La tierra del sol poniente

Barbara Wood

Fragmento

cap-0

Prólogo

Palm Springs, California

Época del deshielo, 1920

En lo alto del cañón Mesquite, más allá de los bancos de niebla y los arcoíris, en el corazón de las sombras de palmeras gigantescas y álamos y junto a un impetuoso riachuelo del que los indios habían obtenido agua dulce durante miles de años, una mujer se dedicaba a sus tareas en soledad.

Era lo que su gente llamaba una pul, una chamán, y era miembro de la tribu cahuilla del valle de Coachella, en el sur de California. El hombre blanco le había dicho que nació en el año 1860, antes de que el ferrocarril dividiera el valle en dos. Su nombre indio era Nesha, que en lengua cahuilla significaba «mujer de misterio». No es que fuese misteriosa; ella sabía que la habían llamado Nesha porque iba a pasarse la vida interpretando misterios. Pero cuando era pequeña los curas católicos llegaron desde la misión de San Gabriel, en Los Ángeles, para bautizarla y le cambiaron el nombre por el de Luisa. A la edad de quince años se casó con José Padilla y le dio muchos hijos, algunos de los cuales sobrevivieron.

José ya no estaba vivo. Se mató al caerse de una palmera muy alta mientras robaba dátiles.

Luisa estaba recogiendo un tipo de juncos que su gente llamaba pa’ul y el hombre blanco espadañas. Rezaba mientras reunía los altos tallos verdes y los ataba en gavillas para cargárselas a la espalda. Pedía a los espíritus de las plantas que bendijeran sus manos y su trabajo; iba a trenzar una cesta sagrada y todavía tenía que decidir su diseño.

Cantaba en voz baja mientras arrancaba juncos. «Meyáwicheqa núkatmi pálpiyik me chéngeneqa, núkatmi; ívim pen metétewangeqa, pen mekwákwaniqa’ men me’ í’isneqa ívim.» Era la historia de cómo, cuando las personas y los animales llegaron al mundo, la diosa de la luna congregó a todos los seres de la creación y los llevó hasta el agua, donde los pintó. Por eso los pájaros, las serpientes, los lagartos, los gatos salvajes y los insectos tenían colores tan vivos y dibujos tan bonitos. Todo en el desierto tenía un dibujo que había pintado la diosa de la luna, razón por la cual el desierto era el lugar más bello de la tierra.

Mientras avanzaba por la rivera se topó con un almendro silvestre que no sabía que estaba allí. Desde que el hombre blanco introdujo esos árboles en el valle, el viento y los pájaros habían transportado las semillas y crecían aquí y allá, en lugares especiales y recónditos. Luisa sonrió. El árbol estaba cuajado de flores de color rosa, lo que significaba que daba almendras dulces; aquellos cuyas flores tenían los pétalos casi blancos en la punta y la base roja daban almendras amargas. Vio que los almendrucos estaban casi maduros. Regresaría con una cesta y los recogería. Luego los cascaría y los almacenaría en un recipiente, al calor, para que el aceite aflorara.

Su gente daba muchos usos al aceite de almendras, pero Luisa estaba pensando en uno en concreto. El aceite podía utilizarse como lubricante para hacer el amor. Según su propia experiencia, ningún hombre se resistía a una mujer que se hubiera ungido su suave t’pili con aceite de almendras dulces. Y para la mujer también era agradable cuando el rígido húyal de su marido estaba resbaladizo gracias al aceite.

Oyó el trino de un pájaro en un arbusto cercano y se detuvo. En su clan, Luisa era la intérprete de los espíritus, y en épocas de peligro y conflictos recibía mensajes del mundo espiritual. Solía ocurrir cuando estaba trabajando, pues entonces tenía la mente despejada y receptiva a las comunicaciones con el otro mundo.

El pájaro le hablaba de un amanecer. Luisa visualizaba con nitidez el horizonte del este, la dorada ascensión del sol mientras las estrellas titilaban aún al oeste. Cuanto más intenso el mensaje, más importante era. Lo había aprendido con los años. Recibía mensajes claros cuando los espíritus estaban inquietos. Era su modo de gritar. Y por ello, por su nitidez, por la intensidad del color y de los detalles, sabía que la visión de ese amanecer era importante. Quizá urgente.

Algo iba a pasar al alba.

—¿Ocurrirá pronto? —preguntó al pajarillo marrón y amarillo.

Prestó atención a su canto. El pájaro repitió el mensaje. Así pues, era muy importante.

Se aproximó con cautela. Al oír un siseo, se detuvo y miró en derredor. Ahí, en medio de un grupo de cactus en flor, se encontraba Mésax, la serpiente de cascabel diamante rojo. La observó. La escuchó. El viento le acariciaba las orejas y susurraba entre las hojas de las palmeras. Levantó la vista. Las puntas verdes de las hojas atrapaban reflejos de la luz del sol. Más allá, el cielo era de un vivo azul y se extendía hacia el infinito.

Luisa miró a la serpiente. Era grande, un abuelo, con un dibujo de rombos rojos en la gruesa zona dorsal. No estaba en posición de ataque. Tenía sus negros ojillos fijos en ella.

Luisa prestó atención.

Se aproxima una tormenta…

Ay, Mukat —susurró Luisa—. ¿Por dónde? —preguntó.

Por el este. La tormenta viene en tren…

Apretó los largos juncos contra su pecho. Llegaba el hombre blanco. El peligroso hombre blanco.

—¿Es el hombre blanco quien llegará al alba?

No…

—¿Qué sucederá al amanecer?

No el hombre blanco, no la tormenta…

Luisa frunció el ceño y entonces se percató de que había recibido dos mensajes distintos.

¡Ay! —gritó.

Los espíritus raras veces la confundían así, raras veces rivalizaban por su atención. Pero ahora dos espíritus habían hablado, los dos habían augurado sucesos futuros y Luisa solo comprendía el segundo. El significado del primer mensaje se le escapaba.

—¿Qué debo hacer?

La nuevos hombres blancos caminarán por los lugares sagrados. Pisarán los lugares prohibidos. Hay que detenerlos. Corre al pueblo y avisa a tu clan…

La serpiente parpadeó, luego desenroscó su largo y grueso cuerpo y se alejó despacio.

—Pero ¿qué sucederá al amanecer? —Buscó con la mirada al pájaro marrón y amarillo, pero ya no estaba.

Se apresuró a recoger las gavillas de pa’ul y enfiló el viejo camino de tierra hacia su casa, a los pies del cañón. El corazón le latía desbocado por el miedo. Pero agradecía a Mésax que le hubiera advertido. Trenzaría la nueva cesta en su honor, recrearía el dibujo de la serpiente de cascabel diamante rojo.

¡Una tormenta! Para su clan las tormentas siempre eran motivo de inquietud. Las nubes permanecían ocultas tras la montaña, sembrando el caos en las cumbres, invisibles para los de abajo. Y entonces llegaban los truenos y una enorme pared de agua se llevaba su pueblo y a cualquiera que no hubiera trepado a un lugar alto.

Por eso Luisa, como intérprete de los espíritus, era tan importante para la tribu. Su trabajo como chamán significaba la vida o la muerte, literalmente.

Y ahora había recibido el mensaje de que el mal se aproximaba al valle. Llegaba en tren…

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