Laura y el misterio de la Isla de las Gaviotas

Fragmento

cap-1

Susana

En los ocho años que Susana llevaba viviendo en el faro era la primera vez que las gaviotas la despertaban con sus graznidos. Se levantó de la cama, un poco desorientada porque era temprano. Había tenido un sueño muy profundo, debido sobre todo a las pastillas para dormir que había tomado la noche anterior. Miró por la ventana. Desde allí podía distinguirse la Cala del Santo, uno de los lugares de la isla elegidos por las gaviotas para asentar su bandada. Algo estaba pasando: se las veía realmente alborotadas. Muchas de ellas extendían sus alas, gesto que ejecutaban cuando estaban a punto de atacar al verse en una situación de peligro. Intrigada, comenzó a vestirse con la intención de bajar a la cala y comprobar lo que ocurría.

Cogió unos vaqueros, una camisa y un jersey grueso de algodón: a pesar del buen tiempo del que habían disfrutado durante las últimas semanas, el cielo había amanecido encapotado, y era mejor prevenir.

Tenía treinta y cinco años, era morena y muy atractiva. Vestida así, con ropa de campaña, costaba imaginarla viviendo en ningún otro sitio que no fuese aquella isla. Mucha gente opinaba que llevaba una vida demasiado solitaria, pero era lo que ella deseaba. A menudo la habían oído decir que las aves eran lo único que le importaba, las únicas que seguían estando ahí, en los buenos y en los malos tiempos, estuviese sola o acompañada. Su pasión había comenzado cuando, siendo una niña, su madre la había llevado a ver Los pájaros, de Alfred Hitchcock. La película le pareció aterradora, pero al salir del cine Susana había descubierto que el lado oscuro de esos seres a los que no se prestaba atención, a los que se daba por hecho, la fascinaba. Además, había sentido cierta afinidad con las aves de la película. En ella, las causas por las que los pájaros querían exterminar a la humanidad no estaban explicadas. Puede que fuese un simple mecanismo de defensa, ya que el hombre iba a terminar arrasando el planeta y había que evitarlo de cualquier manera. O puede que estuviesen castigando a los humanos por alguna culpa atávica o milenaria de la que ellos eran absolutamente inconscientes. No lo sabía. Pero en su caso, sí que tenía muy claro por qué a veces sentía la necesidad de que todos los que la rodeaban desapareciesen. La causa era sencilla: no lo había tenido nada fácil en la vida. Un padre que se esfumó cuando se descubrió que era un estafador y que había desplumado el negocio de telas que la familia de su madre tenía desde hacía varias generaciones, fue el primero de los hitos en un camino algo complicado. A éste se añadieron las dificultades económicas derivadas de la bancarrota de la empresa, el acoso escolar que había sufrido desde siempre debido a su carácter algo huraño y retraído, y unas cuantas decepciones amorosas y relaciones frustradas.

No había pensado en ninguna de estas cosas desde que vino a vivir al faro rehabilitado que había en la isla. El estudio de las gaviotas y la correspondencia con ornitólogos que vivían en cualquier parte del planeta ocupaban la mayor parte de sus pensamientos. Por eso, mientras se miraba en el espejo del baño, terminando de arreglarse, se reprochaba que quizá todo lo que había estado ocurriendo durante las últimas semanas había sido en parte culpa suya. Si no hubiera estado tan absorbida por su trabajo de campo, podría haber percibido las señales. Y haberles prestado atención. Entonces no habría sido demasiado tarde.

Salió de su habitación, situada en la base del faro, y se dirigió a la cocina. A menudo solía subir las escaleras de caracol que conducían a la linterna para ver cómo el sol de la mañana hacía brillar el mar, pero ese día no tenía ganas: el cielo parecía anunciar tormenta y además creía que esa mañana, en vez de sentirse afortunada por vivir en la pequeña isla y poder disfrutar del panorama que se divisaba desde arriba, no haría otra cosa que mirar la costa con nostalgia, deseando volver, deseando que los seis últimos años de su vida se borraran y desaparecieran, desde el mismo momento en que Celia le propuso ir a la Isla de las Gaviotas y vivir en el viejo faro deshabitado y en desuso. Había roto la regla que se impuso como norma de vida: ocuparse únicamente de los pájaros, y ahora estaba a punto de pagar las consecuencias, como había ido descubriendo asustada las últimas semanas.

Intentando animarse, comenzó a silbar mientras fregaba los platos de la cena a la vez que ponía en el fuego una cafetera. Un pensamiento cruzó su cabeza, tan rápido que fue incapaz de atraparlo. Se trataba de algo que alguien le había dicho alguna vez acerca de los faros, pero en ese momento era incapaz de recordarlo.

Cuando el café estuvo listo, puso comida en el cuenco de Trufa, la labrador de color crema que había sido su compañía desde que la rescató de una perrera.

—¡Trufa! ¡Trufa! —llamó, hasta que cayó en la cuenta de que lo que acababa de hacer era un gesto maquinal, impuesto por la costumbre.

Su perra no iba a ir a por su comida, haciéndole fiestas y cubriéndola de lametones, como todas las mañanas. Había desaparecido hacía unas semanas, sin dejar rastro. Tras días de búsqueda, desesperada, Susana estaba convencida de algo: en una pequeña isla de quince kilómetros cuadrados no había ningún lugar donde un perro pudiera esconderse. Y no creía que hubiese podido despeñarse por ninguno de los acantilados. El animal tenía miedo de las alturas, sollozaba cada vez que Susana se asomaba a uno de ellos para observar a sus gaviotas. Se quedaba unos pasos atrás, llorando y lanzando gemidos, aterrorizada, hasta que Susana se reunía con ella. Sólo había una manera por la que Trufa se hubiera arrimado a un acantilado: que alguien la hubiera obligado. Susana estaba convencida de que alguien la había arrojado al vacío. Además, esa explicación casaba perfectamente con la serie de pequeños atentados que había sufrido durante las últimas semanas. Un día, al llegar a casa, encontró todos sus cuadernos de campo y los diarios con sus anotaciones sobre el comportamiento de las gaviotas tirados por el suelo, en completo desorden. Algunas de sus páginas habían sido arrancadas y quemadas en la chimenea. Otro día, el objeto de la rabia del misterioso atacante fueron las fotos que tenía colgadas en el salón. Muchas eran instantáneas de algunos de los pájaros que había observado y controlado años anteriores. También tenía retratos de Juan, un novio con quien mantuvo una relación durante bastante tiempo, y que, de no haber muerto en un accidente de coche, estaría ahora mismo allí con ella compartiendo sus inquietudes. El caso es que alguien había descolgado todos los retratos y los había manchado con pintura roja, que así, a primera vista, parecía sangre. En la misma incursión, el intruso había destrozado también los delicados arreglos florales que poblaban los parterres que rodeaban el faro.

Susana dio parte de los hechos a la policía y consiguió que se interrogara a las personas que residían en la isla en aquel momento, pero no sacaron nada en claro. Inquieta, mandó poner una costosísima cerradura de seguridad en la puerta de roble que servía de entrada. Y los estrecho

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