1
Abrió un ojo cuando notó las cosquillas en las plantas de los pies.
Pero como le encantaba que ella lo hiciera, se quedó quieto, resistiendo las ganas de reír o de encoger las piernas.
El cosquilleo siguió unos segundos más.
—Sé que estás despierto —le dijo Patro finalmente.
Continuó inmóvil.
—Miquel...
Nada.
—Y además, sé que estás vivo porque hace un rato roncabas.
—Yo no ronco —protestó arrastrando la voz por el pantano de su boca.
—¡Oh, sí, querido: roncas!
—Antipática.
Patro dejó de hacerle cosquillas.
—Sigue —le pidió él.
—No, las antipáticas no hacemos esas cosas.
Le tocó abrir los ojos y darse la vuelta en la cama. No había sábana que resistiera el calor, así que dormían sin taparse. Tenía el pijama empapado. Patro ya se había vestido.
Recordó que era día de playa.
—¿Tienes prisa? —gruñó con un deje de amargura por no poder relajarse en la cama con ella al lado.
—No, pero no vamos a llegar a las tantas, digo yo.
—El mar no se va a mover.
—¿Qué quieres, que nos den una caseta peor?
—Si todas son iguales.
—Eso lo dirás tú. ¿O has olvidado la de hace un mes, al lado de la piscina de la entrada, con todos los niños gritando?
—Ni que fuéramos a quedarnos en ella. Sólo es para cambiarnos. —Se sentó en la cama mientras la veía ir de un lado a otro de la habitación, recogiendo las toallas, los bañadores, un gorro para protegerse el cabello...—. Hoy es día de entre semana. Hay casetas de sobra.
Patro puso los brazos en jarras.
—¿Y bañarte solo y tranquilo antes de que llegue más gente no te gusta?
Estaba preciosa.
El vestido ceñido, moldeando su silueta eternamente juvenil, recogiendo y dando forma a su pecho, entallándole la cintura, mostrando al final de la falda sus piernas esculpidas por un Miguel Ángel celestial, las sandalias abiertas ofreciendo la desnudez de los pies que tanto le gustaba acariciar. El color blanco del vestido le daba luz a la cara. Un resplandor. Seguía pareciendo la misma novia con la que se había casado un soplo de tiempo antes.
Él.
Asombroso.
Patro se echó a reír.
—Si vieras la cara que pones...
—De sorpresa.
—De bobo.
—Desde luego...
Ella se sentó a su lado, en la cama, y le dio un beso rápido y dulce en los labios.
—Va, no seas malo. Ya sabes que me encanta ir a nadar.
—Me asombra tu vitalidad en verano, con este calor.
—No te hagas el viejo, que no me vale.
—Anoche tardé en dormirme —quiso justificarse Miquel.
—¿Y yo qué? Lo mismo. Piensa que en menos de una hora estarás en el agua, fresquito.
—Vamos a los de San Sebastián —le propuso.
—Eso, tú de rico. —Abrió los ojos Patro—. ¡Sabes que son más caros que los de San Miguel! ¡A mí ya me están bien!
—Pero esa piscina interior de los baños de San Sebastián...
—¡Sí, muy bonita, pero el agua está helada, no me digas! ¡Debes de tener piel de elefante si no te da frío! ¡Yo es que no puedo ni meter un pie en ella, ya lo sabes, aunque estemos en agosto!
Le encantaba verla expresarse con pasión.
Lo malo es que estaba lento, todavía con sueño pegado a los párpados. Quiso abrazarla, pero Patro se zafó con agilidad.
—¡Ah, no, ni hablar, encima! ¿Para eso me he levantado antes y te he dejado dormir? ¡Ya tengo hasta los bocadillos y la tortilla de patatas hecha! ¡Todo a punto de marcha! ¿Quieres levantarte de una vez? ¡Nos prometimos un día libre, al completo!
El paraíso.
Un día libre, al completo, significaba ir a la playa por la mañana, comer allí, tomar un poco el sol por la tarde, cuando ya no quemaba, tal vez darse un último baño, y a eso de las seis o las siete ir al cine. Programa doble.
También significaba que quien decidía las películas era ella.
—¿Qué iremos a ver?
—Murieron con las botas puestas y Scherezade, en el Alondra.
—No se dice «Scherezade», sino «Sherezade».
—¡En el periódico lo pone así! ¿Sabrás tú más que ellos?
Mundo cruel.
—¿Quieres ver una del Oeste en la que los indios masacran a los del Séptimo de Caballería? —la pinchó por otro lado.
—¿Lo ves? ¡Serás...! —exclamó Patro con disgusto—. ¡Ya me has contado el final!
—Mujer, que todo el mundo sabe la historia del general Custer.
—¡Pues yo no! —Se molestó todavía más—. ¡Y vamos a ir igualmente! ¡Quiero ver a Errol Flynn, ya sabes que me gusta mucho! ¡Y a ti Yvonne de Carlo, que hace la otra! ¡Con lo bien que las he escogido!
Se había enfadado.
Y era lo que menos le convenía.
Miquel se puso en pie.
—No sé por qué discuto contigo. —Suspiró—. Siempre pierdo.
—Estabas tú muy acostumbrado a ganar.
—Pues claro.
—Cállate, inspector de pacotilla —le riñó.
Miquel salió de la habitación con los ecos de la burlona palabra «inspector» revoloteando por su cabeza. ¿Inspector? A partir de enero del 39 ya no, y había llovido mucho desde entonces, aunque se había metido en suficientes problemas tras su regreso a Barcelona en julio del 47, tres años antes, volviendo a sus mejores días de policía por mucho que fuese obligado por las circunstancias, como si atrajera los líos.
Cuando se detuvo frente al espejo del lavadero se miró la cicatriz del hombro. Todavía le dolía un poco la articulación del brazo. La bala disparada el 24 de abril había dejado su huella. La bala del maldito espía ruso que iba a matarle.
Confiaba en que fuera su último «caso».
Abrió el grifo del lavadero y metió la cabeza bajo el chorro de agua fresca.
Julio del 47, agosto del 50.
Tres años y un mes de libertad.
Feliz.
Casado, sorprendentemente.
Sí, Patro merecía todo lo que hiciera por ella. Todo y más. Los ocho años y medio de esclavitud en el Valle de los Caídos, trabajando en aquel maldito mausoleo, siempre con el miedo de que se cumpliera la sentencia y lo fusilaran, estaban siendo compensados por aquel renacer, su segunda vida, su última oportunidad.
El amor de la vejez era tan distinto al amor de la juventud...
¿O era porque Patro apenas si era una niña de treinta años, tan llena de vida?
Tanta que se la contagiaba a él.
En invierno tiritaba de frío al lavarse. En verano lo agradecía. Lo incómodo, y más a sus años, era subirse al lavadero y meterse dentro. ¿Por qué no se hacían un cuarto de baño, como en las casas nuevas? Un cuarto de baño con una bañera.
Un sueño.
O no. La mercería iba relativamente bien. Ni siquiera se trataba de un lujo, sino de una necesidad. Calidad de vida.
—Date prisa o me voy sin ti. —Oyó la voz de Patro.
Se dio prisa.
Una vez lavado a medias, axilas y poco más, que por algo iba a estar en remojo en menos de una hora, como decía ella, regresó a la habitación y se vistió.
Que su mujer estaba combativa después de contarle el final de la película, se hizo evidente al verle.
—¿Vas a ir así a la playa?
Miquel se quedó quieto.
—Pues... sí, ¿qué pasa?
—¡Ponte algo más cómodo, hombre! Parece que vayas a la oficina.
—Pero ¿a ti qué te ha dado hoy? —Frunció el ceño él.
—¿A mí? Nada. Eres tú el que va con esos pantalones y esa camisa.
Miquel se acercó a ella.
Ahí sí seguía siendo un buen policía.
Todavía captaba los detalles, el brillo de una mirada, la verdad o la mentira, la manera en que el alma podía deslizarse a flor de piel por encima de una persona, traicionándola, revelando sus secretos o su estado de ánimo.
—Sí, a ti te pasa algo.
—¿Qué va a pasarme? —Intentó despistar Patro.
—Los ojos te echan chispas.
—Es porque se hace tarde y parece que te lleve al matadero en lugar de ir a pasarlo bien a una playa.
—No hablo de eso. Ayer estabas igual. Y anteayer. Ahora me doy cuenta.
—Mira el experto. —Plegó los labios en una mueca irónica.
—Seré un inspector de pacotilla, pero inspector al fin y al cabo.
—Te has picado, ¿eh? —Puso cara de mala.
—No te hagas la loca y dime qué te pasa.
—¡Que te digo que nada! ¡Estamos en verano y nos tomamos un día libre! ¿Qué más quieres?
Esta vez sí logró abrazarla.
Y se lo dijo:
—Estás rabiosamente guapa.
—Lo de rabiosamente...
Miquel le selló los labios con un beso.
Patro no sólo le correspondió, sino que se pegó a él, entregándose como únicamente ella sabía hacerlo.
Fueron cinco, diez segundos de olvido.
Con la cabeza al otro lado del universo y la mente del revés.
Sí, tres años con ella eran el pleno renacimiento.
—Venga, ponte algo menos serio y, mientras, voy a darle un recado a Teresina. —Se separó Patro—. Nos vemos abajo.
—Si vas a la tienda te liarás —la previno.
—Que no —le aseguró ella—. Me olvidé de decirle una cosa, eso es todo. Y no digas «la tienda», hombre. Es una mercería.
Estaba orgullosa de ser la dueña de algo.
Ella.
—Baja tú la bolsa con las cosas de la playa y la comida —le recordó antes de salir de la habitación.
—De acuerdo.
—¡Y no tardes! ¡Cinco minutos!
—¡Bien!
Se quedó solo.
¿Qué tenían de malo unos zapatos negros, cómodos, unos pantalones grises y una camisa blanca con las mangas arremangadas?
Bueno, un poco clásico sí.
Pero al menos no llevaba corbata.
2
Se puso unos pantalones menos «serios», marrones. Y una camisa de manga corta, azulada. Patro ya no le dejaba llevar camiseta en verano. Insistía en que no era «moderno». Los días de Clark Gable en Sucedió una noche habían quedado olvidados. Cosas de «antes de la guerra». Lo que más le había costado era renunciar a la corbata.
Era un clásico readaptado.
Si Quimeta le estaba viendo desde el cielo, se estaría riendo de lo lindo.
Buena era ella.
Miquel se miró en el espejo.
Como se descuidara, Patro le haría vestir todavía más «a la moda». Y él le haría caso, por supuesto. ¿Cómo enfrentarse a su vitalidad y derroche de energía?
Aquel brillo en los ojos...
Algo le sucedía.
Algo que la mantenía todavía más viva, despierta, feliz.
¿Se habría enamorado de un hombre de su edad?
Apartó de golpe aquel pensamiento traidor y absurdo. Ese era su miedo. Sólo suyo. La Patro del presente ya nada tenía que ver con la del pasado, la que había reencontrado en julio del 47. Ahora era una mujer casada. Cuando a veces le abrazaba de noche y le decía que la había salvado, lo decía de verdad. Y no se trataba de gratitud. Era amor. El amor de dos mitades capaces de volver a formar un solo cuerpo.
—Fíjate —le dijo a su otro yo reflejado en el espejo de la habitación.
A su edad, su padre ya había muerto.
Él seguía vivo.
Después de una guerra, después de un largo cautiverio, después de perderlo todo, un hijo, una esposa, casi, casi, la dignidad.
—¿Cuándo vas a dejar de asombrarte?
Tal vez nunca.
Ocho años y medio en el Valle de los Caídos representaban casi tres mil cien días, tres mil cien amaneceres inciertos, tres mil cien anocheceres todavía vivo, tres mil cien momentos de derrota. La compensación era hermosa, pero seguía pensando que todo era un sueño, que seguía allí.
O peor, o mejor, que estaba muerto.
Habían pasado los cinco minutos.
No quería un nuevo enfado de Patro, así que recogió la bolsa, las llaves, la cartera, y salió del piso para bajar al vestíbulo. La bolsa pesaba debido a la fiambrera con la tortilla de patatas. En el merendero de los baños pedían la bebida y listos, así estaba fresquita.
Patro aún no había llegado.
Tampoco vio a la portera en su cubículo acristalado.
Aquella mujer siempre parecía tener un cohete en el trasero. No paraba cinco minutos quieta. Entraba y salía, subía y bajaba, todo menos hacer guardia mucho rato en su puesto.
Miquel se asomó a la calle.
No tenía que haber ido a la mercería. Teresina siempre le venía con problemas. De cinco minutos nada.
—Habrá que coger un taxi. —Se encogió de hombros.
Aún era temprano para que hiciera un calor excesivo, pero la idea lo animó. Mejor eso que ir a por el tranvía, qué caramba. Ya que ella no quería ir a los baños de San Sebastián por caros...
¿Cuántas veces había pensado en el mar en los veranos del Valle?
Achicharrado, viendo morir a los compañeros como moscas.
—¿A qué viene pensar ahora en eso? —Se agitó inquieto.
A veces el pesimismo salía a flote, lo mismo que un corcho sumergido en el fondo del mar. Un pesimismo que le dolía, porque ya no tenía el menor sentido.
Diez minutos.
—La que tenía tanta prisa —gruñó.
Miró la hora. La primera alternativa era que hubiera problemas. La segunda, que Teresina todavía no hubiese llegado para abrir la tienda... la mercería. La tercera y más improbable, que Patro se hubiera encontrado a alguien por la calle.
Suspiró y se puso en marcha, agarrando bien la bolsa con la mano derecha.
Una bolsa con toallas playeras.
Un jubilado de oro.
Se olvidó del aparente ridículo y de la culpa de ir a la playa en día laborable. Caminó a buen paso calle abajo. La tercera opción, la del encuentro de Patro con alguien, quedó eliminada. Al abrir la puerta de la mercería, Teresina se levantó de un salto.
Desde lo de abril, cuando la había pillado escaqueándose del trabajo con un novio indeseable, casado y cara dura, estaba como una seda.
—Buenos días, señor Mascarell.
—¿Y la señora?
—No sé. —Teresina se encogió de hombros.
—¿Cómo que no sabes? —se extrañó él—. Si ha venido a decirte no sé qué hace cinco minutos.
—¿La señora? —Más cara de sorpresa—. Yo no la he visto. Y he abierto la puerta puntual. —Quiso dejárselo claro.
—Teresina, te digo que ha venido hace un momento. —Empezó a enfadarse.
—Señor, que no. —Unió las dos manos en un primer ramalazo de nerviosismo—. Ni siquiera ha entrado una clienta desde que he abierto, y no me he movido de aquí.
Miquel se envaró.
—¿En serio?
—Se lo juro.
No se molestó en despedirse. Cerró la puerta y subió calle arriba, de vuelta a casa, ahora con el paso mucho más vivo.
¿Era posible que, nada más salir, Patro hubiera cambiado de idea para ir primero a la tienda de ultramarinos?
Tenía que ser eso.
Mucha prisa, mucha prisa, y luego...
Llegó a la esquina de Gerona con Valencia y se metió en su portal. La portera había reaparecido. Barría el vestíbulo enérgicamente, como si por allí hubiera pasado una procesión de Semana Santa. Miquel se detuvo frente a ella.
—¿Ha visto a mi mujer?
—Sí, hace un momento. —Dejó de barrer.
—¿Se ha fijado hacia dónde iba? Quiero decir si ha echado a andar hacia la derecha, la izquierda...
La respuesta tuvo el mismo efecto que si un cuchillo de hielo lo atravesara.
—Ha subido a un coche.
Miquel parpadeó.
—¿A un coche? —repitió como un tonto.
—Sí, con un hombre.
Debió de poner cara de idiota, porque la portera levantó ligeramente las cejas. Se aferró a la escoba como si fuera una escopeta y ella montara guardia al pie de su fortaleza.
—¿Está segura? —insistió.
—Pues claro.
—Pero si nos íbamos a la playa.
El silencio fue incierto. La mirada de la mujer, solemne.
Flotaron cinco segundos entre ambos.
—Perdone que insista, pero es que... —Dejó la bolsa en el suelo y abrió la otra mano con impotencia—. ¿Cómo iba mi mujer a irse sin...?
—Mire, ha salido a la calle, y entonces, él, aquí mismo, la ha abordado. Primero le ha dicho algo al oído y luego la ha cogido del brazo...
No pudo terminar su explicación. Un niño entró en el portal y se detuvo frente a ellos. Tendría unos diez u once años y cara de pilluelo, ojos chispeantes, cabello casi al cero. Vestía unos pantalones cortos con tirantes y una camisa que necesitaba un lavado urgente. Llevaba un sobre en la mano.
El niño se lo tendió a ella.
—¿Es usted la portera?
—Señora portera.
—Bueno, pero ¿lo es?
—Sí.
—Esto es para un señor que vive aquí y se llama Mascarell.
Miquel sintió un ramalazo de frío.
Si algo había aprendido en sus años de policía era que nada solía ser casual. Y más cuando las cosas se torcían.
Como en aquellos momentos.
Con una mano cogió el sobre. Con la otra agarró al chico.
—Yo soy el señor Mascarell —le dijo—. ¿Tú quién eres?
El niño probó a soltarse.
No pudo.
—Me llamo Jordi. —Le miró con el ceño fruncido, un poco de súbito miedo y una buena dosis de desparpajo.
—¿Quién te ha dado esto?
—Suélteme.
—¡¿Quién te ha dado esto?!
—¡Un hombre! ¡Ay, me hace daño!
Aflojó la presión sin soltarle.
—¿Cómo era?
—No sé. —Se encogió de hombros—. Un hombre normal.
—Descríbelo.
—Pues... bajo, ojos muy juntos, nariz gorda... Oiga, yo no he hecho nada. —Forcejeó un poco más sin éxito y el miedo aumentó gradualmente—. ¡Sólo me ha pedido que le diera esto a la portera!
—¿Le habías visto antes?
—¡No!
—¿Qué te ha dicho exactamente?
El niño miró a la portera, como si esperase ayuda por su parte, pero ella estaba tan sorprendida como él.
—Me... me ha dicho que esperase diez minutos y trajese esto aquí. —Señaló el sobre—. Me ha dado tres pesetas.
Mucha propina para un encargo.
—¿Bajo, ojos juntos, nariz grande?
—¡Sí!
Miquel se dirigió a la portera.
—¿Era el mismo del coche?
—No. —La mujer empezó a inquietarse al ver que sucedía algo malo—. Bueno... yo estaba en la garita, tampoco es que le haya visto muy bien la cara, pero a mí me ha parecido alto. Al asomarme ya estaba de espaldas. Ha sido cuando les he visto entrar en el coche.
A Miquel la cabeza empezó a darle vueltas.
Siempre había sabido reconocer el peligro, por puro instinto. A veces bastaban unos pocos indicios. Allí empezaba a haber demasiados.
El sobre tembló en su mano.
El niño tiró de él. Seguía reteniéndole.
Le soltó.
Y mientras el pequeño salía de allí a la estampida, Miquel recogió la bolsa de la playa e hizo lo propio, disparado escaleras arriba para llegar cuanto antes a su piso.
3
Abrió la puerta jadeando por la rápida ascensión, sin aliento y ya empapado en sudor, temblando, con el corazón a mil. Dejó la bolsa en la misma entrada y se precipitó hacia el comedor, para tener luz de día cuando examinara el misterioso sobre. No abultaba mucho. Un simple sobre de carta con una hoja de papel en su interior.
Una vez en el comedor, junto a la ventana, lo sostuvo en la mano.
Su nombre en la parte frontal, nada más.
Escrito a mano y con letra muy pulcra.
Se sentó en una silla y lo miró al trasluz antes de rasgarlo por uno de los lados, para no estropear lo que contenía. La experiencia policial quedaba atrás. Nada de actuar con más precauciones. Extrajo la carta y lo primero que notó fue que estaba escrita a máquina.
Correcta, sin tachaduras.
Empezó a leer.
Inútil.
Lo hacía a trompicones, sin enterarse de nada.
Volvió a intentarlo.
Se pasó una mano por los ojos. El sudor le empapaba ya la frente. Hizo un verdadero esfuerzo por concentrarse.
Y esta vez, aunque a duras penas, lo logró.
Señor Miguel Mascarell:
Ante todo permítame decirle que siento todo esto, pero es la única forma de que hoy, tantos años después, se haga justicia. No esperamos que lo entienda, pero haga un esfuerzo por comprenderlo.
El día 17 de marzo de 1938, a las dos de la tarde, durante los bombardeos que la aviación italiana hizo sobre Barcelona aquel