y Yahangir lo levantó por una punta para cubrirle la cara. Cuando Yahangir avanzó hacia la claridad del fulgurante cielo oriental, le apretó la mano y tiró de ella.
Prácticamente la primera sensación que Mehrunnisa experimentó, de todo punto improcedente, fue que el antepecho de mármol, con finas flores de jazmín talladas, le llegaba a la altura de la cintura. Ocultaba sus manos, aún unidas. Bajó la vista hacia la extensión de espaldas inclinadas, vestidas con telas de delicado algodón recamado con zari* de oro, fundidas en una reverencia conjunta. Nobles y plebeyos, la propia orquesta, los esclavos y guardas armados con lanzas y mosquetes... ni una sola mirada se dirigió hacia ellos.
Incluso el Mir Tozak, el maestro de ceremonias, tenía la cabeza inclinada, aunque la suya fue la primera en alzarse, la primera en ver al emperador y a la dama que le acompañaba. Su voz, cuando la recuperó, surgió con un temblor nervioso.
—¡Salve, Yahangir Padshah!
Los nobles se incorporaron y vieron la figura velada junto a Yahangir. Involuntariamente, la mayoría de los hombres exhaló un suspiro de asombro. En el patio, silencioso una vez acallados los tambores y las trompetas, el sonido fue como una ráfaga de viento que duró un instante.
Mehrunnisa apretó con fuerza la mano de Yahangir. El privilegio que él le estaba concediendo era tácito, y ella lo agradecía en silencio. No era un privilegio que fuera a desperdiciar. Su corazón estaba exultante al ver que la llevaba al yharoka a pesar del caos que eso provocaría.
Mehrunnisa observó a los hombres que había abajo, sabedora de que nadie podía verle la cara. La vida que llevaba, oculta tras un velo, tenía sus ventajas. Tenía las manos frías. Era la primera vez que una mujer del harén imperial aparecía en público, oculta por un velo, sí, pero a la vista de todos. Yahangir avanzó un paso, con la espalda recta, los hombros echados hacia atrás y el turbante imperial bien asentado sobre su cabeza. Durante aquellos minutos en el yharoka era el emperador, no el hombre que dormía plácidamente en los brazos de Mehrunnisa. Eran lecciones que ella estaba aprendiendo a toda prisa: cómo tener una cara privada y otra pública.
—Mi buen pueblo —comenzó a hablar Yahangir, con voz potente y autoritaria—, como podéis ver, estoy bien y el sueño me ha acompañado esta noche. —Acto seguido se volvió hacia el Mir Arz, el oficial encargado de las peticiones—. Haz entrar a los solicitantes.
Durante la siguiente media hora, el Mir Arz fue llamando a los nobles reunidos en el patio para que presentaran sus peticiones al emperador. Entraban, hacían la taslim tres veces y después ofrecían al emperador un presente. Dependiendo del valor o la singularidad del regalo, Yahangir daría o no su consentimiento para que hablaran. De igual modo que hacía con el pueblo llano, escogía a los solicitantes en función de su aspecto, o quizá del color del turbante, o del lugar del patio que ocupaban, o de si miraban al este o al oeste. Esta caprichosa selección de los peticionarios era el único modo de escuchar tantas demandas como fuera posible en el limitado tiempo permitido. Dado el número total de aspirantes, la mayoría se marchaba y regresaba un día tras otro, con la esperanza de que al final su cara resultara familiar al emperador y le llamara la atención.
Mehrunnisa estaba en silencio, observando a los dos hombres que había a la derecha del yharoka. Mahabat Jan y Muhammad Sharif eran las dos figuras principales de la corte. Eran poderosos, tanto por su posición como por la influencia que tenían sobre el emperador. Mahabat Jan era un hombre inteligente, avaro y astuto. Se decía que había rechazado el rango que ahora ostentaba Sharif, el de Amirul-umra —primer ministro y gran visir—, ya que prefería mandar sin título.
Se acercó un peticionario. Mehrunnisa escuchó lo que tenía que decir mientras pensaba que su nombre le sonaba. Ah, era el primo de Mahabat Jan. Lo mismo sucedía durante el darbar diario. Se concedían honores, haciendas y contratos a primos, amigos y hermanos, mientras a otros se les denegaban.
Incapaz de reprimirse, puso la mano sobre el brazo de Yahangir.
—Su Majestad.
El emperador se volvió hacia ella.
—Quizá sería mejor decidir más tarde sobre este asunto. Hay otros más urgentes. Este hombre ya tien