Más allá de las palabras

Lauren Watt

Fragmento

cap-2

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El despertador de mi teléfono comenzó a sonar y alargué el brazo para darle al botón de repetición. En cuanto volví a acomodar la cabeza en la almohada, sonó de nuevo. Entreabriendo un ojo, toqueteé la pantalla con el pulgar.

—¡Mierda, mierda, mierda!

Me levanté de un salto, agarré una camiseta de deporte de la pila de ropa, me calcé las Asics y salí disparada por la puerta.

Corrí a la parada de metro de Astor Place, tomé el tren hasta Central Park e hice un esprint hasta el puesto de inscripción. Cuando llegué, sin aliento, me atendió una mujer de uñas largas y rojas, que arqueó una ceja.

—Cielo, llegas veinte minutos tarde.

—Pero necesito participar en esta carrera si quiero clasificarme para el maratón de Nueva York —le supliqué—. Me basta con llegar a la meta. Por favor, se lo ruego, déjeme participar.

Apoyó las manos en el cubo de plástico que contenía los dorsales, apretando los labios.

—La carrera ya hace rato que ha empezado.

Me alejé del puesto con los ojos llorosos. «No llores. No llores. No llores. Aquí no, Lauren. No en pleno Central Park.» Pero no pude evitarlo. En cuanto pestañeé, brotó un torrente de lágrimas.

Con la cabeza gacha, vagué por el parque hasta la fuente de Bethesda, donde a Gizelle y a mí nos gustaba contemplar las barcas de remo del estanque. Ella tenía un problema en la pata trasera izquierda. Le suponía demasiado esfuerzo subir las escaleras del edificio sin ascensor donde vivíamos, así que dos amigos que tenían una casa de una sola planta en Maine se habían ofrecido a cuidar de ella durante unas semanas, lo que me había permitido regresar a la ciudad para seguir trabajando, pero me sentía sola allí sin Gizelle. Caitlin y John me aseguraban que ella se encontraba bien, descansando la pata. Se tomaba la medicación sin resistirse. Regresaría a Nueva York en cuanto mejorase... o al menos eso esperaba yo. Pero no las tenía todas conmigo. Cada vez que me acordaba de su cojera, un miedo terrible se apoderaba de mí.

Respiré hondo y me enjugué la cara con la camiseta. «Está bien, Lauren. Te has perdido esta carrera, pero eso no significa que no puedas correr una solo para ti. Aún puedes hacer los kilómetros que te tocan.» Me sequé las lágrimas y arranqué. Subí las escaleras y corrí entre los olmos imaginando que las gigantescas patas de Gizelle golpeteaban el suelo a mi lado, como antes de que apareciera aquella maldita cojera. Rodeé el estanque de los patos, circundé la escultura de Alicia en el País de las Maravillas y salí del parque a la Quinta Avenida.

Seguí trotando. El asfalto irradiaba un calor que me subía por las piernas. Gizelle no habría podido correr en un día tan caluroso, pero eso no me impidió continuar visualizándola junto a mí. Al cerrar los ojos, casi oía el repiqueteo de sus patas a mi lado. Avancé por la Quinta Avenida cada vez más deprisa, esquivando el denso tráfico de domingo en Manhattan, sintiéndome mejor con cada zancada.

Al llegar a la calle Siete, crucé la avenida A y me planteé correr dos o tres kilómetros más, hasta el East River Promenade, pero en lugar de eso me detuve frente a mi edificio. Exhalando, me agaché y apoyé las manos en las rodillas. Exhalé. Exhalé. Exhalé. Saqué el teléfono del brazalete deportivo y descubrí que tenía tres llamadas perdidas, además de un mensaje en el buzón de voz. Era de Caitlin. Me pedía que la llamara enseguida. Tenía que decirme algo sobre Gizelle.

Subí las escaleras hasta mi piso jadeando. «A lo mejor Caitlin quiere preguntarme algo sobre la comida o los medicamentos...» El veterinario había llamado a la farmacia Rite Aid de Kittery para encargarlos. A lo mejor habían tenido algún problema al pasar a recogerlos. Yo estaba colorada por los once kilómetros que había corrido, aún llevaba puestas las Asics y el corazón me latía con fuerza en el pecho. Abrí la puerta de mi apartamento, vi la cama vacía de Gizelle y me quedé mirando el teléfono, intentando reunir el valor suficiente para llamar. «Llama de una vez, Lauren. Seguro que todo está bien.»

Con qué rapidez había entrado Gizelle en mi vida, un día de verano, en Tennessee, seis años atrás. Cuando mis padres aún seguían juntos, antes de que me mudara a Nueva York, antes de que me aficionara a correr. Con qué rapidez se había convertido en mi nueva mejor amiga, y en mucho más que eso.

Marqué el número.

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Habíamos hecho la promesa de que solo íbamos a mirar. Mamá y yo estábamos sentadas en el aparcamiento de la farmacia CVS de Franklin Road. Eran las diez de la mañana y ya había mucha humedad en Brentwood, el barrio residencial de Nashville donde me crie. El parabrisas daba a una hilera de árboles y estábamos absortas en nuestra sección favorita de los anuncios clasificados de The Tennessean: la de cachorros.

No había ninguna razón para que curioseáramos en la sección de mascotas ese día. Ya teníamos dos perras en casa, Yoda y Bertha, por no hablar de unos cuantos bichos más y un problema familiar irresoluble que dudaba que un cachorro nuevo fuera capaz de arreglar.

—¿Un labrador? —sugerí, y di un mordisco a mi bagel con semillas de todo tipo, ajo y cebolla.

Mamá sacudió la cabeza, también con la boca llena. Extendió el pulgar hacia arriba, como diciendo «¡más grande!».

—¿Un coonhound?

—Bueno... —Meditó sobre ello—. ¿El coonhound no es la mascota oficial de la UT, cariño?

Tenía razón. El coonhound, un sabueso de orejas caídas y belfos colgantes, era la mascota de los Vols, el equipo de fútbol americano de la Universidad de Tennessee, donde iniciaría mi segundo año de carrera en otoño después de haber cursado el primero en otro centro. Si la chica nueva en el campus se comprara un perro igual que su mascota, ¿lo interpretarían como una muestra excesiva de compañerismo? Nuestras miradas se encontraron y ambas sonreímos, pues habíamos pensado lo mismo.

Desde que yo había regresado a casa por el verano, a mi madre le había entrado el ansia de pasar un rato conmigo por las mañanas, y varias veces por semana me proponía hacer visitas relámpago a Starbucks o Bruegger’s para comprar bagels y al

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