Una fiesta
El Desliz va a venir a pasar una temporada.
—¿Estás enfadado con el Desliz? —pregunta Rebecca.
—Pues claro que no —responde Peter.
A uno de los pencos viejos e inescrutables que tiran de las calesas de los turistas lo ha atropellado un coche al final de Broadway, que está atascada hasta Port Authority, y Peter y Rebecca llegan tarde.
—Quizá vaya siendo hora de que empecemos a llamarle Ethan —observa Rebecca—. Apuesto a que, aparte de nosotros, ya nadie le llama Dizzy.
Dizzy es el diminutivo cariñoso del Desliz.
Fuera del taxi, las palomas aletean ante el azul parpadeante de un cartel de Sony. Un anciano barbudo de andares majestuosos que lleva un abrigo largo lleno de manchas (¿el elegante y grueso Buck Mulligan?) empuja un carrito de la compra lleno de objetos diversos metidos en bolsas y avanza más deprisa que cualquiera de los coches.
Dentro del taxi, el aire está cargado de un potente ambientador vagamente floral, que tan solo sugiere un compuesto químico que podríamos calificar de «dulzón».
—¿Te ha dicho cuánto tiempo va a quedarse? —pregunta Peter.
—No estoy segura.
Pone ojos de cordero. Preocuparse demasiado por Dizzy (Ethan) es una costumbre de la que no consigue librarse.
Peter no insiste. ¿Quién quiere ir a una fiesta en plena discusión?
Tiene el estómago revuelto y una canción le ronda por la cabeza. I’m sailing away, set an open course for the virgin sea… ¿Dónde la habrá oído? No ha escuchado a Styx desde que estaba en la facultad.
—Deberíamos poner un límite —dice.
Ella suspira, apoya levemente la mano en su rodilla y contempla por la ventanilla la Octava Avenida, donde el tráfico está totalmente atascado. Rebecca es una mujer de rasgos marcados de quien la gente dice a menudo que es guapa pero nunca que es atractiva. Es imposible saber si esos pequeños gestos suyos con los que lo consuela de su tacañería son conscientes o no.
A gathering of angels appeared above my head.
Peter se vuelve para mirar por su ventanilla. Los coches del carril de al lado avanzan centímetro a centímetro. Un Toyota azul un poco desvencijado se arrastra hasta llegar a su altura, en él viajan varios jóvenes, chicos chillones de veintipocos años con la música lo bastante alta para que Peter note el golpeteo que se cuela en la estructura del taxi a medida que se van acercando. Hay seis, no, siete de ellos apiñados en el coche, todos gritan o cantan de forma confusa; chicos musculosos acicalados para la noche del sábado, con el pelo de punta por el fijador, y centelleos de gemelos y cadenas plateadas aquí y allá mientras forcejean y dan palmas. El tráfico en su carril coge velocidad y, cuando les adelantan, Peter ve, o cree ver, que uno de ellos, uno de los cuatro que gritan en el asiento trasero, es en realidad un viejo que lleva una especie de peluca con los pelos de punta, grita y empuja como los demás, pero tiene las mejillas hundidas y los labios finos. Canturrea junto a la cabeza del chico que se sienta a su lado, le grita al oído (¿mostrando lo que está oculto?), y luego desaparecen engullidos por el tráfico. Un momento después, el nimbo de sonido que producen se ha alejado con ellos. Ahora es el bulto marrón de un camión de reparto el que muestra, en oro bruñido, al dios de pies alados de FTD. Flores. Alguien va a recibir unas flores.
Peter se vuelve hacia Rebecca. Un viejo disfrazado de joven es algo que tienen que ver juntos; no es de esas cosas que pueden contarse. Además, ¿acaso no están en medio de una especie de delicada prediscusión? Cuando uno lleva casado mucho tiempo, aprende a identificar un sinfín de ambientes y humores.
Rebecca ha notado que su atención vuelve a estar en el interior del taxi. Lo mira con aire inexpresivo, como si en realidad no esperara verlo allí.
Si muere antes que ella, ¿será capaz de sentir su presencia incorpórea en la habitación?
—No te preocupes —dice él—. No le echaremos a la calle.
Ella frunce los labios con un gesto remilgado.
—No, hablo en serio; tienes razón y deberíamos ponerle algunos límites —responde—. No es buena idea darle siempre lo que quiere.
¿A qué viene esto? ¿Es que de repente le está regañando por su propio hermano pequeño descarriado?
—¿Cuánto tiempo te parece razonable? —pregunta él, sorprendido de que no haya reparado en el tono exasperado de su voz. ¿Cómo es posible que se conozcan tan poco después de tanto tiempo?
Ella se para a pensar y luego, como si hubiese olvidado algo, se inclina hacia el taxista.
—¿Cómo sabe que ha sido un accidente con un caballo?
A pesar de su irritación, Peter es capaz de maravillarse ante la habilidad que tienen las mujeres para plantear preguntas directas a los hombres sin dar la impresión de que quieran iniciar una discusión.
—Me han llamado de la empresa —responde el taxista señalando con el dedo el auricular que lleva en la oreja. Su cabeza calva se asienta solemnemente sobre la oscura peana de su cuello. Él, por supuesto, tiene su propia vida, que nada tiene que ver con la pareja bien vestida de mediana edad que lleva en la parte de atrás del taxi. Según la placa que hay detrás del asiento delantero, se llama Rana Saleem. ¿De la India? ¿De Irán? En su país podría haber sido médico. U obrero. O ladrón. Es imposible saberlo.
Rebecca asiente, vuelve a arrellanarse en el asiento.
—Estaba pensando en otro tipo de límites —dice.
—¿De qué tipo?
—No puede seguir dependiendo de los demás eternamente. Ya sabes. Todos seguimos preocupados por lo otro.
—¿Crees que es algo en lo que pueda ayudarle su hermana mayor? —Ella cierra los ojos ofendida, justo ahora que pretendía mostrarse compasivo—. A lo que me refiero —añade Peter— es a que, bueno, no es muy probable que puedas ayudarle a cambiar de vida si él no quiere. Quiero decir que un drogadicto es una especie de pozo sin fondo.
Ella sigue con los ojos cerrados.
—Lleva limpio un año entero. ¿Cuándo vamos a dejar de llamarle drogadicto?
—No estoy muy seguro de que lleguemos a hacerlo nunca.
¿Se está poniendo mojigato? ¿Está soltando tópicos del manual de Alcohólicos Anónimos que ha oído Dios sabe dónde?
Lo malo de la verdad es que con frecuencia es manida y aburrida.
—Puede que esté preparado para tener un poco de estabilidad —dice ella.
Sí, puede ser. Dizzy les ha informado por correo electrónico de que ha decidido hacer algo en el campo del arte. Quiere abrirse un hueco en el mundo del arte, una ocupación por la que no parece estar muy inclinado. Da igual. A la gente (a alguna gente) le gusta que Dizzy demuestre tener inclinaciones productivas.
—Pues haremos lo que podamos por proporcionarle esa estabilidad.
Rebecca le aprieta la rodilla con afecto. Ha sido bueno.
Detrás de ellos, alguien hace sonar la bocina. ¿Qué pensará que va a conseguir así?
—Tal vez deberíamos bajarnos y coger el metro —propone ella.
—Es la excusa perfecta para llegar tarde.
—¿Significa eso que tendremos que quedarnos más tiempo?
—Ni muchísimo menos. Prometo sacarte de allí antes de que Mike esté lo bastante borracho para empezar a tirarte los tejos.
—No sabes cuánto te lo agradezco.
Por fin llegan a la esquina de la Octava Avenida con Central Park South, donde todavía no han retirado los restos del accidente. Allí, detrás de las luces y de las barreras, detrás de los dos policías que redirigen el tráfico hacia Columbus Circle, está el coche abollado, un Mercedes blanco aparcado en un rincón de la calle Cincuenta y nueve, teñido de rosa chillón por las luces intermitentes. También está lo que probablemente sea el cadáver del caballo, cubierto por una lona alquitranada. La lona, muy pesada, muestra la forma de la grupa del caballo. El resto podría ser cualquier cosa.
—Dios mío —susurra Rebecca.
Peter comprende: cualquier accidente, cualquier recordatorio de la capacidad del mundo para hacer daño, hace que los dos se preocupen por Bea. ¿No habrá vuelto a Nueva York sin avisarles? ¿No iría a bordo de esa calesa?, aunque no se le ocurre nada menos propio de ella.
La paternidad, al parecer, te intranquiliza para el resto de tus días. Aun cuando tu hija tenga veinte años, esté llena de ira alegre e inescrutable y la vida no le vaya demasiado bien en Boston a trescientos sesenta kilómetros de distancia. Sobre todo en ese caso.
—A uno no se le ocurre pensar que esos caballos puedan chocar con un coche. Apenas te das cuenta de que son animales.
—Hay toda una… polémica, sobre el trato que reciben esos caballos.
Pues claro. Rana Saleem conduce un taxi de noche. Hombres y mujeres indigentes pululan por las calles con los pies envueltos en harapos. Los caballos deben de tener vidas deprimentes, probablemente tengan los cascos agrietados por el asfalto. Qué monstruoso es seguir haciendo como si tal cosa.
—Pues esto le vendrá muy bien a los defensores de los caballos —dice.
¿Por qué ha sonado tan insensible? Quiere parecer riguroso, no cruel, él mismo está horrorizado por cómo ha sonado. A veces tiene la impresión de no dominar el dialecto de su propio idioma…, de no dominar con fluidez el «peteres», a los cuarenta y cuatro años.
No, todavía tiene cuarenta y tres. ¿Por qué sigue poniéndose un año más?
No, espera, cumplió cuarenta y cuatro el mes pasado.
—En ese caso, el pobre animal no habrá muerto en vano —dice Rebecca.
Roza con la punta del dedo la barbilla de Peter para consolarlo.
¿Qué matrimonio no implica incontables añadidos, un lenguaje de gestos, un reconocimiento tan agudo como un dolor de muelas? Desde luego, los infelices. ¿Y qué pareja no es infeliz, al menos parte del tiempo? Pero ¿cómo es posible que la tasa de divorcios esté, como suele decirse, disparada? ¿Cuán desdichado debe sentirse uno para poder soportar la separación, para marcharse y vivir su vida desapercibido?
—Menudo desastre —dice el taxista.
—Sí.
Y aun así, claro, Peter parece fascinado por el coche abollado y el cadáver del caballo. ¿No es ese el amargo placer de Nueva York? Es un desastre, como lo era el París de Courbet. Es mísero y maloliente; es peligroso. Hiede a mortalidad.
Si acaso, lamenta que hayan tapado al caballo. Quiere verlo: los dientes amarillos al descubierto, la lengua colgando, la sangre ennegrecida en la acera. Por las razones morbosas tradicionales, pero también como… prueba. Para tener la sensación de que a él y a Rebecca no solo les ha molestado la muerte de un animal, sino que en cierta medida han tenido que ver con ella, de que el fallecimiento del caballo los incluye a ellos y su deseo de verlo. ¿Acaso no queremos ver siempre el cadáver? Cuando él y Dan lavaron el cadáver de Matthew (Dios mío, hace casi veinticinco años), ¿acaso no sintió cierto regocijo que no le confesó jamás a Dan ni a nadie?
El taxi se arrastra hasta Columbus Circle y acelera. En lo alto de la columna de granito, la figura de Cristóbal Colón (que, al parecer, era una especie de genocida, ¿no?) está levemente teñida de rosa por las luces intermitentes que velan el cadáver del caballo.
I thought that they were angels, but to my surprise, we no sé qué, no sé qué, no sé qué, and headed for the skies…
La gracia de la fiesta consiste en haber asistido. La recompensa es ir después a cenar juntos y luego volver a casa.
Los detalles varían. Esta noche es Elena Petrova, su anfitriona (su marido se pasa la vida fuera, probablemente sea mejor no preguntar a qué se dedica), inteligente, ruidosa e insolentemente vulgar (uno de los temas de discusión de Peter y Rebecca: ¿sabe lo de las joyas, la barra de labios y las gafas?, ¿está proclamando algo?, ¿cómo podría ser tan rica e inteligente y no saberlo?); ahí están el diminuto y magnífico Artschwager, el enorme y talentoso Marden y el fregadero de Grober en el que un invitado —nunca identificado— vació una vez un cenicero; Jack Johnson sentado con pálida majestuosidad en el sofá junto a Linda Neilson, que habla animadamente a la ártica topografía del rostro de Jack; la primera copa (vodka con hielo: Elena sirve una famosa marca que manda traer de Moscú…; ¿de verdad nota Peter o algún otro la diferencia?), seguida por la segunda copa, sin llegar a una tercera; el insistente y rutilante murmullo de la fiesta, enormemente ostentosa, siempre un poco embriagadora por mucho que uno se acostumbre; la rápida mirada a Rebecca (está bien, charlando con Mona y Amy, gracias a Dios tiene una mujer que sabe arreglárselas sola en estas ocasiones); la inevitable conversación con Bette Rice (sintió perderse la inauguración, ha oído decir que los Inksys son fantásticos, se pasará esta semana) y con la otra Linda Neilson (sí, claro, iré a darles una charla a tus alumnos, llámame a la galería y quedamos un día); lo de tener que mear debajo de un dibujo de Kelly recién colgado en el aseo (es imposible que Elena sepa lo que ha hecho, si ha colgado algo así en el baño debe ser que necesita las gafas); la decisión de tomar un tercer vodka, después de todo; el coqueteo con Elena: «¡Eh!, me encanta el vodka». «Cariño, sabes que puedes conseguirlo aquí siempre que quieras.» (Él sabe que lo conocen, y probablemente lo desprecian por esa gaita de ¡Eh!, te pasaría por la piedra si tuviese ocasión); el escuálido e histérico Mike Forth, de pie con Emmett cerca del Terence Koh, lo bastante borracho para empezar a asediar a Rebecca (Mike le resulta simpático a Peter, no puede evitarlo, lleva allí…, y treinta años después sigue sorprendido de que Joanna Hurst no le quisiera, ni siquiera un poco); la fugaz imagen del camarero increíblemente guapo hablando por el móvil en la cocina (novio, novia, sexo de pago…, al menos los chicos que sirven en estas fiestas tienen un aura de misterio); luego de vuelta al salón donde, ¡eh!, Mike se las ha arreglado para arrinconar a Rebecca, le está hablando sin parar y ella asiente con la cabeza mientras busca el rescate que Peter le prometió; una comprobación rápida para asegurarse de que no se ha olvidado de saludar a nadie; la conversación de despedida con Elena, que lamenta no haber podido ver los Vincent («Llámame, tengo otras cosas que me encantaría enseñarte»); la extraña y calurosa despedida de Bette Rice (algo le pasa); el rescate de Rebecca («Lo siento, tengo que llevármela, nos veremos pronto, espero»); la sonrisa de despedida de Mike, y adiós, adiós, gracias, nos vemos la semana que viene, sí, claro, llámame, de acuerdo, adiós.
Otro taxi de vuelta al centro. Peter a veces piensa que, al final, cuando quiera que llegue, recordará los viajes en taxi de manera tan real como cualquier otra cosa de su vida terrena. Por horribles que sean los olores (esta vez no hay ambientador, solo un leve aroma de bilis y aceite de la caja de cambios) o lo agresiva e inepta que sea la conducción (en esta ocasión, uno de esos tipos que aceleran y frenan constantemente), está esa sensación de flotar en un recinto cerrado, de moverse seguro por las calles de esta ciudad improbable.
Están atravesando Central Park por la calle Setenta y nueve, uno de los mejores recorridos nocturnos en taxi, el parque está sumido en ese sueño verdinegro tan peculiar, con sus farolas verdes y doradas dibujando círculos de hierba y acera en la base. Por supuesto, está lleno de gente desesperada, unos refugiados, otros criminales; cada cual se las arregla lo mejor que puede con estas contradicciones imposibles, esa confusión de encanto y asesinato.
—No me salvaste de Huracán Mike —se queja Rebecca.
—¡Eh! Te rescaté en cuanto te vi con él.
Está acurrucada, con los hombros encogidos, aunque no hace nada de frío.
—Lo sé.
Pero aun así ha fracasado, ¿no?
—Creo que a Bette le pasa algo —dice él.
—¿Rice?
¿Cuántas más Bettes había en la fiesta? ¿Cuánto más tiempo de su vida estará dedicado a responder esas preguntas evidentes, cuánto le falta para sufrir un ataque porque Rebecca no estaba prestando atención ni ateniéndose al dichoso programa?
—¡Ajá!
—¿Qué te parece?
—No tengo ni idea. Noté algo cuando se despidió. Mañana la llamaré.
—Bette ya va teniendo una edad.
—¿Te refieres a la menopausia?
—Entre otras cosas.
Le excitan esas pequeñas demostraciones de seguridad femenina. Parecen sacadas de James y de Eliot. En realidad estamos hechos del mismo material que Isabel Archer y Dorothea Brooke.
El taxi llega a la Quinta Avenida, tuerce a la derecha. Desde la Quinta Avenida el parque recobra su aspecto de amenaza nocturna durmiente, de árboles negros y algo que espera. ¿Lo notarán los multimillonarios que viven en esos edificios? Cuando sus chóferes los llevan a casa de noche, ¿mirarán alguna vez al otro lado de la avenida y se creerán a salvo, de momento, de una jungla que espera con larga y hambrienta paciencia debajo de los árboles?
—¿Cuándo llega Dizzy? —pregunta.
—Dijo algo de la semana que viene. Ya sabes cómo es.
—¡Ajá!
De hecho, Peter sabe cómo es. Es uno de esos jóvenes inteligentes y dispersos que, después de ciertas deliberaciones, decide que quiere hacer algo en el campo del arte, pero no quiere, y posiblemente no puede, concebirlo como un verdadero trabajo; que parece imaginar que la juventud, la inteligencia y la voluntad acabarán por proporcionarle un empleo, cuya exacta y precisa naturaleza acabará revelándose a su debido tiempo.
Esa familia de mujeres echó a perder al pobre chico. ¿Cómo sobrevivir después de que te quieran de forma tan desesperada?
Rebecca se vuelve hacia él con los brazos todavía cruzados sobre el pecho.
—¿A ti a veces no te parece ridículo?
—¿Qué?
—Estas fiestas y cenas, toda esa gente tan horrible.
—No todos lo son.
—Lo sé. Es que me cansa responder a todas esas preguntas. La mitad de esa gente ni siquiera sabe a qué me dedico.
—No es cierto.
Bueno tal vez lo sea un poco. Blue Light, la revista de arte y cultura de Rebecca, no es una lectura habitual entre esa clase de gente, quiero decir que no es Artforum o Art in America. Habla de arte, desde luego, pero también de poesía y narrativa y —horror de los horrores— de vez en cuando también de moda.
—Si prefieres que Dizzy no se quede con nosotros, puedo buscarle otro sitio donde estar.
¡Ah!, de modo que sigue hablando de Dizzy, ¿eh? Su hermanito, el amor de su vida.
—No, no pasa nada. ¿Cuánto hace que no lo veo? ¿Cinco años? ¿Seis?
—Exacto. No viniste a lo de California.
De pronto un doloroso e inesperado silencio. ¿Se enfadó porque no fuese a California? ¿Se enfadó él porque ella se enfadara? No lo recordaba. Pero aun así tenía un mal recuerdo de lo de California. ¿Cuál?
Ella se inclina hacia delante y le besa, con dulzura, en los labios.
—¡Eh! —susurra Peter.
Rebecca apoya la cara en el cuello de él, que le pasa un brazo por encima.
—A veces el mundo es fatigoso, ¿no crees? —dice ella.
Hechas las paces. Aunque Rebecca es capaz de recordar cualquier desliz y de remontarse a meses atrás en una discusión cuando se acalora. ¿Habrá cometido alguna infracción esa noche, algo de lo que se enterará en junio o julio?
—Mmm —dice él—. ¿Sabes? Creo que podemos concluir que lo de las gafas y el pelo de Elena va en serio.
—Te lo dije.
—No es verdad.
—Lo que pasa es que no te acuerdas.
El taxi se detiene en el semáforo de la calle Sesenta y cinco.
Helos ahí: una pareja de mediana edad en un taxi (esta vez el taxista se llama Abel Hibbert, es joven y nervioso, callado, resentido). He ahí a Peter y a su mujer, casados desde hace veintiún años (casi veintidós), sociables, dados a las bromas, no demasiado sexo, aunque algo sí, no como otras parejas casadas desde hace mucho tiempo a las que podría nombrar, y sí, a cierta edad se pueden concebir logros mayores, placeres más fuertes e inextinguibles, pero lo que uno ha hecho por sí mismo no es malo, ni mucho menos. Peter Harris, niño hostil, horrible adolescente, ganador de varios segundos premios, ha llegado a ese momento, relacionado, comprometido, amado, con el cálido aliento de su mujer en el cuello, de regreso a casa.
Come sail away, come sail away, come sail away with me, tararí, tarará…
Otra vez esa canción.
El semáforo cambia. El taxista acelera.
La clave del sexo es…
Con el sexo no hay claves.
Lo que ocurre es que puede volverse complicado, después de tantos años. Hay noches en que uno se siente un poco… Bueno. No es exactamente que quiera sexo, pero lo que no quiere es formar parte de una pareja con una hija crecida, una serie de preocupaciones privadas, y una amistad sincera, aunque un poco quisquillosa, que ya no parece necesitar el sexo un sábado por la noche, después de una fiesta, un poco achispados por el cacareado vodka de la reserva privada de Elena Petrova y una botella de vino en la cena.
Tiene cuarenta y cuatro años. Solo cuarenta y cuatro. Ella aún no ha cumplido los cuarenta y uno.
El estómago revuelto no le ayuda a uno a sentirse sexy. ¿Qué le pasará? ¿Cuáles son los primeros síntomas de una úlcera?
En la cama ella lleva bragas, una camiseta de cuello de pico Hanes y calcetines de algodón (tiene los pies fríos hasta en pleno verano). Él lleva unos calzoncillos blancos. Pasan diez minutos viendo la CNN (coche bomba en Pakistán, treinta y siete muertos; iglesia incendiada en Kenia con un número indeterminado de personas dentro; un hombre que acaba de arrojar a sus cuatro hijos por un puente de veinticinco metros de altura en Alabama; no dicen nada de lo del caballo, aunque en todo caso saldrá en las noticias locales), luego zapean un poco y ven un rato Vertigo, la escena en que James Stewart lleva a Kim Novak (versión Madeleine) a la misión para convencerla de que no es una cortesana muerta reencarnada.
—Es mejor que no nos enganchemos a verla —dice Rebecca.
—¿Qué hora es?
—Más de las doce.
—Hace años que no la he visto.
—El caballo sigue allí.
—¿Qué?
—El caballo.
Momentos después, James Stewart y Kim Novak están sentados en un carruaje de época detrás de un caballo de plástico, o algo parecido, de tamaño real.
—Pensé que te referías al caballo de antes —dice Peter.
—¡Ah! No. Es curioso cómo coinciden estas cosas, ¿verdad? ¿Cómo se llama eso?
—Sincronicidad. ¿Cómo sabes que el caballo sigue allí?
—Porque he ido a esa misión. Cuando estaba en la facultad. Es exactamente igual que en la película.
—Aunque, claro, es posible que después hayan quitado el caballo.
—Es mejor que no nos enganchemos a verla.
—¿Por qué?
—Estoy demasiado cansada.
—Mañana es domingo.
—Ya sabes cómo acaba.
—¿Cómo acaba?
—La película.
—Claro que sé cómo acaba. También sé que a Anna Karenina la atropella un tren.
—Sigue viéndola tú, si quieres.
—No, si a ti no te apetece.
—Estoy demasiado cansada. Mañana estaré tensa. Sigue tú.
—No puedes dormir con la televisión encendida.
—Lo intentaré.
—No, da igual.
Siguen viendo la película hasta que James Stewart ve —o cree ver— a Kim Novak cayendo desde la torre. Luego apagan la tele y las luces.
—Deberíamos alquilarla algún día —dice Rebecca.
—Sí. Es buenísima. Casi había olvidado lo buena que es.
—Incluso mejor que La ventana indiscreta.
—¿Tú crees?
—No sé, hace mucho que no veo ninguna de las dos.
Los dos dudan. ¿Preferiría ella ponerse a dormir sin más? Tal vez. Siempre hay uno que besa y otro que es besado. Gracias, Proust. Peter nota que ella preferiría saltarse el sexo. ¿Por qué está cada vez más fría con él? Es cierto que ha engordado unos kilos, y, sí, su culo no es tan firme como antes. ¿Y si se estuviera desenamorando? ¿Sería eso trágico o liberador? ¿Cómo se sentiría si ella lo dejase libre?
Sería inconcebible. ¿Con quién hablaría, cómo compraría la verdura o vería la televisión?
Esta noche será Peter quien la bese. Una vez que empiecen, ella se alegrará. ¿O no?
La besa. Ella le devuelve el beso con agrado. O al menos eso parece.
A estas alturas, no sabría describir la sensación de besarla, el sabor de su boca, es demasiado cercano al sabor de la suya. Le acaricia el pelo, coge un buen puñado y tira suavemente de él. Los primeros años era un poco más brusco con ella, hasta que comprendió que ya no le gustaba y que probablemente no le había gustado nunca. Quedan todavía algunos gestos, leves imitaciones de los primeros, cuando no se conocían tanto, cuando se pasaban el tiempo follando, aunque Peter sabía incluso entonces que el deseo que sentía por ella era parte de algo mayor; que obtenía un placer más intenso (aunque menos maravilloso) con otras tres mujeres: una que estaba colada por su compañero de habitación, otra que estaba chiflada por los fauvistas y una que era sencillamente ridícula. El sexo con Rebecca fue extraordinario desde el principio porque era sexo con Rebecca: con su ávida inteligencia, su ternura cómplice y las insinuaciones, a medida que se iban conociendo, de lo que solo acertaba a llamar su «existencia».
Ella recorre suavemente su columna con la mano y la deja en el culo. Él le suelta el pelo, y le rodea los hombros con el brazo tal como sabe que le gusta…, esa sensación de que la sujetan con fuerza (una de sus fantasías sobre las fantasías de ella: la está sujetando en el aire, la cama ha desaparecido). Con la mano que le queda libre, y con su ayuda, le sube la camiseta. Sus pechos son redondos y pequeños (¿cuándo le puso aquella copa de champán encima de uno de ellos para comprobar que encajaba…, fue en la cabaña de verano en Truro, o en aquella pensión de Marin?). Puede que sus pezo