Te di mi palabra

Concepción Revuelta

Fragmento

cap-2

1

Vega de Pas, provincia de Santander, 1910

—Mujer, ¿qué parió?

—Una niñuca.

—¿Y la Remedios?

La partera bajó los ojos y movió la cabeza, mientras se limpiaba las manos con el blanco delantal. Por sus mejillas rodaban lágrimas rabiosas de impotencia, de pena, de furia y dolor. Tantos niños había traído al mundo, los cuales le proporcionaron grandes sonrisas, y precisamente esta, a la que con tantas ganas esperaba, le llenó de pena el alma, ya que mientras recibía con alegría a su nieta, sintió cómo en un instante la joven vida de su hija escapaba.

Vidal se dejó caer sobre la silla y con coraje se arrastró de su cabeza la boina. Como un chiquillo al que le acabaran de quitar lo que más quería, lloró sin consuelo, nada le importó que la casa estuviera llena de mujeres; limpió con sus grandes y delgadas manos las lágrimas que recorrían su cara y con un gesto duro pidió quedarse solo en su cabaña. Aunque su voz tan endeble apenas se oyó.

Cuando su suegra, que le había escuchado y entendía perfectamente la necesidad de Vidal por estar solo, intentó abandonar la pobre estancia, la retuvo con fuerza.

—Suegra, busque una paisana que amamante a la niña. Y llámela Vega; así era como quería ponerla su madre.

Sin más, salió de la cabaña de entre las hembras que abarrotaban la cocina, cogió la colodra y se la colgó al cincho que sujetaba su roído pantalón. Luego, puso sobre su hombro izquierdo el dalle y se dirigió hacia los prados.

—¡Maldita sea mi suerte! —susurró entre dientes, mientras se alejaba de la cabaña vividora.

A su mujer la conoció en octubre por Nuestra Señora del Rosario, en Bustiyerro, y en menos de dos años, por las Nieves, se casaron.

Aquella pasiega de ojos claros y pómulos sonrojados le cautivó nada más verla danzando en la romería. Buscó la manera de acercarse a ella al son de la pandereta, mientras Remedios bailaba la jota, y entre saltos y vueltas consiguió rozar discretamente su mano y robarle la sonrisa. Recordó las primeras palabras que le dijo aquel día y, por supuesto, su respuesta.

—¿Dónde te han tenido escondida, panoja?

—Debajo un bombo he salido, pasiego.

Y con las mismas, la moza se había dado la vuelta; había agarrado el brazo a su amiga y mientras lo hacía, con un giro coqueto le había regalado una mueca cómplice y pícara al chico. Ahora él recordaba con nostalgia y pena aquel gesto, sintiendo cómo su corazón se partía en dos.

Otra vez se había quedado solo. Igual que cuando era un chaval y tuvo que tirar para adelante ante la repentina y temprana muerte de sus padres. De nuevo la soledad, la tristeza y el silencio volvían a rondarle. Algo debía de estar haciendo mal, para que Dios Nuestro Señor le mandara tanta pena.

La pequeña Vega no le preocupaba en ese momento. Sabía que su suegra se ocuparía de ella. Él estaría presente para el entierro y los oficios religiosos y después, una vez terminado agosto, recogería las vacas y se perdería entre las bravas montañas pasiegas. Tenía labor pendiente; cabañas por construir, lastras por colocar en los tejados y cerradas por terminar piedra a piedra. Todo ello, durante largas horas de silencio y escasos recuerdos en los prados altos. Ya nadie le esperaba en la cabaña vividora, ahora su casa estaba repartida por los montes, junto al ganado; un tiempo aquí y otro allá, así pasaría el resto de su vida. Procuraría que a su pequeña no le faltara de nada para vivir, pero él prefería la más absoluta soledad.

Debía de estar escrito, ese era su sino. Por tanto, no volvería jamás a tentar a la suerte. Posiblemente los paisanos le aconsejarían que buscase alguna moza casadera o quizá alguna viuda joven, que las había, pero ninguna sería como su Remedios; por lo tanto, ¿para qué molestarse? Sus necesidades de hombre ya sabría él cómo cubrirlas, y la compañía se la darían los montes pasiegos. Subiría al castro cuando sus ganas de gritar fueran tan grandes que asfixiaran su garganta, y así se desahogaría. Otras veces, se acercaría al Cueto Berana por el Alto de la Braguía, y allí donde se dividen las aguas del Pas y del Pisueña lloraría tranquilo su pena. Por aburrimiento desde luego no iba a ser; los pasiegos no conocen el significado de esa palabra, desde el amanecer hasta que el sol se esconde siempre tienen labor que hacer.

Virtudes miró el cuévano niñero que con tanto cariño su abuelo Demetrio, covanero de Vega de Pas, había hecho para la criatura, y no pudo por menos que recordar con cuánto esmero había sido fabricado aquel cuévano. El hombre escogió las mejores varas de avellano, recogidas en buena luna, la mejor, la menguante de enero. Con su maña propia, hendió por la punta y entre sus rodillas dobló y extrajo las varizas. Después las puso a remojar unos días y cuando estuvieron a punto, comenzó con el buen arte que le caracterizaba a tejer el cuévano para el primero de los chicuzus que iba a parir su hija Remedios. Cada parte que hacía se la mostraba a Virtudes como si aquella cuévana fuera la primera que creaba, hasta que, ya terminada, se la mostró orgulloso a Remedios, quien no pudo reprimir su emoción al ver la de su padre, que esperaba ansioso la llegada de aquella criatura que iba a ser su primer nieto.

Una vez terminada, Remedios, con la ayuda de las buenas manos de su madre, acondicionó y vistió la cuévana con los mejores paños que encontraron; la sabanilla era tan blanca que ni las nieves recién caídas lucían así, y las puntillas estaban tan bien almidonadas que iba a resultar difícil que perdieran la prestancia.

Absorta estaba en su pensamiento Virtudes cuando asomó en la cabaña Ción, amiga de su difunta hija, y que, avisada por las vecinas, llegaba para amamantar a la pequeña.

La mujer, al verla entrar sofocada y deshecha por la pena, le pidió que se sosegara; la moza apenas hacía dos días que había parido y un disgusto semejante podía dejar sus mamas secas, y ahora tenía que alimentar a dos pequeños. Ción lo haría con gusto, por el cariño que le tenía a su amiga.

Las jóvenes se habían criado juntas, tanto que precisamente Virtudes había sido quien la amamantó a ella debido a unas fiebres que su madre tuvo cuando ella llegó al mundo y quedó imposibilitada para hacerlo. Por ese motivo, Vega iba a ser como si de su hija se tratase; los criaría a los dos como buena pasiega.

La muchacha se aproximó hacia el lecho donde su querida amiga Remedios descansaba, y posó en la frente de la malograda sus labios temblorosos, pegando sobre ella un largo beso que jamás hubiera querido darle. Luego se acercó a Virtudes y tomó en sus brazos a la pequeña Vega, la arrimó con fuerza a su pecho y le ofreció uno de sus dedos, el cual la criatura agarró con ganas. Buscó con la mirada asiento, a la vez que iba soltando su camisa, pero Virtudes, antes de que esta dejara al descubierto sus pechos, le pidió que llevara a la recién nacida a Candolias, que a partir de ese momento, con toda seguridad, iba a ser su casa.

El covanero, carente de noticias sobre el parto de su hija y aparentemente tranquilo, tejía unas cestañas que Amalia la quesera le había encargado para colocar en su burro. De vez en cuando levantaba la vista ojeando en la distancia para ver si alguna paisana le daba

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