El ladrón (Isaac Bell 5)

Clive Cussler
Justin Scott

Fragmento

cap-2

1

El rápido Mauretania, de la naviera Cunard,

se hace a la mar

—¿Lo oyes?

—¿Si oigo qué? —preguntó Archie.

—Una lancha motora.

—Tienes oídos de murciélago, Isaac. Yo solo oigo el barco.

Isaac Bell, un hombre de treinta años, alto, esbelto, con una espesa cabellera rubia y un poblado bigote perfectamente recortado, se acercó a la borda y escrutó la oscuridad. Iba vestido con la sobriedad de un directivo de seguros de Hartford, Connecticut: traje de cubierta de tweed Harris, sombrero de copa baja y ala ancha, botas hechas a medida y la cadena de oro del reloj cruzada sobre el chaleco.

—No es el barco.

Regresaban a Estados Unidos en el rápido de la Cunard Mauretania, el transatlántico más veloz del mundo, que se dirigía a Nueva York con dos mil doscientos pasajeros, ochocientos tripulantes y seis mil sacas de correo. En la abrasadora penumbra del cuarto de calderas trabajaban cientos de hombres con el torso desnudo, cargando carbón a paletadas para obtener el vapor que aquella vertiginosa travesía de cuatro días y medio por el Atlántico exigía. Por el momento, no obstante, el Mauretania aún se deslizaba plácidamente por el canal de la Mancha y cruzaba la barra del Mersey hacia la negra noche, con solo unos centímetros de marea por debajo de la quilla. Seis cubiertas por encima de las calderas, y casi doscientos metros por delante de la hélice más próxima, Isaac Bell oía solo la embarcación.

Aquel sonido, claro y poderoso, de una lancha con motores de gasolina V-8 capaces de impulsarla a treinta nudos era una nota discordante. Bell supuso que sería una Wolseley-Siddeley, de fabricación inglesa. Su exuberancia sonora evocaba más bien una regata en la soleada Costa Azul, no una ruta transatlántica nocturna.

Se volvió. No se veía la luz de ningún barco. Distinguió tan solo el resplandor cada vez más difuso de Liverpool, con el que Inglaterra quedaba atrás, a dieciocho kilómetros de la popa.

Nada se movía junto al Mauretania, en la invisible intersección del agua opaca y el cielo nublado.

Frente a ellos la boya se encendía y se apagaba.

El sonido fue debilitándose. Tal vez fuera el engañoso efecto de una racha de viento del mar de Irlanda al sacudir la lona que cubría los botes salvavidas, al otro lado de la borda de teca.

Archie abrió ceremoniosamente una pitillera de oro de la que sacó dos cigarros La Aroma de Cuba.

—¿Qué te parece si fumamos para celebrarlo? —Se palpó los bolsillos del chaleco—. Me he olvidado el cortapuros. ¿Tienes tu cuchillo?

Visto y no visto, Bell se lo sacó de una bota y seccionó las puntas de los habanos con la limpieza de corte de una guillotina.

El pelirrojo Archie —Archibald Angell Abbott IV, muy conocido en la alta sociedad de Nueva York— habría podido pasar por un hombre de mundo y buena posición. Era el dorado disfraz que adoptaba siempre que viajaba con su joven esposa, Lillian, hija del más osado de los magnates estadounidenses del ferrocarril. El capitán y el primer sobrecargo eran los únicos que estaban al corriente de que trabajaba como detective privado para la agencia Van Dorn, y de que Isaac Bell era el investigador jefe de esta última.

A resguardo del viento bajo un toldo, encendieron los puros para celebrar la captura de un estafador bursátil de Wall Street cuyos expolios habían causado el cierre de varias fábricas y dejado sin trabajo a miles de personas. Aquel tipo se había refugiado en Europa a todo lujo y había cometido el error de pensar que, con el mar de por medio, el lema de los detectives de Van Dork —«Nunca nos rendimos. ¡Nunca!»— sería papel mojado. Pero Bell y Abbott le habían echado el guante en un casino de Niza. Ahora, encerrado en la bodega de equipajes de proa del Mauretania, dentro de una jaula de leones alquilada a un circo (dado que el calabozo del buque estaba ya ocupado), aguardaba el momento de ser juzgado en Manhattan, custodiado por un agente de los servicios de protección de Van Dorn.

Bell y Abbott, íntimos amigos desde que se enfrentaron en un legendario combate de boxeo interuniversitario en el que Bell había representado a Yale y Archie a Princeton, estaban solos en la cubierta. Ya era tarde. El viento frío y la niebla habían hecho que los pasajeros de primera, segunda y tercera clase del Mauretania se refugiasen en sus suites, camarotes o literas de hierro galvanizado, respectivamente.

—Estábamos hablando —dijo Archie, medio en broma y medio en serio— de tu inminente, o no tanto, boda con la señorita Marion Morgan.

—Ya están casados nuestros corazones.

La prometida de Isaac Bell se dedicaba al mundo cinematográfico. Había abandonado Londres en el último tren, después de realizar para Picture World News Reels un reportaje fotográfico del cortejo fúnebre de Eduardo VII. Los rollos de negativos con las imágenes tomadas por las máquinas que Marion había repartido a lo largo del recorrido fueron revelados, lavados, secados y positivados de inmediato, y aquella misma noche, solo nueve horas después del entierro del viejo rey Teddy, se proyectaban ciento sesenta metros de «película temática» en los teatros de Piccadilly mientras la directora disfrutaba de un más que merecido baño caliente en su camarote de primera, junto a la cubierta de paseo del Mauretania.

—Nadie duda de tu pasión —dijo Archie con un guiño tan insinuante que a cualquier otro le habría valido un puñetazo en el ojo—. Además, habría que estar ciego para no fijarse en la enorme esmeralda que ella luce en el dedo, muestra de vuestro compromiso. Pero los amigos constatamos que ha pasado cierto tiempo desde el anuncio del mismo… ¿Te lo estás pensando?

—Yo no —respondió Bell—. Y Marion tampoco —se apresuró a añadir—. Estamos los dos tan ocupados que no hemos tenido tiempo de fijar la fecha.

—Pues ahora es la ocasión. Cuatro días y medio en alta mar. No puede escaparse. —Archie señaló con el puro el puente de mando sin luz del Mauretania—. ¿Qué te parece si pedimos al capitán que os case? —preguntó con toda naturalidad, como si no hubiera ensayado aquella conversación con su mujer el día mismo de la compra de los pasajes.

—Cuando tú vas yo vuelvo, Archie.

—¿Qué quieres decir con eso?

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Bell; una dentadura tan perfecta que casi brillaba en la oscuridad.

—Ya he hablado con el capitán Turner.

—¡Excelente! —Archie le cogió la mano a Bell y se la estrechó con ímpetu—. Yo seré el padrino y Lillian, la dama de honor. De invitados está el barco lleno. He ojeado la lista de pasajeros, y en el Mauretania viaja la mitad de los Cuatrocientos y una buena parte de los Burke’s Peerage.

La sonrisa de Bell reflejaba determinación.

—Ahora solo me falta acorralar a Marion.

Archie, que se estaba recuperando de una herida de bala, anunció de pronto que se iba a acostar. Bell lo ayudó a abrir una pesada puerta por la que se accedía a un pasillo y notó que temblaba.

—Te acompaño.

—No hay que desperdiciar tan buen tabaco —dijo Archie, firmemente sujeto a la baranda—. Acábate el puro, ya bajo por mis propios medios.

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