La búsqueda (Kate Linville & Caleb Hale 2)

Fragmento

Noviembre de 2013

Noviembre de 2013

1

Estaba oscuro. Hacía frío. Y el tren a Scarborough se le había escapado en la cara. El tren que había acordado con su padre. Hannah le había jurado que lo alcanzaría.

—Pues sería la primera vez que eres puntual —había contestado este—. No estoy seguro de si es buena idea dejarte ir sola a Hull.

—Pero la abuela tiene muchas ganas. ¡Es su cumpleaños!

—¡Tú y tu abuela! La verdad, no entiendo… —Se calló el resto de la frase. Nunca había tenido una buena relación con su madre. Hannah no sabía cuál era el motivo, pero como nadie se llevaba bien con él, pensaba que tenía que ver con su forma de ser. Estaba casi siempre de mal humor, era desagradable y seco. Su esposa tampoco lo había aguantado: cuando Hannah cumplió cuatro años, se esfumó.

Aquel lluvioso día de noviembre, sábado, por fin Ryan se dejó camelar y permitió a su hija de catorce años ir sola a Kingston upon Hull a visitar a su abuela por su cumpleaños. Pero dejó muy claro que todo aquello le tocaba las narices.

—Siempre estás en las nubes. Siempre llegas tarde. No eres capaz de sacar nada adelante. Tengo mis dudas de que esto salga bien.

Hannah sabía que la tenía por una inútil, pero en esa ocasión no se dejó disuadir. Suplicó, le dio la lata y al final consiguió que le diera permiso. Eligieron juntos los trenes, el de Scarborough a Hull y el de regreso. A la vuelta, él la estaría esperando con el coche y desde allí irían a Staintondale, donde vivían. Era un pueblo muy pequeño con un pésimo servicio de autobús.

El tren se había ido, no había nada que hacer. Hannah se quedó de pie en el andén, luchando contra las lágrimas. ¿Cómo le había podido pasar? Se había propuesto muy en serio no decepcionar a su padre. Quería demostrarle que se podía confiar en ella, que era independiente y casi una adulta. En vez de eso, no hacía más que confirmar sus prejuicios.

Se secó las lágrimas. Llorar no le serviría de nada. Preguntó a un empleado y este le dijo que el próximo tren a Scarborough saldría casi dos horas después. No le quedaba otra opción: revolvió en el bolso hasta dar con el móvil y llamó a su padre, empleado en una empresa de limpieza de fachadas para la que se había ofrecido a trabajar el sábado. Como era de esperar, se enfadó mucho.

—¡Te quería recoger a las siete y cuarto! Y ahora ¿qué hago esas dos horas? ¡A las siete habremos acabado aquí! Por Dios, Hannah, ¿por qué siempre pasa lo mismo contigo? ¿Es tan difícil salir puntual por una vez?

Ella tragó saliva. ¿Qué podía decir? Su abuela le había pedido en el último momento que sacara la ropa de la lavadora y la pusiera en el cesto, y quizá esos habían sido los dos minutos decisivos, los que le habían faltado. Aunque debía admitir que había calculado con muy poco margen. Como siempre.

—¡Como siempre! —Su padre terminaba con su retahíla de reproches, que en realidad no había escuchado—. ¿Y sabes qué? ¡A ver cómo vuelves a casa! ¡Estoy harto de sacarte siempre de tus líos! —Y colgó furioso.

Hannah se preguntó qué hacer. Salió despacio del andén, cruzó el edificio de la estación y dudó un momento al pasar por una de las cafeterías, un Pumpkin. Llevaba algo de dinero encima, quizá podía entrar, pedir una Coca-Cola y un muffin y esperar… Eso sería muy adulto. Pero entonces recordó la dureza de la voz de su padre y se le volvieron a saltar las lágrimas. Regresaría a casa de su abuela. Deseaba que la abrazara y la consolara.

Salió a la plaza de la estación. Por los cuatro carriles de la avenida Ferensway discurría un tráfico denso, no mucho menor que el de un día laborable. Había comenzado a anochecer, el aire era frío y lloviznaba. Se estremeció y se encogió en el abrigo.

Lo peor de todo era que aquel contratiempo encajaba a la perfección con la idea que su padre tenía de ella. Por desgracia, no conseguía convencerlo de que ya no era una niña pequeña y tonta. A él todo le parecía mal, refunfuñaba, siempre le hacía reproches. Hannah se preguntaba con frecuencia cómo sería su vida si su madre siguiera con ellos. No tenía un recuerdo claro de ella, pero en las fotos se la veía joven y muy guapa, con una sonrisa preciosa. Comprendía que se hubiera separado de un hombre como Ryan, pero no entendía por qué se había marchado tan lejos.

—A Australia, probablemente —gruñó él cuando, años atrás, le preguntó con timidez adónde había ido su madre—. Tiene familia allí.

Nunca volvieron a contactar.

Se puso los auriculares del móvil. Los bajos de la música lo ahogaban todo, el tráfico, el murmullo de la gente. Incluso la furiosa voz de su padre, que seguía resonando en su cabeza. Casi siempre llevaba los cascos, aunque a él no le gustara nada. Pero con la música podía evadirse, olvidar los problemas y dificultades de la vida. Al menos por un tiempo. Por desgracia, no desaparecían como por arte de magia. Siempre regresaban, una y otra vez.

Retrocedió sobresaltada al notar unos insistentes toques en el hombro. Se giró bruscamente y se quitó los auriculares.

Se encontró con los ojos oscuros de un joven.

—¿Hannah? —preguntó—. ¿Hannah Caswell?

—¿Sí? —Con la capucha puesta y los mechones de pelo mojado que le caían sobre los ojos no lograba reconocerlo.

—Perdona, no quería asustarte —dijo él—. Te he llamado un par de veces, pero no me oías.

Ahora sabía quién era. Kevin Bent. Vivía con su madre y su hermano mayor en una granja situada en una zona tranquila de Staintondale, a pocos kilómetros de Hannah. No había padre, nadie sabía con exactitud qué había sido de él. Ryan hablaba sobre los Bent con el mayor desprecio, y le había prohibido terminantemente acercarse a esos chicos. Ella no entendía su actitud. La señora Bent era muy simpática, y de ningún modo se la podía culpar por padecer esclerosis múltiple; iba en silla de ruedas y no podía trabajar en la granja. Era cierto que los Bent vivían de las ayudas sociales, pero era injusto demonizarlos por ello.

—Hola, Kevin —contestó, deseando que no notara el rastro de las lágrimas. Él tenía diecinueve años, no quería que la viera como una niña llorosa.

—¿Estás sola? —preguntó.

Ella asintió.

—Sí. Acabo de perder el tren.

Él le enseñó la llave del coche.

—Puedo llevarte. Bueno, solo hasta Scarborough. Voy a Cropton a ver a unos amigos, pero a lo mejor tu padre puede recogerte.

Hannah se lo pensó. Si se iba con él llegaría a Scarborough casi a la hora acordada. Obviamente, a su padre no podía decirle que la había llevado Kevin Bent, pero ya se le ocurriría otra explicación. Y puede que hasta consiguiera impresionarlo al cumplir con su palabra.

—Tienes que dar un rodeo —apuntó—. Llegarás mucho antes a Cropton si no pasas por Scarborough.

Él se encogió de hombros.

—Es solo un cuarto de hora.

Hannah sospechaba que era más de un cuarto de hora, pero no lo corrigió. Se sentía halagada. El guapo de Kevin Bent iba a perder tiempo por ella, y no parecía importarle. ¿Lo hacía por su compañía? No lo creía. Al fin y al cabo, ¿quién era ella? Una chica insignificante por la que no se interesaba ningún chico.

—Bueno, ¿vienes o no? —preguntó él.

Hannah dio el paso. Se sentía muy insegura, pero si le decía que no después lo lamentaría. Lo sabía muy bien.

—Sí. Muchas gracias, de verdad —contestó.

Uno al lado del otro, cruzaron la calle y llegaron a un gran aparcamiento lleno de coches. Él sacó un tíquet del bolsillo y pagó en la máquina. Después siguieron avanzando hasta que se detuvo ante un Fiat pequeño, algo abollado, pero reluciente. Le abrió la puerta y ella se acomodó en el asiento del copiloto, aliviada de poder ocultarse. Su padre no debía enterarse jamás de que se había ido con Kevin Bent. Ryan estaba convencido de que se trataba de una familia de criminales peligrosos. Solo para empezar, eran unos inútiles y unos gandules. Pero además eran ladrones y estafadores, y quizá cosas peores.

En efecto, ocho años atrás el hermano de Kevin estuvo en el punto de mira de la policía. Se investigaba la violación de una chica de quince años a la que varios jóvenes abordaron de camino a clase y convencieron para que fuera con ellos a una fábrica abandonada. Después la maltrataron y agredieron sexualmente durante horas. El hermano de Kevin, que entonces tenía dieciséis años, siempre negó su implicación y al final no pudo probarse nada en su contra. Lo que, claro está, no convenció a Ryan en absoluto.

—Claro que participó —había sentenciado en aquel momento—. La policía no investiga a la gente sin motivos. Ya es mala suerte que no hayan podido demostrar nada. ¡Esos tipos deberían estar todos entre rejas!

Kevin arrancó, salieron del aparcamiento y se incorporaron al tráfico denso de Ferensway.

—Casi no te reconozco —le dijo—. Te has hecho muy mayor.

Hannah se puso colorada de alegría.

—Bueno, verás… —Por favor, ¿cómo podía ser tan torpe?—. Cumplo quince en abril.

—¡Madre mía! —exclamó él.

Ella lo miró por el rabillo del ojo. Sonreía burlón. Pues claro. Acababa de quedar como una niña pequeña que cuenta los días que faltan para su cumpleaños.

«Olvídate, Hannah —se dijo—. Olvídate de querer impresionarlo. Solo está siendo amable, por eso te lleva. Pero no ve nada en ti ni lo verá en el futuro si haces estas tonterías.»

No hablaron hasta que llegaron a la periferia y tomaron el desvío hacia la A165, la carretera que iba desde Hull hasta Scarborough. En algunos tramos discurría cerca del mar y, en otros, se encontraba flanqueada por arbustos bajos maltratados por el viento, ocultos en ese momento por la oscuridad. El tráfico aún era denso, avanzaban en caravana y también en el otro carril se veía un vehículo tras otro. Tardarían casi una hora y media en llegar.

La temperatura y el ambiente del coche eran muy agradables, pero Hannah sentía tanta tensión que deseó haber esperado al próximo tren. Se encontraba en un espacio reducidísimo con uno de los chicos más atractivos de Scarborough, y sabía que no era la única en pensarlo. De Kevin se hablaba mucho en el colegio y en las redes sociales que usaban las compañeras de Hannah. Todas y cada una de ellas habrían dado lo que fuera por una cita con él. Cambiaba mucho y muy rápido de novia. En aquel momento estaba sin pareja, lo que no quería decir que no tuviera algún que otro lío.

Eufórica, era consciente de que todas envidiarían su situación, pero también sabía que no tenía nada que hacer. No era lo que se dice atractiva, no como las otras chicas. Le sobraban kilos en las caderas, sus mofletes eran infantiles y llevaba una ropa horrible. Su padre decidía lo que se ponía y le compraba las cosas. Como el dinero escaseaba, el único criterio a seguir eran los bajos precios. Las prendas eran como cabía esperar. Baratas y amorfas, descoloridas a los pocos lavados. Además, siempre las compraba como mínimo una talla más grande, para que fueran crecederas y no hubiera que sustituirlas tan pronto.

Soltó un suspiro.

—¿Qué hacías en Hull? —preguntó Kevin de repente—. Está muy lejos de tu casa.

—He ido a ver a mi abuela. Vive allí.

—¿Y tu padre te ha dejado ir sola?

En Staintondale todo el mundo sabía que Ryan Caswell era muy estricto y vigilaba cada paso de su hija. Como si a la primera ocasión pudiera fugarse a Australia, igual que hizo su esposa diez años atrás. A la pobre Hannah casi no la dejaba ni respirar.

—No fue fácil —confesó Hannah—. Al principio se negó, decía que no sería capaz. Lo malo es…

—Que has perdido el tren —completó la frase al ver que se atascaba.

Ella asintió.

—Sí. Y ahora mi padre ha visto, una vez más, que tiene razón.

—Creo que solo cometes esos errores porque te mete en la cabeza que los vas a cometer. Si le quitas a alguien la confianza en sí mismo, acaba haciendo mal las cosas. Debes creer en ti, Hannah. Y todo irá bien.

Ella reflexionó un momento.

—Es difícil creer en ti misma cuando…

—¿Cuando se tiene un padre como el tuyo?

—No es solo por mi padre. También es… Bueno, es que yo…

Se interrumpió. Notaba su mirada.

—¿Es que tú…?

Quizá no debía decirlo, pero ya daba igual.

—Pues que no soy como las otras chicas. No soy tan… guay.

En realidad iba a decir «guapa», pero por suerte evitó la palabra. Él era capaz de darse cuenta solito, no necesitaba que se lo pusiera en bandeja.

—¿Y por qué todo el mundo tiene que ser guay? —replicó el—. Tú tienes algo especial. No eres como las demás. ¡Eso es mucho más interesante!

Ella tragó saliva. ¿Lo decía en serio?

¿Qué se contestaba en una situación así?

«Las otras sabrían qué decir —pensó desesperada—. ¡Lo sabrían!»

Volvieron a guardar silencio. Entretanto habían pasado un gran número de pueblos y muchos coches se habían desviado. La carretera se iba quedando vacía. Cuando miraba por la ventanilla, Hannah podía intuir las praderas, que se perdían en el horizonte. En algún lugar allá detrás estaba el mar.

«Esto es la libertad —pensó de repente—. La noche. Kevin. Mi padre, que no tiene ni idea de dónde estoy.»

Por decir algo, le preguntó:

—¿Y qué hacías tú en Hull?

—Un colega mío va a abrir un pub allí. Lo he ayudado a montar y colocar los muebles. Mañana tengo que volver.

—Ah. Qué… amable.

—Somos amigos desde hace siglos. La inauguración es a primeros de diciembre. Si quieres, te enviaré una invitación.

¡Cielo santo!

—Yo… bueno…

—Una Coca-Cola te podrás beber, digo yo.

—Claro. Desde luego. Gracias.

Su padre no se lo permitiría en la vida. Un pub en Hull. De un amigo de Kevin Bent. Imposible… A no ser que se le ocurriera una excusa. Contaba con su amiga Sheila. A veces, solo a veces, su padre la dejaba ir a dormir a su casa. ¿Y si le decía que se quedaba con Sheila y en lugar de eso iba a Hull?

—¿Me llevarías en coche? —le preguntó—. A la inauguración, quiero decir.

—Claro. ¿Te dejará tu padre?

—No, pero no tiene por qué enterarse. —Le pareció que por fin estaba siendo guay.

Él esbozó otra vez una sonrisa burlona.

—Vale. Si lo consigues…

Quedaban muy pocos coches en la carretera.

Kevin encendió la radio. Ariana Grande.

—¿Te gusta esta música? —inquirió.

—Sí. Me encanta.

Callaron. El volumen estaba muy alto, la música llenaba todo el coche. Fuera se extendía la oscuridad.

«A lo mejor —pensó Hannah— ahora empieza una nueva vida.»

2

Eran poco después de las siete cuando entraron en Scarborough. Kevin la llevó a la estación. Le había preguntado si quería avisar a su padre de que llegaba antes, pero ella respondió, intentando sonar natural, que aún estaría en la oficina. Iría andando hasta allí. Por supuesto, ni se planteaba llamarlo desde el coche. Querría averiguar de inmediato quién la había llevado y, aunque no le nombrara a Kevin Bent, se enfadaría muchísimo. Siempre repetía que nunca, jamás, debía subirse al coche de nadie, a menos que conociera muy bien a la persona. Hannah no podía fingir que se trataba de una persona cercana porque corría el riesgo de que su padre lo comprobara. Ryan Caswell desconfiaba de todo el mundo.

La gran pregunta era qué iba a contarle. Le había dado mil vueltas sin encontrar solución. Sin embargo, para su sorpresa, el destino se puso de su parte: llegaron a la estación casi al mismo tiempo que el tren de Hull. Podía decirle a su padre que había logrado subirse en el último momento. Él le reprocharía que no lo hubiera llamado, pero esa regañina no le importaba. Aquello era lo mejor que le podía pasar.

—¿Dónde está la oficina? —preguntó Kevin—. Puedo dejarte allí.

—No, aquí me va bien. Le diré a mi padre que al final he venido en tren.

—Vale. —Paró el coche—. Pero ahora te vas de verdad con él, ¿no? —quiso asegurarse.

—Sí, claro.

Lo más probable era que su padre se hubiera marchado a casa, pero eso Kevin no necesitaba saberlo. Cuando lo llamara se cabrearía por tener que volver a sacar el coche y la reñiría por no saber usar la cabeza, pero a pesar de todo vendría a buscarla.

Al bajar del vehículo se estremeció. El aire húmedo y frío resultaba mucho más desagradable tras el confortable viaje. Kevin se inclinó sobre el asiento del copiloto.

—Ya hablaremos para la inauguración, ¿vale?

—Sí, ¡desde luego!

—Prométeme que no vas a hacer autostop hasta Staintondale. ¡Es peligroso!

—Claro.

—Bien. Hasta pronto, Hannah.

Ella cerró la puerta y siguió el coche con la mirada.

Madre mía, ¿todo aquello era real? En cierto modo tenía una cita con Kevin Bent. No era exactamente un encuentro romántico, porque irían a una fiesta, pero qué importaba. Saldría con él. Por primera vez en su vida un chico le proponía llevarla a algún sitio. ¡Y era Kevin! Emocionada, sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros. Si no se lo contaba a Sheila en ese instante reventaría.

Su amiga, que vivía pegada al teléfono, contestó al momento.

—¡Hola! ¿Qué hay?

—Estoy en la estación de Scarborough, vengo de Hull. Adivina cómo he llegado hasta aquí.

—En tren, supongo —repuso, algo aburrida.

—Pues no. Me ha traído alguien en coche.

—¿Ah, sí? ¿Quién? —Su voz sonaba algo irritada.

Hannah disfrutó el momento.

—Kevin.

Sheila se quedó callada un momento. Después preguntó, perpleja:

—¿Bent? ¿Kevin Bent?

—El mismo.

—¡Vaya! ¿Kevin Bent te ha subido en su coche? ¿Cómo lo has conseguido?

—No he «conseguido» nada. Simplemente nos encontramos y me preguntó si quería volver con él.

—¡Menuda suerte tienes! —Apenas lograba esconder su envidia—. ¿Y qué tal él? ¿Y qué tal tú? Espero que no hayas sido demasiado tímida como para no abrir la boca. —Ese era justo el miedo de Hannah—. No se habrá aburrido contigo, ¿verdad? —insistió Sheila.

Para ser su mejor amiga, no estaba siendo muy amable. Lo más seguro es que fuera la envidia la que hablaba por su boca. Por desgracia, conocía bien los puntos débiles de Hannah y conseguía darle donde más le dolía.

Por eso, esta decidió sacar su mejor baza.

—Pues dudo mucho que se haya aburrido. Hemos quedado. A primeros de diciembre.

—¿Qué?

—Para ir a una fiesta. —Dicho de ese modo sonaba más atractivo que la inauguración de un pub—. Me ha pedido que vaya con él.

—¿Kevin Bent quiere ir contigo a una fiesta? —repitió con tal incredulidad que la ofendió de nuevo.

—Sí.

—No me lo puedo creer. ¡En serio! Kevin y tú…

—El problema es mi padre. No me va a dejar.

—Seguro que no —reconoció, casi aliviada.

—Por eso he pensado decirle que me quedo a dormir en tu casa. ¿Qué te parece? ¿Me ayudarías?

—Mmm…

Resultaba evidente lo poco que le gustaba su papel en aquella historia. Hannah iría a una fiesta con Kevin Bent (el chico más atractivo de la zona) mientras ella se quedaba en casa limitándose a proporcionar una coartada. Se creía más guapa y guay que su amiga, más fuerte e inteligente. Y su ropa era mucho mejor. ¿Dónde demonios tenía Kevin los ojos?

Como si pudiera leerle el pensamiento, Hannah añadió:

—¿Y me prestarías algo para ponerme? Ya sabes que mis cosas…

—Ni se te ocurra llevar nada tuyo, tu ropa es lo peor. Me extraña que hoy Kevin no te haya dicho nada. Su última novia era superguapa y vestía genial.

Aunque cada palabra le caía como una bofetada, se esforzó para que no se le notara.

—¿Me ayudarás o no?

Sheila comprendió que no tenía elección si no quería quedar como una mala amiga. Además, si colaboraba se aseguraba información de primera mano.

—Vale —aceptó, arrastrando la palabra.

—Gracias. ¡Eres estupenda!

—Oye, ¿y por qué no te ha llevado a Staintondale? Él vive por allí.

—Tenía que ir a Cropton, a casa de unos amigos. Además, ¿qué iba a contarle a mi padre? Así puedo decirle que he vuelto en tren.

Su amiga se mostró de acuerdo. Charlaron aún varios minutos, porque Sheila quería conocer todos los detalles del viaje y de la conversación. Después se despidieron y Hannah marcó el móvil de su padre. Como no contestó, probó con el fijo de casa. Otra vez nada. Aunque en las dos llamadas saltó el buzón de voz, no dejó ningún mensaje.

Tampoco tuvo suerte al segundo, tercero, cuarto intento. Su padre no contestaba.

Hannah empezó a pensar qué podía hacer. ¿Acaso estaba tan enfadado que la ignoraba a propósito? ¿Quizá iba conduciendo y no tenía cobertura?

Se encontraba ante el edificio de ladrillo de la estación, con su alta torre adornada con un gran reloj y una cúpula imponente. Cada vez sentía más frío en aquella desagradable mezcla de niebla y llovizna. Un sábado por la tarde a esa hora había poca gente en el vestíbulo, y casi nadie en la plaza de delante. Todo el que podía se quedaba en casa frente a la chimenea. A pesar de la alegre emoción de las últimas horas, empezó a notar que el cansancio y el miedo se apoderaban de ella. Su padre la esperaba mucho más tarde, ¿y si permanecía ilocalizable hasta entonces?

Podía entrar en la estación y esperar resguardada del frío y de la humedad. También había un café Pumpkin. Pero la idea de sentarse allí sola casi hasta las nueve no la atraía mucho.

Lo intentó otra vez con su padre, de nuevo sin éxito.

Indecisa, avanzó unos pasos por la calle. Entonces un coche paró a su lado y alguien bajó la ventanilla.

—¡Hannah!

Ella se detuvo.

3

El revisor Dustin Walker había estado de servicio en el tren que iba de Londres King’s Cross a Scarborough y se alegraba de haber llegado puntual a las nueve y media. Recorría el andén con paso acelerado. Quería irse a casa cuanto antes. Había sido un día largo, la mitad de los pasajeros estaban resfriados. Aquello era un mar de toses y narices congestionadas; en cuanto llegara a casa tendría que tomarse unas vitaminas. Esperaba no haberse contagiado ya.

Un hombre se interpuso en su camino. Intentó esquivarlo, pero él dio también un paso hacia un lado. Al final se detuvo, molesto.

—¿Sí? —preguntó.

—El tren de Hull ha llegado hace mucho —dijo el hombre, muy pálido y con los ojos muy abiertos—. Puntual. Hace tres cuartos de hora.

—Es posible. Yo vengo de Londres —respondió Dustin.

—Mi hija tenía que ir en ese tren. ¡No ha llegado!

—Siento no poder ayudarle. Como le digo, acabo de llegar de…

—¡Nadie puede ayudarme! —gritó el hombre. Parecía al borde de una crisis de ansiedad—. Las ventanillas están cerradas. He utilizado el intercomunicador de emergencia, pero no sabían nada. ¡Nadie es responsable!

Dustin tampoco era responsable, pero sintió compasión.

—¿Su hija venía de Hull? —preguntó.

—Sí. Tiene catorce años. En realidad pretendía coger el tren anterior y lo perdió. Me llamó y acordamos que vendría en el siguiente. Pero no estaba.

—¿Usted vino puntual? Igual ha ido a algún sitio a…

—¡Pues claro que vine puntual! Estaba en el andén correcto diez minutos antes de que llegara el tren. ¡Pero ella no se ha bajado!

—Quizá no la ha visto entre la multitud. Puede pasar.

—Pero en algún lado tendría que estar. Ya he revisado toda la estación, incluso los baños de señoras. No aparece por ningún sitio. También la he buscado fuera, en la calle. He mirado por todas partes… No está aquí.

—¿Su hija tiene móvil?

—Sí. La llamo sin parar, pero salta el buzón de voz.

Dustin suspiró. Creía que aquel padre se preocupaba sin motivo. Seguro que a la chica no le había pasado nada, pero las adolescentes de hoy en día… Estaría por ahí con su novio y habría perdido la noción del tiempo.

—¿Y qué hacía en Hull? —inquirió.

—Fue a visitar a su abuela. La he llamado, claro, pero en su casa tampoco está. La última vez que hablamos fue cuando me dijo que había perdido el tren.

—¿Después no ha sabido nada de ella?

—Tengo varias llamadas perdidas suyas, entre las siete y las siete y veinte. Yo estaba haciendo tiempo en el coche, junto al mar, debajo del castillo. No hay cobertura, por eso lo he visto demasiado tarde. No dejó ningún mensaje, no sé desde dónde llamaba ni qué quería.

El revisor volvió a suspirar. Quién le mandaba pararse… Nunca se libraría de aquel hombre.

—Mire, señor…

—Caswell. Ryan Caswell. Vivo en Staintondale con mi hija, Hannah. Soy padre soltero y empleado en una empresa de limpieza de fachadas. El plan era que hoy trabajaría hasta las siete y después vendría a recogerla. Pero me tocó esperar al siguiente tren.

«Un tipo un poco raro —pensó Dustin—. Con este frío se queda casi dos horas esperando en el coche junto al mar en vez de meterse en un pub y tomarse al menos una taza de té. Tacaño como él solo, probablemente… No me extraña que la chica no tenga muchas ganas de volver a casa.»

—Me enfadé bastante cuando me dijo que llegaría más tarde —continuó en voz baja—. La amenacé con no venir a buscarla. Me puse furioso porque siempre está en las nubes. Se olvida de las cosas, lo pierde todo… Perder el tren es típico de ella. ¡Era de esperar!

—Pobre… —susurró Dustin, para sí.

—Pero no se escaparía por eso —prosiguió—. Es… Aún es una niña. Ya sé lo maduras que son muchas chicas de catorce años, pero mi Hannah es completamente distinta. Soñadora, infantil…

«A veces los padres se equivocan en ese aspecto», reflexionó Dustin, pero dijo:

—¿Hannah tiene amigos? ¿Una mejor amiga? ¿Es posible que esté en casa de alguien?

—Aquí en Scarborough no puede estar en casa de nadie, ya le digo que no venía en el tren.

—Ya veo. Pero a lo mejor le ha dicho a alguna amiga adónde iba. Después de intentar hablar con usted.

La esperanza brilló en los ojos del hombre.

—Sheila. Sheila Lewis. Es su mejor amiga, vive aquí.

Se apresuró a marcar el número. El revisor pensó que ya podía marcharse, pero su estúpida bondad le impedía abandonar a su suerte a aquel hombre fuera de sí. De algún extraño modo, se sentía responsable.

—Sheila, soy Ryan. ¡Ryan Caswell! —Casi gritaba—. ¿Sabes dónde está Hannah? Estoy en la estación. Debería haber llegado en el tren de Hull hace cuarenta y cinco minutos, pero… No, no está aquí. ¿Por qué?

Escuchó con atención.

—No te entiendo… ¿Puedes parar de tartamudear? ¿Sabes dónde está o no? Escucha, Sheila, si me estás ocultando algo y al final le pasa algo malo a Hannah vas a tener problemas. Problemas de verdad, ¡te lo aseguro!

«Un tipo desagradable», pensó Dustin. Parecía claro que la chica sabía algo y le costaba decirlo. No iba a conseguir nada presionándola de esa manera. Pero así se las gastaba el tal Caswell. Ya se advertía en su expresión: amargado, siempre de mal humor, a disgusto consigo mismo y con el mundo.

El hombre volvió a prestar atención. De pronto le faltaba el aire.

—¿Qué? ¿Cómo dices?

«Madre mía», pensó el revisor.

—¿Que ha venido en coche con quién? —bramó. Los pocos viajeros que todavía caminaban por los andenes se giraron para mirarlo.

—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Y ahora no está! ¡Ha desaparecido!

Terminó la conversación abruptamente y se volvió hacia Dustin. Parecía haber visto al mismísimo diablo.

—¡Ha venido con Kevin Bent! ¡En su coche!

Dustin no sabía quién era Kevin Bent pero, al parecer, que Hannah se subiera a su coche constituía poco menos que el fin del mundo.

—Es un delincuente peligroso. A su hermano lo acusaron de violación. —Marcó otro número en el móvil—. Voy a llamar a la policía.

Primera parte

PRIMERA PARTE

Viernes, 13 de octubre de 2017

Viernes, 13 de octubre de 2017

1

—Eran unos salvajes —afirmó la señora frunciendo el ceño con repulsión—. Ahora está bien claro. ¡Por Dios santo! Ya desde el primer momento sus inquilinos me parecieron muy raros. Me daban mala espina.

Kate Linville se encontraba en el salón de casa de sus padres, situada en Scalby, cerca de Scarborough. Miraba a su alrededor aturdida. En su trayectoria como policía había visto muchas cosas, sobre todo desagradables, pero aquella escena lo superaba todo: latas vacías de conservas amontonadas en las esquinas, restos de pizza en platos de papel, botellas de alcohol volcadas que habían manchado la alfombra. Un arenero para gatos que nadie había limpiado en meses. Montañas de prendas. Ropa interior en la repisa de la ventana. Vómito en un sillón. Con algo que parecía sangre seca alguien había pintarrajeado un texto obsceno en la pared. Aunque solo se leían algunas partes, se distinguía la palabra «joder» al menos cinco veces.

—Dios mío… —murmuró Kate.

¿De verdad era lo peor que había visto en su vida? Quizá le parecía tan terrible porque la afectaba personalmente. De no haber estado presente su vecina, se habría echado a llorar. Tenía problemas para expresar sus sentimientos en presencia de otros.

—La cocina está aún peor —anunció la señora.

Siempre había tenido llave de la casa, desde que vivía el padre de Kate. Fue ella quien la había telefoneado a Londres.

—Hace dos semanas que no veo a sus inquilinos —le dijo—. Las botellas de leche se amontonan en la puerta. El buzón está a rebosar y el gato no para de maullar. Allí pasa algo, ¿quiere que vaya a mirar?

Ella le dio el visto bueno. Veinte minutos después la mujer volvió a llamar.

—Más vale que venga. ¡Lo antes posible!

Kate, sargento de Scotland Yard, decidió pedir unos días de vacaciones. En vista de la gran carga de trabajo del departamento, su jefe no se puso muy contento.

—Es la casa que heredé de mi padre. La había alquilado. Ahora parece que los inquilinos han desaparecido dejando un completo caos. Tengo que ir a ocuparme de eso, no me queda más remedio.

Su jefe se mostró irritado.

—Pensaba que ya habías vendido la casa.

—Aún no… —confesó ella.

Por fin le concedió las vacaciones. Ahora, mientras seguía a su vecina hacia la cocina y retrocedía espantada ante la suciedad y el mal olor (era peor que un vertedero), se preguntaba si estaría recibiendo el justo castigo a su debilidad. Sí, se había propuesto vender la casa. Y no, no lo había conseguido. Aunque sabía que le daría disgustos, optó por alquilarla. Obviamente, ni se imaginaba una catástrofe como la que tenía delante. Sabía que las casas conllevan gastos, necesitan reparaciones constantes y, con un poco de mala suerte, se da con inquilinos quisquillosos que llaman porque un grifo gotea o el suelo chirría y exigen soluciones inmediatas. No obstante, decidió correr el riesgo.

No podía desprenderse de la casa de sus padres, todavía no. Aunque allí había muerto su madre tras una larga y grave enfermedad. Aunque allí habían asesinado a su padre de forma brutal. Tres años atrás, Kate resolvió el caso y, al mismo tiempo, descubrió algunas cosas del pasado de su padre que jamás habría imaginado. Pero a pesar de todo eso, aún no se sentía capaz. Todavía no podía despedirse definitivamente de ella.

—Siempre tengo que ser yo la que se entera de que algo va mal —comentó la vecina. Sacó un pañuelo y se tapó la nariz—. ¡Menuda peste! Cuando asesinaron a su padre fui yo quien lo descubrió. Y ahora he vuelto a darme cuenta de que algo no iba bien. ¡Siempre yo! —Su tono era casi acusatorio.

«Eso te pasa por querer saber todo lo que sucede en el vecindario —pensó Kate, irritada—. ¡Aquí nadie da un paso sin que tú te enteres!»

Se esforzó por ocultar su enfado. Era injusto. En realidad, debería dar las gracias a la señora.

—Espero que sea la última vez que encuentra cosas desagradables.

—Quién sabe… —La mujer se encogió de hombros.

Kate sospechaba que en realidad disfrutaba de la situación. Al fin algo distinto en su existencia monótona y solitaria.

Continuaron su deprimente ronda por la casa. En todas partes encontraron lo mismo, también en los dormitorios del primer piso. Sobre todo, ropa sucia y comida podrida. Habían arrancado los cables, desenroscado los tiradores de las ventanas y roto las manillas de las puertas. Habían desencajado la puerta del baño, sujeta a duras penas por la única bisagra intacta. En el aseo hacía siglos que no se tiraba de la cadena, el mal olor le revolvió el estómago. Alcanzó a verse en el espejo del lavabo: pálida y con la frente perlada de sudor. El pelo le caía húmedo sobre la cara.

—Es increíble —articuló con esfuerzo.

La vecina, sin quitarse el pañuelo, asintió.

—La bañera también da asco —dijo, aunque apenas se la entendía.

Efectivamente, en ella había un palmo de agua mezclada con algo repugnante. Parecía vómito.

—Pero ¿qué han hecho aquí? —preguntó Kate perpleja.

Había conocido a los inquilinos. Se trataba de una pareja de treintañeros. No muy simpáticos, pero tampoco desagradables. Algo misteriosos, quizá. Aunque él estaba buscando un empleo, ella había presentado un contrato de trabajo con una empresa de construcción y pudo demostrar unos ingresos fijos. Es cierto que el alquiler no siempre llegaba puntual, pero al final acababan ingresándolo. Nunca la llamaban, lo que suponía un gran alivio. No pusieron ninguna pega y aceptaron que la casa estuviera amueblada.

«Quizá eso me tenía que haber hecho desconfiar —pensaba Kate ahora—. Que no tuvieran muebles propios y que nunca se quejaran de nada.»

En el dormitorio de sus padres encontraron al gato, al que claramente habían abandonado. Pequeño, tierno, negro como el carbón. Había sobrevivido todo ese tiempo alimentándose de los restos de comida desperdigados por todas partes. Estaba muy descuidado. Yacía en la cama, entre sábanas revueltas y llenas de mugre, y gemía débilmente.

—Ni siquiera han pensado en el gato —masculló Kate.

—Ayer le traje un poco de leche —informó la vecina—. Pero no me lo puedo llevar a casa. ¡Soy alérgica a los gatos! —Como para demostrarlo, estornudó.

Kate sintió el abrumador impulso de acurrucarse en un rincón, hundir la cara entre las manos y esperar a que llegara alguien que se encargara de todo y le asegurara que no debía preocuparse por nada. Deseó que un milagro volatilizara toda la suciedad y el caos, que la bonita casa en que se había criado volviera a ser, como por arte de magia, el hogar acogedor que siempre había sido. A lo largo de todos aquellos años, siempre había percibido una sensación de seguridad y protección en aquel lugar. Acudía allí para evadirse de su frío piso de Londres, de su soledad y de los problemas laborales. Y se sumergía en una atmósfera ya pasada y que, sin embargo, aún emitía calor. Sin embargo, en aquel momento comprendió que aquello no regresaría. Incluso aunque arreglara todos los desperfectos, aunque todo volviera a estar bonito y en su sitio, la herida seguiría allí. La segunda herida, junto con el asesinato de su padre. La casa y su atmósfera ya nunca se recuperarían.

Pero nadie vendría a ayudarla. Estaba sola con el problema. Sacó fuerzas de flaqueza. No podía acurrucarse en un rincón. Debía pensar en los próximos pasos.

Solo había una cosa buena en medio de todo el infortunio: un acuerdo de finalización del contrato de alquiler más o menos legal. Se encontraba sobre la mesa del salón e iba dirigido a ella. Aunque deseaba mostrárselo a un jurista, suponía que con él recuperaba el derecho a utilizar la vivienda. Rescindir el contrato con unos inquilinos en paradero desconocido habría conllevado una agotadora sucesión de problemas.

—¿Y dónde se va a alojar los próximos días? —inquirió la vecina—. Aquí no puede vivir.

—Me buscaré un Bed & Breakfast. En esta época hay muy poca ocupación. Luego contrataré a una empresa para que vacíe la casa por completo. Es lo único sensato.

—¡Será caro!

—Ya. Pero no tengo otra opción.

—¿Va a denunciar a los inquilinos?

Asintió.

—Por supuesto. Pero no tengo muchas esperanzas de que los encuentren. Puede que hasta se hayan marchado del país.

—Deben de ser unos enfermos —se estremeció la vecina.

Kate bajó al salón, que, aunque también en pésimo estado, era la habitación más soportable. Se sentó al borde del sofá, sacó el portátil y buscó en Google posibles alojamientos en las proximidades. Encontró una pensión cerca del club de golf Scarborough North Cliff. Al lado de Scalby y, además, cerca del mar.

Aceptaban animales. Aunque nunca había tenido mascota, no podía dejar al gato allí. Algo en su interior se resistía a entregarlo a la protectora de animales. Se lo llevaría. Quizá más adelante encontrara a alguien que quisiera quedárselo.

Llamó al hostal y le dijeron que podía registrarse en cualquier momento y quedarse tanto tiempo como deseara.

—No hay más huéspedes por ahora —informó la amable mujer al otro lado del teléfono—. Estaremos encantados de recibirla.

Kate tenía la maleta en el coche. Empezó a buscar por la casa algo que le sirviera para meter al animal y encontró un transportín tirado en la cocina. Estaba asqueroso, como todo. Lo fregó con mucha agua caliente y unos tristes restos de detergente y esperó que en la pensión pudieran darle una manta para que hiciera de colchón. En la vivienda no quedaba nada que fuera mínimamente tolerable para el gato y para los propietarios del alojamiento.

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