Gatos ilustres

Doris Lessing
Joana Santamans Mercadé

Fragmento

cap-1

Capítulo 1

Como la casa se alzaba en lo alto de una colina, los halcones, las águilas, las aves rapaces, que suspendidas en las corrientes de aire, daban vueltas sobre los matorrales, a menudo quedaban a la altura de los ojos, a veces más abajo. Posábamos la vista en las alas negras y pardas —una extensión de seis pies—, destellantes con el sol, que se inclinaban cuando el pájaro describía una curva. Abajo, en los campos, nos tumbábamos inmóviles en un surco, a poder ser donde el arado se había hundido más al girar, bajo un manto de hierbas y hojas. Había que sepultar o recubrir de tierra las piernas, cuya palidez, pese al bronceado, resaltaba contra el pardo rojizo del suelo. A cientos de pies de altura, una docena de aves volaba en círculo, al acecho del menor movimiento de un ratón, un pajarito o un topo. Elegíamos una, tal vez la que se cernía sobre nosotros; y quizá por un instante teníamos la impresión de que se producía un intercambio de miradas: los ojos fríos y penetrantes del ave, y los ojos fríamente curiosos del ser humano. En la parte inferior del estrecho cuerpo en forma de bala, entre las inmensas alas suspendidas, las garras estaban ya preparadas. Al cabo de medio minuto, o de veinte segundos, se abatía sobre el animalillo que hubiera escogido; acto seguido se elevaba para alejarse con un pausado batir de alas dejando tras de sí un remolino de polvo rojo y un intenso olor fétido. El cielo continuaba como siempre: un espacio azul, alto y silencioso, salpicado de bandadas de pájaros que daban vueltas. De todas formas, en lo alto de la colina era habitual ver un halcón precipitarse oblicuamente desde el círculo de aire donde había permanecido hasta seleccionar la presa: una de nuestras gallinas. E incluso volar ladera arriba por una de las pistas abiertas en la espesura, con cuidado de proteger las inmensas alas de las ramas salientes: ¿no era sin duda un ave que actuaba contra su instinto natural al recorrer veloz la avenida aérea entre los árboles en vez de lanzarse en picado sobre la tierra?

Nuestras gallinas constituían, o cuando menos así las consideraban sus enemigos, una provisión siempre renovada de carne para los halcones, búhos y gatos salvajes de varias millas a la redonda. Del alba al atardecer correteaban por la desprotegida cima de la colina, convertida en destino de los predadores por el relucir de plumas negras, pardas y blancas y el continuo cloqueo, cantar de gallos, escarbaduras y contoneos.

En las granjas africanas es costumbre recortar las tapas de las latas de parafina y petróleo y colgar al sol estos destellantes cuadrados de metal. Para espantar a las aves, dicen. Pero yo he visto un halcón descender de un árbol para arrebatar una gorda clueca adormilada de encima de los huevos que empollaba, y eso a pesar de estar rodeada de perros, gatos y personas, negras y blancas. Y una vez, tomando el té sentadas delante de la casa, una docena de personas presenció cómo un veloz halcón arrancaba de la sombra de un arbusto un gatito bastante crecido. Durante el largo y caluroso silencio del mediodía, un chillido, cacareo o revuelo de plumas repentinos podía significar tanto que un halcón se había llevado un pollo como que un gallo había cubierto una gallina. De todos modos, había aves de corral en abundancia. Y tantos halcones que carecía de sentido dispararles. Siempre que mirábamos al cielo desde lo alto de la colina divisábamos a menos de media milla un pájaro volando en círculos. Y un par de cientos de pies más abajo un diminuto retazo de sombra se deslizaba sobre los árboles, sobre los campos. Sentada en silencio bajo un árbol, he visto animales que se quedaban paralizados o corrían a refugiarse cuando la amenazadora sombra de unas alas desplegadas en el cielo les rozaba u oscurecía por un momento la luz sobre la hierba, sobre las hojas. No se trataba nunca de un pájaro solitario. Eran dos, tres, cuatro que daban vueltas arracimados. ¿Y por qué ahí precisamente?, se preguntaba una. ¡Pues claro! Porque se servían, a distintos niveles, del mismo remolino de aire. Un poco más lejos, otro grupo. Una mirada más atenta… y el cielo aparecía salpicado de manchitas negras; o de manchitas relucientes, si les daba el sol, como las motas de polvo en un haz de luz que entra por la ventana. ¿Cuántos halcones habría en aquellas millas de aire azul? ¿Centenares? Y todos capaces de llegar hasta nuestras gallinas en cuestión de minutos.

Por eso no se disparaba a los halcones. Salvo en un ataque de rabia. Recuerdo que cuando aquel gatito desapareció en el cielo maullando entre las garras del halcón mi madre descargó el rifle contra él. Inútilmente, por supuesto.

Mientras que las horas diurnas eran del halcón, el alba y el atardecer pertenecían a los búhos. Las gallinas se metían en los corrales al ponerse el sol, y los búhos no faltaban a la cita en las ramas de los árboles; y en ocasiones un soñoliento búho rezagado se apoderaba de un pollo al amanecer, cuando se abrían los corrales.

Halcones a la luz del sol; búhos en el crepúsculo; y gatos, gatos salvajes, por la noche.

Y con ellos sí tenía sentido usar el rifle. Las aves eran libres de recorrer miles de millas de cielo. Los gatos tenían una guarida, un compañero, gatitos; por lo menos una guarida. Cuando uno decidía vivir en nuestra colina, lo matábamos de un tiro. Los gatos iban de noche a los corrales, se colaban por agujeros increíblemente pequeños del muro o de la alambrada. Los salvajes se apareaban con nuestros gatos, arrastraban a pacíficos mininos domésticos a la azarosa existencia de la sabana, para la cual no nos cabía la menor duda de que no estaban preparados. Los gatos salvajes ponían en entredicho la condición de nuestros tranquilos animales.

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Un día el hombre negro que trabajaba en la cocina dijo que acababa de ver un gato salvaje en un árbol que se hallaba en mitad de la ladera. Mi hermano no estaba; por tanto, cogí el rifle de calibre veintidós y salí a buscar al felino. Era mediodía: no era la hora de los gatos salvajes. En un árbol a medio crecer, estirado sobre una rama, estaba el gato, bufando. Sus ojos, de color verde, echaban chispas. El gato salvaje no es un animal bonito. Tiene un feo pelaje marrón amarillento y áspero. Además, huele mal. Aquel había capturado una gallina en las últimas doce horas. En la tierra al pie del árbol se veían plumas blancas y pedacitos de carne que ya olía mal. Aborrecíamos a los gatos salvajes, que gruñían, arañaban, bufaban y nos odiaban. Aquel era un gato salvaje. Le disparé. Cayó de la rama a mis pies, se retorció un poco entre las plumas blancas movidas por el viento y se quedó inmóvil. En otras circunstancias hubiera cogido el cadáver por la sarnosa cola hedionda para arrojarlo al pozo en desuso más cercano. Pero aquel gato me llamó la atención. Me agaché a mirarlo. La forma de la cabeza no era la de un gato salvaje; y el pelo, aunque áspero, era demasiado suave. Tuve que reconocerlo. No se trataba de un gato salvaje, sino de uno de nuestros mininos. En aquel feo cadáver reconocimos a Minnie, una encantadora gatita que había desaparecido dos años atrás; presa, creímos, de un halcón o un búho. Minnie era medio persa, una criatura suave que daba gusto acariciar. Y ahí estaba, convertida en una comedora de pollos. No muy lejos del árbol en que la maté, encontramos una camada de gatos salvajes;

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