Las puertas del paraíso

Nerea Riesco

Fragmento

cap-1

Prólogo

Ciudad de Fez, 1533

Han de saber vuestras mercedes que mi nombre es Sâmeh, que en lengua musulmana quiere decir «El que perdona». Hubo un tiempo en el que fui conocido por Yago, hijo de Esteban el Pucelano, nacido y bautizado en la ciudad de Valladolid. Si por mis actos me hice más adelante merecedor del honorable nombre de Sâmeh sólo podrán decidirlo si tienen a bien posar sus ojos en el relato de los asombrosos acontecimientos que me dispongo a perpetuar en estas páginas. Algunos de ellos les parecerán sacados de los cuentos de Las mil y una noches. Confío en que Dios, que me concedió la gracia de aprender a leer y escribir, me ayudará a dar fiel testimonio de los turbulentos años en los que los reyes cristianos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, unidos por el sagrado vínculo del matrimonio, decidieron concluir con la misión anhelada por tantos otros antecesores suyos: unificar España bajo una misma bandera y una misma religión y borrar del mapa, y del recuerdo de los habitantes de la península Ibérica, la presencia de esos que llamaban infieles, aquellos que la habían convertido en su hogar durante más de siete siglos.

En esos tiempos yo era un muchacho ciego de apenas doce años que no sabía nada de casi nada y que no esperaba emociones ni desvelos en sus quehaceres habituales. Quizá por eso aquel día de marzo en el que tuve la dicha de conocer el secreto que permite a los hombres alcanzar la inmortalidad, me pilló de improviso. Se trataba de un secreto perceptible, que olía a piedra recién cincelada y tenía tacto rasposo. Ya entonces me gustaba enlazar impresiones para perpetuar en mi mente los momentos que consideraba importantes sin sospechar siquiera que ése es el ardid más eficaz para zurcir de forma indeleble una nostalgia a la memoria. Recuerdo que era miércoles y que mi padre se afanaba en la cocina, liberando de las alacenas los ingredientes necesarios para sus propósitos de ese día. El insolente perejil, la aterciopelada mejorana, el cálido azafrán, las afligidas cebollas… inundaban de aromas la estancia mientras esperaban plácidamente junto al fogón a que les llegase el turno de dar razón a sus existencias.

Esteban el Pucelano, mote por el que todos conocían a mi padre, era capaz de cocinar un guiso digno de un sultán para treinta personas con tan sólo media docena de rábanos, un pedazo de tocino veteado y sal gorda. Ese tedioso día tenía la intención de preparar su afamada tortilla matahambre y se empeñaba, una vez más, en que yo aprendiese a dominar los rudimentos del arte cisoria por si algún día él faltaba de mi lado. Desplegaba frente a mí el abanico de mejunjes en polvo, líquidos o espiritosos, dulces, salados, picantes y ácidos para que los olisquease, palpase, sorbiese, desmenuzase, les diese la vuelta del derecho y del revés, esperando que sintiera por ellos algún vínculo anímico que me empujase a amarlos, tal como le sucedía a él. Pero yo encontraba el quehacer de la cocina igual de seductor que intentar comprender el mensaje que se esconde en el chirrido de los grillos.

Ese día mi tentador cometido consistía en cortar en pedazos minúsculos un trozo de carne de cerdo adobada. Y yo lo hacía, sí, siguiendo sus indicaciones al pie de la letra, sin protestar, pero con parsimonia tediosa, bostezando con toda la boca y suspirando ruidosamente. Eso atacó los nervios de mi padre. Le oí resoplar y murmurar una letanía ininteligible en la que se intuía una queja sobre mi desgana, mi indolencia y algo que no alcancé a entender bien pero que tenía que ver con aquellas conversaciones que a veces mantenía con Dios en las que le cuestionaba con padecimiento qué había hecho él para merecer semejante castigo. De pronto se hizo un silencio que duró un par de minutos al que siguió un manotazo hercúleo en la mesa que desbarató los cubiertos y que me sobresaltó hasta los tuétanos.

—Yago —espetó mordiendo mi nombre—. Suelta el cuchillo que nos vamos a ir a dar un paseo.

—¿Adónde?

—Ahora lo verás.

Era una frase hecha, sin duda, ya que por entonces el mundo era para mí una eterna noche oscura. Había nacido ciego y, por tanto, no echaba de menos la luz. Mi padre contaba a todo aquel que quería escucharle que se dio cuenta enseguida de que su hijo no era como los demás cuando yo apenas contaba con unos pocos días de vida. Mi madre murió al alumbrarme, así que cuando el corre-corre de las condolencias, de los «¡Pobrecilla!», de los «¡Pobrecillos!», de las lágrimas y el entierro se fueron diluyendo y Esteban cerró la puerta de la casa para quedarse a solas conmigo, tuvo tiempo de observarme con atención. Contaba que fue en ese preciso momento cuando se percató de que yo era un niño extraño. Tenía la piel demasiado blanca, casi transparente. Una pelusilla albina me cubría el pequeño cráneo en el que se podían distinguir, con absoluta precisión, el recorrido azulado de las venas. Apenas lloraba y, cuando lo hacía, emitía un chirrido débil, exánime, semejante al maullido de un gatito abandonado y medio moribundo que despertaba más compasión que ternura. Decía que, al abrir los párpados por primera vez, mostré al mundo un destello de pulido mármol gris, un vacío pétreo que todos exaltaron como la hermosa herencia de mi abuela francesa. Pero mi padre encontró preocupantes aquellos ojos insondables, esas dos esferitas inexpresivas, inconmovibles al brillante sol del mediodía. En ocasiones me descubría de madrugada con ellos como platos y, cuando se acercaba con una vela para observarme mejor, detectaba mi mirada plomiza perdida en el infinito, vítrea e inmóvil.

Creo que sintió miedo de mí, un espantajo anómalo que Dios envió como castigo a algún pecado que mi padre no recordaba haber cometido. Como presumía de mala memoria, dedujo que algo habría hecho; de otra forma, no había explicación para que el Señor tuviese a bien castigarle de esa forma, así que lo aceptó con resignación. Y es que mi padre siempre fue muy despistado; si le costaba encontrar su talega por las mañanas, mucho más difícil le resultaba recordar deslices impíos. Supongo que descubrir que su mujer había abandonado este mundo cediéndole la responsabilidad de una criatura de semejantes características le hundió en la aplastante tristeza que siempre arrastraba consigo. Con ella impregnó las paredes de la casa en la que vivíamos, inundándola de olor a lágrimas resecas y suspiros descorazonados.

Hasta el momento en el que ella murió, Esteban el Pucelano era bullicioso y hortelano, pero abandonó sus labores en el campo para buscar una forma de ganarse la vida que le permitiera quedarse en casa, a mi cuidado. De no haberse dado la desgracia de enviudar, era más que posible que su maña frente a los fogones jamás se hubiera aprovechado. Pero afrontar con veinte años la responsabilidad de alimentar a una criatura recién nacida le agudizó el ingenio. Pronto se corrió la voz de que estaba sacando adelante, solo y con soltura, a su hijo Yago a fuerza de colarle por el gaznate leche de almendras, frumenty y gachas mejoradas con miel. Más adelante les dio a probar a sus vecinas sus tanteos entre calderas. Variaba las medidas para hacer las salsas más ligadas, añadía nueces y pasas a la masa del pan o batía las claras de los huevos con azúcar hasta convertirlas en dulces montañas blancas, densas como la nieve, que se aferraban al plato aunque éste

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