Un día de septiembre y algunos de octubre (Inspector Mascarell 10)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

septiembre-1



1

La voz sonó cerca.

Estaba ahí, en alguna parte.

Dentro de su cabeza.

¿O no?

—Miquel...

No, no estaba dentro de su cabeza, sino fuera de ella, deslizándose suave junto al oído.

El aliento.

El suave zarandeo.

—Miquel, despierta.

¿Despertar?

¿Estaba dormido?

Bueno, eso era un alivio.

Tanta oscuridad...

—Miquel, vamos.

Ya no se resistió.

Uno, dos, tres...

Abrió los ojos.

Las sombras dejaron paso al día, y el día, con su tenue claridad, se convirtió en el rostro de Patro, flotando por encima de él.

La piel nacarada brilló como una llama cálida.

—¿Qué? —logró musitar.

—¿Estás bien?

¿Lo estaba?

—Sí —dijo sin estar muy seguro.

—Gemías. Casi gritabas.

Parpadeó y, al recuperar poco a poco la normalidad, se dio cuenta de que respiraba con cierta fatiga. Se aferró a la imagen de Patro, los ojos cariñosos, el semblante dulce aunque preocupado. Más allá de ella, el primer resplandor de la mañana se filtraba por las rendijas de la persiana.

La luz siempre le podía a las sombras.

—¿Gemía?

—Sí.

—Lo siento.

—¿Una pesadilla?

—Supongo.

—¿No la recuerdas?

Hizo memoria.

No, se le había ido.

Escapado, igual que un reflejo furtivo.

—Ya no.

—Puedes contármelo.

—Si es que...

—¿Otra vez el Valle?

—No, no. —Fue vehemente.

Hacía mucho que no soñaba con el Valle de los Caídos. Mucho que no escuchaba los gritos de los guardias ni los lamentos de los heridos o los presos en situación límite. Mucho que no sentía el pico entre las manos ni aspiraba el polvillo de las piedras rotas. Mucho que no sentía la humillación, aunque nunca la olvidaría.

Ahora era otra clase de sueños.

O, para ser más exactos, pesadillas.

—Si no era el Valle, ¿qué?

—No sé. —Jadeó abotargado—. Cosas imprecisas, ya sabes.

Y se encogió de hombros.

Patro le acarició la frente.

Le borró todo lo malo, o casi.

Bastaba una caricia.

—¿Quieres volver a dormir?

Miquel miró la persiana, la luz. Parecía reinar un diáfano sol.

—No, ya no. Total, para media hora que debe de quedar...

—Es domingo —le recordó ella.

Domingo.

—Lo había olvidado.

—Ven aquí, despiste.

Patro se tumbó a su lado. Extendió el brazo y se lo pasó alrededor del cuello, hasta cogerle el hombro opuesto y atraerlo hacia sí. Miquel se dejó llevar y se arrebujó en el hueco dejado por el cuerpo de su mujer. Apoyó la cabeza en el hombro de ella y se sumergió plácidamente en su calor.

También en su aroma.

Ninguna colonia o perfume, sólo el suyo propio.

El silencio no fue muy prolongado.

—Siento haberte despertado —susurró.

Recibió un beso en la frente y una caricia en la mejilla.

—No importa.

—Para una vez que Raquel no llora...

—No seas tonto. Pero si es una santita.

Otro silencio.

Miquel le puso una mano en el pecho, le atrapó el seno izquierdo y la dejó quieta, sin ánimo libidinoso a pesar de la rápida erección del pezón, que se le incrustó en la palma. La tranquilidad le permitió captar los latidos del corazón.

Un corazón lleno de vida.

Patro pasó de la mejilla al cuello, y de él al brazo, el pecho...

—Eres tan suave... —La oyó suspirar.

—Apergaminado —la corrigió.

—Cállate —gruñó la voz en forma de reproche—. Mira que eres tonto. Sabes que tienes un cuerpo precioso. Nadie diría que tienes sesenta y seis años.

—Tú pareces tener veinte.

—¿Después de dar a luz?

—Ya han pasado más de seis meses. Vuelves a tener tu figura y lo sabes.

—Desde luego... —Patro soltó un bufido de sarcasmo.

—¿Desde luego, qué?

—Parecemos dos tontos enamorados.

—Estamos enamorados, así que somos tontos. —Evitó añadir lo de «la edad».

—Si alguien nos oyera...

—Me importa una mierda que alguien pueda oírnos, aunque no es el caso.

—Madre mía, cómo te estás volviendo.

—¿Viejo gruñón?

—¡No! Irreverente.

—Ya sabes que cada vez me importa menos lo que pase al otro lado de la puerta del piso.

—No puedes pensar así, y menos decirlo. Ahora está Raquel. ¡Ha de importarte lo que hay al otro lado! ¡Por ella!

Una de dos: o él se estaba volviendo niño o ella estaba creciendo muy rápido.

Quizá las dos cosas.

Miquel se apretó un poco más, como si con ese gesto le pidiera que se callara.

Recuperaron el silencio.

La paz.

Los latidos del corazón, el pezón de nuevo relajado, las caricias, el roce de los labios en la frente, la suma de inercias.

Aunque sólo fuera por espacio de un minuto.

—Miquel.

—Sí.

—¿Te pasa algo?

—No, ¿por qué?

—Porque llevas unos días con pesadillas, y si no es por el Valle...

—Estoy bien.

—A mí no me mientas.

—No te miento. No es nada.

—Sí lo es —insistió ella con un tono de voz más firme.

—Las pesadillas son abstractas, mujer. Por eso al despertar ya no están, desaparecen.

Patro dejó de acariciarle la piel.

Miquel cerró los ojos.

¿Cuándo había dejado de ser ella una inocente mujer renacida del infierno de la guerra y la dureza de la posguerra, vendiendo su cuerpo para poder comer?

El nuevo silencio duró apenas quince segundos.

Luego, la rendición.

Un suspiro.

Y la confesión, que intentó parecer serena pero resultó angustiosa.

—Patro... no recuerdo la cara de mi hijo.

Fue como si le comunicara una descarga eléctrica. Ya no sólo le abrazó: le estrujó.

Fuerte.

—Miquel...

Él se dejó llevar. Después de decir aquello no había vuelta atrás.

—A veces... se me escapa. —Intentó hablar desde la calma—. Quiero retener su imagen, pero... no puedo. Otras veces se desvanece, o se confunde con otras caras. Y no es sólo Roger. Es también Quimeta, mis padres, mis abuelos...

—Han pasado muchos años, cariño.

—Mis padres o mis abuelos, tal vez. Quimeta y Roger, no. Apenas doce años. —Movió la cabeza todavía hundida en el regazo de Patro—. Eran mi mujer y mi hijo.

—¿Y por qué piensas ahora en ellos?

—No es que piense en ellos ahora. Es que... cuando aparecen en mi mente no tienen cara. No consigo verles.

—Vamos, no te angusties.

—No es únicamente angustia. —Se apartó un poco para mirarla a los ojos—. Es miedo, una sensación de completa impotencia. Nos han robado incluso eso: la memoria, los recuerdos. Tú tienes fotos de tu familia, de tu hermana muerta. Siguen estando ahí. Pero yo no tengo nada. Ni siquiera eso. Me detuvieron, me arrancaron de casa como si fuera un perro, no me dejaron llevar nada. Todo se quedó allí, en el piso. Muebles, recuerdos, las fotos... Sobre todo las fotos. Sin ellas no tengo pasado.

—Tienes presente y futuro. —Fue muy dulce, pero también sincera—. Estoy yo, está Raquel. Tú mismo lo has dicho antes: lo que suceda al otro lado de la puerta es otra historia.

—No con esto, cariño. Precisamente ahora es por Raquel, aunque sé que si no fuera por eso, primero por ti y ahora por ella, yo ya estaría muerto.

Se encontró con el beso en los labios.

Sellados.

Un beso de tregua, pero también de amor y devoción.

El beso que únicamente Patro podía ofrecerle.

Hizo algo más.

Se puso encima de él.

Liviana, como una pluma.

Quedaron abrazados ya en silencio, fusionados en un único cuerpo, respirando al unísono. Miquel hundió la mano derecha en la nuca de su mujer y con la izquierda le presionó la espalda. Patro tembló ligeramente.

Hubieran seguido así mucho más rato. A él le gustaba que ella se le subiera encima y a ella le gustaba flotar encima de él. Una de sus muchas formas de entrega.

Por desgracia para los dos, Raquel todavía no conocía los placeres de sus padres.

El llanto hizo que Patro reaccionara al instante.

Se apartó con elástica rapidez y lo dejó solo.

Esta vez, mucho más que nunca.

septiembre-2



2

La Rambla brillaba bajo el sol del último día de septiembre. Por el paseo central, con los puestos de flores, pájaros y periódicos a ambos lados, deambulaba un río de ociosos que se movían perezosamente, sin la prisa de los días laborables. Niños y niñas con la impoluta ropa de domingo, mujeres con faldas de amplio vuelo y preciosos peinados cuidadosamente ornamentados, hombres con los trajes mil rayas de su jornada festiva y la corbata que les distanciaba de los obreros. Los únicos que parecían eternos, sujetos a su idiosincrasia, eran los ancianos y las ancianas, con sus bastones o sus arrugas cargadas de historia. No quedaba ninguna silla vacía y el cobrador se resignaba a que algunos permanecieran más de la cuenta sentados en ellas, como si disfrutaran viendo una película en tiempo real, con personas de carne y hueso desfilando ante ellos.

Miquel también se asomaba a la nueva realidad imperante.

Ya nadie llevaba sombrero. Las faldas eran cada vez más cortas y, de momento, quedaban a medio camino entre las rodillas y los tobillos. Se intuía una modernidad que pugnaba por sobresalir de la oscuridad de la dictadura. Los limpiabotas trabajaban a destajo. Ni uno estaba ocioso. Por los dos lados, los tranvías subían y bajaban llenos. De un 24 bajaron incluso varias personas que, a tenor de la ropa, parecían extranjeros. Por supuesto, llevaban mapas en las manos, pequeñas cámaras fotográficas y las sonrisas de felicidad colgadas de los rostros.

—Lo que faltaba, que nos invadan esas hordas. —Suspiró Miquel.

—Si les gusta Barcelona y tienen dinero, ¿por qué no van a venir? La ciudad es preciosa, el clima maravilloso, hay museos, la Costa Brava cerca...

Patro siempre era positiva.

A veces se dejaba arrastrar por ella. Otras no. Escogía el combate.

—Como nos pongamos de moda, verás tú.

—¿No te parece bien que nos conozcan en todas partes?

—No.

—Eres un egoísta y un clasista —protestó Patro. Y dirigiéndose a Raquel, que iba en el cochecito de cara a ellos, añadió—: Tú a tu padre ni caso, ¿eh?

Raquel pareció entenderla. Agitó las manos y los pies mientras sonreía.

—La culpa es de Cervantes —insistió Miquel.

—¡Pero si se murió hace mucho! —Patro le lanzó una mirada de asombro.

—Dijo que Barcelona era «archivo de cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos, correspondencia grata de firmes amistades y sitio de belleza única». Coma de más, punto de menos.

—¿Todo eso?

—Sí.

—¿Y te parece poco?

—Lo escribió mucho antes de que un general enano y de voz aflautada, convertido en salvador de la patria, nos jodiera la vida.

Como si la realidad se asociara con sus palabras, vieron en uno de los quioscos las portadas de los periódicos del día, todos con la imagen de Franco de arriba abajo. La Vanguardia, El Correo Catalán, el Diario de Barcelona... En La Vanguardia, el pie de la fotografía era explícito: «Nadie podrá arrebatarnos la gloria de, en medio de un mundo atormentado, haber encontrado la verdad y haberla noblemente servido».

Miquel se quedó mirando los periódicos sin atreverse a coger ninguno.

Al día siguiente era 1 de octubre.

El «día del Caudillo».

Quince años desde la «exaltación» de Franco a la Jefatura del Estado.

—Anda, vamos.

—¿No lo compras? —se extrañó Patro.

—¿Con ese careto?

—¡Dóblalo por la portada, hombre! Si no compras el periódico no sabremos qué películas hacen, y para un día que podemos ir al cine...

Se resignó. Sacó las monedas del bolsillo y escogió dos piezas de dos reales cada una. Le entregó la peseta al quiosquero y recogió el ejemplar de La Vanguardia, más por costumbre que por otra cosa. Por encima de su cabeza se anunciaban los libros del momento, Sinuhé el egipcio, la Guía de la Costa Brava de Josep Pla, Los catalanes en la guerra de España de José M. Fontana, La hora veinticinco, Viento del norte, un éxito de Somerset Maugham...

Siguieron caminando, con el periódico doblado bajo el brazo de Miquel.

Los hombres miraban a Patro.

Algunos de manera disimulada. Otros, directamente.

Tan guapa...

Y sólo al reparar en los anillos de casados se daban cuenta de que eran lo que eran: una pareja paseando con su hija.

Entonces las miradas de pasmo se dirigían a él.

Patro empujaba el cochecito e iba de su brazo con tanto orgullo...

—¿Seguro que esta tarde podremos ir al cine? —preguntó él.

—Sí, seguro. Ya lo he hablado con la señora Benita. Está encantada de que le dejemos a Raquel. Además, sabe que se porta bien y no se le hace extraña con nadie.

—Quién lo iba a decir.

—¿Quién iba a decir qué?

—Pues que la señora Benita estuviera ahora de nuestra parte. Cuando me fui a vivir contigo, bien mal que nos miraba.

—¡No seas tonto! ¡No estábamos casados! Y no era únicamente ella. Toda la escalera andaba llena de rumores. Ahora te respetan, y de mi pasado no tienen ni idea. Sabía que si subía hombres a mi casa acabarían echándome, por eso me cuidé siempre. Por eso y por mis hermanas. Tú fuiste el primero y el único. Encima, ahora, con Raquel, que es una robacorazones...

Volvieron a mirarla.

Babeaba feliz.

Desde el último lío en el que se había metido, en junio, habían pasado ya tres meses.

Miquel pensó que la vida fluía.

Él también tendría que babear feliz.

Y sin embargo...

Era tan buen momento como otro cualquiera para hablar de ello.

Lo necesitaba.

—Patro, lo de esta mañana...

—¿Tus pesadillas?

—No, lo de las fotos.

—¿Por qué piensas ahora en eso?

—Quizá porque en estos meses, desde la llegada de Raquel, todo es aún más distinto que antes. Algo así —señaló a su hija con la barbilla— te hace reflexionar. Y mucho.

—Cuando dejaste la última carta de tu hijo en el nicho de tu esposa, ¿por qué no dejaste también algunas fotos? Te detuvieron de inmediato.

—Gracias a que la dejé ahí, oculta en un rincón, pude recuperarla al volver a Barcelona. Pero en febrero del 39 no pensé en las fotos. Ni se me ocurrió. Estaba seguro de que iban a matarme. Además, un pliego de papel quedaba disimulado, pero unas fotos no. Cuando recuperé la carta me asombré de que estuviera tan bien conservada.

—Sé que la lees a veces.

—Claro.

—¿No hay nadie que pueda tener una foto de tu mujer y de tu hijo?

—No.

—¿Alguna que le tomaran en estudio?

—No recuerdo el nombre, pero una vez pasé por delante y el estudio ya no existía.

—¿Qué sería de las cosas de tu piso?

Miquel soltó una bocanada de aire.

—Ni idea —reconoció.

—Me contaste que en julio del 47, al regresar a Barcelona, fuiste a tu antigua casa, y que los nuevos inquilinos ni te dejaron entrar.

—Prácticamente me echaron, sí.

—¿Habrán guardado algo?

—No creo. —Frunció el ceño—. Los muebles que vi no eran los míos.

—Pero sólo viste el recibidor.

—Sí, claro.

—¿Por qué no vuelves y preguntas?

—Ya tuve bastante con la primera vez. Encima, en el recibidor vi la fotografía de un falangista. —Se estremeció—. ¿Te imaginas un uniforme así en la que fue mi habitación? No sé si podría soportarlo.

—Aun así, deberías ir y preguntarles. No pierdes nada.

—Mi dignidad y mi orgullo.

—¿Es más fuerte que la necesidad de recuperar aunque sea una de esas fotos?

Como siempre, tenía razón.

La vida de, por y con Patro era simple.

Tan elemental.

—Se perdió todo, cariño. —Chasqueó la lengua—. No hay que darle más vueltas.

—¿Tú crees que alguien tira así como así a la basura la vida de otros?

La pregunta le sorprendió.

—¿Después de una guerra perdida y de que a uno le condenen a muerte? Sí.

Patro ya no dijo nada.

Habían caminado hasta el Llano de la Boquería y luego, sin más, como si fuera un camino trillado, habían emprendido la vuelta de regreso a la plaza de Cataluña. Ahora transitaban por el centro, en dirección al paseo de Gracia.

Patro le echó un vistazo al reloj.

—¿Nos sentamos cinco minutos? A Raquel le encanta ver las palomas.

—Bueno.

Se acomodaron en un banco a la sombra. Todos estaban ocupados. El suyo lo compartieron con dos hombres mayores. Uno tenía las dos manos en el asidero del bastón en el que se apoyaba al caminar. El otro llevaba una gorra vieja. Colocaron el cochecito de Raquel de cara a la plaza, donde las palomas revoloteaban, principalmente en torno a los niños que les echaban comida. En cuanto Raquel empezase a andar, tendrían que comprarle las bolsitas que vendían en los puestos ambulantes.

La pequeña lo miró todo con su eterna cara de asombro.

Miquel también lo hizo, pero centró su atención en los niños y las niñas que llenaban la plaza, con sus ropas marrones, blancas o grises, con las habituales telas pata de gallo, con los volantes y puntillas, algún zapato de charol. No había color. No existían los colores. La vida era gris. A nadie se le ocurriría vestir a un niño o una niña con una prenda roja, o amarilla, o verde.

Aún quedaban demasiados lutos.

Muchos años atrás, Quimeta y él también habían llevado a Roger a dar de comer a las palomas.

No quiso pensar en ello.

Cogió el periódico y lo abrió.

En la página tres, el titular era expresivo: «Una efemérides trascendental». Y con letras grandes: «El 1.º de Octubre, día del genuino Caudillo anticomunista». Después, diversos artículos con titulares no menos expresivos: «El estadista del juego limpio», «El jefe clarividente», «Homenaje profético», «Texto histórico para Occidente» y «La Vanguardia en este día...».

El «texto histórico» era la reproducción de la proclama del 29 de septiembre de 1936 en Burgos, declarando a Franco Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos.

Leyó algunos textos al azar.

—«Cuando el paso por el Mundo de la actual generación no sea más que un comentario breve en el libro de la Historia, perdurará el recuerdo de la epopeya sublime que el Ejército español escribió en esta etapa del desarrollo de la vida de la nación», «Sería imposible, porque eso queda para la Historia, en un arduo empeño titánico que acaso también fracase, dadas las dimensiones de su ambición, sería imposible, repetimos, resumir, siquiera en los estrechos límites de una síntesis o de un apuntamiento, las circunstancias que han rodeado a la Jefatura del Estado que Franco asumió mañana hace quince años. Jamás las vio pueblo alguno, y es muy difícil que vuelva a presentarse en lo por venir», «Al repasar las etapas culminantes de la vida del General Franco, se advierte la angélica protección que nunca le abandona y le saca con bien de los trances más azarosos y críticos. Fue prodigioso que saliera indemne tras catorce años de campaña ininterrumpida en Marruecos, siempre en vanguardia. Linda con lo inverosímil que pudiera sortear las dificultades y resolver los problemas, de modo especial en los comienzos del Alzamiento, cuando faltaba hasta lo más imprescindible para hacer una guerra en nuestro lado, mientras el enemigo era dueño de los resortes y factores materiales que garantizaban el éxito».

—Mecagüen... —rezongó por lo bajo.

Patro le dio un codazo.

¿«El enemigo era dueño de los resortes y factores materiales que garantizaban el éxito»?

¡La República había luchado con divisiones internas y en alpargatas, sin comida, contra un ejército bien adiestrado y apoyado por alemanes e italianos ante la pasividad de Europa!

Cerró el periódico.

No lo estrujó porque necesitaban mirar la cartelera del cine.

Fue en ese momento cuando los dos hombres se pusieron a hablar.

—Habrá que ir pensando en levantarse.

—Sí.

No se movieron.

—Tengo un trecho hasta casa.

—Ya.

Siguieron sentados.

—Si llego tarde mi hija me da la vara, que menuda es.

—Tu hija es un sargento, pero mi mujer es peor.

—Y que lo digas.

—Acabo de jubilarme y ya está harta de tenerme en casa. Dice que la estorbo.

—Pero al menos estás bien, porque yo, con lo de no poder orinar...

—¿Qué voy a estar bien yo? ¡Anda que no me duele ni nada la pierna!

—Tú te quejas de vicio.

—Y tú por fastidiar.

—Te recuerdo que tengo sesenta y tres, dos menos que tú, y que ya tengo la baja fija. Eso quiere decir algo.

—Ya, que tienes más cuento...

—¡Anda, anda, cállate ya!

—Si es que...

Se levantaron al unísono y se alejaron discutiendo.

Sus voces se perdieron en el fragor del mediodía, entre los sonidos del corazón de Barcelona.

Miquel miró a Patro.

Sabía lo que iba a decirle.

—¿Lo ves? Uno sesenta y cinco y el otro sesenta y tres, y ya están para el arrastre. Parecen tener diez años más. Tú a su lado eres Johnny Weissmüller.

—Será que los ocho años y medio en el Valle de los Caídos me sentaron bien, como unas vacaciones. Trabajo, aire puro, buena comida...

—Pues más fuerte sí has de estar.

—Será una broma, ¿no?

Patro también se levantó. No hubo respuesta. Estaba claro que no quería discutir.

—¿Vamos a hacer el vermut? Me apetece.

No le quiso decir que no. Domingo, paseo, vermut, tarde de cine...

La vida perfecta.

Miquel se incorporó, tomó el cochecito de Raquel y echó a andar a su lado, dócilmente.

septiembre-3



3

El bar de Ramón estaba animado. La gente aprovechaba los últimos días de calor matinal y buen tiempo antes de que el otoño entrara a saco en sus vidas. Al anochecer, comenzaba a refrescar. A mediodía, en domingo, el vermut ya no era un lujo al alcance de unos pocos. Aunque había vermuts y vermuts. Allí, una cervecita y unas anchoas todavía eran una orgía de los sentidos para algunos.

Sin el racionamiento, incluso el café volvía a saber a café.

Ocuparon una mesa al fondo, cerca de la ventana, y, al momento, Ramón se les acercó con su habitual sonrisa de camaradería pasando por entre la clientela sentada en las restantes.

—¡La Santa Compaña! —Abrió los brazos como si fuera a abrazarlos—. ¡Y al completo! —Se inclinó hacia Raquel y movió los dedos de la mano delante de sus ojos—. ¡Cuchi-cuchi-cuchi! Que vienes a ver tú al tito Ramón, ¿eh?

Raquel intentó atraparle un dedo.

—Como digas que se parece a mí, te mato —le aseguró Miquel de buen humor.

—No, hombre, que no estoy tan ciego ni estoy tan loco. Si se parece a alguien es a su madre, faltaría más. ¡Va a ser de guapa...! —Los abarcó con una mirada afable—. ¿Qué, de paseo?

—Pues sí.

—Y ahora... ¿un vermutito?

—También.

—¡Sí, señor, que son dos días y todos hemos de vivir! Oiga, maestro —bajó la voz—: me han traído unas aceitunas sevillanas... Se lo juro, de muerte. Las pata negra de las aceitunas. Se las pongo y ya me dirá.

—¿Quieres aceitunas?

Patro asintió con la cabeza. Fue la primera en sentarse. No por ello, Ramón se apartó de su lado.

—¿Con dos cañitas?

—Sí —afirmó Miquel.

—¿No le interesará una entrada para el Barça-Valencia de esta tarde? —Bajó aún más la voz, en plan conspirador—. Me la dejan barata a pesar de la reventa.

—No, ya sabes que no.

—Aunque sea por curiosidad, hombre. Que en cuanto vea jugar a Kubala...

En junio, Ramón le había ayudado. Y mucho. Cuando tuvo que escapar de casa con lo puesto y la policía pisándole los talones, acusándole del asesinato de aquel maldito pederasta, el dueño del bar le prestó una chaqueta y dinero, sin hacerle preguntas. De alguna forma, ya eran amigos, por más que Ramón le hablara de usted y Miquel siguiera tuteándole. Amigos que compartían desayunos y una rara complicidad.

¿Quién podía enfadarse con él?

La tortilla de patatas de su mujer seguía siendo única.

—Creo que ya es hora de que te cuente algo. —Se rindió.

Ramón levantó las cejas y miró a Patro.

—¡Uy! —exclamó.

—Siempre te digo que el fútbol me importa poco, y es verdad —comenzó a decir Miquel—. Sin embargo, antes de la guerra, yo iba a veces a ver algún partido.

Las cejas se le levantaron todavía más.

—¿Qué me dice? —Se olvidó de bajar la voz—. ¿En serio?

—Sí.

—¿Y por qué ahora no va ni sigue la Liga?

Se encogió de hombros. Lo cierto era que no tenía una respuesta lógica para eso.

O sí.

—¿No será periquito? —Fingió alarmarse Ramón.

—No, era del Barça, aunque no le hacía ascos al Español. A fin de cuentas, era de Barcelona igual.

—Ya, pero rivales.

—Lo sé.

Ramón se cruzó de brazos. De repente le miraba como si fuera un marciano.

—Ya sé que lo pasó mal en la guerra, y después —concedió asintiendo con la cabeza—. Pero el fútbol se lleva en la sangre, hombre. Eso y lo que distrae, que en el campo es de los pocos lugares en los que hoy en día uno puede gritar. Y si se nace de un equipo, se muere de ese equipo. ¡Eso es sagrado!

—Yo iba con mi hijo Roger. Era una forma de pasar una tarde juntos. Él sí era forofo.

El silencio fue breve, pero evidente.

El silencio de la nostalgia.

Ramón lo borró con una nueva subida de tono.

—¡Qué callado se lo tenía, maestro! ¡Hay que ver! —Levantó las dos manos con amistosa pasión y se dirigió a Patro—. ¡Menudo secretito se gasta su marido, mestressa! ¡Tiene golpes escondidos!

—Si yo le contara...

—¡Pásese un día y seré todo oídos! —Se echó a reír y volvió a dirigirse a Miquel—. En fin... ¡Ojalá pudiera ir yo esta tarde, que va a ser de órdago! ¡Con tanto lesionado, en lugar de Martín va a jugar Ferrer de volante!

Miquel no le dijo que no sabía de quién le hablaba.

Ramón ya se había olvidado del vermut.

—Pero ¡qué equipazo!, ¿eh? —Desgranó los nombres de los futbolistas como si se tratara de santos—: Ramallets, Calvet, Biosca, Segarra, Gonzalvo, Ferrer, Basora, Kubala, Aloy, César y Nicolau. ¡El Valencia se llevará una tunda!

Fue su mujer, desde la barra, la que le hizo volver a la realidad.

—¡Ramón!

—¡Voy! —Se despidió de ellos—. Se lo traigo todo enseguida.

Los dejó solos.

Patro sonreía.

—A veces me aturde —confesó Miquel.

—Te aprecia.

—Pues no será porque le dé mucho palique.

—Hay gente que te toma cariño sin más, porque le caes bien o por lo que sea. Lo que hizo por ti en junio lo demuestra. Es una buena persona.

—Y un poste de información. Lo sabe todo y se entera de todo.

—Déjame el periódico para ver la cartelera —le pidió ella.

Se lo pasó. Mientras lo ojeaba, Miquel se inclinó sobre Raquel. Solía mirarla durante minutos, sobre todo mientras dormía. Pero también despierta, como ahora. La sensación de hallarse delante de un milagro no menguaba. Aquel pedacito de ser era el futuro. Su segunda oportunidad de dejar algo en la vida.

Paseó una mirada por el bar.

En cuatro años, desde su regreso, las caras y los gestos habían cambiado. Se percibía menos miedo. La gente reía más. Cualquiera de los presentes arrastraba un pasado, lloraba a algún muerto, pero la vida les impulsaba a seguir, contra viento y marea. La exaltación del Caudillo quedaba para los periódicos, la historia y los fieles. La calle era otra cosa.

La misma Patro lo reflejaba así.

—Yo creo que podremos ver un programa doble —dijo.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿No será abusar mucho de la señora Benita?

—Ella misma me lo ha dicho: que no pasemos cuidado; que después de tanto tiempo, me lo merezco.

—Pero has de darle el pecho a Raquel.

—Lo haré antes, y luego regresamos corriendo.

—¿Has encontrado ya algo?

—Sí, verás, es que en el Principal Palacio hacen Un día en Nueva York, que es de cantar y bailar. La protagonizan Frank Sinatra y Gene Kelly. Teresina la vio la semana pasada y me dijo que era preciosa, que se le había caído la baba y la había repetido y todo. La otra es El Danubio rojo.

—¿Y de qué va ésa?

—No lo sé. Si vamos al Avenida, además de Un día en Nueva York echan Adorable intrusa, y en el Cataluña Sucedió en la Quinta Avenida. Pero en ninguna pone nada. El anuncio sólo destaca la buena.

—¿Y si no es de estreno?

Patro ojeó la cartelera, aunque ya parecía haber tomado la decisión.

El diablo dijo no, Secreto tras la puerta, Traición... Ésta la hace Liz Taylor; La jungla en armas, La carga de la brigada ligera, La vida secreta de Walter Mitty, La jungla del asfalto... Todos sin varietés, desde luego.

—Cariño, es que eso de que entre película y película se me pongan a cantar flamenco...

—Ya, ya.

—Vamos a ver Un día en Nueva York.

—Sí, ¿verdad? —A Patro se le iluminaron los ojos.

A Miquel también, al ver acercarse a Ramón con las dos cervecitas y las aceitunas, enormes, negras, jugosas.

—Pruebe, pruebe —le animó nada más ponérselo todo en la mesa.

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