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Nathan Ellison Raymond Dunkle no tenÃa un momento de respiro.
Salió a la carrera de su laboratorio, otra vez tarde, con la cabeza un poco abotargada después de la intensa sesión en la que intentaban encontrar una innovadora fórmula fÃsica capaz de mejorar la tecnologÃa avanzada de propulsión. Cogió su coche, se incorporó al tráfico de la ciudad y trató de mantener la calma. Ese evento podÃa cambiar su vida y no estaba dispuesto a perdérselo. ¿Y si su posible futura esposa se encontraba allà y habÃa conocido ya a otro hombre porque él se habÃa retrasado en el trabajo? De nuevo.
Puso freno a su impaciencia y avanzó unos metros más. Estaba cansado de que su vida social girara en torno a su compañero de investigación, Wayne, y su hermano Connor. Desde que dejó la NASA para trabajar en el sector privado de la ingenierÃa aeroespacial, sus dÃas se habÃan convertido en una larga sucesión de fórmulas e investigaciones. Las escapadas para jugar al golf con sus amigos se habÃan acabado. Su vida sentimental, por lo general poco activa, estaba ahora bajo mÃnimos. HacÃa tres meses que habÃa cumplido los treinta y dos años, y fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenÃa a nadie a quien invitar. En el laboratorio lo celebraron con una tarta pequeña y, después de que Wayne tarareara el Cumpleaños feliz, volvieron al trabajo.
Patético.
En aquel momento tomó la decisión de cambiar.
Vio el cartel que daba la bienvenida a Verily y comenzó a buscar aparcamiento en la calle. Las iluminadas tiendas que se alineaban en las aceras estaban orientadas hacia el rÃo Hudson y tenÃan un encanto pintoresco que atraÃa al visitante, de manera que el lugar resultaba acogedor. Su hermano se habÃa burlado de él cuando le habló del evento, dedicado a las citas rápidas, pero Connor no tenÃa ninguna intención de sentar la cabeza con una mujer. Durante años habÃa estado viendo a su hermano salir con mujeres sin querer comprometerse y eso lo deprimÃa. Ese interminable desfile basado en la conquista y el abandono le parecÃa… vacÃo.
Él ansiaba un vÃnculo real con una mujer, alguien con quien compartir su vida. No le interesaba ir de copas ni saltar de cama en cama. El matrimonio equivalÃa a todas las cosas que él buscaba: estabilidad, sexo y compañerismo. Una vez que tomaba una decisión, empleaba todo su tiempo y su energÃa en dar los pasos necesarios para alcanzar el objetivo, y su más reciente idea no iba a ser una excepción. Después de seis semanas de intensa investigación, estaba preparado.
Aparcó en un espacio libre y apagó el motor. Rebuscó en la guantera hasta dar con un paquete de caramelos de menta y se metió uno en la boca, tras lo cual se limpió las manos en los pantalones chinos. Mierda. Se habÃa olvidado de quitarse la bata blanca, que esa misma mañana se habÃa manchado de café en toda la pechera. Se mojó un dedo con saliva y trató de frotar la mancha marrón, pero lo único que consiguió fue empeorarla. ¿Y si se quitaba la bata? Tiró de un hombro, pero vio que debajo llevaba una camisa de algodón arrugada y finalmente decidió dejársela puesta. ¡Qué más daba! De todas formas, no querÃa una mujer a la que solo le importaran la ropa y las apariencias.
Se subió las gafas por la nariz y se echó un vistazo en el retrovisor. El favorecedor tono bronceado que esperaba lucir era un desastre. Dichoso autobronceador. La temporada de golf no habÃa empezado todavÃa y esa mañana se habÃa dejado llevar por el pánico al comprobar lo pálido que estaba. SabÃa que a las mujeres les gustaban los hombres de aspecto saludable, asà que habÃa comprado un bote de autobronceador a la hora del almuerzo y se lo habÃa aplicado en el trabajo. HabÃa seguido las instrucciones al pie de la letra, pero en vez de lucir un moreno natural, tenÃa la cara de color naranja. Se la frotó con frenesà e intentó rebajar un poco el tono zanahoria. No estaba tan mal. Después del almuerzo le habÃa preguntado su opinión a Wayne, y este, tras mirarle un instante, le dijo que estaba bien. Claro que estaba ocupado con las pruebas de velocidad, asà que a lo mejor no le habÃa prestado demasiada atención.
Reprimió un suspiro, salió del coche y se dirigió al Cosmos, el restaurante donde se iba a celebrar el evento. Al menos no era un bar. Apretó el paso y, después de tropezar con la acera porque no estaba bien nivelada, por fin alcanzó su destino. Nada más entrar sintió el aire caliente del local y llegó hasta él el olor a ajo, a tomate y a pan recién horneado. El restaurante estaba decorado con los elegantes colores de la Toscana y las mesas del comedor estaban suavemente iluminadas. En cada una de ellas se habÃa dispuesto un cronómetro y la gente conversaba mientras bebÃa y picaba algo de comer.
Se quedó paralizado.
Luchó contra el impulso de dar media vuelta y salir de allÃ, pero no era de los que se echaban atrás cuando tomaba una decisión y no tenÃa intención de empezar a hacerlo ahora. Se habÃa preparado para eso. Ese era su momento.
—¿Puedo ayudarte?
Bajó la vista y vio a una chica joven que sostenÃa una carpeta y lo miraba con una sonrisa.
—SÃ. Soy Ned Dunkle. Estoy registrado para participar en el evento.
—Por supuesto. —La chica tachó su nombre de la lista y le ofreció un tÃquet—. Bienvenido a las citas rápidas de Kinnections. Tienes tiempo para pedirte una copa en la barra. Aquà está tu número. Empezarás en la mesa nueve. Cinco minutos como máximo en cada mesa. Aquà tienes un listado con todas las participantes. Si te gusta alguien, anota el nombre y al final del evento presentaremos a las personas que están mutuamente interesadas.
—Genial.
Aceptó el tÃquet y se abrió camino hasta la barra. Se oÃan carcajadas y conversaciones fluidas, aderezadas con el olor a perfume y a algo más fuerte. ¿Era él? Pues sÃ, se habÃa pasado con la colonia. En casa le gustó el olor, pero en ese momento parecÃa estar ahogándose entre las notas de madera que prometÃa la etiqueta. En fin, confiaba en que nadie lo notara.
Echó un vistazo a su alrededor dispuesto a entrar en acción. Y entonces fue cuando la vio.
La perfección.
La mujer se movÃa por la estancia irradiando energÃa y aplomo. Se detenÃa de vez en cuando para charlar con unos y otros, y llamaba la atención de hombres y mujeres por igual. Unos ojos ambarinos destacaban en su rostro, enmarcado por una melena castaña ondulada. Llevaba un traje de color rosa chicle a juego con el pintaúñas. Sin embargo, Ned se sintió atraÃdo por los zapatos. Tacón de diez centÃmetros, puntera abierta, de color rosa y adornados con pedrerÃa. El anillo de plata que llevaba en un dedo enfatizaba el intenso color rosa chicle de sus uñas.
Saltaba a la vista que esa mujer podrÃa tener a cualquier hombre que deseara, controlaba su sexualidad y dominaba la situación. Su risa ronca reverberó en los oÃdos de Ned, se colÃ