Infantas

José María Zavala

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Galería de infantas

Son todas Borbones… pero tan distintas y deslumbrantes como las gemas orientales de un inmenso collar.

Nuestra galería de infantas se compone de veinte retratos que, a modo de espejos esmerilados de tenues aristas y contornos, abarcan los cuatro últimos siglos de la Historia de España: desde el XVIII en que vivió la primera infanta de la dinastía, María Ana Victoria de Borbón y Farnesio, primogénita de Felipe V, hasta el XXI de más rabiosa actualidad, reservado a la infanta Leonor de Borbón y Ortiz como inmediata sucesora de su padre el príncipe Felipe, quién sabe si Felipe VI, rey de España, algún día.

Este libro es en gran parte deudor de otros dos anteriores publicados con éxito en esta misma editorial: La maldición de los Borbones y Bastardos y Borbones. Podrían considerarse ambos, junto con el que el lector tiene ahora en sus manos, una trilogía sobre los Borbones, ampliada posiblemente a una tetralogía en el futuro.

Si La maldición de los Borbones constituye un completo y ameno repaso por la intrahistoria de la dinastía desde Felipe V hasta hoy —tan «políticamente incorrecta» como real—, Bastardos y Borbones es todo un homenaje a esos «otros Borbones» preteridos por sus regios padres en un acto de flagrante injusticia.

Ahora, en Infantas emergen con todo su esplendor las hijas de reyes y príncipes, cada una, nunca mejor dicho, «de su padre y de su madre».

Los títulos de esta veintena de semblanzas hablan por sí solos: desde «la melancólica» María Ana Victoria de Borbón, asolada por los mismos sopores depresivos que postraron en cama a su padre Felipe V, hasta «el esperpento» de María Josefa Carmela, hija de Carlos III, tratada con escaso o más bien nulo mimo por la madre naturaleza.

Desvelamos ahora si la mancha negra que luce la infanta en la sien derecha, en la célebre Familia de Carlos IV, era en realidad un parche de tacamaca o un melanoma que pudo llevarla a la tumba año y medio después de posar del natural para Goya.

Lo mismo que María Josefa Carmela, nuestra tercera protagonista, Carlota Joaquina, probable hija bastarda de Carlos IV, era fea de solemnidad. Convertida luego en reina consorte de Portugal y emperatriz honoraria del Brasil, tras desposarse con el futuro Juan VI, esta infanta «intrigante» aprovechó la locura transitoria de su marido para arrebatarle la regencia mediante un complot del que conoceremos todos los detalles.

¿Y qué decir de la cuarta infanta de esta galería de retratos literarios? Hablar de Luisa Carlota, hermana mayor de la archiconocida María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII, a la que tuve el placer también de biografiar en La reina de oros, es hacerlo de una consumada «celestina». Luisa Carlota fue la verdadera artífice del noviazgo de su hermana con el rey felón; bastó un retrato de esmalte en miniatura que ella misma envió al monarca viudo, seguido de varias cartas ensalzando sus virtudes y atributos, para que éste se enamorase perdidamente de María Cristina hasta el punto de hacerla reina de España.

Precisamente María Cristina es la madre de nuestra siguiente protagonista: Luisa Fernanda de Borbón, a quien hemos bautizado como «la suplente». Haciendo honor al sobrenombre, Luisa Fernanda fue desde su mismo nacimiento una infanta en reserva por si algún imprevisto le sucedía a su hermana mayor Isabel II, que ciñó en sus sienes finalmente la corona. Incluso después de su boda con el duque de Montpensier, Luisa Fernanda se mostró dócil y complaciente como la fiel segundona que siempre fue.

Su hija Mercedes, nuestra siguiente infanta, tuvo una existencia efímera, pues falleció con sólo dieciocho años al poco de casarse con su primo carnal Alfonso XII; a diferencia de «la dama de hierro», como denominamos a la infanta Isabel, que murió siendo ya setentona. De Isabel, conocida popularmente como «la Chata», desvelamos en estas páginas un suceso tan asombroso como desconocido: el atentado planeado contra su vida y la de su hermano el rey Alfonso XII que, sólo gracias a la proverbial intervención del canciller alemán Otto von Bismarck en persona, pudo finalmente desbaratarse.

Completan el retrato vivo de las hijas de Isabel II, los de las infantas Pilar, Paz y Eulalia, a quienes hemos denominado, por este orden, «la romántica», «la dulce» y «la rebelde».

De la singular belleza de Pilar dieron fe el mismísimo príncipe imperial Napoleón Eugenio Luis Bonaparte, hijo único de Napoleón III y de Eugenia de Montijo, así como el archiduque Rodolfo de Habsburgo, príncipe heredero del Imperio austro-húngaro y único hijo varón del emperador Francisco José y de la no menos célebre Sissi. Conoceremos ahora con detalle los romances de esta infanta maltratada, como Mercedes, por el destino cruel.

Paz y Eulalia representan, por su parte, la dos caras de una misma moneda: la primera, sumisa y calmada, como un remanso de paz en honor a su nombre, vivió hasta el final pendiente de los demás, en especial de su esposo y primo carnal Luis Fernando de Baviera; la segunda, en cambio, a la que tuve oportunidad de biografiar también en La infanta republicana, pasó por este mundo como un auténtico ciclón, desafiando a las conservadoras costumbres de la época con su escandaloso divorcio de Antonio de Orleáns, y plantando cara a su propio sobrino el rey Alfonso XIII, que la desterró de España durante una década entera. El archivo secreto de su secretario particular nos descubre ahora detalles insospechados de esta infanta en el París ocupado por los alemanes en plena Segunda Guerra Mundial.

Capítulo aparte merece Elvira de Borbón y Borbón-Parma, la infanta «fogosa», que supo amar también contra viento y marea, incluido el veto matrimonial impuesto por el emperador Francisco José para que no pudiese desposarse con el hombre de quien estuvo realmente enamorada.

Nos ocupamos también de otras dos destacadas infantas en los aledaños del trono: María de las Mercedes, «la sumisa», y María Teresa, «la gorriona», ambas hijas de Alfonso XII.

La primera hizo redoblar los tambores de guerra en todo el país al desposarse con su primo hermano, faltaría más, don Carlos de Borbón Dos Sicilias, cuyo padre Alfonso de Borbón, conde de Caserta, había cometido en su juventud un pecado imperdonable para los recalcitrantes isabelinos: luchar a las órdenes del pretendiente Carlos VII en las guerras carlistas.

María Teresa, por su parte, era una mujer alegre que despertaba grandes simpatías entre propios y extraños, razón por la cual su hermano el rey Alfonso XIII la llamaba «Gorriona» en la intimidad.

A las dos únicas hijas de Alfonso XIII, Beatriz y María Cristina de Borbón y Battenberg, aludimos también largo y tendido en estas páginas. Ambas vivieron con la permanente sospecha de ser portadoras del maldito gen de la hemofilia, introducido por su irresponsable padre en la Casa Real española al desposarse con la prince

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